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Bonus tracks

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BONUS TRACKS

[1] DEFINICIONES: Una definición única de la globalización, válida para todo el mundo, no existe por la sencilla razón de que se tienen muchas ideas distintas sobre lo que es, exactamente, la globalización. No es una cuestión de impotencia lingüística: es que verdaderamente entendemos cosas distintas. No es que todos estemos mirando el mismo caballo, pero luego lo llamamos con nombres distintos: es que cada uno está mirando un caballo distinto, pero luego todos llamamos con el mismo nombre lo que vemos. Por ejemplo: hay quien piensa que la globalización acaece cada día y hay quien está seguro de que no existe, es sólo un eslogan publicitario utilizado para vender un nuevo orden mundial. No son diferencias irrelevantes. Y, sin embargo, todos utilizan la misma palabra, pero evidentemente para designar cosas distintas. Es obvio que después, cuando se trata de juzgar o de tomar una postura, a favor o en contra, se dé un caos babélico: ¿a favor o en contra de qué?

A mí me bastaría con comprender tan sólo, por ejemplo, si la globalización es un fenómeno como la Revolución industrial o como la Ilustración. Me explico: ¿es una revolución económica destinada a cambiar el cerebro del hombre o una revolución del cerebro del hombre destinada a cambiar el mundo económico?

(Tal vez la dificultad de encontrar una definición unánime de la globalización es hija también de una crisis histórica del fenómeno de la definición en sí mismo. Me pregunto si no se habrá acabado ya el tiempo en que era posible dar definiciones.

Por ejemplo, una cosa que me choca es la siguiente: las cosas ya no son lo que son, sino lo que generan. Me explico. Si alguien os pregunta la definición del calor, podréis decir: 1) Es un estado de temperatura muy elevado; 2) Es un fenómeno que provoca el sudor y que hace que los helados se deshagan y, a la larga, hasta los casquetes polares. En general, hoy en día, se prefiere la segunda definición a la primera: la impresión es que la primera es completamente inútil, mientras que la segunda nos dice lo que nos es útil saber. Esta actitud —evidentemente dictada por el modo de pensar de los medios de comunicación— acaba por aplicarse un poco a todas las cosas: como fenómeno colectivo, el saber ha dejado de ser la ciencia de los fundamentos y se ha convertido en la ciencia de los efectos. Fijaos en los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas. Lo que sabemos de aquellos aviones es bastante poco. No sabemos, ni sabremos nunca, un montón de detalles. Ni siquiera sabemos todavía, con certeza, quién los envió a destruir el corazón de Manhattan, y el porqué. No se trata de nimiedades: se trata de todo, se trata de lo que eran aquellos aviones. Se trata de su definición. En otros tiempos, habríamos acabado concluyendo que no sabemos qué eran aquellos aviones. Pero dado que, a cambio, conocemos un montón de cosas sobre los efectos de aquellos aviones, la impresión difundida es que sobre ese asunto lo sabemos casi todo. La definición de aquellos aviones se ha convertido en la lista de las cosas que sabemos sobre los efectos que generaron: desde las caídas de la Bolsa a los bombardeos, a la crisis de las compañías aéreas, a la derrota del régimen talibán, al incremento de las ventas de refugios antiatómicos, etcétera. Sabemos realmente tanto de esas cosas que ya ni siquiera nos acordamos de nuestra radical ignorancia sobre lo que dio origen a todo eso: no nos molesta pensar que todo nuestro saber se apoya sobre un globo de ignorancia.

Según una lógica que tendría que sonar paradójica, no saber quién es el asesino nos asusta poco: lo importante es saber todo sobre el muerto.

El debate sobre la globalización, cuando salió de las universidades para discurrir en los medios de comunicación, fue rápidamente ajustado a un parecido absurdo metodológico. Se discute mucho sobre los efectos de la globalización y poquísimo sobre lo que es. Casi todo el mundo es capaz de tomar una postura a favor o en contra de la globalización, pero muy pocos saben lo que es. Un fenómeno absurdo en sí mismo, pero que en poco tiempo se ha convertido en algo lógico, el tiempo en que ha decaído el gusto de dar definiciones. No existe una definición de la globalización porque ya no existen las definiciones). <<

[2] EJEMPLOS: Entre los ejemplos que quedaron fuera de esta miniselección, había uno que no estaba nada mal. El aeropuerto de Berlín. Lo explico como a mí me lo explicaron. En el aeropuerto de Berlín, desde la puesta de sol hasta el amanecer, el tráfico aéreo está controlado desde California: así nadie trabaja de noche y no hay que pagar horas extraordinarias. Lo comprobé: es cierto. En efecto, la sublime astucia de algún ejecutivo fue capaz de concebir una abstracción de este tipo. Como ejemplo de globalización es fascinante, porque es maravillosamente exacto: alude a una tecnología capaz de anular la variable del espacio, de forma que puede dominarse mejor la variable del tiempo. Un planeta compacto y unitario disparado como un proyectil indestructible hacia la incógnita del futuro.

(Queda por aclarar por qué razón los otros cientos de aeropuertos repartidos por todo el mundo NO han adoptado una solución de este tipo). <<

[3] CÁNDIDO Preguntarse si las cosas son ciertas antes de preguntarse qué pensamos sobre ellas es un ejercicio que suena incluso ingenuo, de tan pasado de moda como está. La verdad de los hechos ha sido obligada a retroceder hasta la misma función que la masa de carne desempeña en la hamburguesa americana: tendría que ser el corazón y el sentido de la misma, pero se ha convertido en poco más que una excusa insignificante; casi por completo carente de sabor, justifica sin embargo todo el resto (salsas, ingredientes y, por derivación, el rito mismo de esa forma de comer, infantil, con las manos). No hay nadie que se queje nunca del hecho de que la carne no esté buena. Por otra parte, nadie espera que esté buena. Nadie espera que la verdad de los hechos sea algo más que lo que suena verosímil, o, al menos, lo que suena bien. Para seguir con la globalización: intentad pensar en cuántos artículos habéis leído en los que se analizaban, por ejemplo, las fábricas de Nike donde los niños cosen balones o hacen zapatillas. Muchos, ¿verdad? Y ahora intentad pensar cuántos artículos habéis leído escritos por alguien que, verdaderamente, ha estado en esas fábricas y os explica lo que ha visto (no lo que le han dicho, sino lo que ha visto). Pocos, ¿verdad? A lo mejor, ni uno. No quiero decir que se trate de algo falso (es trágicamente cierto), quiero decir que nuestra preocupación por comprobar si es cierto, y cómo, y cuándo, y por qué, es absurdamente mínima. Nos lo tragamos todo, en una orgía de informalidad que ya no desconcierta a nadie (por ejemplo, la expresión «fábricas de Nike» es incorrecta: Nike no posee ningún establecimiento, y en ello, verdaderamente, representa un revolucionario modelo de hacer negocios hoy en día muy imitado y muy menospreciado). El virus contagia incluso a los mejores. Escuchad este ataque de un artículo de Kapuscinski, aparecido en La Repubblica, en el mes de noviembre: «En el decenio de los años sesenta, comparando el nivel de vida de las personas más acomodadas con el de las más pobres, se observaba que las personas más pobres vivían treinta veces peor que las ricas. A finales de los años noventa, los más pobres vivían ochenta y dos veces peor que los ricos. Las diferencias entre ricos y pobres se amplían sin descanso». Es el típico pasaje que se te queda en la cabeza y sirve luego como base para miles de reflexiones y discusiones y peleas. Es el típico pasaje que nos hemos acostumbrado a «tomar como verdad», sin la más mínima resistencia. Dice lo que esperamos oír, lo dice con números (es tranquilizador) y lo dice con la certificación de un firma de prestigio (Kapuscinski). En realidad, releído con atención, resulta que todo está aún por comprender. ¿Qué quiere decir «vivir peor»? ¿Es sólo una cuestión de dinero o también de espacios, servicios, motivaciones, salud, esperanza de vida, paz, felicidad? ¿Cómo han hecho para medirlo? ¿Y quiénes son los «más acomodados»? ¿Bill Gates, un número uno? En tal caso, ¿qué sentido tiene establecer que la distancia entre él y un parado mexicano es tres veces superior a lo que era, hace treinta años, la distancia entre el jeque más rico y el padre de aquel parado mexicano? ¿Quiere decir algo? ¿Y quiénes son los «menos favorecidos»? ¿Estamos hablando de africanos (en cuyo caso, esa estadística demostraría la creciente distancia de Occidente respecto al Tercer Mundo) o de los pobres de Occidente (en cuyo caso describiría otra cosa distinta)? Y ese «ochenta y dos veces peor», ¿no suena un poco raro? No es ochenta y uno u ochenta y tres: exactamente ochenta y dos. ¿No es un poco ridículo? Teniendo en cuenta el hecho de que se está hablando de una tragedia, ¿no es un poco ridículo?

En fin, era sólo un ejemplo. Pero podría poner centenares. Estoy pensando en este hermosísimo párrafo de un acreditado libro sobre la globalización. Escuchad: «Se ha argumentado a menudo que en los países más pobres las inversiones extranjeras favorecerían un aumento de los salarios, pero una investigación del Boston Globe sobre la conducta de las grandes empresas americanas en el extranjero ha demostrado que “lejos de aumentar el nivel de vida, dichas empresas parecen adoptar en general pagas que no superan el salario mínimo existente en el lugar”». Una investigación del Boston Globe (con todo el respeto, pero no es precisamente la ONU; y, además, ¿de qué estamos hablando, una investigación, un cambio de impresiones?, y ¿quién la ha realizado, quién era el periodista, era un periodista?) ha demostrado (¿ha demostrado?, es una expresión algo fuerte, ¿no?) que las grandes empresas americanas (¿cómo de grandes?, ¿estamos hablando de dos, tres empresas, o de cien?) parecen adoptar en general (¡venga ya!, han demostrado que parecen, pero ¿qué quiere decir? O han demostrado que son o no han demostrado nada de nada, como mucho pueden airear hipótesis; por no hablar de eso de «en general», ¿qué quiere decir «en general»?, son asuntos importantes, no puedes decir que «en general» las grandes empresas americanas [?] explotan a la gente, no puedes decirlo).

Pues bueno. Tan sólo quería hacer patente hasta qué punto se ha convertido en inusual la costumbre de preguntarse: pero ¿es cierto?

Sin esta falta de costumbre, ¿se habría colado alguna vez la palabra globalización? <<

[4] COCA-COLA: Dos notas curiosas sobre el imperio de Coca-Cola. Primera. La Fanta se inventó en Italia, lo hicieron los italianos. La bebida, el nombre, todo. Luego se convirtió en un producto mundial. Segunda. En Japón, Coca-Cola hace negocios de oro con un producto que, en la práctica, sólo beben allí, una especie de café, aromatizado con alguna cosa.

Basta con esto para poder decir que uno se imagina el extraordinario poder de una empresa que impone un gusto y un producto a todo un planeta, haciendo que todo el mundo sea americano, pero luego resulta que las cosas son más complicadas. No necesariamente menos preocupantes, sino sin duda alguna más complicadas. <<

[5] ESTADÍSTICAS: Me ha señalado un lector que esa estadística sobre la India no hay que tomarla de ese modo, a ciegas, sino que debe ser interpretada. En el sentido, dice él, de que gran parte de los indios no tienen la posibilidad de beber Coca-Cola: si se tiene en cuenta sólo a los que podrían hacerlo, el porcentaje de los que lo hacen sería mucho más alto. De lo que se derivaría una presencia de Coca-Cola algo más que marginal. A mí me parece que es como decir que el béisbol es un deporte popular en Italia porque el ochenta por ciento de los que saben jugar lo practican con regularidad. En resumen, saber que la Coca-Cola está muy extendida entre una élite de indios más ricos y más informados no me parece un dato muy significativo si, luego, esa élite representa una parte mínima del país. Y aunque fuera la parte con más poder (algo que habría que comprobar), no me parece que las cosas cambiaran mucho: evidentemente, no tiene bastante con ello para imponer u ofrecer la disponibilidad de su propio estatus simbólico. <<

[6] AUTOMÓVILES: Estaba pensando en este bonito ejemplo: cuando un ciudadano estadounidense compra por diez mil dólares un Pontiac Le Mans de General Motors, tres mil dólares van a Corea del Sur para los trabajos mecánicos y para las operaciones de ensamblaje, mil setecientos cincuenta van al Japón para componentes de alta tecnología, setecientos cincuenta a Alemania para el diseño y para el proyecto de las partes mecánicas, cuatro mil a Taiwan, Singapur y Japón para los pequeños componentes, doscientos cincuenta al Reino Unido para publicidad y servicios comerciales, y otros cincuenta a Irlanda y a Barbados para la elaboración de cálculos con ordenador. Es un cómputo elaborado hace unos diez años por Robert B. Reich: lo encontraréis mencionado en Contra el capital global de Jeremy Brecher y Tim Costello (Editorial Feltrinelli: ¡¡¡¡CONFLICTO DE INTERESES!!!!). Estaba pensando en este ejemplo y me pregunté si se podía intentar hacer algo parecido con un FIAT. La respuesta es no. Me refiero a que remontarse a las fuentes como hizo Reich es un enorme trabajo y por tanto hay que fiarse de lo que afirma FIAT. Y lo que dice FIAT es que sus coches han sido fabricados en Italia. No es que sean muy transparentes, tienen mucho miedo a admitir cualquier clase de debilidad globalizadora, y hay ciertas cosas sobre las que pasan de puntillas. Pero al final el concepto está claro y parece fundamentado: los establecimientos en el extranjero fabrican coches para el mercado externo. Los que se compran en Italia están hechos en Italia. ¿Hasta los faros? Sí. ¿Hasta los circuitos electrónicos? Pues claro, esencialmente sí, a lo mejor hay alguna cosa que hacemos en Europa… ¿Qué cosa? No, nada, no son cosas esenciales. ¿Y el diseño? Todo en Italia. ¿Y la publicidad? Italia, Italia. ¿Y los cálculos con ordenador? Mire, los coches que se venden en Italia los hacemos en Italia. Más o menos el diálogo fue así. Salí de allí con la idea de que a lo mejor no todo mi FIAT ha sido fabricado exactamente en Italia, pero de ahí a la idea de una producción globalizada hay un buen trecho. <<

[7] VONNEGUT: La bomba atómica de Hiroshima fue lanzada el 6 de agosto de 1945. Tres días después, los americanos bombardearon Nagasaki. Sobre este asunto, Kurt Vonnegut, uno de los pocos pacifistas verdaderos que todavía están en circulación, escribió en cierta ocasión unas líneas de pura ferocidad. Escuchad esto: «En el segundo capítulo de este espléndido libro mío, hago referencia a la conmemoración en la capilla de la Universidad de Chicago del quinto aniversario del bombardeo atómico de Hiroshima. En aquella época dije que tenía que respetar la opinión de mi amigo William Styron, para quien la bomba de Hiroshima le había salvado la vida. Cuando aquel artefacto fue lanzado, Styron era un marine de los Estados Unidos y estaba entrenándose para la invasión de Japón. Tuve que añadir, de todos modos, que conocía una palabra que demostraba hasta qué punto nuestro gobierno democrático era capaz de cometer homicidios obscenos, alegremente atroces y racistas, de personas inermes, hombres, mujeres, niños, homicidios carentes por completo hasta de utilidad militar. Pronuncié esa palabra. Era una palabra extranjera: Nagasaki».

El «espléndido libro» al que alude Vonnegut se titula Cronosisma y es, posiblemente, una obra de arte. Tiene uno de los mejores principios que conozco:

«En 1952, Ernest Hemingway publicó en Life un largo relato titulado “El viejo y el mar”. Hablaba de un pescador cubano que no había pescado nada durante ochenta días seguidos. El cubano pescó un pez enorme. Lo mató y lo ató a uno de los lados de la barquichuela. Sin embargo, antes de que consiguiera volver a tierra, los tiburones devoraron toda la carne del esqueleto. Cuando aquel relato se publicó, yo vivía en el Barnstable Village, en Cape Cod. Pregunté a un vecino mío pescador qué pensaba al respecto. Respondió que, en su opinión, el protagonista era un imbécil. Habría tenido que cortar los mejores pedazos y colocarlos en el fondo de la barca, dejando a los tiburones el resto de la carcasa».

Como decía Vonnegut, es uno de los pocos pacifistas verdaderos que están en circulación. En el ejercicio (hoy poco frecuente) de ridiculizar a los militares no tiene rivales. En Cronosisma hay un pasaje dedicado a los trajes de camuflaje de los americanos. Escrito en 1997, pero sigue siendo actual.

«Trout opinaba que, a diferencia de otras guerras, la nuestra sobreviviría para siempre en el mundo del espectáculo gracias a los uniformes de los nazis. Se mofó de los trajes de camuflaje que llevan hoy en día nuestros generales delante de las cámaras de televisión, cuando describen cómo hemos dado por el saco a algún país del Tercer Mundo a causa del petróleo. “No logro imaginarme”, dijo, “ningún lugar del mundo donde esos ridículos pijamas puedan hacer menos visible a un soldado. Evidentemente, estamos preparándonos”, añadió, “para combatir la Tercera Guerra Mundial en medio de una descomunal ensaladilla rusa”». <<

[8] NUEVA ECONOMÍA: Del modo más evidente, esto se ha llevado a cabo en la aventura de la Nueva Economía. Grandes capitales, pero también pequeños ahorros, han acabado apostando por un futuro que era poco más que una hipótesis: no obstante, tratándose de un elevado número de individuos, ese futuro empezó a ser un proyecto impulsado por ingentes recursos humanos y económicos: de pura hipótesis, empezó a convertirse en un escenario verosímil. En ese momento se hizo interesante incluso para un sector de inversores más prudentes. Llegó más dinero, y la parte del Occidente rico comprometido en apostar por ese futuro se ha ido ampliando ulteriormente. Y allí, de escenario verosímil, ha pasado a ser escenario casi obligado.

(Lo que ha pasado, sin embargo, es que, curiosamente, la gente no se identificaba con los sueños de aquellos inversores. Posiblemente, hasta le habría gustado hacerlo, como hipótesis, pero debe de haber comprendido que la tecnología, o las reglas, o quién sabe qué, no estaban todavía a la altura de un sueño como aquél: es difícil creer verdaderamente en un mundo que vive on line cuando descubres que ni siquiera han conseguido ponerse de acuerdo todavía sobre qué tipo de conexión eléctrica hay que utilizar. Lo que se ha comprendido es que los tiempos de esa operación estaban destinados a prolongarse indefinidamente. Pero muchos de los inversores no tenían todo ese tiempo para esperar. Empezó la gran fuga y, ahora que se ha detenido, están ahí, contando qué es lo que ha quedado para comprender qué puede suceder). <<

[9] TORRES GEMELAS: Ya. El 11 de septiembre. Con cierta lógica, han sido muchos los que han dicho que la globalización murió allí. E, indudablemente, un mundo al que ha vuelto la guerra, en que los mercados financieros están contra las cuerdas y la gente tiene miedo de subirse a un avión no es el mejor escenario para imaginarse felices perspectivas globalizadoras. Es decir, hablando en plata: es la negación de cualquier clase de proyecto de este tipo. Por ello, la globalización ha sido hibernada, por decirlo de algún modo, a la espera de tiempos mejores. Se ha ido evadiendo de los medios de comunicación y de los debates. Si todavía existe, lo hace principalmente de manera silenciosa, curándose las heridas.

Dicho esto, hay cosas con posterioridad al 11 de septiembre que dan que pensar. Por ejemplo, políticamente nunca se había visto un mundo tan globalizado: tomando partido, casi unánimemente, por los Estados Unidos. ¿Ha habido nunca una guerra en que se haya formado una alianza tan vasta? Puede ser que la gente tenga miedo de subirse a un avión, pero simultáneamente está haciendo pruebas para pertenecer a un enorme país global, que se mantiene unido por un único enemigo y por la defensa de los valores fundamentales de la convivencia civil. No está nada mal como entrenamiento para la globalización. Los desperfectos técnicos se reparan, pero la creación de una conciencia colectiva permanece. No es absurdo pensar que, a largo plazo, el 11 de septiembre se revele más como un preciosísimo aglutinante que como una herida disgregadora. En aquellos días, la gente aprendió lo que significa ser ciudadanos del mundo: sin ese sentimiento particular, ninguna globalización sería realmente posible. Sentimientos de esta clase se forman en la conciencia colectiva con una lentitud de mutación genética: el 11 de septiembre obtuvo en pocos días lo que años de paciente propaganda nunca hubieran pensado obtener. Fueron necesarios decenios para hacernos sentir, por lo menos un poco, europeos. En pocos días, ya todos éramos americanos.

Y luego está la cuestión de la guerra. Pensad en esto: no hay globalización sin paz. Y luego pensad en esto: ¿cuál es la más grande industria del mundo, la que hace circular la masa más grande de dinero? La industria del armamento. Y ahora pensad: ¿podía pasar sin problemas un proyecto de enriquecimiento colectivo que dejara de lado precisamente a los más ricos? Difícil. Y, en efecto, una de las grandes dificultades, que no se han dicho, de la globalización es pasar cuentas con ese problema. Ahora bien: la evolución del 11 de septiembre ha enfocado un modelo de solución posible. Final de las guerras tradicionales (la globalización no las consiente) e inicio de una nueva guerra, interna, crónica, inevitable: la guerra contra el terrorismo. A falta de fronteras con eventuales enemigos, el gran gólem descubre una especie de frontera interior, una primera línea que le discurre por dentro y que está en todas partes, invisible, pero ferozmente real. Es un escenario de ciencia ficción, pero se está convirtiendo en algo de horrorosa actualidad. La guerra cambia de cara (y, en efecto, cuesta encontrarle un nombre: el único que se ha encontrado es ese penoso de «la nueva guerra»), pero simultáneamente entra en el tejido de la vida civil con una injerencia impensable. No han pasado más que unos meses y ya las noticias del frente se han convertido en una constante de nuestro paisaje, al lado de la información meteorológica o la sección de sucesos. Es un modelo de guerra en tiempos de paz. Es el modelo de una existencia posible: un mundo que vive en paz sin renunciar por ello a la guerra.

No digo, obviamente, que éste fuera el objetivo del 11 de septiembre. Digo que el 11 de septiembre ha originado este tipo de respuesta, y que esta respuesta dibuja un escenario que sugiere la posibilidad de una convivencia entre la paz y la guerra, y que precisamente este escenario sería, bien pensado, el terreno ideal para una globalización. Todo esto, para preguntarnos: veamos, ¿el 11 de septiembre murió la globalización o empezó en serio a hacerse real? <<

[10] ¿RIQUEZA?: Que la globalización produzca modernidad y paz es algo sobre lo que, en general, todos están de acuerdo. Que produzca riqueza, esto ya no es tan seguro. Podría ser el cuento del siglo. Podría ser cierto. Es un debate para economistas, por lo que resulta difícil orientarse. Sólo puedo apuntar la que parece la opinión más equilibrada: la globalización, en efecto, produce riqueza, pero tiende a distribuirla mal; es decir, el dinero nuevo acaba, en gran parte, en los bolsillos de los ricos y, en una mínima parte, en los de los pobres. Antes de extraer una moraleja, tal vez es necesario anotar otra cosa: para los pobres del planeta, incluso un pequeñísimo incremento de sus rentas puede representar una enormidad. Para millones de personas, un dólar de más al día quiere decir pasar de la muerte a la supervivencia. Esto hace que la responsabilidad objetiva de los ricos sea escalofriante, pero también nos invita a no infravalorar los efectos benéficos que un desarrollo, si bien tortuoso, desequilibrado, inicuo, puede tener sobre la habitabilidad del planeta. <<

[11] CONTRATISTAS: ¿Está el rótulo de Levi’s en las fábricas que producen los pantalones tejanos en Indonesia? No. ¿Son fábricas de Levi’s? No. Utilizando las palabras de Naomi Klein (en su mítico No logo), los que en Estados Unidos eran puestos de trabajo han sido reemplazados por algo completamente distinto, por «pedidos que se envían a un contratista, que a su vez puede traspasar a otros diez, quienes […] pueden también pasar una porción de los subcontratos a una red de obreros independientes que hacen los trabajos en sótanos o en sus domicilios». Al final de esta cadena, es lógico imaginarse a alguien trabajando verdaderamente por una suma escandalosa, en condiciones escandalosas, y con una escandalosa falta de derechos. Pero también es cierto que cada anillo de esa cadena toma su parte, y que la cifra inicial acaba hecha jirones, por el camino, poco a poco.

En otras palabras, ya no es posible decir tout court que Levi’s explota a los trabajadores: sería correcto decir, en todo caso, que cierta política de Levi’s contribuye a montar un sistema de producción en el que las posibilidades de llegar a la explotación del trabajo de alguien son reales, después de que hubieran sido neutralizadas en el mundo occidental con la moderna legislación sobre el trabajo. <<

[12] ZAPATILLAS: Para entendernos mejor, podríais intentar un jueguecito. Deberéis tener un poco de paciencia y escuchar una pequeña historia.

Cuando yo era pequeño (estamos hablando de finales de los años sesenta), había un día en que se iba a comprar las zapatillas de deporte. La tienda a la que se iba era la misma tienda en la que se compraban las chanclas o los zapatos de vestir, lo único era que en una esquina había la minúscula sección de las zapatillas de deporte. Generalmente, estaba apartada; en todo caso, lejos de los escaparates. Era muy pequeña. Estaba en el resto de la tienda como la hora del recreo en un día de colegio de curas. En aquellos tiempos, si uno tenía que comprarse unas zapatillas de deporte, la elección se limitaba prácticamente entre Superga beige o Superga azules. Es decir, lo que pasaba en mi familia era esto. En realidad, al menos teóricamente, existían otras posibilidades. Los más pijos y/o ricos compraban las míticas Adidas, con tres listas al lado, suela perfilada, refuerzos delante y atrás. Existían tres o cuatro modelos: recuerdo que a mí me volvían loco unas que se llamaban Rom. Adidas Rom. ¿O era Room? No lo sé. De todos modos, me volvían loco. Todavía más elitistas eran las Puma, que muy pocos tenían, y que eran contempladas con gran respeto, pero también con un si es no es de desconfianza (estaban consideradas las rivales de Adidas, y esto no hablaba a su favor). Finalmente, estaban las All Star, pero verdaderamente eran escasísimas: llamaba la atención el hecho de que las hubiera incluso rojas, pero esencialmente eran consideradas cosa de tontos, era dificilísimo encontrarlas, y en la práctica las tenían tan sólo los que jugaban al baloncesto. Por debajo de este Olimpo, estaba el indistinto mar de los saldos. Eran zapatillas con nombres ingeniosos, tipo Tall Star, Luma, Addas. Lo intentaban. Sin pudor, lucían las míticas listas en los lados: lo único es que eran cuatro, o dos. Eran baratas, y las vendían en el mercadillo. Comprar las zapatillas en el mercadillo era raro, porque te veías a ti mismo en calcetines en mitad de la calle.

En resumen, que si uno tenía que comprarse unas zapatillas deportivas, en aquel tiempo la elección, siendo generosos, se limitaba a siete u ocho modelos. Hay que recordar también que las zapatillas deportivas uno se las ponía cuando iba a hacer deporte, y en ninguna otra ocasión (¿para qué estropearlas?). Para casa estaban las pantuflas, y para caminar había otras cosas. No recuerdo haber visto nunca a mi padre con zapatillas de deporte (y, lo juro, era un tipo bastante deportivo: yo lo encontraba muy parecido a Kennedy, aparte de lo de Dallas y de Marilyn). No recuerdo tampoco haber visto nunca a un ídolo mío del deporte lucir las mismas zapatillas que yo llevaba en los pies: eran dos universos separados, y no me imaginaba siquiera que podían comunicarse. Añado un detalle sobrecogedor. Cuando te comprabas las zapatillas de deporte, la señora de la tienda te regalaba una pelotita de goma. Lo sobrecogedor es que aquello era un acontecimiento, era algo que recordabas durante semanas, era algo que explicabas. Aquél era un mundo en que si el tendero te regalaba una pelota de goma, tú ibas explicándolo por ahí. Y otra cosa más. También sobrecogedora. Me acuerdo de que, como todo el mundo tenía unas Superga, y por tanto todo el mundo iba por el gimnasio con las mismas zapatillas, hasta el punto de que parecíamos chinos, aparte de dos o tres privilegiados con sus Adidas o sus Puma, pero eran pocos, los otros iban todos igual; en fin, me acuerdo de que algunos de nosotros, los más originales, un poco rebeldes, los que eran un poco más despiertos, no tragaban eso de que todos fuéramos igual, y entonces, para intentar ser distintos, para derrotar la monocultura de la zapatilla, decidían rebelarse, y lo que hacían era precisamente esto: dibujar algo con bolígrafo en sus Superga. A lo mejor una breve inscripción. O corazoncitos, flores, cosas así. Aquél era un mundo en el que, para inventarte tus zapatillas, lo que podías hacer era dibujártelas con el bolígrafo.

Bien. Y ahora un buen salto en la máquina del tiempo. Imaginaos que tenéis un hijo de unos doce años y que lo lleváis a comprar las zapatillas de deporte. Enero de 2002. No hace falta que yo os la cuente. Podéis perfectamente reconstruir la escena vosotros solos. Pero contempladla bien, miradla en su totalidad. El tipo de tienda, las caras de los dependientes, la música que hay, los colores, los carteles de las paredes, los rótulos en inglés, las cosas que no son zapatillas y que no obstante venden allí mismo, la sonrisa de Michael Jordan, o de Ronaldo, o de Baggio, o de la Kournikova, los cientos de zapatillas que están expuestas en las paredes, las decenas de ideas distintas de zapatillas que están colgadas allí, la presencia confortante de las medias tallas (36 y medio, por fin), el asiento en que vuestro hijo se sienta para probarse las zapatillas, el espejo en que se mira, los calcetines adicionales que también hay que comprar porque están colgados en la caja registradora y él los quiere, la caja donde meten las zapatillas nuevas, la bolsa, la cara de vuestro hijo que sale de allí con sus zapatillas nuevas. Ya que estáis puestos, echad también una ojeada a vuestros pies. Probablemente esto: zapatillas deportivas. Sois un padre (o una madre) con zapatillas de deporte. Mi padre era Kennedy, pero no era así.

Y, ahora, un buen ejercicio: adelante y atrás, con la máquina del tiempo, entre el niño con la pelota de goma y el de 2002. Adelante y atrás. Unas cuantas veces. Final del ejercicio. Conectar el cerebro. Pensar.

Pregunta: ¿qué nexo hay entre lo que tenéis en la cabeza en este momento y vuestro desprecio por el consumismo, vuestro desdén por las fábricas en que esas zapatillas han sido producidas, y vuestra alergia a las marcas?

Suerte. <<

[13] Y SIN EMBARGO: Y, sin embargo, parece que haya necesidad de ello. La prisa con que la gente se indigna, cuando escucha la comparación entre Kafka y McDonald’s, a menudo hace que se esfume cualquier posibilidad de salirse de los tópicos e intentar pensar desde el principio algunos fenómenos. Quisiera dejar claro que éste no es ningún ensayo de estética y que, por tanto, las razones por las que Kafka sigue siendo distinto respecto a una cadena de comida rápida no son analizadas aquí. Con esto no quiero decir que no existan. Sé que existen. Pero lo que era importante recordar en este contexto es que hay también muchas cosas en común entre esos dos mundos. Comprender cuáles son nos ayuda a comprender quiénes somos. Defender las denominadas obras de arte, rechazando como un insulto cualquier intento de ponerlas en conexión con otros mundos, sirve de poca cosa: la idea de una celestial pureza propia es una abstracción mítica, y como cuento no es siquiera de gran utilidad. Sería necesario, mejor aún, estar dispuestos a comprender que su grandeza consiste precisamente en ser, al mismo tiempo, puros productos de consumo e hipérboles de la mente que escapan a toda lógica de mercado. Pensar en Mozart como en un director hollywoodiense no es una forma de destruir el mito, sino de legitimarlo y, en cierto modo, de explicarlo. Decir que Beethoven es una marca no significa insultarlo, significa reconsiderar con los pies en el suelo un pedazo de historia que estamos, estúpidamente, transformando en una leyenda inocua. Si digo que una vuelta por la Niketown y una visita a la Gare d’Orsay hacen que nuestro cerebro se mueva de una forma muy parecida, no quiero decir, tout court, que Monet tenga el mismo valor que una zapatilla de tenis. Pero, extrañamente, la gente entiende eso. Tiene prisa por entender eso. Como si no pudiera arriesgarse a pensar en ello por lo menos un momento. Me parece que, en el fondo, están aterrados por la idea de que alguien acabe por demostrarles que un muchacho imbécil, fanático de la Niketown, es exactamente igual que un asesor fiscal al que le chiflan los últimos Cuartetos de Beethoven. En consecuencia, en cuanto les parece oler un razonamiento que pueda llevarlos a esos extremos, desenchufan el audio.

Sordos hasta la meta. <<

[14] BOCELLI: Hay que ir con cuidado, de todas formas, con la idea de que la globalización extendería sobre el planeta una capa glaseada de cultura nauseabunda e igual para todos. Es más probable que acabe saliendo un buen mosaico de absurdidades. Pongo un ejemplo. El último disco de Boccelli. Si lo compráis en Italia, encontraréis una canción en inglés, Someone like you. Le apetecía grabar una canción en inglés, y lo hizo. Uno, a lo mejor, piensa: será para conquistarse al público americano. ¡Globalización! Lo curioso, sin embargo, es que si compráis ese disco en América, encontraréis allí esa canción, pero no está en inglés: está en italiano. A ésos les importaba un rábano entender la letra. Les gusta oír cantar en italiano, y punto.

¡Globalización! <<

[15] PLATÓN: Uno que no estaba por la labor, por ejemplo, era Platón. Veía a los poetas (Homero, pero también Eurípides, según su definición) que tenían en sus manos la educación y la formación de las nuevas generaciones de los griegos y se le ponían los pelos de punta. ¿Todo un pueblo que iba a la escuela a casa de los poetas? Él estaba pensando en los filósofos (algo parecido a los científicos sabios y éticamente irreprochables) y justamente no estaba nada tranquilo viendo que en la escuela, para enseñar cómo funcionaba el mundo, utilizaban a Homero: en lugar de Sócrates, una especie de Walt Disney. Pensaba que lo que debía enseñarse era «el conocimiento de las cosas como son en realidad». ¿Qué tenían que ver las hermosas historias de la Ilíada? Que encima, por si fuera poco, eran narradas tan bien que la gente, al escucharlas, dejaba su cerebro en pausa y se permitía ser lobotomizada alegremente. «La poesía produce una parálisis del pensamiento», decía, literalmente. Y se enfurecía. Como puede comprobarse en el décimo libro de La República. Que es una especie de ensayo contra Hollywood. <<

[16] REGGIO CALABRIA: Lo que pienso de todos estos asuntos se podría resumir con algo que pude ver, hace unos meses, en Reggio Calabria. Hay allí un paseo marítimo nuevo de trinca, me refiero a que después de muchos años en que el tren había pasado, a la orilla del mar, separando a la ciudad de las aguas, al final se convencieron de que tenían que soterrar las vías y restituir el mar a la ciudad. Por lo que ahora disfrutan del mismo, como si fueran dos novios después de que él haya acabado el servicio militar. Allí está todo el mundo paseando, a cualquier hora es una fiesta. Pues bueno. Pasaba yo por allí y, en un momento dado, veo en la playa a dos recién casados con el acostumbrado séquito de fotógrafos y parientes. Tacones de aguja sobre la arena, la abuela a punto de encallar como una ballena suicida, niños gordos que tiran arroz al mar. Me paré a mirar. Había incluso unas barcas, echadas sobre la arena, barcas de pescadores, de muchos colores, de madera. Y los dos novios se subieron a la más bonita, era toda azul y verde, un pequeño pesquero. El que estaba filmando (ahora las fotografías ya no se estilan como antes: a los novios se les filma) tuvo una idea. Los dos novietes se fueron a la proa y se pusieron justamente en la misma postura que Di Caprio y Winslet en Titanic: de pie, los brazos abiertos completamente, ella delante de él, cogiendo el aire de proa. Bueno, pues se pusieron a ello con aplicación, a pesar de la barquichuela, las toneladas de vestido blanco y la inexorable ausencia de viento; rodaron su hermosa escena, los dos mirando al infinito frente a sí (que, en realidad, era el Estrecho, y justo después, Sicilia) y el fotógrafo filmándolos con su cámara de vídeo. Podríamos jurarlo: seguro que, durante el montaje, iban a grabarle encima la canción de Céline Dion. A su alrededor, los parientes y los curiosos se tronchaban de risa. Incluso hubo aplausos. Luego se bajaron y se fueron a comer a algún sitio. Se iban gritando cosas en dialecto cerrado, incomprensibles.

Y he aquí, resumido en una pregunta, todo lo que no comprendo sobre la globalización cultural: vamos a ver, allí, en Reggio Calabria, en aquel momento, ¿quién estaba jodiendo a quién? ¿Hollywood nos estaba robando el alma a todos, o Reggio Calabria exorcizaba definitivamente a Hollywood, tomándole el pelo? ¿Quién sale derrotado en esa imagen: Titanic, los dos novietes, nadie, todo el mundo? <<

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