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La jungla se encontraba sumida en un completo silencio. No se oía el canto de las cigarras, el chillido de los tucanes ni el parloteo de ningún mono en la distancia. Un silencio absoluto, aunque Hagar pensó que no era de extrañar. Negó con la cabeza mientras observaba a los diez equipos de cámaras procedentes de diversas partes del mundo que se apiñaban formando pequeños grupos sobre el terreno y protegían sus objetivos de las gotas de humedad que se desprendían de las copas de los árboles al alzarlos para escrutar entre las ramas. Les había pedido que se mantuvieran callados y, de hecho, nadie hablaba. Los franceses estaban fumando. El grupo de alemanes guardaba el debido silencio, pero su cámara no paraba de chasquear los dedos con gesto imperioso para indicar a su ayudante que hiciera esto o lo otro. Los japoneses de la NHK permanecían callados; sin embargo, a su lado los de la CNN de Singapur susurraban y murmuraban, y no paraban de cambiar las lentes de los objetivos con el consiguiente ruido de las cajas metálicas. El equipo de la British Sky TV procedente de Hong Kong llevaba una indumentaria inapropiada. Se habían quitado las zapatillas deportivas y se arrancaban las sanguijuelas de entre los dedos de los pies, sudando la gota gorda.

Sin remedio.

Hagar había advertido a las diferentes compañías de las condiciones que sus empleados tendrían que soportar en Sumatra y de las dificultades que conllevaría el hecho de grabar allí. Les había recomendado que enviaran a equipos especializados en grabación de la naturaleza con experiencia en el trabajo de campo. No obstante, todas habían hecho caso omiso. En lugar de eso, se habían apresurado en enviar a Berastagi a los equipos que estaban disponibles en ese momento y, como resultado, la mitad de los miembros lo único que sabían hacer era pasearse con el micrófono en la mano, como si esperaran entrevistarse con un jefe de Estado.

Llevaban así tres horas.

Hasta el momento, el orangután parlante no había dado señales de vida y Hagar tenía motivos para creer que ya no lo haría. Su mirada se cruzó con la de un miembro del equipo francés y aprovechó para indicarle mediante señas que apagara el cigarrillo. El tipo se encogió de hombros y se volvió de espaldas a Hagar sin dejar de fumar.

Uno de los japoneses se apartó del grupo y se situó al lado de Hagar.

—¿Cuándo saldrá el animal? —susurró.

—Cuando haya silencio.

—¿Quiere decir que hoy no?

Hagar hizo un gesto de desesperanza con las palmas de las manos hacia arriba.

—¿Somos demasiados?

Hagar asintió.

—Tal vez mañana, vendremos solo nosotros.

—Muy bien —dijo Hagar.

En ese mismo momento, los periodistas dieron muestras de excitación. Se aferraron de un salto a las respectivas cámaras, recolocaron los trípodes y empezaron a grabar. Hagar captó el suave rumor de voces en diferentes idiomas. El periodista de la Sky TV, que se encontraba cerca, se acercó el micrófono a los labios y empezó a susurrar como en un aparte:

—Nos encontramos en el corazón de la remota jungla de Sumatra. Justo al otro lado del sendero, observamos a la criatura que ha suscitado polémica en el mundo entero: el primate que supuestamente habla y, sí, incluso insulta. «Por Dios», pensó Hagar.

Se volvió para ver qué estaban filmando y divisó un poco de pelaje pardusco y una cabeza más oscura. Era evidente que el animal no superaba los sesenta centímetros de altura. Casi de inmediato se oyó el suave gemido de la llamada característica del macaco de cola de cerdo.

Los equipos de cámaras estaban electrizados. Los micrófonos apuntaban como cañones de pistola al animal, que se desplazaba con rapidez. Procedentes del follaje lejano les llegaron más gemidos. Resultaba obvio que había acudido un grupo bastante numeroso.

Los alemanes fueron los primeros en percatarse.

Nein, nein, nein! —El cámara se apartó muy enfadado de su herramienta de trabajo—.

Es ist ein macaque.

Por encima de ellos, las copas de los árboles se agitaban al columpiarse en sus ramas una docena de macacos que se dirigían hacia el norte.

Uno de los británicos se volvió hacia Hagar.

—¿Dónde para el chimpancé?

—Es un orangután —lo corrigió Hagar.

—Da igual. ¿Dónde está? —Su tono denotaba impaciencia.

—No utiliza agenda —ironizó Hagar.

—¿Suele andar por este sitio? ¿Sí? Pues podríamos poner un poco de comida o algo para atraerlo o llamarlo como si hubiera una hembra en celo.

—No —respondió Hagar.

—¿No hay manera de atraerlo?

—No.

—Así, ¿no nos queda más remedio que sentarnos y esperar que aparezca? —El periodista miró el reloj—. Quieren las imágenes a mediodía.

—Mala suerte —le espetó Hagar—. Resulta que estamos en la jungla y las cosas ocurren cuando ocurren. Así es la naturaleza.

—Pero ese animal habla, eso no es natural —protestó el cámara—. No dispongo de todo el puto día.

—¿Qué quiere que le diga? —se limitó a responder Hagar.

—¡Tráigame aquí a ese puto mono! —vociferó el tipo.

El berrido asustó a los macacos de los árboles y los hizo huir entre chillidos. Hagar miró al resto del grupo. El cámara francés habló.

—¿Qué tal si nos callamos? Va para todos.

—¡Váyase a la mierda, gilipollas! —saltó el británico.

—Tranquilícese, amigo.

Un hombre corpulento del grupo australiano avanzó y apoyó la mano en el hombro del británico. Este le propinó un puñetazo en la mandíbula. El australiano le cogió la muñeca, se la retorció y lo lanzó contra el trípode de un empujón. El dispositivo cayó al suelo y el cámara se despatarró encima. Los demás británicos se abalanzaron sobre el australiano y los compañeros de este acudieron en su defensa secundados por los alemanes. Al cabo de unos instantes, tres equipos de periodistas estaban en plena batalla campal. Cuando el trípode de los franceses cayó al suelo y el cámara quedó salpicado por completo de barro, el resto de equipos se enfrascaron también en la pelea.

Hagar se limitó a contemplarlos.

«Desde luego hoy no va a aparecer ningún orangután», pensó.

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