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NEXUS » 24. Una zorra dura de pelar

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CAPÍTULO 24

UNA ZORRA DURA DE PELAR

Kade caminaba hecho un manojo de nervios por el callejón. Sam dejó que el silencio se alargara una manzana, y otra, y otra. Hasta que por fin se puso en contacto con él.

[sam] ¿Qué tramas?

[kade] ¿Tanto se me nota?

[sam] Empieza a notarse.

Era cierto. Cuanto más tiempo pasaban conectados mediante Nexus, más le costaba desentrañar las emociones de Kade.

[kade] Estaba pensando en la fiesta del viernes. No voy a ir.

[sam] ¿Qué?

[kade] Quieres utilizar a esos críos para llegar a su camello, Ted Prat-Nung. Y para conseguirlo vas a chantajearles como hiciste conmigo. Eso no formaba parte del trato. No voy a ayudarte.

Sam gruñó interiormente. Todavía tenía que escuchar su informe e interrogarle sobre lo que había estado ocultándole. La noche iba a ser larga.

[sam] Kade, esos críos de poca monta no nos interesan. Solo queremos llegar hasta Ted Prat-Nung y su red de distribución.

[kade] Y les joderéis la vida para conseguirlo.

[sam] Eso no pasará si cooperan.

[kade] ¿Si cooperan para ayudarte a encontrar a alguien cuyo único crimen es vender a la gente una herramienta para que se conecte con otras personas? ¿Para que puedas secuestrarlo? ¿Matarlo? ¿Qué le pasará a Prat-Nung?

[sam] Eso no es asunto tuyo.

[kade] Y una mierda ¡¡¡¡¡¡¡¡##########!!!!!!!!

El dolor entró como un tiro en la cabeza y el cuerpo de Kade y se propagó echando chispas por el enlace hasta la mente de Sam. La agente experimentó los espasmos, las sacudidas, el agarrotamiento de los músculos y el caos en su cerebro un instante antes de oír el ruido: el suave silbido de un rifle dotado de silenciador, seguido primero del ruido sordo del proyectil penetrando en su carne y después del zumbido de una descarga eléctrica, y finalmente el grito involuntario a través de los dientes apretados. Una descarga eléctrica.

El tiempo se ralentizó. Los sentidos de Sam se aguzaron. Un disparo. Otra descarga directa hacia ella. Un giro. Agacharse. Un segundo proyectil cortó el espacio que acababa de dejar libre su pecho y pasó de largo por escasos centímetros.

Seguir la trayectoria inversa del proyectil. Balcón de la tercera planta. Dieciocho metros. Dos siluetas, corpulentas, rifles. Halló como esperaba el cuchillo de grafeno y cerámica en su mano, y al momento salió despedido de su brazo extendido.

Sam siguió girando mientras lanzaba la hoja y salió como un rayo hacia los tiradores. Dos disparos. Se oyó un quejido horripilante cuando el cuchillo impactó en una garganta desprotegida. Uno menos.

A su izquierda, el proyectil de un arma eléctrica se deslizó por los adoquines arrojando una lluvia de chispas. Doce metros. Otra bala rebotó de manera espectacular en el muro del callejón. Sam se ladeó y esquivó otro disparo. Seis metros.

Un proyectil eléctrico le alcanzó en la parte trasera del muslo. Sus músculos empezaron a sufrir espasmos y cayó de rodillas en el suelo.

«Detrás. ¡Mierda!»

El proyectil aún estaba descargando. Sam se llevó la mano atrás, arrancó las púas de los músculos agarrotados y lanzó a ciegas la bala hacia el balcón. Otro proyectil le dio en el hombro. La fuerza del impacto la hizo girar y caer de bruces en los adoquines mojados. Un tercer proyectil se clavó en su espalda. Sus músculos empezaron a agarrotarse con violencia abrasados por el dolor. Los anuló y se puso a cuatro patas. La conexión Nexus se había roto, estaba totalmente caída. Las lentes tácticas estaban inoperativas. Las múltiples descargas eléctricas las habían dejado fuera de combate. No podía pedir refuerzos.

Divisó una cuarta figura parada delante de ella, al final del callejón. Era alta y delgada e iba encapuchada. Sam se irguió apoyada en una rodilla. Oyó a su espalda un ruido metálico y seco. Pasos procedentes de la otra dirección. Los tiradores caminaban hacia ella. Perfecto.

Recibió más proyectiles en el hombro y en la espalda que la obligaron a encogerse como un ovillo. Voltios y amperios recorrieron su cuerpo y le arrancaron un grito. Trató de relajar los músculos.

Silencio. Sonido de respiración. Pasos.

Sam permaneció inmóvil, con los ojos entornados. Aparecieron unas botas en su campo visual.

Yai Ba Nung Neow —dijo uno de los tiradores. «Una zorra dura de pelar.»

No tenían ni idea.

—La muy zorra ha matado a Prang, tío. Puta. Quiero oírla gritar —dijo otro en tailandés.

Sam oyó el roce de un cuchillo saliendo de la funda.

—Luego —replicó el tipo que la había llamado «zorra dura de pelar»—. Llévala dentro. Yo iré por el chico.

El tirador pasó por encima de Sam para acercarse a Kade.

Sam levantó las dos manos, se agarró con fuerza a los pies del que la había llamado «zorra» y tiró de ellos con una fuerza sobrehumana. El matón dio una voltereta en el aire y se estampó contra el suelo. Sam lo soltó y se levantó con un salto justo cuando el otro se abalanzaba sobre ella empuñando un siniestro cuchillo de veinticinco centímetros.

El tipo era enorme y feo, y llevaba la piel cubierta de tatuajes y el rifle colgado del hombro. Levantó la hoja por encima de la cabeza y la descargó hacia la cara de Sam con toda la mala intención del mundo. La agente se lanzó hacia él, le propinó una patada en la entrepierna y le rompió la nariz con un golpe seco y rápido en la cara; lo agarró del brazo extendido que empuñaba el cuchillo, se lo giró alrededor de la cadera y tiró al matón al suelo. El rifle salió despedido, repiqueteando por el suelo.

En el callejón sonó un disparo. Algo salió rebotado de un muro. La figura encapuchada estaba disparando. Sam se agachó y enfiló hacia Kade. El chico se había apoyado en una rodilla e intentaba levantarse para echar un cable. Lo mismo sucedía con el primer matón, el de la «zorra dura de pelar».

«Oh, no.»

El segundo matón, el de los tatuajes, había tomado nota del manual de Sam, la agarró del tobillo izquierdo y la apresó con las dos manos.

«Mierda.»

El tipo tiró con fuerza y le hizo perder el equilibrio. Sam cayó en plancha con las manos por delante. El matón retorció la pierna de Sam y el resto de su cuerpo acompañó el movimiento. El muro de ladrillo del callejón fue ocupando lentamente su campo visual, y Sam levantó un brazo para protegerse del impacto. Primero el brazo y después la cabeza chocaron dolorosamente contra los ladrillos. Saltaron esquirlas del muro y la piedra pulverizada se posó sobre su cuerpo.

«Mierda.»

El tipo tatuado la agarró de la espalda y la lanzó al callejón. Luego volvió a cogerla y a arrojarla contra el muro, más fuerte esta vez. Sam consiguió girarse para llevarse el golpe en el hombro en lugar de en la cabeza. Los ladrillos cedieron a la fuerza del impacto. Regueros de sangre mezclada con polvo desembocaban en sus ojos.

«Mierda.»

El cuchillo yacía en el suelo, donde el tipo lo había soltado después de que ella se lo lanzara. La cabeza del matón le impedía verlo. El matón tatuado volvió a agarrarla y la levantó para tirarla por segunda vez contra el muro. Sam tuvo tiempo de ver que Kade se había levantado y avanzaba hacia ella, pero el otro agresor descargó su mano abierta en el rostro del chico y volvió a dejarlo despatarrado en el suelo.

«Mierda, mierda, mierda.»

Sam colocó el pie libre debajo del cuerpo, lo apoyó contra los adoquines y se impulsó para levantarse y alejarse del muro cuando el matón volvió a zarandearla para estrellarla contra los ladrillos. El movimiento pilló por sorpresa a su agresor, y Sam aprovechó el empujón y su propio impulso para estirarse hacia el cuchillo. Alargó todo lo que pudo el brazo y consiguió agarrar la empuñadura de la hoja justo cuando el tipo tatuado iba a estamparla contra el muro.

Sam giró sobre sí misma y lanzó una cuchillada con toda la fuerza del mundo por su flanco derecho. La hoja se hundió en su rival y ella estrelló brutalmente su espalda contra el muro. La violencia del golpe hizo que se le escapara el cuchillo de la mano. La cabeza le pegó un latigazo y colisionó contra los ladrillos. Una lluvia de escombros le apedreó el rostro.

«Maldita sea. Qué dolor.» El mundo alrededor empezaba a volverse borroso.

El matón estaba gritando. Los veinticinco centímetros del cuchillo se habían hundido en su enorme brazo derecho. Sam se liberó de una patada de su debilitado captor, dio una voltereta hacia atrás y se irguió con una rodilla apoyada en el suelo.

El tipo tatuado echaba chispas. Se arrancó el cuchillo del brazo con la mano sana mientras se levantaba. Sam tenía el rifle a sus pies. Lo cogió. El matón herido salió disparado hacia ella, bramando, blandiendo el cuchillo ensangrentado con su mano izquierda, completamente fuera de sí.

Sam bajó el rifle para apuntar a sus rodillas. Acertó el tiro. El proyectil alcanzó una rodilla a mitad de zancada y la empujó contra el muro de ladrillo. El matón estuvo a punto de caer, pero consiguió mantenerse en pie con la otra pierna. Sam se adelantó a él, se levantó y rotó trescientos sesenta grados hacia la derecha; la culata del rifle trazó un arco en el aire y acabó estrellada contra la sien del matón, que acabó con la cabeza estampada en los ladrillos. La potencia del golpe hizo añicos la culata de fibra de carbono. El matón puso los ojos en blanco y se desplomó.

Sam notó movimiento a su espalda y se dio la vuelta. Kade estaba tirado en el suelo. El primer matón, el de la «zorra dura de pelar», corría hacia ella con el cuchillo levantado y el rostro desencajado por la ira.

Sam se acuclilló, dio un paso hacia su agresor y le clavó el cañón del rifle en el abdomen como si fuera una lanza. El tipo se precipitó hacia delante y el cañón se hundió en su cuerpo y le trituró los huesos. El matón empezó gruñir por el dolor y el pánico, con los ojos desorbitados, y trató de arrancarse el rifle hundido en el torso.

Sam apretó el gatillo y disparó una descarga eléctrica en el interior de sus tripas desgarradas. El tipo empezó a convulsionar y a rugir. Sam disparó otra vez y los rugidos se volvieron ensordecedores. Su víctima seguía con los ojos abiertos y tratando de liberarse de ella. Sam continuó disparando hasta que vació el cargador. El matón soltó un bramido y por fin se derrumbó encima de ella.

Sam estaba sudando y el corazón le aporreaba el pecho. El tipo empalado aún respiraba. Ambos respiraban. Era una buena noticia, pues tenía muchas preguntas para aquellos dos tipos. Aún no les había llegado su hora. Nada de eso.

Todavía quedaba otro. Sam recorrió el callejón con la mirada. La figura alta y encapuchada retrocedía hacia las sombras. El rifle con el que había empalado al matón estaba descargado. Al otro lado del callejón había otro rifle tirado en el suelo. Se quitó de encima el tipo que había caído sobre ella y se arrastró hacia el rifle, se levantó con una rodilla hincada en el suelo, apuntó y disparó.

Se salvó por los pelos. Justo en el lugar que acababa de abandonar se produjeron dos explosiones simultáneas; recibió el golpe de la onda expansiva. El callejón se llenó de polvo y humo. En el muro donde había dejado al matón empalado apareció un boquete irregular que dejaba al descubierto el interior del edificio. El balcón de la tercera planta se había derrumbado con una tercera explosión, que había arrancado buena parte de la pared del edificio.

El encapuchado se había esfumado.

«Mierda. Kade.»

Lo encontró en medio de la nube de humo, sangrando por varias heridas, inconsciente pero todavía respirando. Tenía las muñecas y los tobillos atados con unas bridas de plástico.

Sam agarró uno de los cuchillos, pringoso de sangre, y liberó las manos y los pies de Kade. Las explosiones habían abierto en canal a los matones; llevaban los explosivos implantados. Los cuerpos estaban ardiendo. Alguien no quería que hablaran. Era hora de largarse de allí.

Sam se acomodó el cuerpo de Kade sobre el hombro y salió disparada hacia la calle principal. Sacó el teléfono mientras corría, tecleó los botones de emergencia y gritó sin detenerse: «¡Evacuación, evacuación! ¡Hombre herido! ¡Evacuación, evacuación!».

Wats ya había bajado al callejón y se encontraba a medio camino de la calle principal cuando lo oyó. ¿Había sido un grito? ¿Un grito humano? ¿O era fruto de su imaginación? Se detuvo un instante y aguzó el oído. Otro grito. Seguido por un disparo. Dio la vuelta y salió corriendo de regreso a donde había visto por última vez a Kade y a Cataranes. Otro grito; esta vez una voz masculina que no era la de Kade. Otro. Y a continuación las explosiones. «¡Joder!»

Desenfundó la pistola y dejó atrás dos manzanas, dobló la esquina del callejón de donde le parecía que venían los gritos y se topó con una nube de humo y polvo y llamaradas. Junto a él pasó una persona que corría en sentido contrario. Era una figura alta y encapuchada. Wats creyó vislumbrar una nariz aguileña debajo de la capucha y una cabeza afeitada. ¡Un momento! El monje que había seguido a Kade la noche anterior. Wats giró sobre sus talones. La figura huía; ya casi había alcanzado la esquina. El exmarine levantó la pistola.

—¡Alto! —gritó Wats.

El monje encapuchado siguió corriendo.

«¡Mierda!» Wats bajó ligeramente la pistola para apuntar a las piernas del encapuchado y disparó dos veces. Demasiado tarde; el hombre había girado en la esquina y los ladrillos escupieron las balas.

«¡Mierda! Déjalo. Busca a Kade.»

Wats se dio la vuelta y recorrió corriendo la distancia que lo separaba del origen del humo. Encontró tres cuerpos ardiendo; habían explotado de dentro afuera. El callejón estaba cubierto de sangre y vísceras y los muros se habían derrumbado. Soldados suicidas; quizá ni siquiera lo sabían. Su estructura facial parecía tailandesa. Tenían unos músculos grotescamente grandes. Junto a uno de los cuerpos había un rifle hecho pedazos, con el cañón cubierto de sangre y con la culata partida como por un golpe. Apoyado contra el muro de enfrente había otro rifle. Wats lo revisó. Descargas eléctricas. Alguien quería capturar a Kade o a Cataranes vivos.

No había más cuerpos en el callejón. Kade y Cataranes habían conseguido huir o alguien se los había llevado. Echó otro vistazo a los cadáveres. Su presencia daba a entender que Kade y Cataranes habían escapado.

Se detuvo en la intersección de dos callejones y miró a su alrededor. Cuatro opciones. ¿Adónde habrían ido? ¿Se habrían escondido en aquel laberinto o habrían regresado a la seguridad relativa de un lugar público?

Oyó gritos al final del callejón, en la dirección de la calle principal. ¡Allí estaban! Enfundó el cuchillo y salió disparado hacia allá con la pistola en la mano. Divisó unas figuras. Había llegado el momento de actuar o de morir en el intento.

A ciento veinte kilómetros al sur, el USS Boca Ratón surcaba las agitadas aguas del golfo de Tailandia. Las olas del monzón golpeaban el redondeado casco negro mate. El sumergible encubierto se deslizaba con la torreta apenas un par de metros por encima de la superficie para evitar ser detectado. A pesar del tamaño descomunal del Boca Ratón, las ondas de los radares de las defensas tailandesas resbalaban por la superficie lisa del submarino y desaparecían en los materiales absorbentes.

Una embarcación de la armada real tailandesa patrullaba las aguas; un destructor de la clase Kolkata de fabricación india. El capitán del Boca Ratón habría preferido navegar a treinta metros de profundidad, pero las órdenes eran que se mantuviera conectado permanentemente, a menos que hubiera un peligro inminente de detección o de acoso de la armada real tailandesa.

El capitán sabía que el Kolkata solo daría con ellos en un golpe de suerte. A pesar de sus ciento treinta metros de eslora, el Boca Ratón aparecía en los radares con el tamaño de un bote de remos, y la señal que enviaba al sónar cuando estaba detenido era aún más pequeña. El ruido del mar revuelto y de las olas que rompían en la superficie lo hacían invisible. No obstante, los golpes de suerte habían matado a muchos hombres. La tripulación estaba constantemente alerta.

En lo alto de la torre, un máser direccional enviaba a través de la lluvia y las nubes monzónicas un fino haz de datos hacia una constelación de satélites situados en la órbita baja terrestre, que rebota de uno a otro por el cielo a una velocidad de ocho kilómetros por segundo. A menos que un objeto se cruzara directamente con ese estrecho haz, la conexión era indetectable.

Dos cubiertas por debajo del puente de mando, en un estrecho centro de mando atestado de pantallas, Garrett Nichols analizaba la información recopilada por Cataranes durante su paseo por el mercado de Sukchai. A su lado, Jane Kim examinaba bases de datos y páginas web, buscando información adicional sobre dos estudiantes de la fiesta, el anarquista Baroma Nantakarn y el bocazas Chuan Suttikul. Otra consola mostraba una maraña de datos sobre el monje que había seguido a Lane y a Cataranes. Bruce Williams había terminado su turno y estaba en su litera.

—¡Combate! ¡Combate! —gritó Jane.

Nichols levantó la cabeza a tiempo para ver que se cortaba la transmisión de buena parte de las fuentes de información de Cataranes. Desvió la mirada hasta las fuentes de información de Lane. La mayoría habían caído. El GPS de los móviles de ambos seguía funcionando. Estaban en un callejón entre el Beso de Buda y la calle principal.

—¿Qué demonios está pasando?

Jane rebobinó y reprodujo los últimos segundos. Dos asaltantes. Tres. Cuatro. Combate. Mierda.

—¡Envía al equipo de rescate inmediatamente! —ordenó Nichols.

Sam corría por el callejón cargando a Kade sobre un hombro y el teléfono agarrado en la otra mano. El maldito aparato indicaba que estaba transmitiendo, pero el altavoz no emitía ningún ruido. No tenía ni idea de si el equipo de apoyo estaba oyendo lo que decía, ni siquiera de si les había llegado algún dato de su situación.

La boca del callejón solo estaba a dos manzanas. Espera. Había allí unas figuras. Tres, cuatro, de espaldas a la luz de la calle. ¿Eran rifles lo que veía? Se escabulló por un callejón lateral. ¿Sería el equipo de apoyo? ¿O más asesinos?

Conservaba el cuchillo que le había quitado al matón. Miró a su alrededor buscando un lugar donde ocultar a Kade. Allí, en el contenedor de basura.

—¡Mirlo! ¡Mirlo! ¡Venimos del nido! ¡Estamos aquí para llevaros a casa!

Voces hablando en un buen inglés. El nombre en clave correcto.

—La palabra del día es becerro de oro. ¡Repito, becerro de oro!

La contraseña del día, correcta. Sam se relajó ligeramente.

—¡Salimos! —respondió Sam.

Eran cuatro, todos ellos contratistas aprobados por la CIA, vestidos como hombres de negocios, pantalones y camisas oscuros y americanas clásicas también oscuras. Los rifles automáticos y las bandoleras con munición los delataban. Sam sabía que debajo de las americanas llevaban una coraza, más munición y armas. Eran mercenarios, no soldados profesionales, pero llegados a este punto eso le daba igual. Daba gracias a Dios por recibir la ayuda de un equipo de apoyo armado hasta los dientes.

—Tengo un hombre herido —dijo Sam.

Dos hombres acudieron corriendo, cogieron el cuerpo inconsciente de Kade y regresaron a la calle principal.

—Me llamo Lee —dijo el líder del equipo—. Tenemos el coche en la entrada del callejón. Podemos llevarnos al herido. Informe de la situación.

—Emboscada a cinco manzanas de aquí —informó Sam—. Tres matones tailandeses, munición eléctrica, querían cogernos vivos. Creo que el objetivo era mi compañero y les sorprendió encontrarme. Había un cuarto tipo que no era un matón que huyó… —Hizo una pausa para orientarse— …hacia el este. Encapuchado. Los tailandeses llevaban explosivos implantados que detonaron cuando los reduje. Todos han muertos en combate.

—¿Ha conseguido muestras?

Sam se miró las manos y la ropa empapadas en sangre. Más sangre se deslizaba por su frente hasta los ojos.

—Sin querer.

—¿Está herida?

—Nada grave —respondió—. Pero voy con él.

Lee asintió.

—Recibido. Recogeremos muestras e higienizaremos el lugar.

—A la mierda la higienización —repuso Sam—. Se trata de una maldita explosión. La policía de Bangkok no tardará en llegar. Entrar y salir. No dejen que les pillen.

No podía haber contacto con las autoridades locales.

Lee asintió.

—Confirmaré la orden. —Se volvió hacia Soi Sama Han—. El coche está allí. Cuanto antes llegue, antes se pondrá en marcha. —Se despidió de Sam con un saludo rápido.

Sam le devolvió el saludo y salió corriendo hacia la entrada del callejón. Había aparcado un Toyota de cuatro plazas. Los dos miembros de su equipo estaban sentados en los asientos delanteros, vigilando el perímetro con las armas ocultas y las manos en el interior de las chaquetas. La puerta trasera estaba abierta y en el asiento yacía desplomado el cuerpo de Kade. Sam se metió con él y dio un manotazo contra el techo del coche.

—¡En marcha!

Wats se quedó quieto como una estatua apretado contra el muro del callejón, engullido por la oscuridad. Permaneció inmóvil y recurrió a la cualidad camaleónica de la ropa para fundirse con la pared, ocultó sus emisiones de infrarrojos desviando el calor corporal a un depósito de calor incorporado. Se gritaron en inglés, con un buen acento, alguna clase de contraseña. Cuatro recién llegados y Cataranes. Los recién llegados vestían como hombres de negocios y llevaban rifles automáticos. Los reconoció; de fabricación norteamericana, de cerámica y compuestos, invisibles para los rayos X y no magnéticos, perfectos para pasarlos de manera furtiva por la frontera. Estaba seguro de que estarían cargados con balas con la cabeza de grafeno, más duro que el diamante, capaz de atravesar cualquier coraza normal.

Dos de ellos se llevaron a Kade con cuidado, como si fuera un paciente y no un saco. Buena señal.

Los otros dos apretaron el paso cuando Cataranes apareció en el callejón. Wats se quedó inmóvil y aguantó la respiración. Pasaron justo a su lado sin verlo. Pelo corto. Fornidos. Porte militar. Pertenecían a la CIA o a las Fuerzas Especiales. Tal vez fueran mercenarios locales. Algo por el estilo. Correspondían a la descripción de los hombres que se habían pasado la noche anterior repantigados en el vestíbulo del Hotel Prince Market.

Wats esperó a que los dos tipos con aspecto de militares se alejaran. Contó hasta sesenta y se deslizó hacia la entrada del callejón. Se habían esfumado. Kade, Cataranes y los otros dos se habían esfumado. La noche había sido un fracaso. ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Quién quería secuestrar a Kade?

Una cosa era segura. Sacar al chico se había convertido en una misión casi imposible.

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