Naomi

Naomi


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Según nos la presentó Kumagai, era hija de un hombre de negocios de Aoyama. Se llamaba Inoue Kikuko, y tenía veinticinco o veintiséis años; ya casi se le había pasado la edad de casarse. (Yo oí más tarde que había estado casada dos o tres años, pero que el matrimonio había terminado recientemente debido a su obsesión con el baile.) Sin duda había pensado sacar partido de su belleza voluptuosa poniéndose un vestido que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos, pero vista de cerca el efecto era más de matrona obesa que de mujer sensual. Claro está que una figura llenita queda mejor vestida a la occidental que una flaca; el verdadero problema estaba en la cara. Como si fuera una muñeca occidental con la cabeza de una muñeca de Kioto, su ropa y su fisonomía no casaban. La cosa no habría sido tan grave si ella hubiera aceptado la situación, pero se había empeñado en armonizarlas mediante toda clase de triquiñuelas, con el único resultado de echarlo todo a perder. Entonces pude comprobar que, efectivamente, sus cejas de verdad quedaban ocultas por la cinta; las que se dibujaban sobre sus ojos eran claramente artificiales. La sombra verde alrededor de los ojos, el colorete, los lunares, la línea de los labios, la línea de la nariz: prácticamente no había parte de la cara que no estuviera trucada.

—Ma-chan, ¿te gustan los monos? —preguntó Naomi abruptamente.

—¿Los monos? —Kumagai reprimió una carcajada—. Qué pregunta más rara, ¿no?

—Yo tengo dos monos en casa, y he pensado regalarte uno de ellos, si quieres. ¿Qué te parece? Te gustan los monos, ¿no?

—Qué curioso. ¿Realmente tiene usted monos? —preguntó gravemente Kikuko.

Animada por el éxito, Naomi siguió adelante, con chispas en los ojos.

—Sí, sí. ¿A usted le gustan los monos, Kikuko?

—Bueno, me gustan toda clase de animales: los perros, los gatos, los…

—¿Y los monos?

—Sí, los monos también.

La conversación era tan cómica que Kumagai miraba para otro lado sujetándose los costados, mientras Hamada escondía la risa en un pañuelo y Kirako sonreía con malicia. Pero Kikuko, una mujer sorprendentemente bonachona, no parecía darse cuenta de que se estaban riendo a su costa.

Tan pronto como empezó la octava pieza, un one-step, y Kumagai y Kikuko salieron a la pista, Naomi declaró con brutalidad:

—Uf, qué idiota. Debe de tener serrín en la cabeza. ¿No cree usted, Kirako?

—Bueno, yo no sé…

—¿No parece una mona? He hablado de monos a propósito.

—Bueno, pero…

—No lo ha pillado, ni siquiera con todo el mundo riéndose. Eso demuestra que es idiota.

Con un gesto que era mitad de asombro y mitad de desprecio, Kirako miró de soslayo a Naomi; pero «Bueno, no sé» fue todo lo que dijo.

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