Nexus
Capítulo IX
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Capítulo IX
Ni café ni trozo de tarta. Cuando salí al aire libre, ya era de noche y la avenida estaba desierta. Me moría de hambre. Con los pocos centavos que tenía me compré una chocolatina y volví andando a casa. Un paseo horrible, sobre todo con el estómago vacío. Pero la cabeza me zumbaba como una colmena. De compañía tenía a los mártires, esos tipos alegres y obstinados, que desde hacía mucho tiempo estaban criando malvas.
Me metí derecho en la cama. ¿Para qué esperarlas, aun cuando existiera la posibilidad de que trajesen comida? Cualquier cosa procedente de sus labios sería monsergas, después de la aventura biográfica que había gozado.
Esperé unos días antes de dar la noticia a Stasia. Cuando le entregué el cheque, se quedó turulata. Nunca me había creído capaz de una cosa así. Pero ¿no era demasiado precipitado? Y el cheque, ¿podía estar segura de que no se lo rechazarían?
¡Qué preguntas! No le dije que Doc Zabriskie me había pedido le telefoneara antes de cobrar el cheque. Primero cobrarlo y después preocuparse: ésa era mi idea.
En ningún momento se me ocurrió preguntarle si no había cambiado de idea respecto a lo de marcharse. Yo había cumplido con mi parte, ahora le tocaba a ella cumplir con la suya. No preguntes a nadie, es demasiado arriesgado. ¡Adelante, a toda costa!
Sin embargo, unos días después llegaron las malas noticias. Fue como una escopeta de dos cañones disparando. En primer lugar, como debería haberme imaginado, era un cheque sin fondos. En segundo lugar, Stasia había decidido no marcharse: al menos, por un tiempo. Además, Mona me armó un escándalo por intentar librarme de Stasia. Una vez más no había cumplido mi palabra. ¿Cómo iban a poder confiar en mí nunca más? Y tal y cual. Me encontraba con las manos atadas o, mejor dicho, amordazado. Era imposible contarle lo que Stasia y yo habíamos acordado en secreto. Eso sólo habría servido para que me considerara aún más traidor.
Cuando pregunté quién había hecho efectivo el cheque, me dijeron que no era asunto mío. Sospeché que sería alguien que pudiera perfectamente encajar la pérdida. (Ese asqueroso millonario, lo más probable).
¿Qué decir a Doc Zabriskie? Nada. No tuve valor para encararme con él otra vez. En realidad, no volví a verlo nunca. Otro nombre más que borrar de mi lista.
Mientras la situación iba calmándose poco a poco, se produjo un episodio grotesco. Una noche va y se presenta Osiecki llamando al cristal de la ventana con el mismo aspecto asqueroso, extravagante y desgarbado. Me contó que era su cumpleaños. Las copas que se había trincado no habían tenido un efecto demasiado funesto. Desde luego, estaba un poco piripi, aún murmuraba por lo bajo, aún se rascaba, pero, si es que puedo decirlo así, de modo más simpático que de costumbre.
Había rechazado su invitación a celebrarlo con él en algún sitio tranquilo. Puse algunas excusas débiles, que no lograron penetrar en la niebla que lo rodeaba. Tenía aspecto tan atemorizado, que, en lugar de darle con la puerta en las narices, le permití vencer mi resistencia. Al fin y al cabo, ¿por qué no había de ir con él? ¿Acaso importaba que mi camisa estuviera arrugada y deshilachada y los pantalones sin planchar y la chaqueta llena de manchas? Como él dijo: «¡Tonterías!». Su idea era ir al Village, tomar unas copas como buenos amigos y volver temprano. Sólo por recordar los viejos tiempos. No podía pedirle que celebrara su cumpleaños solo. Hizo sonar las monedas en el bolsillo, como para decirme que no estaba sin blanca. Me aseguró que no iríamos a ningún sitio lujoso.
«¿Tal vez te gustaría tomar un bocado primero?», dijo. Sonrió con todos sus dientes flojos.
Conque cedí. En «Borough Hall» me tomé un bocadillo y un café, uno, dos, tres. Después nos metimos en el Metro. Como en otro tiempo, iba murmurando y rezongando para sí. De vez en cuando yo captaba una frase clara. Con el estruendo del Metro, sonaba así: «Ah, sí, sí, de vez en cuando una cana al aire…, pimplar y mear…, un vistazo a las nenas y una pelea…, sin demasiada sangre…, el corro de la patata…, verdad…, cachondeo».
En Sheridan Square nos apeamos. No nos costó encontrar una taberna. Toda la plaza parecía vomitar humo de tabaco; de todas las ventanas llegaba el estruendo del jazz, los gritos de mujeres histéricas chapoteando en su propia orina; sarasas, algunos en uniforme, se paseaban del brazo, como por la Promenade des Anglais, y al pasar dejaban un perfume lo bastante fuerte como para asfixiar a un gato. Aquí y allá, exactamente como en la Vieja Inglaterra, un borracho yacía en la acera, presa del hipo, vomitando, maldiciendo, barboteando entre lágrimas lo de siempre: «Me cago en vuestra puta madre». La prohibición era algo maravilloso. Volvía a todo el mundo sediento, rebelde y pendenciero. Sobre todo, el elemento femenino. La ginebra sacaba a la puta a la superficie. ¡Qué lengua más sucia tenían! Más que la de una ramera inglesa.
Nos metimos en una taberna loquísima con música de jazz y baile y nos abrimos paso hasta la barra, o lo bastante cerca, al menos, para pedir. Por todo el local se paseaban gorilas bebiendo jarras a grandes tragos. Algunos intentaban bailar, otros se encontraban en cuclillas como si estuvieran jiñando, otros ponían los ojos en blanco y se desplomaban, unos estaban a cuatro patas bajo las mesas, husmeando como perros en celo, otros estaban abrochándose y desabrochándose la bragueta tan campantes. En un extremo de la barra había un «poli» en mangas de camisa y tirantes, con los ojos entornados y la camisa colgando fuera del pantalón. La funda, con el revólver dentro, descansaba sobre la barra, tapada con el sombrero. (Para indicar que estaba de servicio, posiblemente). Osiecki, al observar su estado, quería darle un golpe. Lo aparté, pero sólo para verlo desplomarse sobre una mesa manchada de licor. Una chica lo rodeó con los brazos y se puso a bailar con él, clavada en el sitio, por supuesto. Osiecki tenía la mirada perdida, como si estuviera contando ovejas.
Decidimos marcharnos. Había demasiado ruido. Bajamos por una calle adornada con cubos de basura, banastas vacías y la basura del año pasado. Otra taberna. Lo mismo, pero peor. Allí no sólo había mariconas. Los marineros se habían adueñado del local. Algunos de ellos llevaban falda. Nos abrimos camino hasta la salida entre burlas y siseos.
«Es extraño», dijo Osiecki, «cómo ha cambiado el Village. Está que da asco, ¿verdad?».
«¿Y si nos fuéramos hacia la parte alta?».
Se paró un momento y se rascó la chola. Evidentemente, estaba pensando.
«Sí, ahora recuerdo», farfulló, al tiempo que se pasaba la mano de la cabeza a la entrepierna. «Hay un lugar agradable y tranquilo al que fui una vez…, pista de baile, luces suaves…, no demasiado caro tampoco».
Justo entonces pasó un taxi. Se detuvo a nuestro lado.
«¿Buscan un sitio?».
«Sí», dijo Osiecki, sin dejar de rascarse ni de pensar.
«¡Suban!».
Lo hicimos. El taxi arrancó, como un cohete. No habíamos dado ninguna dirección. No me hacía gracia que nos llevaran así… a un destino desconocido.
Di con el codo a Osiecki. «¿Adónde vamos?».
Fue el taxista quien respondió: «No se preocupe, ya lo verá. Y fíese de mi palabra: no es un lugar en el que estafen».
«Tal vez conozca un buen sitio», dijo Osiecki. Parecía hechizado.
Nos detuvimos ante un edificio de la calle Treinta y Tantos Oeste. No demasiado lejos, recordé al instante, del prostíbulo francés donde pesqué mis primeras purgaciones. Era un barrio desolado: drogado, helado, meningítico. Por allí rondaban gatos medio muertos. Miré el edificio de arriba abajo. No oí ninguna música suave que saliera por entre las persianas.
«Llamen al timbre y digan al portero que yo los envío», dijo el taxista y nos entregó una tarjeta para que la presentáramos.
Pidió un dólar más por habernos enseñado el sitio. Osiecki quería discutirlo. ¿Por qué?, me pregunté. ¿Qué importa un dólar más?
«Vamos», dije, «estamos perdiendo tiempo. Este sitio parece lo que buscábamos».
«Yo no pensaba en un sitio así», dijo Osiecki, al tiempo que miraba al taxi, que se marchaba con su dólar de más.
«¿Qué mas da? Es tu cumpleaños, recuérdalo».
Llamamos al timbre, apareció el portero y le presentamos la tarjeta. (Exactamente como dos primos de Nebraska). Nos llevó hasta el ascensor y subimos… unos ocho o diez pisos. (¡Ahora no íbamos a poder saltar por las ventanas!). La puerta se abrió en silencio, como si estuviera engrasada con mantequilla. Por un instante me sentí perplejo. ¿Dónde estábamos…? ¿En el cielo azul de Dios? Estrellas por todos lados: paredes, techo, puertas, ventanas. Los Campos Elíseos, palabra. Y esas criaturas que se deslizaban y flotaban, vestidas con tul y gasa, rapaces y diáfanas, todas con los brazos tendidos para recibirnos. ¿Podía haber algo más encantador? Huríes eran, con las estrellas de medianoche en segundo plano. Y lo que acariciaba mis oídos, ¿era música o el rítmico aleteo de alas seráficas? Parecía llegar de lejos: discreta, amortiguada, celestial. Esto, me dije para mis adentros, esto es lo que el dinero puede comprar, y qué maravilloso es tener dinero, cualquier clase de dinero, el dinero de quien quiera que sea. Dinero, dinero… Mi cielo azul.
Escoltados por dos de las más islámicas de las huríes —como las que el propio Mahoma podía haber elegido— fuimos como en volandas hasta el lugar de diversión, donde todo flotaba en un azul crepuscular, como la luz de Asia a través de una pecera hecha pedazos. Nos esperaba una mesa, cubierta con un mantel blanco de damasco en cuyo centro había un jarrón con rosas de color pálido, rosas de verdad. Al lustre del mantel se sumaba el reflejo fulgurante de las estrellas de arriba. También en los ojos de las huríes había estrellas, y sus senos, cubiertos sólo por un ligero velo, eran como vainas de oro repletas de zumo y estrellas. Hasta sus palabras eran rutilantes: imprecisas y, sin embargo, íntimas, acariciantes, pero remotas. Un chisporroteo chispeante, sazonado con las arvejas y los áloes del libro de etiqueta. Y entre ellas distinguí la palabra champán. Alguien estaba pidiendo champán. ¿Champán? Entonces, ¿qué éramos? ¿Duques? Me pasé un dedo con suavidad por el desgastado cuello de la camisa.
«¡Por supuesto!», estaba diciendo Osiecki. «Champán, ¿por qué no?».
«¿Y tal vez un poco de caviar?», murmuró la que tenía a su izquierda.
«¡Por supuesto! ¡Y caviar también!».
Entonces apareció, como surgida de un escotillón, la muchacha que vendía cigarrillos. Aunque aún me quedaban unos cuantos pitillos en el bolsillo, y pese a que Osiecki sólo fumaba puros, compramos tres cajetillas de cigarrillos con boquilla dorada, porque el oro hacía juego con las estrellas, las suaves luces, las arpas celestiales que tocaban en algún sitio detrás o alrededor de nosotros, sólo Dios sabía dónde, pues todo era tan crepuscular y en penumbra, tan discreto, tan ultraetéreo…
Apenas había yo probado el champán, cuando oí a las dos preguntar al unísono, como por la laringe de una médium: «¿No quieren bailar?».
Como focas amaestradas, Osiecki y yo nos pusimos en pie. Por supuesto, que íbamos a bailar, ¿por qué no? Ninguno de los dos sabía qué pie adelantar primero. El suelo estaba tan bruñido, que me pareció estar moviéndome sobre patines. Bailaban despacio, muy despacio, con su cálido y puro cuerpo —todo polen y polvo de estrellas— muy apretado contra el nuestro y sus miembros ondulando como si fueran de goma. ¡Qué embriagador perfume emanaba de sus suaves y satinados miembros! No bailaban, se desmayaban en nuestros brazos.
Volvimos a la mesa y tomamos un poco más del delicioso champán burbujeante. Nos hicieron otras preguntas educadas. ¿Hacía mucho que estábamos en la ciudad? ¿Qué vendíamos? Después: «¿No les gustaría comer algo?».
Al instante, al parecer, un camarero con traje de etiqueta se encontraba a nuestro lado (allí no había que chascar los dedos, ni hacer señas con la cabeza ni con los dedos: todo funcionaba mediante radar). Ahora teníamos delante un enorme menú. Nos había colocado uno en la mano a los dos y había retrocedido a esperar. Las dos damiselas estaban examinando el menú también. Al parecer, tenían hambre. Para que nos sintiéramos más a gusto, pidieron por nosotros y por ellas.
Tenían buen olfato para la comida, aquellas criaturas de voz tan suave. Debo decir que eran comestibles de aspecto delicioso. Ostras, langostas, más caviar, quesos, galletas inglesas, panecillos con semillas: un banquete de lo más apetitoso.
Noté que Osiecki tenía una expresión extraña en la cara. Se volvió aún más extraña, cuando el camarero reapareció con una nueva botella de champán (pedida por radar) pero que era aún más refrescante, más chispeante, que la primera.
¿Deseábamos alguna otra cosa? Eso lo dijo una voz detrás de nosotros. Una voz afable y refinada, adiestrada desde la cuna.
Nadie respondió. Teníamos la boca llena. La voz se retiró a las sombras pitagóricas.
En medio de aquella exquisita comida, una de las muchachas se disculpó. Tenía que hacer un número. Reapareció en el centro de la pista bajo un círculo de luz naranja. No podía explicarme cómo conseguía contorsionarse así, con la langosta, el caviar y el champán dando vueltas en su bolsa de tripas. Era una boa devorándose a sí misma.
Mientras se desarrollaba esa actuación, la que seguía en la mesa nos atosigaba a preguntas. Siempre con aquella voz suave, amortiguada, toda leche y miel, pero observé que cada pregunta era más directa, más concisa. Al parecer, lo que buscaba era la llave de nuestra riqueza. ¿Cómo nos ganábamos la vida exactamente? Paseó, expresiva, la mirada por nuestra ropa. Había algo que desentonaba y le intrigaba, si podemos decirlo así. ¿O era que estábamos demasiado arrobados, demasiado despreocupados por los factores mundanos que intervenían en la situación? Era Osiecki, su sonrisa (evasiva), sus respuestas espontáneas, quien la provocaba.
Dediqué mi atención a la contorsionista. ¡Que Osiecki se ocupara del interrogatorio!
La actuación había alcanzado entonces el punto crucial en que había que simular el orgasmo. De modo refinado, por supuesto. Yo tenía la copa de champán en una mano y un canapé de caviar en la otra. Todo seguía su curso con suavidad, hasta el orgasmo en la pista de baile. Las mismas estrellas, el mismo azul crepuscular, el mismo sexo sofocado de la orquesta, el mismo camarero, el mismo mantel. De repente, se acabó. Tímidos aplausos, otra reverencia, y ahí la teníamos de vuelta a la mesa del festín. Más champán, sin duda, más caviar, más muslos de ave. ¡Ah, si al menos se pudiera vivir la vida así veinticuatro horas al día! Ahora yo estaba transpirando en abundancia. Necesitaba quitarme la corbata. («¡No debes hacer eso!», dijo una vocecita dentro de mí).
Ahora estaba de pie delante de la mesa.
«Discúlpeme un momento», dijo. «Vuelvo en seguida».
Por supuesto, la disculpamos. Tras un número así, sin duda tenía que hacer pipí, empolvarse la cara, refrescarse un poco. La comida podía esperar. (No éramos lobos). Y el champán. Y nosotros.
Volvió a oírse la música, en algún lugar del cielo de la medianoche, susurrante. Música espectral procedente de las regiones superiores de las gónadas. Me alcé un poco y moví los labios. Para mi sorpresa, nuestro ángel solitario no se movió. Dijo que no tenía ganas. Osiecki probó con su encanto. La misma respuesta. Aún más lacónica. También la comida había dejado de atraerla. Se sumió en un silencio de muerte.
Osiecki y yo seguimos comiendo y bebiendo. Los camareros habían dejado de molestarnos. No volvieron a aparecer botellas de champán. Las mesas que nos rodeaban fueron quedándose desiertas poco a poco. La música se extinguió del todo.
Entonces la silenciosa se levantó de pronto y se marchó corriendo sin disculparse siquiera.
«La cuenta debe de estar al caer», observó Osiecki, casi como si se hablara a sí mismo.
«Y entonces, ¿qué?», dije. «¿Llevas bastante para pagar?».
«Eso depende», dijo, sonriendo entre dientes.
Ya lo creo, apenas había acabado de decirlo, cuando apareció el camarero vestido de etiqueta, con la cuenta en la mano. Osiecki la cogió, la miró largo rato, la sumó en voz alta varias veces y después dijo al camarero: «¿Dónde puedo hablar con el director?».
«Sígame», dijo el camarero, sin cambiar de expresión.
«Vuelvo dentro de un instante», dijo Osiecki, blandiendo la cuenta como si fuera un importante despacho del frente.
Dentro de un instante o de una hora, ¿qué más daba? Yo era cómplice en el delito. No había salida. Se había acabado lo bueno.
Intentaba imaginarme cuánto nos habían clavado. Fuera lo que fuese, sabía que Osiecki no tenía bastante. Me quedé sentado como un topo en su agujero, esperando que soltaran la trampa. Me dio sed. Tendí el brazo para alcanzar el champán, cuando otro camarero, en mangas de camisa, se acercó y se puso a recoger la mesa. Primero cogió la botella. Después, los restos. No se le pasó ni una miga de pan. Al final, retiró también el mantel.
Por un momento, me pregunté si alguien me quitaría la silla de debajo del culo… o me daría una escoba y me ordenaría ponerme manos a la obra.
Cuando no sepas qué hacer, vete a cambiar el agua al canario. Buena idea, me dije. Así tal vez pudiera echar un vistazo a Osiecki.
Encontré el servicio al final del vestíbulo, justo al lado del ascensor. Las estrellas se habían desvanecido. Tampoco había ya más cielo azul. La mera y simple realidad cotidiana… con un poco más de barba. A la vuelta vislumbré a cuatro o cinco tipos agrupados en un rincón. Parecían aterrados. De entre ellos destacaba el corpachón de un bruto con uniforme. Tenía toda la apariencia de un púgil consumado.
Sin embargo, ni rastro de Osiecki.
Volví a la mesa y me senté. Ahora tenía aún más sed. Un vaso de simple agua del grifo me habría bastado, pero no me atreví a pedirlo. El azul crepuscular se había convertido en gris ceniza. Ahora podía distinguir los objetos con mayor claridad. Era como el fin de un sueño, en que los bordes se deshilachaban.
«¿Qué hará?», no dejaba de preguntarse. «¿Estará intentando librarse a base de labia?».
Me estremecí al pensar en lo que sería de nosotros, si aquel monstruo de uniforme nos daba para el pelo.
Osiecki tardó una buena media hora en reaparecer. No traía mal aspecto a pesar de la zurra que sospechaba había recibido. En realidad, venía riéndose entre dientes.
«Vamos», dijo. «Ya está arreglado».
Me puse en pie de un salto.
«¿Cuánto?», le pregunté, mientras nos dirigíamos precipitadamente al guardarropa.
«¡Adivina!».
«No puedo».
«Casi cien», dijo.
«¡No!».
«Espera», dijo. «Espera a que estemos fuera».
El lugar parecía ahora una fábrica de ataúdes. Sólo espectros vagaban por allí. A plena luz del sol probablemente tuviera peor aspecto. Me acordé de los tipos que había visto agrupados en un rincón. Me pregunté qué aspecto ofrecerían… después del tratamiento.
Estaba amaneciendo cuando salimos afuera. Nada a la vista, excepto cubos de basura rebosantes. Hasta los gatos habían desaparecido. Nos dirigimos rápido hacia la estación de Metro más próxima.
«Ahora dime», dije. «¿Cómo te las has arreglado para librarte?».
Se rió entre dientes. Después dijo: «No nos ha costado ni un centavo».
Empezó a explicarme lo que había pasado en el despacho del director. «Para ser un loco», pensé para mis adentros, «¡eres más listo que Lepe!».
Esto fue lo que sucedió… Tras haber sacado del bolsillo el poco dinero que llevaba —sólo doce o trece dólares—, se ofreció a extender un cheque por el resto. Por supuesto, el director se rió en sus narices. Preguntó a Osiecki si había visto algo camino del despacho. Osiecki sabía perfectamente a qué se refería. «¿Se refiere usted a esos tipos del rincón?». Sí, también ellos habían propuesto pagar con cheques sin fondos. Señaló los relojes y sortijas que había en su escritorio. Osiecki entendió también eso. Después, inocente como un corderito, sugirió que nos quedáramos los dos hasta que abrieran los Bancos. Con una llamada de teléfono se comprobaría si su cheque era bueno o no. A eso siguió un interrogatorio. ¿Dónde trabajaba? ¿En qué? ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo en Nueva York? ¿Estaba casado? ¿Tenía también una libreta de ahorros? Y demás.
Lo que de verdad volvió el viento a su favor, pensaba Osiecki, fue la tarjeta de visita que presentó al director. Eso y el talonario de cheques, ambos con el nombre de un arquitecto famoso, uno de los amigos de Osiecki. Desde ese momento la presión se atenuó. Le entregaron el talonario y Osiecki se apresuró a extender el cheque… ¡incluida una propina generosa para el camarero!
«Tiene gracia», dijo, «pero ese pequeño detalle —la propina— les impresionó. A mí me habría infundido sospechas». Sonrió como de costumbre, pero esa vez con un poco de saliva. «Y eso es todo».
«Pero ¿qué dirá tu amigo, cuando descubra que has firmado un cheque con su nombre?».
«Nada», respondió tan campante. «Está muerto. Sucedió hace dos días».
Como es natural, iba a preguntarle cómo era que tenía en su poder el talonario de cheques de su amigo, pero entonces me dije: «¡Qué leche! Un tipo que está chiflado y al mismo tiempo es astuto puede explicar cualquier cosa. ¡Olvídalo!».
Conque, en lugar de eso, dije: «Te las sabes todas, ¿eh?».
«No me queda más remedio», respondió. «Al menos, en esta ciudad».
Cuando íbamos en el Metro, se inclinó hacia mí y me gritó en el oído sordo: «Bonita fiesta de cumpleaños, ¿eh? ¿Te ha gustado el champán? Esos tipos eran inocentes…, cualquiera podía engañarlos».
En Borough Hall, donde salimos a la calle de nuevo, se quedó mirando al cielo, con la cara radiante de placer y satisfacción.
«¡Quiquiriquí!», cacareó y después tintineó las monedas que llevaba en el bolsillo. «¿Y si desayunáramos en Joe’s?».
«Estupendo», dije.
«Unos huevos con jamón me vendrían muy bien ahora».
Al entrar en el restaurante, dijo: «Conque crees que he sido muy listo, ¿eh? Eso no ha sido nada. Tendrías que haberme conocido en Montreal. Cuando regentaba la casa de putas, quiero decir».
De repente, sentí pánico. El dinero…, ¿quién tenía el dinero? No estaba dispuesto a pasar por el mismo trance otra vez.
«¿Qué te preocupa?», dijo. «Pues claro que tengo dinero».
«Quiero decir, en metálico. ¿No me has dicho que les has dado los billetes que llevabas en el bolsillo?».
«Tonterías», dijo. «Cuando he firmado el cheque, me los han devuelto».
Respiré tranquilo.
«¡Caracoles!», dije. «En mi vida había visto una cosa igual. No es que seas listo, es que eres un mago».
Ahora sólo de París hablamos. París resolverá todos nuestros problemas. Entretanto, todo el mundo debe ponerse manos a la obra. Stasia fabricará muñecos y mascarillas; Mona va a vender su sangre, en vista de que la mía no vale nada.
Entretanto, nuevos primos se ofrecen para que nosotros, como sanguijuelas activas que somos, les chupemos la sangre. Uno de ellos es un indio, un cherokee. Un indio inútil: siempre borracho y con mala leche. Sin embargo, cuando está borracho, tira el dinero… Otro ha prometido pagar el alquiler cada mes. Dejó la primera mensualidad en un sobre, bajo la puerta, cuando estábamos dormidos hace algunas noches. Otro es un cirujano judío, también dispuesto a ayudar, que es experto en judo. Bastante extraño para alguien de su posición, me parece. Es bueno para un sablazo de última hora. Y después hay que contar con el taquillero, al que han resucitado. Lo único que pide de vez en cuando a cambio de sus dádivas es un bocadillo en que una de ellas haya echado un poquito de pis.
Durante este nuevo período de actividad febril, se han decorado las paredes de nuevo: ahora el piso recuerda al museo de cera. Sólo aparecen esqueletos, mascarillas, arlequines degenerados, lápidas y dioses mexicanos…, todo ello en colores lívidos.
De vez en cuando, por excitación o por los esfuerzos frenéticos, les dan vómitos. O diarrea. Una cosa tras otra, como en El Ramayana.
Después, un día, asqueado de toda aquella actividad sin sentido, se me ocurrió una idea brillante. Por puro capricho, decidí ponerme en contacto con el hermano de Mona…, no el de West Point, el otro, el más joven. Ella siempre había dicho que era sincero, muy franco. No sabía mentir, según dijo una vez.
Sí, ¿por qué no tener una conversación franca? Unos cuantos hechos simples, unas cuantas frías verdades constituirían un paréntesis agradable en la corriente constante de fantasía y guirigay.
Conque lo llamé. Para mi asombro, está más que dispuesto a venir a verme. Dice que hace mucho que desea hacernos una visita, pero Mona no quiere ni hablar de ello. Parece listo, franco, muy simpathique por teléfono. Como un niño, me dice que espera llegar a ser abogado pronto.
Un vistazo al museo extravagante en que vivimos y se siente horrorizado. Se pasea como en trance, contemplando esto y lo otro, moviendo la cabeza en señal de desagrado.
«Conque, ¿así viven?», repite una y mil veces. «Seguro que es idea de ella. Dios mío, mira que es rara».
Le ofrezco un vaso de vino, pero me dice que nunca prueba el licor. ¿Café? No, con un vaso de agua tiene bastante.
Le pregunto si Mona había sido siempre así. Responde que nadie de la familia supo nunca gran cosa sobre ella. Siempre fue independiente, siempre reservada, siempre fingiendo que las cosas eran distintas de como eran. Todo mentiras y nada más que mentiras.
«Pero, antes de ir a la Universidad…, ¿cómo era?».
«¿A la Universidad? Nunca acabó el bachillerato. Se fue de casa, cuando tenía dieciséis años».
Insinué con el mayor tacto que probablemente la situación en la casa fuera deprimente.
«Tal vez no pudiese llevarse bien con una madrastra», añadí.
«¿Madrastra? ¿Dijo que tenía madrastra? ¡Será puta!».
«Sí», dije, «siempre insiste en que no podía llevarse bien con su madrastra. En cambio, amaba tiernamente a su padre. Eso es lo que me dice: que se sentían muy cerca uno del otro».
«¿Qué más?». Tenía los labios apretados de rabia.
«Oh, muchas cosas. Por ejemplo, que su hermana la odiaba. Nunca supo por qué».
«No me diga más», dijo. «¡Calle! Es justo lo contrario. No ha habido madre más afectuosa que la mía. Era su madre auténtica, no su madrastra. En cuanto a mi padre, solía ponerse tan furioso con ella, que le pegaba sin piedad. Sobre todo por sus mentiras… Su hermana, dice usted. Sí, es una persona normal, convencional, muy bella, además. Nunca ha sentido odio. Al contrario, hizo todo lo que pudo para volvernos la vida más fácil a todos nosotros. Pero nadie podía hacer carrera de una puta como ésa. Todo tenía que hacerse como ella dijese. Cuando no era así, amenazaba con escaparse».
«No entiendo», dije. «Sé que es mentirosa de nacimiento, pero… En fin, deformar las cosas hasta ese punto, ¿por qué? ¿Qué querrá demostrar?».
«Siempre se consideró superior a nosotros», respondió. «Éramos demasiado prosaicos, demasiado convencionales, para su gusto. Ella era alguien: un actriz, pensaba ella. Pero no tenía talento, ni el menor talento. Era demasiado teatral, ¿comprende lo que quiero decir? Pero debo reconocer que siempre sabía causar impresión favorable en otras personas. Tenía un don natural para engañar a la gente. Como ya le he dicho, sabemos poco o nada de su vida desde el momento en que se escapó. La vemos un día al año, tal vez, o menos. Siempre llega cargada de regalos, como una princesa. Y siempre una sarta de mentiras sobre las grandes cosas que está haciendo. Pero nunca se puede saber qué cosas exactamente».
«Hay una cosa que debo preguntarle», dije. «Dígame: ¿son ustedes judíos?».
«Claro que sí», respondió. «¿Por qué? ¿Ha intentado hacerle creer que no lo es? Ella era la única que sentía ser judía. Eso ponía frenética a mi madre. Supongo que no le habrá dicho su nombre auténtico. Mi madre lo cambió, verdad, al llegar a América. Significa “muerte” en polaco».
Ahora era él quien quería hacerme una pregunta. No sabía cómo enunciarla. Al final, la soltó, pero ruborizándose.
«¿Le causa problemas? Quiero decir, ¿problemas matrimoniales?».
«Oh», respondí, «tenemos nuestros problemas…, como todos los matrimonios. Sí, muchos problemas. Pero usted no tiene por qué preocuparse por eso».
«No andará por ahí… con otros hombres, ¿verdad?».
«Nooo, eso exactamente no». ¡La Virgen, si él supiera! «Me quiere y yo la quiero. A pesar de sus defectos, es la única… para mí».
«Entonces, ¿qué ocurre?».
No sabía cómo decirlo para no escandalizarlo demasiado. Dije que era difícil de explicar.
«No tenga miedo de hablar», dijo. «No me voy a asustar».
«Bueno, pues… mire, aquí vivimos tres. Eso que ve usted en las paredes… es obra de la otra. Es una muchacha de la misma edad más o menos que su hermana. Una excéntrica a la que su hermana parece idolatrar». (Me resultaba extraño decir: «su hermana»). «A veces, tengo la sensación de que estima más a esa amiga que a mí. Llega a ser insoportable, ¿comprende usted?».
«Ya lo creo», dijo. «Pero ¿por qué no la echa usted?».
«Es que no puedo. No es que no lo haya intentado. Pero no da resultado. Si se fuera, su hermana se iría con ella».
«No me sorprende», dijo. «Es muy propio de ella. No es que crea que sea lesbiana, verdad. Le gustan las complicaciones. Cualquier cosa para causar sensación».
«¿Por qué está usted tan seguro de que no podría estar enamorada de esa otra? Usted mismo dice que en los últimos años apenas la ha visto…».
«Es mujer para un solo hombre», dijo. «De eso estoy seguro».
«Parece usted muy seguro».
«Lo estoy. No me pregunte por qué. No olvide que, lo reconozca o no, lleva sangre judía en las venas. Las muchachas judías son leales, aun cuando sean extrañas y descarriadas, como ésta. Va en la sangre…».
«Me alegra oírle decir eso», dije. «Espero que sea cierto».
«¿Sabe lo que estoy pensando? Debería usted venir a vernos, tener una conversación con mi madre. Se alegraría mucho de conocerlo. No sabe con qué clase de persona se ha casado su hija. En cualquier caso, le aclararía las cosas. Ella se sentiría bien».
«Tal vez lo haga», digo. «La verdad no puede hacerme daño. Además, siento curiosidad por saber cómo es su madre auténtica».
«Bien», dijo, «fijémonos una cita».
Dije una fecha, para unos días más adelante. Nos dimos la mano.
Cuando estaba cerrando la puerta, dijo: «Lo que necesita es una buena azotaina. Pero usted no es capaz de dársela, ¿verdad?».
Unos días después llamé a su puerta. Era al anochecer y ya habían cenado. Vino a abrir su hermano. (No era probable que recordara que unos años antes, cuando yo había ido a ver si Mona vivía de verdad allí o si era una dirección falsa, me había dado con la puerta en las narices). Ahora yo estaba dentro. Iba temblando. ¡Cuántas veces había intentado representarme ese interior, ese hogar de ella, situarla en medio de la familia, de niña, de muchacha, de mujer!
Su madre acudió a saludarme. La misma mujer que yo había vislumbrado años atrás… tendiendo la ropa. La persona que describí a Mona, sólo para que se me riera en las narices. («¡Ésa era mi tía!»).
La madre tenía expresión triste, agobiada. Como si no hubiera reído ni sonreído durante años. Tenía un poco de acento, pero la voz era agradable. Sin embargo, no se parecía a la de su hija. Tampoco pude distinguir parecido alguno en las facciones.
Era muy propio de ella —por qué es algo que no sé— ir directa al grano. ¿Era la madre auténtica o una madrastra? (Ése era el motivo de dolor más profundo). Se acercó al aparador y sacó unos documentos. Uno era su certificado de matrimonio. Otro era el certificado de nacimiento de Mona. Después fotografías… de toda la familia.
Me senté a la mesa y las estudié con atención. No es que pensara que fuesen falsas. Estaba conmovido. Por primera vez me encontraba ante hechos tangibles.
Anoté el nombre del pueblo de los Cárpatos donde habían nacido su madre y su padre. Estudié la foto de la casa donde habían vivido en Viena. Contemplé largo rato y amorosamente todas las fotos de Mona, empezando por la de la niña en pañales, después de la extraña niña extranjera con largos bucles negros y, por último, la de la Réjane o Modjeska de quince años cuya ropa parecía grotesca y, sin embargo, ponía de relieve su personalidad. Y también había una de su padre… ¡que tanto la amaba! Un hombre apuesto y de aspecto distinguido. Podría haber sido médico, ministro de Hacienda, compositor o erudito trotamundos. En cuanto a su hermana, sí, era aún más bella que Mona, no se podía negar. Pero era una belleza perdida en la placidez. Eran de la misma familia, pero una pertenecía a su raza, mientras que la otra era un fruto silvestre, engendrado por el viento.
Cuando por fin alcé los ojos, descubría a la madre llorando.
«Conque, ¿le dijo que yo era su madrastra? ¿Qué le haría decir semejante cosa? Y que era cruel con ella…, que me negaba a entenderla. No comprendo…, no».
Lloró amargamente. El hermano se acercó y la rodeó con los brazos.
«No te lo tomes a pecho, madre. Siempre fue extraña».
«Extraña, sí, pero esto…, esto es como una traición. ¿Es que se avergüenza de mí? ¿Qué he hecho, dime, para provocar semejante conducta?».
Sentí deseos de decir algo consolador, pero no encontré palabras.
«Lo compadezco a usted», dijo su madre. «Debe usted de pasarlo muy mal, la verdad. Si no la hubiera parido yo, creería que es hija de otra, no mía. Créame, de niña no era así. No, era una niña buena, respetuosa, obediente, deseosa de agradar. El cambio se produjo de repente, como si hubiera sido presa del diablo. Nada de lo que dijéramos o hiciésemos le gustaba ya. Se volvió como una extraña entre nosotros. Lo intentamos todo, pero en vano».
Volvió a abatirse, se tapó la cara con las manos y lloró. Todo su cuerpo se estremecía con espasmos incontrolables.
Yo deseaba marcharme lo más pronto posible. Ya había oído bastante. Pero insistieron en servir té. Conque me senté y escuché. Escuché la historia de la vida de Mona, desde que era niña. No había nada extraordinario ni notable en ella, cosa bastante extraña. (Sólo un pequeño detalle me llamó la atención. «Siempre llevaba la cabeza muy alta»). En cierto modo, era bastante consolador enterarse de esos hechos sencillos. Ahora podía juntar las dos caras de la moneda… En cuanto al cambio repentino, no me parecía tan sorprendente. Al fin y al cabo, a mí también me había pasado. ¿Qué saben las madres de sus hijos? ¿Acaso invitan al descarriado a comunicar sus anhelos secretos? ¿Es que sondean el corazón de un hijo? ¿Acaso confiesan alguna vez que también ellas son monstruos? Y si una niña está avergonzada de su sangre, ¿cómo va a decírselo a su madre?
Al observar a aquella mujer, a aquella madre, al oírla, no conseguía descubrir en ella nada que, si yo hubiera sido hijo suyo, me hubiese atraído hacia ella. Ya su aspecto afligido me habría desviado de ella. Por no decir nada de su sentido del orgullo. Era evidente que sus hijos habían sido buenos con ella; los hijos judíos siempre lo son. Y una de las hijas, alabado sea Jehová, había tenido buen casamiento. Pero quedaba la oveja negra, una espina en su costado. Sólo de pensarlo, se sentía culpable. Había fracasado. Había dado un fruto malo. Y la rebelde la había repudiado. ¿Qué mayor humillación podía sufrir una madre que ser llamada madrastra?
No, cuanto más la escuchaba, cuanto más lloraba y sollozaba, más tenía yo la sensación de que ella no sentía auténtico amor por su hija. Si alguna vez la había amado, había sido cuando era niña. Nunca se esforzó por entender a su hija. En sus protestas había algo falso. Lo que deseaba era que su hija regresara y le pidiera perdón de rodillas.
«Tráigala aquí», suplicó, cuando estaba despidiéndome. «Que repita delante de usted esas cosas tan horribles, si se atreve. Por ser su esposa, tiene que concederle ese favor por lo menos».
Por su forma de hablar sospeché que no estaba en absoluto convencida de que fuéramos marido y mujer. Sentí la tentación de decir: «Sí, cuando vengamos, me traeré el certificado de matrimonio». Pero contuve la lengua.
Después, al tiempo que me apretaba la mano, rectificó lo dicho.
«Dígale que todo está olvidado», murmuró.
Ahora habla como una madre, pensé. Pero falsa, de todos modos.
Camino de la estación, di una vuelta por el barrio. Había cambiado, desde la última vez que habíamos estado por allí Mona y yo. Me costó trabajo localizar la casa contra cuya pared recosté a Mona en cierta ocasión. El descampado en que habíamos follado revolcándonos en el lodo ya no existía. Nuevos edificios, nuevas calles por todos lados. Aun así, seguí recorriendo el barrio. Esa vez era con otra Mona: la tragédienne de quince años, cuya foto había visto por primera vez unos minutos antes. ¡Qué impresionante era incluso en esa edad del pavo! ¡Qué pureza en su mirada! Tan franca, tan penetrante, tan imperiosa.
Pensé en la Mona a la que yo había esperado a la puerta del baile. Intenté juntar las dos. No pude. Vagué por las lúgubres calles con una a cada brazo. Ninguna de las dos existía ya. Tampoco yo quizá.