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¡Por fin!

Ellis Levine encontró a su madre en la segunda planta de la tienda Polo Ralph Lauren, en la esquina de Madison Avenue con la calle Setenta y dos. La mujer salía en ese momento del probador y llevaba puestos unos pantalones blancos de lino y un vistoso top cruzado. Se colocó delante del espejo y se volvió, primero hacia un lado y luego hacia el otro. Entonces lo vio.

—Hola, cariño —lo saludó—. ¿Te gusta?

—¿Qué estás haciendo aquí, mamá?

—Me compro ropa para el crucero, cariño.

—No vas a hacer ningún crucero —dijo Ellis.

—Claro que sí, cada año hacemos uno. ¿Qué te parecen los pantalones con vuelta?

—Mamá…

La mujer frunció el entrecejo y se ahuecó el pelo cano con gesto distraído.

—El top no me acaba de convencer —confesó—. Parezco una macedonia, ¿no?

—Tenemos que hablar —le espetó Ellis.

—Muy bien. ¿Tienes tiempo de ir a comer?

—No, mamá. Tengo que volver al trabajo.

Ellis trabajaba de contable en una agencia publicitaria. Había salido de la oficina a toda prisa para ir al centro porque lo había llamado su hermano, asustadísimo.

Se acercó a su madre y le dijo en voz baja:

—Mamá, no puedes comprarte nada.

—No digas tonterías, cariño.

—Mamá, ya hablamos de esto.

Ellis y sus dos hermanos se habían reunido con sus padres el fin de semana anterior. La conversación que habían mantenido en la casa de Scarsdale había resultado violenta y penosa. El padre tenía sesenta y tres años y la madre cincuenta y nueve. Los hermanos habían repasado con ellos la situación económica.

—No hablarás en serio… —reaccionó por fin la mujer.

—Sí.

Ellis le dio un estrujoncito en el brazo.

—Ellis Jacob Levine —lo amonestó su madre—, esto es impropio de ti.

—Escucha, mamá: papá se ha quedado sin trabajo.

—Ya lo sé pero tenemos mucho…

—Le han retirado la pensión.

—Solo durante un tiempo.

—No, mamá, no es solo durante un tiempo.

—Siempre hemos tenido mucho…

—Pues ya no. Se acabó.

La mujer se lo quedó mirando.

—Tu padre y yo seguimos hablando después de que vosotros os marcharais. Me dijo que estuviera tranquila, que no íbamos a vender la casa ni el Jaguar. Todo esto es ridículo.

—¿Eso te dijo papá?

—Sí, eso es.

Ellis suspiró.

—Lo dice para que no te preocupes.

—No me preocupo. Está encantado con el Jaguar; cada año estrena uno, desde que vosotros erais muy pequeños.

Los dependientes los estaban mirando. Ellis arrastró a su madre a un rincón de la tienda.

—Mamá, las cosas han cambiado.

—Por favor.

Ellis apartó la vista del rostro de su madre. Era incapaz de mirarla a los ojos. Siempre había sentido admiración por sus padres: tenían dinero y una relación estable y sólida. Sus hermanos y él habían pasado por altibajos —el mayor se había divorciado, por el amor de Dios—, pero por suerte sus padres pertenecían a una generación anterior en la que prevalecía la estabilidad. Siempre podían contar con ellos. Ni siquiera se preocuparon cuando su padre perdió el trabajo. Si bien era cierto que a su edad no iba a encontrar otro empleo, contaban con inversiones, acciones, tierras en Montana y en el Caribe y una generosa pensión. No había razón para preocuparse. Sus padres no cambiaron el tren de vida. Continuaron saliendo, viajando y gastando a todas horas.

Sin embargo, a la sazón sus hermanos y él estaban pagando la hipoteca de Scarsdale mientras trataban de vender el apartamento de Charlotte Amalie y el chalet de Vail.

—Mamá —empezó—, tengo dos hijos que van a preescolar. El de Jeff está en primero de primaria. ¿Sabes cuánto cuestan las escuelas privadas de la ciudad? Aaron tiene que pagar una pensión alimenticia. Todos tenemos nuestra propia vida, no podemos andar pagándoos vuestros caprichos.

—Vosotros no nos pagáis nada a vuestro padre ni a mí —le espetó su madre.

—Sí, mamá. Te digo que no puedes comprarte ropa. Por favor, vuelve a entrar ahí y quítate lo que llevas puesto.

Ellis contempló horrorizado cómo su madre prorrumpía en lágrimas y se cubría el rostro con las manos.

—Tengo mucho miedo —confesó—. ¿Qué va a pasarnos?

Estaba temblando y él la rodeó con el brazo.

—No pasará nada —dijo—. Cámbiate, te llevo a comer.

—Pero si no tienes tiempo. —La mujer estaba sollozando—. Me lo acabas de decir.

—No te preocupes, comeremos juntos, mamá. Iremos al Carlyle. No pasará nada.

La mujer se sorbió la nariz y se enjugó las lágrimas. A continuación se dirigió al probador con la cabeza muy alta.

Ellis sacó el teléfono móvil y llamó a la oficina para avisar de que llegaría tarde.

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