Nina

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LIBRO PRIMERO » 15

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La autopista ardía.

Después de Alsfeld conduje a un promedio de ciento treinta por hora. El viento cantaba alrededor del coche. El viejo perro dormía en medio de nosotros. Julius Brummer fumaba un pesado cigarro.

Subimos a toda marcha las curvas de los montes Knüll entre Niederjossa y Kirchheim y volvimos al llano antes de Bad Hersfeld. En el horizonte, por el lado oeste, pequeñas nubes ascendían hacia el cielo. Se veía muy lejos por los cuatro costados. Había prados verdes y campos amarillos y terrosos entre ellos. Se divisaban muchos pueblos en la campiña, con paredes blancas y rojos tejados de tejas, y muchas iglesias. Había una gran cantidad de iglesias en la comarca.

Después del trecho hasta Bad Hersfeld y Fulda, la autopista volvía a subir. El bosque se acercaba a la carretera. Sus árboles poseían un color verde oscuro y muchas veces parecían negros. Los bosques despedían buen olor y refrescaban el ambiente.

Ahora pasábamos junto a largas columnas de vehículos militares americanos. Alcanzamos camiones de dos toneladas y media con la cubierta retirada y carros blindados pesados y jeeps. En los camiones había soldados con cascos de acero y uniforme de simulación. Por las mirillas de los carros blindados salían cabezas de soldados con casco de cuero y auriculares. En los jeeps viajaban muchos oficiales. La mayoría de los conductores eran negros.

En todas las entradas de la pista vi muchas banderitas de varios colores y soldados solitarios con pistolas ametralladoras. Conté en un trecho setenta carros blindados y más de cien camiones. Los jeeps no los conté, eran demasiados.

—Maniobras —comentó Julius Brummer y sacudió la ceniza de su negro cigarro—. Los americanos hacen grandes maniobras.

Bajó el cristal de su ventana y sacó una rosada y pequeña mano.

Unos cuantos soldados de los caminos respondieron al saludo, pero muchos no lo hicieron.

—Si fuera una muchacha bonita, todos me saludarían —manifestó Julius Brummer.

Pasamos a toda velocidad al lado de los camiones y, después de un rato, alcanzamos una nueva hilera de tanques. Iban pintados de verde y castaño, llevaban antenas y, alrededor de la torreta, iban sujetos los cascos y las mantas de la tripulación. Los tanques, los jeeps y los camiones se dirigían hacia el oeste.

—¿Fue usted soldado, Holden?

—Sí, señor Brummer.

—¿De qué arma?

—División acorazada.

—¿Qué le parecen esos trastos, imponentes, no?

—Imponentes.

—Aunque, naturalmente, parecen un poco ridículos si se piensa que existen las bombas de hidrógeno.

—Un poco ridículos, naturalmente.

—¿Quiere un cigarrillo?

—Gracias, no, señor Brummer.

A la orilla derecha de la carretera sobresalían unos letreros en inglés y alemán. Leí:

«¡ATENCIÓN!»

«¡SOLO FALTAN CIENTO CINCUENTA METROS

PARA EL LIMITE DE LA ZONA!»

La autopista corría de nuevo valle abajo. Se disfrutaba de una amplia vista hacia el oeste. Había pueblos con blancas paredes y rojos tejados y muchas iglesias. Los campos eran verdes y dorados con algunos retazos de color castaño. Vi una gran ciudad, con muchas chimeneas. Las chimeneas despedían humo.

—Eisenach —dijo Brummer—. Ya estamos casi al otro lado.

—Sí, señor —contesté.

Pero no existía ninguna diferencia en el paisaje. Se veía aquello lo mismo que aquí. A la orilla de la carretera aparecieron ahora torres de madera y unos cuantos bunkers. En los prados, debajo de nosotros, vi hombres con uniforme verde. Llevaban fusiles. Algunos empujaban bicicletas, muchos iban acompañados de perros y otros se mantenían quietos con catalejos a la altura de los ojos y observaban la ciudad con las humeantes chimeneas, que se llamaba Eisenach y se encontraba del «otro lado».

Repentinamente cesó la autopista ante un puente volado. Aquí se encontraban letreros en tres idiomas que decían que hasta el puesto de control de la zona, Herleshausen-Wartha, había todavía veinticinco kilómetros, por una carretera secundaria.

El «Cadillac» traqueteó sobre los baches de un prado en el que pastaban vacas. En la última media hora, todo había quedado más silencioso. Pocos coches nos alcanzaron. Muchos de ellos llevaban las blancas placas de numeración de la zona. La carretera era muy estrecha y polvorienta. Tuvimos que cerrar las ventanillas. La campiña iba siendo cada vez más pobre y los hombres de los campos parecían tristes y serios.

—Esto es el desecho del mundo —comentó Brummer.

Un bosque de árboles atrofiados. Un pueblo lleno de inmundicias. Estación de gasolina. Tiendas de comestibles. Niños que se hurgaban las narices. Arena y polvo. Casas de adobes sin revestir.

—Aquí nadie invierte nada. Las calles están asquerosas. A punto para la próxima guerra.

—Sí, señor Brummer.

—Y, ¡qué suerte! ¡De la próxima tendrán la culpa los demás!

—Sí, señor Brummer.

Era de verdad una calle horrorosa, con curvas y aceras recubiertas de barro e infinidad de baches.

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