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CAPÍTULO 41

REPERCUSIONES

Becker maldijo entre dientes. Ya amanecía en Tailandia. Habían rechazado la petición urgente de reconocimiento aéreo que había presentado tres horas antes. La consejería de Seguridad Nacional había programado una reunión para tratar lo ocurrido en Tailandia para el domingo por la mañana en Washington. Eso era dentro de más de treinta y seis horas. No podían esperar tanto.

¿Era el momento de utilizar la tarjeta que le habían dado?

«El presidente está muy interesado en su trabajo —le había dicho—. Si alguna vez le surge un problema apremiante que requiere una intervención urgente, póngase en contacto conmigo.»

Barnes. Maximilian Barnes, el consejero de Política Especial del presidente. El hombre para todo del presidente. El hombre que había hecho algunas cosas de las que Becker preferiría no haberse enterado… Un hombre que inspiraba terror en Warren Becker.

«Es mi número personal.»

Becker suspiró. Este era uno de esos problemas apremiantes. Se agachó, sacó una botella y un vaso del cajón inferior de su escritorio, se sirvió dos dedos de Laphroaig y tomó un trago. A continuación marcó el número.

Barnes respondió enseguida. Sí, naturalmente se acordaba de Becker. ¿Qué necesitaba?

Becker le explicó la situación. La conversación fue breve y directa al grano.

Sí, parecía la clase de asunto que interesaba al presidente. Sí, retrasar dos días el despegue de los drones de reconocimiento era inaceptable. No, Becker había hecho lo correcto llamándole. Recibiría el consentimiento para el despegue de los drones por la tarde, hora tailandesa.

Becker colgó. Le temblaba ligeramente la mano. Aquel hombre lo aterraba. Las cosas que Becker sabía que había hecho eran suficientes para… Las cosas que se rumoreaba que había hecho…

Meneó la cabeza y tomó otro trago de Laphroaig para tranquilizarse. Se concentró en el informe sobre los sucesos de Bangkok.

Doce contratistas de la ERD asesinados. Ted Prat-Nung muerto. Tres de sus hombres muertos. Watson Cole muerto. Suk Prat-Nung hallado en el edificio del otro lado del callejón, junto con un monje importante y un criminal de poca monta, todos muertos. Otro hombre muerto en el callejón, degollado. Cuatro hombres muertos en la azotea del mismo edificio. Un baño de sangre que se había extendido a varios escenarios.

Y por último, una docena de civiles asesinados en el interior del apartamento: un puñado de estudiantes, una exmonja y su marido, exmonje, carbonizados, una prostituta, un joven traficante de drogas… y esa niña, esa criatura monstruosa.

La llamaban Mai.

Becker sintió un escalofrío. La información que habían reunido corroboraba el peor de los temores del presidente. Niños nacidos con capacidades Nexus. Una nueva subespecie cuyos individuos eran capaces de comunicarse telepáticamente. ¿Qué amenaza suponía para el resto de la humanidad? Pensó en sus dos hijas, guapas, normales, sanas. ¿Estos monstruos las convertirían en una clase dominada? ¿En esclavas para una nueva elite? La idea le revolvió el estómago.

Esa criatura, Mai. Los clones del Puño de Confucio. Shu… que posiblemente había dejado de ser humana. Una convergencia infame de perversiones. Sus hijas vivirían en un mundo poblado de enemigos, de amenazas para toda la raza humana.

Tomó otro trago de Laphroaig y respiró hondo.

En cuanto a Cataranes. Sam. ¿Qué había ocurrido? Shu debía haberla coaccionado. No había otra explicación lógica. Maldita sea. Era culpa suya por enviarla a una misión con el cerebro atiborrado de Nexus. No se les había pasado por la imaginación que Shu fuera capaz de coaccionar a una persona de una manera tan rápida, tan sigilosa, tan inesperada.

«Lo siento, Sam. Vamos a traerte de vuelta. Vamos a curarte, si es posible.»

Becker volvió a concentrarse en los contratistas muertos. Estudió sus rostros, memorizó sus nombres. Habían sido unos buenos hombres que habían realizado un trabajo importante. Los había enviado al peligro. Había dado la orden de que detonaran los explosivos que llevaban implantados en las cabezas, en las de los muertos y en las de los que aún respiraban, para evitar que los tailandeses los detuvieran. Tenía las manos manchadas de su sangre.

¿Había tomado la decisión correcta?

Sí. Era un buen soldado. Había seguido el reglamento. Un reglamento que existía por un buen motivo.

Apuró el vaso de Laphroaig. La sensación ardiente del licor resultaba agradable, reconfortante.

Releyó las biografías de los contratistas. Nunca olvidaría a estos hombres.

Y si fuera necesario, volvería a tomar la misma decisión. Lo que había en juego era demasiado importante.

Martin Holtzmann estaba sentado en su despacho, reflexionando sobre lo sucedido en Bangkok.

Había sido una masacre lamentable. Una masacre degradante.

Narong Shinawatra, el chico al que habían coaccionado. Muerto. Muerto en vano. ¿Qué había fallado en el programa informático?

Ted Prat-Nung, un especialista en nanoingeniería muy competente antes de convertirse en traficante de drogas. Muerto.

La pequeña Mai. ¿Cómo sería nacer con Nexus instalado en la cabeza? Poder conversar telepáticamente con otros sujetos con la misma capacidad. ¿Cómo afectaría al desarrollo del lenguaje? ¿Cómo afectaría a la inteligencia? ¿Cómo afectaría al comportamiento social?

Le surgían tantas preguntas.

Muerta. Otra muerte inútil.

El joven Lane, con todos sus conocimientos, con todas sus ideas. Perdido. Holtzmann había albergado la esperanza de convencerlo para que se uniera a su equipo.

El investigador pensó por enésima vez en el Nexus almacenado en el laboratorio de seguridad que había dos plantas más abajo. Disponía de acceso ilimitado a él. Y le despertaba tanta curiosidad…

No. Eso significaría cruzar una línea muy peligrosa.

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