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NEXUS » 25. El peón rara vez sabe algo

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CAPÍTULO 25

EL PEÓN RARA VEZ SABE ALGO

Kade fluctuaba entre la consciencia y la inconsciencia. Estaba dentro de un coche. Sam lo acompañaba. Él apoyaba la cabeza en su regazo y ella la mano en su frente. Pasaban luces a toda velocidad. Una pelea… explosiones. Recordó fragmentos de una conversación. Descargas eléctricas. Secuestro. Rapto.

Apenas sentía la mente de Sam a través de un barullo de interferencias. Estaba preocupada. Por él. Y furiosa. Alguien iba a pagar por esto.

Entonces notó que lo trasladaban. Era de noche. Cruzaban una puerta. El rostro de una mujer. Tailandesa. Una desconocida. Y a continuación la tapa de un ataúd que se cerraba encima de él.

Intentó impedirlo, pero no reunió las fuerzas necesarias. Lo habían enterrado vivo. Pestañeó y el mundo exterior recuperó su nitidez. Oyó ruidos extraños a su alrededor. Entonces la tapa del ataúd desapareció y una luz deslumbrante le golpeó en los ojos.

Estaba en una sala de operaciones compacta. Una mesa de operaciones con luces y dos robots quirúrgicos con aspecto de insectos ocupaban una de las paredes. En la otra pared había un tanque con una suspensión metabólica. El ataúd en el que se encontraba era la representación de una cama. Le habían realizado un escáner.

La mujer tailandesa estaba al lado de una consola, mirando los resultados para el diagnóstico. Kade intentó incorporarse en vano. Sam le tendió una mano y el chico lo consiguió al segundo intento.

La mujer tailandesa lo exploró.

—Ha sufrido una conmoción. Nada grave. No hay hemorragia interna. Tiene una fractura lineal en el lado derecho del cráneo, pero es superficial y no incide en el cerebro. Va a sufrir fuertes dolores en ese lado de la cabeza.

Kade gruñó.

La tailandesa rellenó una jeringuilla y se acercó a él.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kade.

—Le voy a inyectar factores de crecimiento. Confíe en mí, lo agradecerá.

Kade siguió sus instrucciones sin poner objeciones y dejó que le tratara las heridas. Tenía suerte de estar vivo. Si Sam no hubiera estado con él, o si hubiera sido un poco más lenta, o si aquel tipo lo hubiera golpeado solo un poco más fuerte…

Pero entonces de nuevo ese pensamiento: de no ser por ella no estaría metido en este lío.

El último paso era una punción lumbar. La mujer tailandesa le hundió una aguja en la espalda, entre las vértebras, y extrajo una muestra microscópica.

Líquido cefalorraquídeo. «Buscan indicios de que Shu me haya introducido alguna cosa. No encontrarán nada.»

Cuando la mujer tailandesa acabó, Sam llevó a Kade hasta una habitación para que se acostara y luego desapareció.

Kade se quedó dormido. Un ruido lo despertó. Estaba desorientado.

«¿Dónde estoy?»

La fiesta, la lucha, Tailandia, Su-Yong Shu, de repente todo volvió a él como una avalancha. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se le encogió el estómago. Acudió al sistema operativo Nexus. Mala noticia. El sistema operativo no arrancaba, de modo que no podía recurrir al paquete de serenidad. Se habían mezclado los nodos en su cerebro. ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué querían matarlo? ¿Por qué querían secuestrarlo? Iba a morir en este lugar. Iban a capturarlo, torturarlo y luego, aunque les contara todo lo que sabía, lo matarían.

Se sentía débil. El corazón le aporreaba el pecho. Tenía dificultad para respirar. Temblaba. Estaba helado. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Necesitaba salir de allí.

Se abrió la puerta y la habitación se inundó de luz. Kade se estremeció y levantó un brazo para protegerse contra lo que fuera que se le venía encima.

—¡Kade!

Era Sam. Samantha. Llevaba algo en la mano. Cerró la puerta y se acercó a él. Kade se encogió y levantó las dos manos para impedir que se acercara.

—¡Kade! —Sam se había sentado a su lado en la cama y había puesto las manos en su cuerpo—. Tranquilo. Tranquilo. Chsss. Tranquilo. Estoy aquí. Estás a salvo. Estamos en un lugar seguro. Tranquilo. Chsss.

Las palabras de Sam no llegaron hasta Kade. Sus pensamientos sí lo hicieron. Estaba tranquila. Cómoda. Se sentía fuerte, segura y decidida. Estaba en un lugar seguro, le había dicho. Lo habían sacado del apuro. Aquí nadie le haría daño. Podía sentirse tranquilo.

Continuó tumbado en la misma posición un rato, dejándose arrullar por la mente de Sam, escuchando los fuertes latidos de su corazón, el ritmo de su respiración, sintiendo sus caricias en el pelo mientras le susurraba una y otra vez que estuviera tranquilo. Los pensamientos de Sam ganaron presencia en su mente. Continuó tumbado en la misma posición y el sueño se apoderó de él.

Sam le acarició la cabeza y le musitó palabras reconfortantes; le transmitió amparo, paz y seguridad hasta que volvió a dormirse. Tenían la misma edad, pero Kade parecía mucho más joven. ¿Cómo era posible que Kade, que había crecido en el seno de una familia feliz de clase media, en una ciudad residencial, protegido de toda amenaza hasta hacía nada, fuera el que estaba preocupado, y que ella, con todo el dolor y el sufrimiento que había padecido en su infancia, fuera la fuerte?

Quizá Kade todavía no había superado la muerte de sus padres hacía seis meses.

O quizá él era el normal. Quizá ella se había quedado vacía de toda debilidad.

Sam tenía un trabajo que hacer. Había cogido prestada una tableta del piso franco. La recogió del suelo, donde la había dejado, y se colocó apoyada en Kade para transmitirle tranquilidad. Redactó el informe. Le llevó bastante tiempo. Tres hombres, probablemente tailandeses, habían muerto. La policía metropolitana de Bangkok ya habría encontrado los cuerpos. Era posible que hubiera dejado su rastro de ADN en el escenario. Pagaría caro el descuido. Terminó el informe, sacudió la cabeza y lo envió. Luego se tumbó y se sumió en un duermevela al lado de Kade.

Llamaron a la puerta y Sam se despertó al cabo de un tiempo indeterminado. Alguien giró el picaporte y asomó la cabeza. Era Lee, el jefe del equipo de rescate.

—Tiene una llamada —dijo en voz baja—. Es Becker, el subdirector de la ERD. ¿Quiere atenderla en la tableta o prefiere salir?

Sam parpadeó, adormilada. Sus lentillas indicaban que eran las 3.05 h. Kade seguía dormido, con un brazo alrededor de ella.

—Saldré —respondió Sam—. Enseguida voy.

La cabeza de Lee desapareció. Sam se escabulló cuidadosamente del abrazo de Kade y enfiló hacia la sala de comunicaciones.

Se trataba de una llamada a tres bandas. Becker estaba en una pantalla y Garrett Nichols en otra.

—Sam, ¿estás bien? —preguntó Becker.

Sam asintió.

—Sí, señor. Solo un par de moratones, nada importante.

—He leído tu informe. Buen trabajo. Una acción complicada.

—Solo hice mi trabajo, señor.

—¿Alguna sospecha de quiénes eran o qué querían los asaltantes?

Sam volvió a asentir.

—Querían a Lane, señor. De eso estoy segura. Le dispararon primero a él con armas no letales, pero no dudaron en emplear armas letales conmigo. En cuanto a quiénes eran, matones a sueldo o el crimen organizado, supongo. El implante de autodestrucción sugiere lo último.

Becker asintió.

—¿Nichols?

—Coincido con la agente Cataranes. El objetivo del ataque era secuestrar a Lane.

—Lo más valioso que Lane tiene en su poder es el diseño de Nexus 5 —dijo Becker—. Seguramente era eso lo que querían. En cuanto a quiénes eran, enumeremos las posibilidades.

—De acuerdo —repuso Nichols—. Primera opción, Su-Yong Shu. Probablemente quería lo que tiene Lane. Ya ha mostrado interés en él. La invitación a su conferencia podría haber sido una artimaña para pescarlo.

Sam reflexionó un momento.

—¿Por qué molestarse entonces en cenar con él? —preguntó la agente.

—Tal vez solo quería confirmar sus sospechas —sugirió Nichols.

Becker asintió.

—Sabemos que Shu tiene conexiones con el crimen organizado tailandés a través de Ted Prat-Nung. Y durante la cena hubo mucho tráfico Nexus entre Shu y Lane. Pudo ser la confirmación que necesitaba.

Sam frunció el ceño.

—Señor, ¿cómo sabemos eso?

—El teléfono de Lane estuvo registrando todo el tráfico Nexus en las proximidades para un análisis posterior —respondió Becker.

—Señor, yo apagué las funciones Nexus del teléfono antes de la cena por precaución, para minimizar las posibilidades de que Lane fuera descubierto.

—La función de grabación continuó encendida, Sam. Teníamos que determinar si Shu poseía aptitudes Nexus.

Sam volvió a fruncir el ceño.

—¿Por qué yo no lo sabía?

—Recibió la información estrictamente necesaria.

—¿Y no necesitaba saber eso?

—No, agente Cataranes —respondió con voz firme Becker—. No necesitaba saberlo.

—Señor, con el debido respeto, considero que ese dato habría sido operacionalmente relevante.

—Agente Cataranes —dijo en un tono cortante Becker—, esa información no era operacionalmente relevante para usted. El teléfono estuvo en modo de grabación pasiva. No había manera de que Shu pudiera detectarlo.

—Señor… —empezó a decir Sam.

—Este tema queda zanjado, agente.

Sam respiró hondo y controló sus impulsos.

«El peón rara vez sabe lo que el rey tiene planeado», le dijo Nakamura en una ocasión.

No le gustaba sentirse un títere.

—Siguiente opción —dijo Becker.

Nichols se aclaró la garganta y miró de nuevo a la cámara.

—Ananda. Había mandado seguir a Lane, lo que revela su interés en él. Es posible que también mantuvieran una interacción Nexus. De ser así, la tecnología de Lane podría tener un gran valor para él.

—¿Ha habido suerte con la identificación del hombre que siguió a Lane y a Cataranes? —inquirió Becker.

—Todavía no, señor —respondió Nichols.

Sam se mordió la lengua. Ananda parecía un sospechoso poco probable, pero había ordenado a un monje que los siguiera. Y cosas más raras se habían visto.

—Siguiente opción.

—Quedan dos opciones —dijo Nichols—. La primera, es posible que alguien que conociera el trabajo de Lane lo vendiera a alguna organización local, como la mafia tailandesa o el cártel de distribución de Ted Prat-Nung.

Sam escuchaba con el ceño arrugado.

—¿Quiere añadir algo, agente Cataranes? —preguntó Becker.

—Se me acaba de ocurrir una cosa, señor. Narong Shinawatra, el estudiante que nos invitó a la segunda fiesta. Se presentó él mismo a Kade, aparentemente a raíz de un encuentro fortuito. Enseguida se hizo amigo de nosotros y nos invitó a esa fiesta relativamente privada. Sabía la ruta que seguiríamos. Tuvo ocasión de informar a los asaltantes cuando nos marchamos del club.

—Y sabemos que está en contacto con Suk Prat-Nung —añadió Nichols, asintiendo.

Becker también asintió, con el gesto pensativo.

—Buena observación. ¿Algún sospechoso entre los nuestros de haber vendido a Lane?

Nichols negó con la cabeza.

—Llegaremos al fondo del asunto, señor. Podemos indagar en los teléfonos y en los correos electrónicos en busca de alguna comunicación con personas en Tailandia o escapadas inexplicables. También buscaremos ingresos bancarios sospechosos.

—Nichols, ha mencionado otra opción —señaló Becker.

—Sí, señor. La última opción es una filtración en nuestra organización. Alguien dentro de la ERD podría haber vendido la información al mismo ramillete de posibilidades mencionadas en la opción anterior.

Becker asintió. Parecía preocupado.

—Mi instinto me dice que descartemos esa opción —dijo Sam.

—¿Por qué, agente Cataranes? —preguntó Becker.

—El ataque habría sido más contundente.

Kade fue recuperando poco a poco el conocimiento. El ataque de pánico ya era historia. Sam se había ido de la cama; podía sentirlo a través del enlace. Estaba cerca, todavía en el piso franco. Eso lo reconfortó. Estaba hablando con sus superiores. Becker. Kade notó un regusto amargo en la boca al recordarlo.

Sentía el Nexus con una intensidad mucho mayor. También había aumentado su estabilidad. Al parecer, solo hacía falta dormir y dejar pasar el tiempo para recuperarse del efecto de las descargas.

Descargas eléctricas. Habían querido raptarlo. Tenía suerte de que no lo hubieran cogido. Estaba en deuda con Sam. Había arriesgado su vida para evitar que se lo llevaran.

Solo había una explicación para que hubieran intentado raptarlo. Querían sus conocimientos de Nexus. Querían apropiarse de ellos y utilizarlos para sus propios fines. ¿Y él? Quizá tenían planeado matarlo una vez que hubieran conseguido lo que querían. Quizá tenían planeado convertirlo en su esclavo para que perfeccionara la tecnología.

Nunca sería el esclavo de nadie. De nadie.

¿Y la ERD?

Ilya tenía razón. No debería haberles entregado Nexus 5. No confiaba en ellos. Eso pertenecía al pasado. No volvería a cometer el mismo error. ¿En serio se había planteado trabajar para ellos, intentar cambiar el sistema desde dentro? No. Solo se convertiría en un esclavo más. Ya encontraría otra manera.

¿Y Shu?

La misma historia. Sus objetivos lo atraían, sus promesas lo cautivaban. Nada ansiaba más que unirse a ella. Pero Shu tenía demasiados compromisos. Era un instrumento del ejército de su país. Y si no estaba dispuesto a convertirse en un esclavo de la ERD, mucho menos del ejército chino.

Ya encontraría otra manera.

—El ataque habría sido más contundente —dijo Sam—. Habrían sabido que yo era una agente. Habrían empleado más armas de fuego y habrían empezado conmigo.

Nichols escuchaba con el semblante meditabundo.

Becker asintió.

—Concuerdo en que una filtración es lo menos probable, centrémonos en el crimen organizado, Shu y Ananda. Los asaltantes muertos son la mejor prueba con la que contamos. ¿Algún dato sobre ellos?

Nichols meneó la cabeza.

—Ninguna correspondencia en el reconocimiento facial, el ADN ni las huellas.

—¿Y qué hay de la cuarta persona? —preguntó Becker.

—Nada de momento —respondió Nichols—. Estamos ampliando la búsqueda. Si existe algo sobre ellos, lo encontraremos.

Becker se miró la muñeca. Sam sabía que ya era media tarde en la Costa Este de Estados Unidos.

—De acuerdo —dijo el subdirector de la ERD—. Buen trabajo. Si hay algo bueno en todo esto, Sam, es que le has salvado la vida. Está en deuda contigo. No tendrá más remedio que confiar más en ti. Se sentirá vulnerable y acudirá a ti en busca de protección y consejo. Aprovéchalo.

Sam sintió una punzada en las entrañas. ¿Confianza? ¿De eso se trataba?

—Nichols —continuó Becker—, quiero que profundices en todas las opciones. A partir de ahora es una investigación de prioridad 1. Pide todo lo que necesites. Sam, mantén la cabeza alta. Has estado bien hoy. Quiero otro informe dentro de dieciocho horas.

—Señor —dijo Sam—. Hay otro asunto del que me gustaría hablar.

—Está bien —repuso Becker—, pero hazlo rápido. Tengo una reunión en la Colina dentro de nada.

—Señor, creo que deberíamos abortar la misión. O al menos enviar a Kade de vuelta a casa.

—¿Cómo? —exclamó Becker.

—Señor, se ha cumplido el objetivo principal de la misión. Kade ha recibido la invitación para ir a Shanghái y Shu prácticamente le ha ofrecido el trabajo. Además es un civil, y su vida podría estar en permanente peligro en Tailandia.

—No —contestó Becker.

—Pero, señor —protestó Sam—. El riesgo para Kade…

—No, agente Cataranes —aseveró Becker en un tono tajante—. Si se marcha ahora nos arriesgamos a que Shu sospeche. Y Prat-Nung es un objetivo importante para Shu. Es la mejor pista que hemos tenido en tres años. Debemos aprovecharla.

—Pero, señor…

—¡Agente! —espetó Becker alzando la voz.

Sam estaba furiosa. Se puso recta en la silla y guardó silencio.

—La decisión está fuera de toda discusión —añadió Becker en un tono que Sam conocía perfectamente—. Se nos ha presentado la oportunidad de acercarnos a Prat-Nung. Vamos a aprovecharla. Si se trata de una trampa, no habrá otra ocasión mejor para identificar y neutralizar al enemigo. Usted y Lane, nuestra baza en este asunto, gozarán de protección. Y no haremos absolutamente nada fuera de lo habitual, como enviar al señor Lane de vuelta a casa unos días antes de lo previsto, que pueda despertar las sospechas de Shu. ¿Ha quedado absolutamente claro, agente Cataranes? ¿Agente especial Nichols?

—Sí, señor —respondió Sam enérgicamente.

—Como el agua, señor —dijo Nichols.

—Perfecto. Fin de la comunicación.

La cara del subdirector de la ERD desapareció de la pantalla. Sam se arrellanó en la silla.

Nichols torció el gesto.

—Sam, reforzaremos la seguridad alrededor de ti y de Lane de manera inmediata. El viernes por la noche… ya estarán desplegados allí. Las fuerzas de apoyo estarán preparadas para acudir en tu ayuda en segundos, te lo prometo. No te dejaremos colgada.

Sam asintió con un aire triste.

—Gracias, Garrett. Ya discutiremos los detalles en otro momento. —Sam se desconectó.

Atenuó la luz en la sala de comunicaciones y cruzó las piernas sentada en la silla, posó suavemente las manos en el regazo y se concentró en su respiración. Intentó dejar la mente en blanco y alcanzar un estado de paz interior. Sin embargo, brotó un recuerdo en su cabeza: Nakamura.

Ella debía de tener diecinueve años y él treinta y tantos, quizá. El verano que le dijo que dejaba la ERD porque lo habían trasladado a la CIA debía llevar cerca de un año entrenándola.

—En este negocio, Sam, nunca debes olvidar que solo eres una pieza en el tablero.

—¿Qué quieres decir? —le había preguntado ella. Nakamura solía emplear metáforas cuando hablaba.

—Es como el ajedrez. Blancas contra negras. Pero no solo juegan una pieza contra otra. Hay dieciséis piezas en cada bando. Muchas caerán, incluso en el bando ganador, antes de que acabe la partida.

Sam había reflexionado sobre sus palabras.

—Quieres decir que si sigo adelante con esto pondré en riesgo mi vida. Podrían matarme mientras cumplo una misión.

Estaban en Washington D.C., en la Explanada Nacional. Nakamura se había detenido para hacer saltar una piedra por la superficie del estanque. Se había tomado su tiempo para hablar.

Sam había entornado los ojos ocultos detrás de los protectores oscuros a la luz radiante del sol; sus ojos recientemente mejorados todavía eran sensibles a estímulos tan intensos. Ese verano había estado lleno de dolor. Los virus ya estaban expandiendo por las células de su cuerpo genes que ningún antepasado humano había poseído. Las fibras de sus músculos estaban creciendo hasta adquirir unas proporciones y una fuerza sobrehumanas. Los canales neurales de iones y las vainas de mielina estaban transformándose para acelerar la velocidad de las señales nerviosas entre el cerebro y los músculos. Las células de los huesos reprogramadas estaban extrudiendo redes de fibra de carbono orgánica para endurecerse contra los impactos. Todo eso producía dolor, pero no le importaba. Iba a salvar el mundo. Iba a salvar a todas las niñas del mundo.

Nakamura había lanzado otra piedra y luego había dicho en voz baja:

—A veces es necesario renunciar a una pieza para obtener la victoria. Un sacrificio. Una táctica. Un intercambio por una pieza más valiosa. No se trata solo de que puedan matarte si te dedicas a esto. Sino que podrías ser sacrificada o intercambiada deliberadamente para favorecer que tu bando avance hacia la victoria.

Sam se había burlado de esa idea.

—Nosotros no jugamos así. Cuidamos de los nuestros.

Nakamura había respondido con un gruñido, pero no había dicho nada.

Habían continuado paseando en silencio. Recordó el calor sofocante del sol. Había hecho mucho calor ese verano en D.C.

—¿Qué clase de piezas somos nosotros? —preguntó Sam al cabo—. ¿Caballos? ¿Alfiles?

Nakamura se había reído.

—Tú, querida amiga, eres un peón.

Sam regresó a la realidad. Se dio cuenta de que podía sentir a Kade a través del enlace Nexus del teléfono. Ahora Nexus era más intenso. Estaba recomponiéndose en su cabeza.

La conversación con Becker la había dejado inquieta. No solo porque la hubiera reprendido. Le molestaba la idea de que el hecho de que ahora Kade podría confiar más en ella fuera un efecto colateral de la emboscada. Era cierto. Lo había sentido. La hostilidad se había esfumado. Kade albergaba una gratitud sincera por salvarle la vida. Lo había reconfortado su presencia. Solo podía suponer una ventaja para la misión.

«Cuando trates de descubrir los motivos de un suceso, pregúntate: ¿a quién beneficia?» Más palabras sabias, cínicas, de Nakamura.

«Becker sale beneficiado de lo que ha pasado —pensó Sam—. Y la misión. Y la ERD. ¿Hay alguna posibilidad de que fuera un montaje? ¿Querían que yo matara a esos tipos? ¿Se había preparado para engañar a Kade? ¿Esos hombres habían sido peones sacrificados de acuerdo con una estrategia?»

«No. Estoy pensando como una paranoica. No puede no ser una paranoia.

¿Verdad?»

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