Nexus
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CAPÍTULO 47
EL ATAQUE
Kade se despertó. Alguien estaba sacudiéndolo. ¿Había amanecido ya? No. ¿Había llegado Shu? Abrió los ojos. Era Bahn, el monje que le había llevado la comida y las muletas. Lo acompañaba otro monje.
—¡Helicóptero! —dijo Bahn señalando el techo—. ¡Helicóptero!
¿Cómo? Lo último que quería Kade era meterse en otro helicóptero.
—¡Américano! —exclamó Bahn.
¡Oh, no! ¡No, joder! ¡Nos han encontrado!
Se le iba a salir el corazón del pecho. El paquete de serenidad no estaba activado.
Bahn y el otro monje intentaron levantarlo de la cama.
—¡No! —espetó Kade.
Lo llevaron a rastras hacia la puerta de su celda diminuta.
Kade forcejeó.
—¡No!
Su ferocidad sorprendió a los monjes. Kade se zafó de ellos y se derrumbó en el suelo. Los monjes se quedaron mirando a aquel americano loco que no dejaba que lo llevaran a un lugar seguro.
La tableta estaba en la mesa, fuera de su alcance. Las muletas estaban al lado de la cama, fuera de su alcance. Intentó levantarse apoyándose en la pierna sana, pero se desmoronó sobre el suelo gimiendo de dolor.
—¡La tableta! —espetó, señalando frenéticamente hacia ella.
Bahn la cogió y la depositó en las manos de Kade.
—¡Helicóptero! —gritó el joven monje, apuntando al techo.
Kade se quitó la cadena que le rodeaba el cuello.
—Helicóptero —repitió Kade—. Helicóptero americano.
Bahn asintió con satisfacción. Intentó coger a Kade del brazo.
Kade se soltó e introdujo el medallón de datos en el puerto de la tableta barata. ¿Estaba conectada a alguna red? Sí.
Apareció una ventana en la pantalla que mostraba el contenido del medallón de datos. Buscó el script que Wats había guardado.
[Distribución masiva]
Su dedo sobrevoló el icono. ¿De verdad era lo que quería? No había hecho nada para proteger Nexus 5 de un mal uso.
Brotaron imágenes en su cabeza. Narong, con su voluntad controlada por la ERD, encañonando la cabeza de Ted Prat-Nung. El cadáver del Dalái Lama tendido sobre un charco de su propia sangre, asesinado por su amigo coaccionado. Los padres de Sam deshumanizados por el virus Comunión, contemplando cómo azotaban a su hija, entregándola a sus torturadores y violadores. Pensó en todas las historias horripilantes que había oído sobre el DWITY.
La gente haría un mal uso de Nexus. Los monstruos lo utilizarían para perpetrar monstruosidades. Sus manos se mancharían de sangre, se mancharían de esclavitud, se mancharían de un terror y un dolor indescriptibles.
Le temblaba el dedo.
Bahn le tiró del brazo, apremiándolo. Pero el monje estaba muy lejos, en otro mundo.
Pensó en Wats, en la manera como Nexus lo había transformado. En Shu, en su visión de una poshumanidad compuesta por una elite que ella habría seleccionado, una elite que dominaría al resto de la humanidad; en Ilya, en las palabras que le dijo cuando hablaron la última vez:
«La difusión universal y la elección individual convierten la mayoría de las tecnologías en una ventaja. Si solo una elite tiene acceso a ellas se convierten en una distopía.»
Pensó en lo que le había dicho a Ananda solo unas horas antes:
«Porque creo que la gente lo emplearía para hacer más cosas buenas que malas. Y porque creo que simplemente es algo bueno.»
El corazón le aporreaba el pecho. Estaba sudando. Los temblores se extendieron a todo su cuerpo. Dentro de unos minutos podría estar muerto. Muerto o de camino a un agujero oscuro y profundo del que nunca saldría. ¿Se había sentido así Wats justo antes de precipitarse desde el techo para rescatarlos?
Era ahora o nunca.
Presionó el icono con el dedo tembloroso. Que Dios se apiadara de él.
¿DISTRIBUIR A ESCALA MUNDIAL EL CONTENIDO DE LA UNIDAD DE ALMACENAMIENTO? ¿S/N?
«Sí. Joder. Sí.»
Apareció una barra de progreso.
CONECTANDO…
ENVIANDO…
14 MINUTOS RESTANTES…
No había marcha atrás. Ya daba igual lo que le ocurriera ahora, tanto si lo mataban como si lo metían en la cárcel, al menos había hecho algo con su vida. Esperaba no haberse equivocado.
Escondió la tableta debajo de la estrecha cama, donde nadie la vería, y se dejó llevar por Bahn y el otro monje.
—Objetivo a la vista —dijo Bruce Williams—. Oscuridad total. No se detecta movimiento. No se detectan señales de infrarrojos ni de radio.
Nichols asintió.
—Dé comienzo a la operación.
—Recibido —respondió Williams—. Iniciando inhibidores… ahora. Inhibidores activados.
Los Banshees activaron sus inhibidores de señales de radio de banda ancha.
—Desplieguen a los SEALs —ordenó Williams.
En la celda que acababa de abandonar Kade, la pantalla de una tableta parpadeó con un mensaje nuevo.
CONEXIÓN PERDIDA.
No había nadie para leerlo. Unos minutos después, la pantalla se atenuó hasta oscurecerse.
El sargento de los SEALs Jim Iverson descendió sigilosamente por una cuerda desde el Banshee 1. La pantalla de su visera le indicaba la ruta hasta la celda de Objetivo 1. Su equipo se reunió alrededor de él. Juntos, avanzaron furtivamente, prácticamente invisibles, por el complejo del monasterio.
Edificio a la vista. Enfilaron hacia la entrada occidental.
¿Qué era ese ruido?
Entonces apareció el primer punto en su visera. Tres puntos que se alejaban del edificio en el sentido opuesto a ellos.
Y a continucación se encendieron más puntos luminosos. Decenas. Por todas partes.
El picaporte de la puerta giró. La puerta se abrió y empezaron a salir monjes con sus hábitos de color naranja y la cabeza afeitada, con una expresión de serenidad en el rostro. Se contaban por docenas. Veintenas. Centenas.
Sonaron campanas, como las campanas de la iglesia de su juventud. Se encendieron las luces que rodeaban el patio donde habían descendido desde el helicóptero.
«Oh, mierda.»
Nichols observaba mientras los Equipos 1 y 2 se dispersaban en dirección a la celda de Lane y al dormitorio donde se alojaba Cataranes.
—Contacto, contacto —dijo Jane Kim—. Los infrarrojos detectan figuras en movimiento.
—¿Cómo? —inquirió Nichols.
—Más contactos —anunció Williams—. Por todas partes.
En todos los edificios que componían el complejo religioso empezaron a abrirse puertas que bañaron de luz los patios. Por todas ellas salían cuerpos que desprendían calor.
Después sonaron las campanas. Unas campanas enormes. Campanas de monasterio. Sonaron. Sonaron. Sonaron.
Se encendieron más luces. Una claridad cegadora inundó el patio y a los monjes con los hábitos anaranjados que se congregaban en él, en silencio y con tranquilidad, con una sonrisa beatífica en los labios.
—¡Abortar! —bramó Nichols—. ¡Abortar! ¡Abortar! ¡Abortar! ¡Sacadlos de ahí!
Se volvió a la pantalla 3. Becker estaba pálido. La misión había sido un fiasco.
En la visera de Jim Iverson parpadeó un mensaje procedente del centro de mando.
ABORTAR. ABORTAR. ABORTAR.
¿Abortar? ¡Había un mar de monjes entre su pelotón y los helicópteros! ¡Estaban por todas partes! Transmitió al centro de mando su situación en un susurro preñado de furia.
—Señor —dijo Jane Kim—. Hemos localizado a Lane. Banshee 1 lo tiene en el punto de mira.
Daba igual. Tenían que abortar la misión.
—Renuncie —ordenó Nichols.
—Los Equipos 1 y 2 están bloqueados por los monjes —dijo Williams—. Siguen en modo oculto. Hay muchos civiles entre ellos y las cuerdas de los helicópteros.
—Acerquen las cuerdas hasta su posición —aseveró Nichols.
Un destello iluminó una de las pantallas.
—Oh, mierda —dijo Williams.
Nichols se volvió. La pantalla estaba llena de caras. Rostros serenos. Cabezas afeitadas. Hábitos de color naranja. Una muchedumbre apretada.
—¿Qué demonios ha sido eso?
—Un flash —respondió Williams—. Los monjes están sacando fotos.
—Complete la misión —ordenó Becker desde la pantalla.
—¿Cómo ha dicho? —inquirió Nichols.
—Estamos vendidos —dijo su jefe—. Ya no podemos hacer nada para remediarlo. Disparen a Lane, cojan a Cataranes y lárguense de allí.
Nichols se quedó atónito. ¿Completar la misión? Pero si sus órdenes eran que no los descubrieran.
Ya los habían descubierto.
«Completar la misión.»
—Abran fuego —ordenó—. Dígale al equipo 2 que se dirija a la celda de Mirlo. Vamos a completar la misión.
Kade avanzaba frenéticamente dando saltitos, dejándose llevar, con los brazos apoyados sobre los hombros de Bahn y del otro monje. Oyó un zumbido y el monje que tenía a su izquierda se estrelló contra el suelo con un golpe seco.
«Joder.»
Él también estuvo a punto de caerse, pero Bahn consiguió mantenerlo en pie. Giraron en una esquina y desaparecieron de la vista de los helicópteros. Siguieron corriendo.
—¿Adónde vamos? —gritó Kade corriendo a la pata coja.
—¡Escondite! —respondió Bahn—. ¡Escalera!
Doblaron otra esquina y la pierna sana de Kade resbaló en los adoquines mojados. Kade perdió el equilibrio y se tambaleó. Bahn se estiró para agarrarlo y evitarle la caída, pero ambos dieron con sus huesos en el suelo. Kade oyó un crujido en su interior y sintió un dolor nuevo en el costado.
«Joder.»
Bahn se levantó y ayudó a Kade a ponerse de pie.
«Dios mío, qué dolor.»
Iverson torció el gesto cuando se disparó el flash de otra cámara. Estuvo a punto de no ver el mensaje del centro de mando.
«¿Completar la misión? ¿Seguir a los objetivos? Recibido.»
La pantalla de la visera le señaló la posición de Objetivo 1 a cuarenta metros al noroeste, pero lo único que veía en esa dirección era una hilera detrás de otra de hombres calvos con hábitos anaranjados, con las manos ocultas en los puños de las túnicas y el rostro sereno, cada vez más apretados contra él. Se dio la vuelta para rodearlos, pero siempre aparecían más monjes para bloquearle el paso. Intentó apartarlos, pero una docena de cuerpos lo empujaron hacia atrás. Había otros dos SEALs justo detrás de él que se abrieron paso a codazos, pero la masa de monjes volvió a cerrarse alrededor de ellos y los empujó hacia su posición de partida. La marea de monjes actuaba como si fuera un organismo vivo que se movía y se adaptaba para bloquearles el paso en cualquier dirección.
La situación era un puto disparate. ¿Acaso no sabían que estaban armados?
—Equipo 1, tiene permiso para emplear fuego no letal. Disperse la multitud.
—Recibido.
Iverson retiró el seguro de su arma y disparó un tranquilizante a la barriga del monje que tenía delante. La figura anaranjada se derrumbó silenciosamente. Otro monje, con el semblante completamente relajado, sustituyó al instante al compañero que se había desplomado.
Iverson volvió a disparar. Cayó un cuerpo. Volvió a disparar. Otro cuerpo. Volvió a disparar. Cayó otro.
Sus compañeros de pelotón hicieron lo mismo. Los monjes caían y otros monjes daban un paso al frente para ocupar su lugar, antes incluso de que los cuerpos de sus camaradas tocaran el suelo. Los monjes situados detrás recogían los cuerpos inconscientes y se los llevaban a rastras.
Un puto delirio.
Sam se despertó con el sonido de las campanas.
No auguraba nada nuevo. Todavía no había amanecido.
Entonces oyó la voz jadeante de Vipada gritando en tailandés:
—¡Samantha! ¡Hay que esconderse! ¡Vienen helicópteros americanos!
«Oh, joder.»
Vipada entró como una exhalación en la celda, echó un vistazo alrededor y agarró a Sam de la mano.
—¡Acompáñame! ¡Te llevaré al sótano!
Sam se planteó rendirse. Entregarse. Alegar demencia.
«No.»
No estaba dispuesta a ser la responsable de la muerte de otra niña. No estaba dispuesta a participar en otro Bangkok. Tenía que haber una opción mejor.
Vipada tiró de ella.
—¡Por aquí! ¡Vamos al sótano! ¡Nos esconderemos!
Había hecho una promesa a Wats: proteger a Kade.
Sam se soltó de Vipada.
—No, Vipada. Ve tú a esconderte. Yo tengo que luchar.
—Entonces lucharé contigo —respondió la joven monja. Su voz sonó dura como el acero.
Sam la miró fijamente.
«Yo era más joven que ella cuando aprendí a luchar», se dijo Sam.
—De acuerdo. Este es el plan. Iverson disparó, disparó y disparó. Vació cargador tras cargador en aquellos hombres con los hábitos anaranjados. Sus compañeros de pelotón hicieron lo mismo. Por fin, la masa de monjes menguó. Desde las ventanas y las puertas los observaban unos cuantos, pero nadie más se acercó a ellos.
Objetivo 1 había desaparecido del punto de mira. La pantalla de la visera de Iverson mostraba la última posición conocida del objetivo y un vector de dirección. Diseminó a su equipo para abarcar las posibles rutas secundarias y él emprendió la persecución directa.
Dobló la esquina del edificio y se encontró en un espacio triangular, con la vasta sala de meditación a la derecha, las celdas de los monjes a la izquierda y la pared de piedra de la montaña enfrente. Los infrarrojos no detectaban movimiento.
Un momento. ¿Qué era eso? Un sonido. Alguien maldecía entre dientes. Iverson salió disparado, dobló la esquina y vio dos figuras que pretendían escabullirse por una puerta abierta. Ya eran suyos.
—Ni rastro de Mirlo, señor —dijo Jane Kim—. No está en su celda. El Equipo 2 se ha dispersado para explorar la zona.
Nichols maldijo para sus adentros.
—¡Posible contacto! —exclamó Kim—. ¡Detrás de los edificios!
Ahí estaba. La cámara acoplada a uno de los cascos del Equipo 2 mostraba a una mujer con el hábito de monja que huía por un pasillo.
—¡Abátanla! —espetó Nichols—. ¡No se acerquen a ella!
Ningún SEAL era un rival serio para las mejoras de cuarta generación de Sam.
Un lado de la imagen se oscureció. La cámara se volvió en esa dirección y capturó un movimiento repentino. Luego se cortó la señal.
—¡Joder! ¡Era una emboscada!
Sam se ciñó a la cintura el cuchillo que había arrebatado al SEAL y se colocó en bandolera el cinturón con las granadas aturdidoras, los explosivos y el cabrestante motorizado. El fusil de asalto estaba bloqueado biométricamente para que solo pudiera utilizarlo el SEAL, así que no le servía para nada. Se volvió hacia Vipada.
—¿Estás lista?
La chica asintió, con los ojos como platos.
Sam formó un escalón con los dedos entrelazados, Vipada puso un pie encima de ellos y Sam la levantó hacia el tejado. La monja tanteó la superficie buscando un asidero hasta que lo encontró. Sam se agachó para coger impulso y de un salto se colocó junto a Vipada. Las tejas a las que se aferraban estaban húmedas y resbaladizas.
Sam levantó la mirada hacia el cielo encapotado. Tal como había esperado, este lado del tejado, inclinado hacia la pared de la montaña, quedaba fuera de la vista de los helicópteros. Se deslizó tumbada lentamente para alcanzar la parte superior del tejado. Tenía que averiguar qué estaba pasando en el otro lado.
Kade gruñía de dolor mientras Bahn lo conducía medio a rastras por el sendero que separaba la sala de meditación de la pared rocosa de la montaña. Llegaron a algún sitio. Una puerta de madera maciza. Bahn sacó las llaves sin soltar a Kade, se peleó con la cerradura y consiguió abrirla. Al otro lado de la puerta había una escalera de piedra que descendía hasta desaparecer en la oscuridad.
Pffft pffft clic.
Kade oyó disparos. Bahn cayó de frente. Kade intentó agarrarlo antes de que cayera, pero no lo consiguió, y el joven monje se precipitó escalera abajo. Sonaron dos golpes sordos y un espantoso crujido final.
Kade se volvió. Un soldado armado hasta los dientes estaba apuntándolo con un fusil.
No tenía escapatoria. Se apartó de la jamba de la puerta y se dejó caer de espaldas hacia la escalera, con la esperanza de sobrevivir a la caída y de encontrar la manera de esconderse allí abajo.
Sin embargo, el soldado estiró el brazo, asió a Kade y lo lanzó al otro lado del sendero, contra la pared de la montaña. Su cabeza y su cuerpo golpearon violentamente la dura superficie rocosa. Se le nubló la visión y empezó a ver estrellas bailando alrededor. Un dolor agudo se cebó en su estómago. La pierna maltrecha se plegó debajo de su cuerpo.
Kade activó el programa Bruce Lee.
Los objetivos aparecieron marcados en su campo visual.
Descargó su pierna sana en la rodilla del soldado, pero el fornido SEAL le apresó el pie y se lo retorció, y Kade se estampó de morros contra el suelo. El programa informático apoyó las manos de Kade en el suelo para hacer la posición de plancha y volvió a atacar con el pie. El soldado hincó la rodilla en los riñones de Kade. Bruce Lee probó entonces a propinar un golpe seco con la mano extendida en la garganta del SEAL, pero el soldado lo esquivó sin aflojar la pierna encima de Kade, y pese a los forcejeos del chico, consiguió agarrarle una mano y esposarla. Bruce Lee intentó levantar las caderas del suelo para generar el espacio necesario para darse la vuelta, pero el soldado pesaba demasiado. Entonces vio el cuchillo enfundado en el cinturón de su adversario, alargó el brazo y cerró la mano libre alrededor de la empuñadura. Pero el soldado aferró con fuerza la muñeca de Kade y se la retorció dolorosamente para esposarle también esa mano.
Kade forcejeó y el soldado le dio un manotazo en la cabeza que estampó la cara de Kade contra las piedras mojadas del camino. Kade notó que se le partía la nariz y la sangre empezaba a manar de ella a borbotones. Se le volvió a nublar la visión y las estrellas reaparecieron alrededor. Cuando volvió en sí, descubrió que tenía las piernas atadas. El soldado gritó algo por la radio, se echó a Kade al hombro y empezó a correr.
—¡Tenemos a Objetivo 1! —exclamó Williams—. Iverson está regresando al Banshee 1. Su equipo está replegándose en torno a él.
—Excelente —dijo Nichols.
Becker esbozó una leve sonrisa en la pantalla 3.
—¿Y Mirlo? —preguntó Nichols.
—El resto del Equipo 2 acaba de llegar a la posición de nuestro hombre herido. Todavía respira. No hay ni rastro de Mirlo.
Nichols torció el gesto.
«¿Dónde estás, Sam? ¿Dónde estás? No nos obligues a hacerte daño.»
«Y no hagas daño a demasiados de los nuestros.»
Sam permaneció inmóvil como una estatua encima del tejado. Oía al equipo debajo, buscándola. Al parecer, de momento las tejas húmedas la protegían de los infrarrojos. Vipada se aferraba a las tejas resbaladizas a su lado. Vio que Sam se volvía hacia ella y le sonreía. Aquella chica era de admirar.
El patio estaba sembrado de monjes inconscientes. Los cuerpos se contaban por docenas. Al menos cincuenta o sesenta monjes yacían sobre los fríos adoquines mojados. Dos manchas en el cielo tendían sendas cuerdas que llegaban hasta la superficie del patio. Un Navy SEAL custodiaba cada una de ellas.
Un movimiento cerca de los dormitorios de los monjes captó su atención. Aparecieron cuatro SEALs a la carrera. Uno de ellos cargaba algo sobre el hombro. Un cuerpo larguirucho en calzoncillos y con vendajes. Kade. Los soldados llegaron a la cuerda que pendía del helicóptero más cercano. El SEAL que portaba a Kade acopló su cabrestante a la cuerda e inició la ascensión.
«Podría dejarles que capturaran a Kade…», pensó Sam.
No. Esa sería la solución cobarde.
Examinó a los soldados. Cuatro como mínimo. Quizá había más en el helicóptero. Armados. Con mejoras implantadas. Norteamericanos.
Hacían un trabajo muy parecido al suyo. ¿Podría con ellos?
Sí, si su vida dependía de ello.
Esperó a que dos de los SEALs hubieran subido al helicóptero y se deslizó por el tejado, saltó al patio, aterrizó dando una voltereta, se levantó y echó a correr.
El último SEAL que quedaba en tierra se había colgado el fusil del hombro y sujetaba la cuerda con ambas manos, apretó el botón del cabrestante y, justo cuando empezaba a ascender, vio que Sam se le echaba encima.
Sam oyó gritos a su espalda. El otro equipo de asalto había regresado al patio y apenas los separaban diez metros. Las balas tranquilizadoras rebotaron en el suelo muy cerca de sus pies.
El último SEAL llegó arriba y se metió en el helicóptero donde tenían a Kade. Sam puso la directa hacia la cuerda, acopló el cabrestante con una mano sin dejar de correr y apretó el botón para ponerlo en marcha con el dedo pulgar. El dispositivo inició la ascensión con ella colgada de un brazo, a pesar de que oscilaba en el aire como un péndulo. Arrancó una granada aturdidora del cinturón que le había robado al SEAL y sintió el cilindro pesado y frío en la palma de la mano.
De repente apareció un SEAL encima de ella que la apuntó con su fusil. Sam se impulsó con todas sus fuerzas para cambiar la dirección del movimiento pendular y los disparos del SEAL cortaron el aire del espacio que acababa de abandonar.
Sam arrojó entonces la granada hacia el interior del helicóptero. El SEAL se escondió dentro del aparato. La granada trazó velozmente un arco en el aire, golpeó el borde del hueco de la puerta abierta del Banshee y explotó con un estruendo ensordecedor.
El cabrestante emitía un zumbido mientras elevaba a Sam por la cuerda directamente al helicóptero.
—¡Señor, tenemos a Mirlo! ¡Está atacando el Banshee 1! ¡Está ascendiendo por la cuerda!
—Comuníquese con el helicóptero —dijo Becker desde la pantalla—. Déjenla subir al Banshee 1 y que la reduzcan durante el viaje de vuelta al Boca Ratón.
—Recibido.
—Ordene también que el Equipo 2 suba al Banshee 2. Ya tenemos lo que habíamos ido a buscar.