Naomi

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Mi corazón era un campo de batalla entre las emociones contrarias del desengaño y el amor. Había elegido mal; Naomi no era tan inteligente como yo esperaba. Por mucho que quisiera, no me lo podía seguir negando. Ahora veía que mi deseo de que llegara a ser una gran señora no era más que un sueño. Estaba resignado a la situación: la mala cuna es la mala cuna; una chica de Senzoku vale para camarera de café, y nada se consigue dando educación a quien no la puede aprovechar. Por ese lado abandoné mis ambiciones. Pero al mismo tiempo su cuerpo me atraía cada vez con más fuerza. Digo «cuerpo» y digo bien: era su piel, sus dientes, sus labios, su pelo, sus ojos, la belleza de su forma entera, lo que me atraía. No había nada de espiritual en aquello. Naomi había traicionado mis expectativas respecto a su mente, pero ahora su cuerpo superaba mi ideal. Necia mujer, pensé. Sin solución. Desdichadamente, cuanto más lo pensaba más hechicera me parecía su belleza. Ése fue mi infortunio. Poco a poco se me fue olvidando la idea inocente de «formarla»: era yo el transformado, y cuando quise darme cuenta ya no había nada que hacer.

No siempre salen las cosas como uno quiere, me decía a mí mismo. Yo había querido embellecer a Naomi espiritual y físicamente. En lo espiritual había fracasado, pero en lo físico el resultado había sido espléndido. Nunca esperé que llegara a ser tan guapa. Mi éxito por ese lado compensaba con creces mi fracaso en el otro… Obligándome a hacer ese tipo de reflexiones, trataba de contentarme con lo que tenía.

—Jōji, ya no me has vuelto a llamar idiota en nuestras sesiones de inglés.

Naomi notó en seguida mi cambio de actitud. Aunque no tenía talento para la gramática, era muy lista para leerme la cara.

—He decidido que no sirve de nada gritarte, porque únicamente te pones más terca. He decidido cambiar de táctica.

Ella dio un bufido.

—Claro. No te voy a hacer caso si me gritas así. En realidad, la mayoría de esos ejercicios los sé hacer, pero quería hacerte pasar mal rato y por eso fingía no entender. ¿No te dabas cuenta?

—¿Hablas en serio? —yo sabía que aquello era el cuento de la zorra y las uvas, pero me hice el sorprendido.

—Por supuesto. Esos ejercicios los sabe hacer cualquiera. El tonto eres tú si de veras creíste que no los sabía hacer. Te pones muy gracioso cuando te enfadas.

—Pues sí que me engañaste.

—¿Qué te parece ahora? ¿A lo mejor soy un poco más espabilada de lo que pensabas?

—Efectivamente, la espabilada eres tú. Yo no te alcanzo.

Complacida consigo misma, ella no paró de reír.

Al llegar a este punto tengo que contar una extraña historia. Espero que mis lectores tengan paciencia y no se rían de mí. Cuando estaba en la escuela secundaria, nos enteramos de lo de Antonio y Cleopatra en la clase de historia. Como seguramente sabrán ustedes, Antonio se enfrentó a las fuerzas de Augusto en una batalla naval sobre el Nilo. Cleopatra le siguió, pero cuando vio que la cosa se ponía fea para su bando, inmediatamente viró su barco y huyó; y Antonio, al darse cuenta de que la despiadada reina le abandonaba, se retiró de la batalla en un momento crucial para salir en su persecución.

—Muchachos —nos dijo el profesor—, Antonio perdió la vida por perseguir a una mujer. Es el mayor necio de la historia, verdaderamente el hazmerreír de los siglos. ¡Qué desgracia, que un héroe valeroso acabara de ese modo…!

Eran tales los aspavientos del profesor que a todos nos dio la risa delante de sus narices. Y ni que decir tiene que yo también me reí.

Pero la cuestión es ésta: yo no entendía que Antonio se hubiera podido enamorar de una mujer tan despiadada. Y no sólo Antonio, porque antes de él el gran Julio César se había desacreditado dejándose enredar por Cleopatra. Hay muchos más ejemplos. Cuando se examinan las grandes luchas de familia de la época Tokugawa, o el auge y la caída de los estados, en el trasfondo siempre se encuentran las malas artes de una hechicera temible. Ahora bien, ¿son tan ingeniosas, son tan astutas esas mañas que cualquiera se dejaría engañar por ellas? Yo creo que no. Por muy sagaz que fuera Cleopatra, no parece probable que diera más de sí que César o Antonio. Si un hombre se mantiene en guardia, no tiene que ser un héroe para distinguir cuándo una mujer es sincera y dice la verdad. El hombre que se deja engañar, aun a sabiendas de que se está destruyendo a sí mismo, lo hace porque es un pusilánime. Si en el caso de Antonio fue realmente así, no hay nada tan admirable en los héroes… Éstas eran mis reflexiones secretas por entonces, cuando aceptaba el veredicto de mi profesor, según el cual Antonio era «el hazmerreír de los siglos», «el mayor necio de la historia».

De vez en cuando me vuelvo a acordar de las palabras del profesor, y me veo riendo con mis condiscípulos. Cada vez que recuerdo la escena me doy cuenta de que ya no soy quién para reírme de Antonio, porque ahora comprendo por qué un héroe romano se ponía en ridículo, por qué Antonio se dejó cazar tan fácilmente por las argucias de una encantatriz. Hasta me sorprendo solidarizándome con él.

Se dice muchas veces que las mujeres engañan a los hombres. Pero por mi experiencia yo diría que no es la mujer la que empieza engañando al hombre; más bien es él quien, sin que nadie le obligue, disfruta

siendo engañado; cuando se enamora de una mujer, todo lo que ella diga, sea verdad o no, suena adorable en sus oídos. Cuando ella apoya la cabeza en su hombro y derrama lágrimas de pacotilla, él lo ve en plan generoso: «Ah, intentas tomarme el pelo. Pero eres una criatura graciosa y adorable. Aunque sé lo que tramas, voy a dejar que me tientes. Adelante, trátame como si fuera tonto». Se presta al juego, como el que quiere hacer feliz a un niño. No tiene la menor intención de que ella le confunda. Al revés, se ríe para sí pensando que es él el que la engaña.

Naomi y yo éramos un buen ejemplo. Cada vez que decía: «Soy más lista que tú, Jōji», Naomi pensaba que había conseguido engañarme. Yo me hacía el tonto y fingía caer en la trampa. Me proporcionaba mucho más placer dejar que estuviera complacida consigo misma y verla radiante que poner en evidencia su necedad. Actuando así también satisfacía las demandas de mi conciencia. Aunque Naomi no fuera una mujer particularmente lista, no había nada malo en darle la confianza de que lo era. El mayor fallo de las mujeres japonesas es la falta de confianza en sí mismas. Resultado de ello es que parezcan apocadas en comparación con las occidentales. Para la belleza moderna, una expresión y una actitud inteligente, despierta, son más importantes que la regularidad de los rasgos. Si carece de verdadera confianza, basta la simple vanidad: pensar «Soy elegante» o «Soy guapa» hace guapa a una mujer. Yo, creyendo esto en aquella época, no tenía prisa por desinflar las pretensiones de inteligencia de Naomi; muy al contrario, hacía cuanto estaba en mi mano por alentarlas. Siempre animosamente dispuesto a dejarme engañar, la iba llevando a una confianza cada vez mayor.

Por poner un ejemplo: si yo hubiera querido, habría podido ganar las partidas infantiles de ajedrez y juegos de cartas que echábamos en aquellos tiempos, pero lo normal era que le dejase ganar a ella. Al final, era tan vanidosa que decía: «Soy mucho mejor que tú en los juegos». Y me retaba con desdén: «Ven aquí, Jōji, que ya es hora de que te dé una buena paliza».

—Vale, te concedo el desquite. Tú ya sabes que si jugara en serio no perdería con contrincantes como tú, pero jugando contra una niña me descuido.

—No valen excusas. Escucharé tus bonitos discursos cuando me hayas ganado.

—¡De acuerdo! Pues te voy a ganar esta vez, vas a ver.

Jugando mal deliberadamente, como de costumbre, yo le dejaba ganar.

—¿Y ahora, Jōji? ¿Qué se siente perdiendo frente a una niña? No tienes nada que hacer. Digas lo que digas, no puedes competir conmigo. ¡A quien se le diga, Jōji, un hombre hecho y derecho de treinta y un años perdiendo frente a una chica de dieciocho! Tú es que no sabes jugar.

Luego, cada vez más orgullosa de sí misma, decía: «Me parece a mí que vale más el cerebro que los años», o: «Vas a tener que aceptar que eres el menos listo de los dos». Y soltaba aquella risita suya descarada y despectiva.

Lo inquietante fue la consecuencia de todo aquello. Al principio yo no hacía sino seguirle la corriente a Naomi, o al menos eso creía. Pero gradualmente perder vino a ser un hábito, y la confianza de Naomi en sí misma aumentó, hasta que llegó un momento en el que ya no le podía ganar por más que lo intentara.

La victoria y la derrota no vienen dadas sólo por el intelecto. Existe lo que llamamos espíritu, o, expresado de otra manera, magnetismo. Particularmente sucede así en el juego de cartas. Cuando echábamos una partida de desempate, Naomi atacaba desde el principio con tan prodigiosa concentración y brío que yo perdía el aplomo y no volvía a ver ocasión de tomar la iniciativa.

—No es divertido si no se juega con dinero —dijo finalmente—. Ten, voy a poner algo por ti.

Una vez que le tomó gusto, ya nunca quiso jugar sin apostar; y cuanto más apostábamos, más se acumulaban mis pérdidas. Aunque ella no tenía un céntimo a su nombre, siempre hacía la primera puesta, diez o veinte yenes, y me sacaba todo el dinero que quería para gastar.

—Me podría comprar ese kimono si tuviera treinta yenes. Venga, te los voy a ganar a las cartas —decía para retarme. De cuando en cuando perdía, pero entonces conocía otras «jugadas» para conseguir el dinero que quería; y si se le ponía entre ceja y ceja, hacía lo que hiciera falta.

Solía ponerse una bata suelta cuando jugábamos, sin abrochar del todo y un poco reveladora, para poder emplear sus «jugadas» tan pronto como fueran necesarias. Cuando el juego se le ponía en contra, se repantigaba impúdicamente en su asiento, se desabrochaba el cuello de la bata, extendía las piernas, y, si eso no daba resultado, se tendía en mi regazo, me acariciaba la mejilla, me pellizcaba la comisura de los labios; recurría, en fin, a toda clase de arrumacos. Yo tenía muy poca resistencia frente a esas tácticas. Especialmente cuando empleaba su maniobra de último recurso (que no me siento capaz de poner por escrito), el pensamiento se me nublaba y todo se tornaba oscuro, y perdía el hilo del juego por completo.

—Eso no vale, Naomi. No puedes hacer eso.

—Ya lo creo que vale. Sabrás que también existen estas jugadas.

A medida que mi atención se distraía más y más del juego, todo se emborronaba a mi vista. Apenas distinguía su rostro coqueto, nada más, envuelto en una sonrisa insinuante…

—No vale, no vale, así no se juega a las cartas…

—¿Quién lo ha dicho? Cuando juegan hombres y mujeres, usan toda clase de trucos. Yo lo he visto. Cuando era pequeña veía a mi hermana jugar a las cartas con hombres, y usaba todo tipo de trucos.

Yo creo que cuando Antonio se dejó conquistar por Cleopatra fue así: poquito a poco fue despojándole de su resistencia y le atrapó. Está muy bien dar confianza a la mujer que amas, pero el resultado es que pierdes la confianza en ti mismo. Y cuando eso sucede, no hay manera de vencer su sensación de superioridad. Entonces vienen las desdichas que no pudiste imaginar.

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