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NEXUS » 15. Rebobinar y reproducir

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CAPÍTULO 15

REBOBINAR Y REPRODUCIR

Sam se sentó en la posición del loto sobre el suelo de su habitación del hotel Prince Market y repasó los acontecimientos del día.

Sus dispositivos de vigilancia no detectaron artefactos de espionaje ocultos nuevos en el cuerpo ni en la habitación de Kade. Tampoco se había producido una actividad fuera de lo normal en la red interna del hotel. El tránsito a pie y en los ascensores del hotel, en las plantas y en los alrededores del edificio era el acostumbrado. Las camareras habían pasado el tiempo habitual en sus habitaciones y su comportamiento había sido normal. Ni en el congreso ni en el hotel se habían identificado rostros pertenecientes a personas fichadas.

Aun así, Sam estaba preocupada. Kade había reaccionado con sorpresa en dos ocasiones a lo largo del día. ¿A qué se debería?

La primera vez había ocurrido a las 17.20 h, nada más entrar en su habitación. Recuperó la grabación de la habitación de Kade y vio las imágenes. La habitación estaba vacía y silenciosa. La cama estaba hecha. Sobre la almohada había dos caramelos de menta encima de una encuesta de satisfacción. Entró Kade; tiró la bolsa que le habían dado en el congreso y se quitó los zapatos. Se comió uno de los caramelos y rellenó la encuesta. Se comió el segundo caramelo y se acostó en la cama.

Sam llamó a su equipo de apoyo y solicitó un registro a fondo de la habitación de Kade a la mañana siguiente, cuando ambos salieran hacia el congreso. El equipo haría una búsqueda más exhaustiva de micrófonos, transmisores o cualquier otro objeto extraño; recuperaría la tarjeta de la encuesta y los envoltorios de los caramelos y los analizaría en la misma habitación.

El segundo incidente parecía tener una explicación más sencilla. Sam había anotado la hora a la que lo había percibido. Revisó las grabaciones de las cámaras del palacio de congresos y buscó aquel momento. Había ocurrido justo después de que Kade y Shu se separaran. Él se había puesto en la cola de uno de los bares, y el profesor Somdet Phra Ananda, llegado de otra dirección, se había colocado justo detrás de él. Kade se había vuelto, posiblemente a raíz de un comentario de Ananda, y ambos habían mantenido una breve conversación.

¿Habría dejado Ananda atónito a Kade con algo que le había dicho? Sam encontró una cámara que había grabado la escena desde otro ángulo y le mostraba el rostro del veterano monje. Acercó la imagen con el zoom hasta que la cara ocupó todo el plano y la proyectó en la pared. Luego hizo lo mismo con el rostro de Kade y proyectó la imagen gigantesca al lado de la de Ananda. A continuación sincronizó las pistas de sonido grabadas con el micrófono que llevaba Kade y lo reprodujo sin desviar la mirada de los rostros.

El monje se colocaba en la cola justo detrás de Kade, con la mirada fija al frente y los labios apretados, dibujando su perpetua media sonrisa de serenidad. Y entonces… la conversación era breve, apenas intercambiaban unas pocas palabras. Nada parecía especialmente chocante.

Sam se centró de nuevo en el reloj de las grabaciones. Interesante. No era fácil determinar la secuencia exacta de los sucesos, ya que había tardado algunos segundos en reaccionar. Aun así, daba la impresión de que Kade experimentaba la sensación de sorpresa antes de volverse y entablar su breve charla con Ananda.

Sam rebobinó la imagen y añadió una tercera proyección mural con una vista general de la zona. Volvió a reproducir la secuencia a un cuarto de la velocidad normal, con las grabaciones sincronizadas y el reloj de cada una de ellas visible en la parte inferior de las imágenes.

Ananda se situó en la cola detrás de Kade, con el rostro impertérrito y la boca cerrada. No dijo nada. Pero Kade se volvió. ¿Por qué? Y cuando lo hizo, los ojos de Ananda se movieron; la mirada perdida de una persona absorta en sus pensamientos o que contempla el mundo alrededor, se fijó de repente en el hombre que tenía delante. Pasó un segundo. La hora exacta que Sam había anotado apareció en la imagen. Entonces transcurrió otro segundo. Y solo entonces Ananda abrió la boca. Sam activó el sonido de uno de los micrófonos de Kade. «¿Cómo se llama usted, joven?»

Y luego ocurría otra cosa interesante: llegaba el turno de Kade en la barra y pedía una cerveza. Mientras él rebuscaba en su bolsillo, Ananda se marchaba sin más, sin pedir siquiera un poco del agua o del zumo que estaba bebiendo el resto de los monjes.

Sam alejó la imagen con el zoom y seleccionó otras dos cámaras. Ananda se alejaba con paso resuelto, mirando a un lado y al otro como buscando algo o a alguien, hasta que divisó a un monje en particular. Dicho monje medía casi un metro ochenta de estatura, era delgado y tenía las facciones angulosas y una enorme nariz aguileña. Charlaron brevemente. A continuación, el monje de nariz aguileña se despidió con una reverencia y se dirigió con paso decidido a la barra donde Kade y Ananda habían estado hablando.

Kade sostenía una cerveza a unos metros de la barra. El monje sin identificar enfiló hacia los márgenes de la sala y esperó, fuera del campo visual de Kade y sin quitarle los ojos de encima. Sam calculó que en ese momento ella estaba sugiriéndole que regresaran al hotel. Observó la escena en las grabaciones. Kade tenía los ojos clavados en el suelo. Parecía ensimismado. Pero lo cierto era que estaba concentrado en la conversación con ella.

Luego levantaba la mirada, dejaba la cerveza en una mesa y enfilaba hacia la puerta para reunirse con ella. Sam volvió a acercar la imagen con el zoom. El monje siguió a Kade con discreción y pudo ver con toda claridad el encuentro de Kade y Sam y su salida juntos. El monje aguardaba un momento y segundos después los seguía fuera.

Sam cambió a una cámara del exterior. Se vio parando un tuk-tuk. Ella y Kade se subieron al vehículo y partieron. El monje desconocido de nariz aguileña se montó en el siguiente tuk-tuk, que arrancó en la misma dirección.

«Mierda.»

«Solo hace veinte minutos de aquello. Ahora mismo podría estar en el hotel.»

«En primer lugar, asegurar la situación», le había repetido Nakamura hasta la extenuación.

Buscó el contacto con Kade. Estaba dormido; en calma. La imagen lo mostraba acostado en la cama, con la ropa puesta. Las cámaras del pasillo. Vacío. Escaleras, vestíbulo, ascensores. Ni rastro de hábitos de color naranja ni de cabezas rapadas. El bar estaba abarrotado de gente que charlaba sentada.

Sam tomó el control de la puerta de Kade y la programó para que la cerradura permaneciera cerrada hasta que ella cancelara la orden. A continuación bloqueó las puertas de las escaleras y manipuló el programa del ascensor, tanto para que no se detuviera en la planta de sus habitaciones como para que la alarma sonara directamente en su tableta.

Sam copió una imagen del rostro del monje y un fragmento de vídeo de las grabaciones y las transfirió al demonio de la CIA instalado en la red del hotel; le ordenó que vigilara todas las cámaras en busca del sujeto, o de cualquier hombre calvo o monje. También le dio instrucciones para que generara un nuevo guardián y lo envió a revisar los archivos del hotel en busca de un individuo de las mismas características.

Acto seguido visionó las grabaciones de las cámaras del vestíbulo y del exterior del hotel. Se vio llegando con Kade. Ambos bajaban del tuk-tuk, enfilaban por el vestíbulo y entraban en el ascensor. Esperó. No apareció otro tuk-tuk. Ningún monje atravesó el vestíbulo del hotel.

Apareció el informe del demonio. En las grabaciones de las cámaras del hotel que se conservaban de los últimos dieciocho meses se habían encontrado 8.572 casos de monjes con hábito de color naranja, pero ninguno correspondía con aquel monje en particular. Tampoco en los últimos veinte minutos. El monje de nariz aguileña no estaba en el edificio.

Sam se relajó ligeramente. Según parecía, los había seguido, pero no había entrado en el hotel. O si lo había hecho, estaba delante de algo más que un monje. Respiró hondo. Habían transcurrido cuarenta segundos desde que había descubierto que los habían seguido. Ella y Kade habían suscitado alguna clase de interés, pero era poco probable que estuvieran en una situación de peligro inminente.

Sam llamó a su equipo de apoyo e informó rápidamente a Nichols. Este estuvo de acuerdo con su valoración de la situación. Habían llamado la atención, pero probablemente no corrían riesgo. Aun así, Nichols envió a dos de los agentes locales contratados en Bangkok al vestíbulo del hotel para que les cubrieran las espaldas.

Muy bien. Teniendo en cuenta la situación, el mayor riesgo residía en llamar la atención. Sam desbloqueó las puertas de las escaleras y permitió que los ascensores funcionaran con normalidad. Sin embargo, dejó bloqueada la cerradura de Kade y programó los sistemas de alarma para que la avisaran cada vez que alguien se acercara a su planta del hotel. Las unidades de apoyo no tardarían en llegar. Aún le rondaba la duda de que sus vidas corrieran riesgo. Había algo en Kade que había llamado la atención de Ananda y este todavía no había saciado su curiosidad. No obstante, eso no era sinónimo de un intento de asesinato inminente.

«Cuando quieras entender, tu punto de partida debe ser la amplitud de miras.» Siempre Nakamura.

Amplitud de miras. Había que repasar todo desde el principio. La reacción de sorpresa de Kade por la tarde. Buscó las grabaciones que habían realizado los dispositivos de vigilancia colocados en su habitación y en su cuerpo alrededor de ese momento. Kade mentía muy mal; se le daba fatal disimular sus emociones, salvo cuando activaba el programa informático de supresión de emociones que tenía instalado. Y Sam estaba segura de que lo había activado después, y no antes, de experimentar la sensación de sorpresa, ya fuera para controlar su reacción o para ocultársela a ella.

Las cámaras del vestíbulo y del ascensor no mostraban nada anormal. La reacción se había producido poco después de que saliera del ascensor. El vídeo grabado por las minúsculas cámaras de vigilancia de su habitación eran de muy mala calidad, y Sam no podía apreciar los pequeños tics que le habrían resultado reveladores en un escrutinio cara a cara con una persona.

Se concentró entonces en el sonido. Cerró los ojos y reprodujo el sonido de la grabación a partir del momento en el que Kade entraba en el hotel. En el vestíbulo hay mucho ruido. Aun así es capaz de distinguir la respiración y los pasos de Kade. La transición al interior del ascensor es inconfundible. Su respiración destaca en el relativo silencio del reducido espacio. Luego se abre la puerta del ascensor; ahora su respiración suena más fuerte. Pasos. Respiración. El roce de las perneras de los pantalones. Una pausa cuando llega a la puerta. El pitido cuando el dispositivo de la puerta reconoce la tarjeta. El clic de la cerradura una fracción de segundo después. La respiración mientras se adentra en la habitación. El sonido de los micrófonos de la habitación se une al de los micrófonos que Kade lleva en el cuerpo. La bolsa con los productos promocionales del congreso aterriza en el suelo con un ruido seco y un crujido de papeles de plástico barato. Un jadeo cuando se quita los zapatos. La manipulación del envoltorio del caramelo y el ruido cuando mastica el primer caramelo. Y a continuación… una fisura en el ritmo de la respiración. Kade deja de masticar. Transcurre un segundo. Otro. Otro. Y luego traga y vuelve a tomar aire.

¡Ahí estaba! Sam pausó la reproducción y abrió los ojos. La tableta mostraba la imagen congelada de Kade, todavía de pie y con la encuesta de satisfacción en la mano. Sam no podía determinar con exactitud qué era, pero la tarjeta de la encuesta contenía algo que había llamado la atención de Kade. Excelente.

¿Y el encuentro con Ananda? Sam volvió a visionar el montaje de la secuencia.

«Vale. Supongamos que haya un desfase de dos segundos entre el momento en el que él reacciona con sorpresa y el momento en el que yo lo anoto —se dijo—. Retrocedamos, pues, dos segundos…»

Esta vez reprodujo las grabaciones a una décima parte de la velocidad normal, y acercó la imagen con el zoom para agrandar las dos caras en sendas proyecciones en la pared. En una tercera proyección recortó el plano para centrarse en sus cuerpos juntos. Ananda se colocaba detrás de Kade. Tenía el rostro sereno, impasible, con los labios ligeramente arqueados para dibujar una sonrisa apenas perceptible. Llegó el momento crucial. Kade frunció el rostro y su cuello se movió. Inspiró con brusquedad. Un cuarto de segundo después, sus ojos y su barbilla iniciaron el movimiento que acabaría con Kade vuelto hacia Ananda, quien permanecía impasible, sereno.

«Espera, míralo otra vez. Concéntrate en Ananda.»

Rebobinó la grabación y volvió a reproducirla. Ananda se situó detrás de Kade. Llegó el momento crucial. Kade reaccionó. Y un cuarto de segundo después… ¡Ahí! ¡En la cara de Ananda! ¡Una levísima mueca! Los orificios de su nariz se dilataban de una manera casi imperceptible, y sus ojos abandonaban su mirada perdida en el infinito para fijarse en un punto enfrente de él. Solo unas milésimas de segundo antes, Kade había empezado a volverse. Era innegable que Ananda se adelantaba al movimiento de Kade. Su reacción obedecía a otro motivo.

Sam puso su cerebro a trabajar. Ananda era monje desde hacía cuarenta años. Había dedicado más horas a la meditación que las que ella había pasado despierta. Debía de haber alcanzado un control casi absoluto de la expresión de su rostro, del enmascaramiento de sus emociones. Se había entrenado para aceptar el mundo con ecuanimidad. Sin embargo, algo había conseguido quebrar esa ecuanimidad tanto tiempo practicada. Durante una fracción de segundo, el profesor Somdet Phra Ananda, eminente monje budista y reputado neurocientífico, amigo personal del rey de Tailandia, se había sorprendido con algo. Algo que había logrado desarmar su serenidad budista y su sorpresa se traslució en su rostro de un modo apenas perceptible. Algo que además tenía que ver con Kade.

Ni Sam ni el equipo de apoyo se percataron de un tercer tuk-tuk que había seguido al monje desconocido. Tampoco del corpulento hombre de piel oscura, vestido de negro, que viajaba en él.

En su diminuto cuarto alquilado en el otro extremo de la ciudad, Wats agrandó con el zoom la imagen de un hombre alto y calvo, con la nariz aguileña y vestido con el hábito de los monjes tailandeses. ¿Quién sería aquel hombre? ¿Por qué habría seguido a Kade y a Cataranes? Quienquiera que fuera había conseguido asustar a la ERD. Dos tipos con aspecto de militares habían llegado al hotel Prince Market hacía media hora. Se trataba de dos tailandeses musculados, con las americanas puestas a pesar del calor; unas chaquetas anchas y holgadas que les permitían ocultar las armas que seguramente portaban. Seguían en el hotel, bebiendo agua con gas en el vestíbulo. Dos hombres de negocios que no tienen otra cosa mejor que hacer un lunes por la noche que beber Perrier en el vestíbulo de un hotel. Sí, claro.

Volvió a escudriñar la imagen del monje.

«¿Quién eres?»

Una complicación más. Un enigma esta vez. A Wats no le gustaban los enigmas.

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