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No era más que una forma de relajarse, Brad Gordon era consciente de ello, pero a ver cómo se lo explicaba a los demás. Un soltero tenía que andarse con cuidado en los tiempos que corrían. Precisamente por eso siempre llevaba encima la PDA y el móvil cuando se sentaba en las gradas del colegio. Aparentaba estar todo el rato enviando mensajes y hablando, como haría cualquier padre ocupado, o cualquier tío. No acudía siempre, solo una o dos veces por semana durante la temporada de fútbol. Cuando no tenía nada más que hacer.

En plena tarde soleada, las chicas que corrían de un lado a otro en pantalones cortos y con calcetines hasta la rodilla tenían un aspecto estupendo. Eran alumnas de primer curso de secundaria, de ágiles piernas y pechos incipientes que apenas botaban cuando corrían. Algunas tenían las tetas bastante desarrolladas y un buen trasero; sin embargo, la mayoría conservaba un aire infantil de lo más atractivo. Aún no eran mujeres, pero ya no eran niñas. Con todo, seguirían destilando inocencia durante una buena temporada.

Brad ocupó el asiento habitual en el extremo de una fila central, como si quisiera guardar las distancias para mantener la privacidad mientras hablaba por teléfono de asuntos laborales. Saludó con la cabeza a los demás acompañantes, abuelos y asistentas hispanas, mientras sacaba la PDA y se colocaba el teléfono móvil en el regazo. Cogió el lápiz óptico y empezó a puntear la pantalla del aparato como si estuviera demasiado ocupado para prestar atención a las chicas.

—Disculpe.

Alzó la mirada. Una muchacha asiática se había sentado a su lado. No la había visto nunca hasta entonces. Era muy mona, debía de tener unos dieciocho años.

—Lo siento, lo siento muchísimo —dijo—. Tengo que llamar a los padres de Emily —se explicó, señalando con la cabeza a una de las chicas del terreno de juego— y me he quedado sin batería. ¿Me permite que utilice su móvil? Será solo un momento.

—Claro —accedió Brad, y le tendió el teléfono.

—Es una llamada local.

—No te preocupes.

Efectuó la llamada con rapidez, dijo que estaban en el tercer cuarto y que podrían ir a recogerla pronto. Brad trató de aparentar que no estaba escuchando. Cuando hubo terminado, la chica le entregó el móvil y, al hacerlo, le rozó la mano.

—Muchas gracias.

—De nada.

—No lo he visto en los otros partidos —dijo—. ¿Viene mucho por aquí?

—No tanto como quisiera. Cosas de trabajo, ya sabes. —Bradley señaló al campo—. ¿Cuál de las chicas es Emily?

—La delantero centro. —Señaló a una chica de color del otro extremo del campo—. Soy una amiga. Kelly.

Extendió la mano y estrechó la de él.

—Brad —se presentó él.

—Encantada de conocerlo. ¿Con quién ha venido?

—Ah, acompaño a mi sobrina, pero hoy tenía dentista —mintió—. Cuando lo he sabido ya estaba aquí. —Se encogió de hombros.

—Qué tío más amable. Debe de estar encantada de que la acompañe. Nadie diría que tiene usted una sobrina de esa edad.

Brad sonrió. Se estaba poniendo nervioso. Kelly se había sentado muy cerca de él y sus muslos casi se rozaban. No podía utilizar la PDA ni el móvil. No era normal que alguien se sentara así de cerca.

—Mis padres son muy mayores —dijo Kelly—. Cuando nací, mi padre tenía cincuenta años. —Volvió la cabeza hacia el campo—. Supongo que por eso me gustan los hombres mayores.

«¿Cuántos años debe de tener esta chica?», pensó Brad, pero no se le ocurrió ninguna forma de preguntárselo disimuladamente.

La chica alzó las manos con los dedos extendidos y las examinó.

—Me acaban de hacer la manicura —explicó—. ¿Le gusta el color?

—Sí. Es muy bonito.

—A mi padre no le gusta nada que me pinte las uñas, cree que me hace aparentar más años de los que tengo. A mí este color me gusta mucho, se llama rojo pasión.

—Sí…

—Todas las chicas se hacen la manicura, no es nada malo. Yo a los doce años ya me pintaba las uñas y aun así aprobé el bachillerato.

—Ah, ¿ya has terminado el bachillerato?

—Sí, el año pasado.

La chica había abierto el bolso y rebuscaba entre el contenido. Además del pintalabios, las llaves del coche, el iPod y los productos de maquillaje, Brad vio unos cuantos porros dentro de un envoltorio de plástico y una tira de condones de colores que, al apartarla, crujió. El hombre desvió la mirada.

—¿Así que ahora vas a la universidad?

—No —respondió la chica—. Me he tomado un año sabático. —Le sonrió—. No sacaba muy buenas notas, me dedicaba a pasármelo bien. —Extrajo del bolso un botellín de plástico que contenía zumo de naranja—. ¿Tiene un poco de vodka?

—No lo llevo encima —respondió Brad con sorpresa.

—¿Y ginebra?

—No, no…

—Pero seguro que puede conseguir un poco, ¿verdad? —Volvió a sonreírle.

—Supongo que sí —respondió él.

—Le prometo que le pagaré —aseguró, sin dejar de sonreír.

Así fue como empezó.

Se marcharon del campo por separado al cabo de un buen rato. Bradley salió primero y aguardó en el aparcamiento, dentro del coche, hasta que la vio acercarse. La chica llevaba chancletas, minifalda y un top con encaje que más bien parecía un salto de cama. Sin embargo, así era como vestían todas las adolescentes en esos tiempos. El enorme bolso le golpeaba el costado al caminar. Ella encendió un cigarrillo y entró en su propio coche, un Mustang de color negro. Le hizo una señal con la mano.

El hombre puso en marcha el motor y salió del aparcamiento; ella lo siguió.

«No te hagas ilusiones», se dijo. Aunque la verdad era que ya se las había hecho.

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