Nano

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Área de servicio Vince Lombardi,

autopista de New Jersey

Viernes, 26 de julio de 2013, 16.14 h (hora del Este)

George Wilson estaba sentado al fondo del restaurante Roy Rogers. El establecimiento le recordaba los largos viajes familiares de su infancia, cuando se habían detenido en sitios así. Sus padres siempre llevaban su propia comida, de modo que se limitaban a comprar las bebidas, y George tenía que comerse su sándwich de huevo casero mientras los demás niños disfrutaban de sus hamburguesas. Supuso que por eso aquel día se había pedido una, pero le había dado un bocado y no había sido capaz de comer más. En aquellos momentos jugueteaba con su refresco gigante sin azúcar y esperaba.

Veinte minutos después, con más de media hora de retraso, llegó su cita.

—Sigue aquí —dijo Burim Graziani, nacido Grazdani, sorprendiendo a George, que no lo había visto entrar.

Iba acompañado de otro individuo que podría ser pariente suyo. Burim era tal como George lo recordaba: delgado, de estatura media, de unos cincuenta años, con la tez oscura y unos ojos penetrantes y negros como el carbón. Una cicatriz le torcía la boca hacia la izquierda en un amago de sonrisa. Para George era el típico matón con una actitud que denotaba la más absoluta incapacidad para el remordimiento. Iba vestido con una chaqueta de cuero negro holgada y un jersey de cuello alto del mismo color. Cuando se sentó, mantuvo las dos manos bajo la mesa y George supuso que iba armado. El otro individuo, más corpulento, permaneció de pie donde estaba con los brazos cruzados. Miraba a George como lo haría un gato con un ratón aterrorizado.

—Claro que sigo aquí —logró articular George. Se aclaró la garganta y añadió—: Quería verle.

—No puedo decir lo mismo. Nos hemos visto otras veces y siempre ha sido una pérdida de tiempo. Le pedí ayuda, pero la cagó y lo empeoró todo. Le salvé el pellejo a mi hija hace casi dos años y lo único que pedí a cambio fue algún tipo de… —Hizo una pausa para buscar la palabra adecuada.

—¿Tregua? —sugirió George.

—No se haga el listo conmigo —espetó Burim, que lo fulminó con la mirada—. Pero sí, algo así. Lo único que quería era conocerla un poco mejor, pero tiene demasiado nivel para relacionarse conmigo, porque es médica y esas cosas.

—Pia corre un gran peligro.

—Así es como va a ser, ¿no? ¿Cada vez que corra peligro tendré que quedar con usted?

—Escuche, su jefe en Colorado…

Burim alzó la mano.

—Alto ahí. Primero tiene salir un momento con mi amigo, tiene que registrarlo.

—¿Registrarme? ¿Para qué?

—Si no le gusta, puede dar esta conversación por acabada. ¿Entendido?

George obedeció. El matón que iba con Burim lo acompañó fuera y lo obligó a subir a la parte trasera de una furgoneta azul, donde otro individuo lo registró a conciencia y con brusquedad. Por alguna razón, le guiñó un ojo cuando le pasó los dedos por el cabello. ¿Sería el tío de Pia, del que ella le había hablado? Cuando regresó a la mesa, prefirió no preguntar. Burim había acabado su refresco.

—Muy bien, tipo listo, cuénteme la historia. —Señaló la silla que George había dejado vacía.

Wilson le contó todo lo que sabía e hizo hincapié en el hecho de que el jefe de Pia, Zachary Berman, había intentado propasarse sexualmente con ella. Le explicó que su hija estaba convencida de que en la empresa donde trabajaba, llamada Nano, estaba ocurriendo algo turbio, y que al intentar averiguar de qué se trataba se había puesto en peligro. De lo único de lo que podía estar segura era de que los chinos estaban implicados de algún modo, porque ella y otro médico amigo se habían tropezado con un atleta de esa nacionalidad también relacionado con Nano. Al parecer, Pia había descubierto finalmente la trama y entonces había desaparecido.

—Le envió un mensaje de texto a su amigo diciéndole que se dirigía a su casa para contárselo todo, pero nunca apareció. Desde entonces nadie la ha visto, y tanto yo como ese amigo estamos convencidos de que ha sido secuestrada por su jefe.

—¿Cuándo ha sucedido todo esto?

—Hace unos cuantos días. El lunes por la mañana, para ser exactos.

Burim miró a su colega.

—Suena igual que hace dos años. ¡Por Dios, esa chica es imposible! —El otro asintió, y Burim se volvió hacia George—. Mi hija me recuerda a su madre. Ella también era un peligro, y eso no es bueno. Me causó muchos problemas cuando yo estaba empezando. Ninguna de las dos me mostraba el menor respeto.

—Pia ha tenido una vida muy dura. Aquellos hogares de acogida…

—Vaya con cuidado, tipo listo.

George tragó saliva, pero continuó:

—Aquellos sitios hicieron que le resulte muy difícil relacionarse con la gente. No se fía de nadie, ni siquiera de mí. No tiene muchos amigos. De hecho, yo solo le conozco dos: yo mismo y ese médico gay.

—¡Por favor! —exclamó Burim alzando las manos por encima de la mesa—. ¡No quiero saber nada de eso!

—Lo que intento decirle es que, aparte de mí y de ese médico, nadie hará sonar las alarmas por la desaparición de Pia. Escuche, si de verdad quiere llegar a conocerla, va a costarle años de esfuerzo. No le resultará fácil. Pia nunca se le abriría de la noche a la mañana, como usted pretendía. Tendrá que ser paciente.

—¿Y para qué iba a molestarme?

—Porque es sangre de su sangre. Es su familia. Por eso la salvó la primera vez. Supongo que fue también fue una putada, pero lo hizo. Pia no es de las que hacen reverencias y dan las gracias en una situación así. Tiene mucho orgullo; eso debe de significar algo para usted. Después de mi intento de ayudarlo, ella se ha pasado casi dos años sin verme ni hablarme.

—¿De verdad?

—Desde luego.

Burim asintió.

—Sangre de mi sangre… Se parece mucho a su madre, ¿sabe?

—Su esposa debía de ser una mujer muy guapa cuando la conoció.

Burim lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Sigue estudiando para médico?

—Sí.

—¿Para psiquiatra?

—No, en absoluto. Estoy haciendo la residencia en radiología.

—Entonces, ¿cómo es que sabe toda esa mierda sobre Pia?

—No hace falta ser un profesional para comprender por lo que pasó en su niñez. La cuestión es que ha tenido una vida muy complicada, pero es una persona muy especial: inteligente como pocas, y muy guapa. Muchos hombres se sienten atraídos por ella. Yo mismo, si le interesa saberlo. Estoy muy preocupado por Pia. Ese médico de Boulder y yo hemos llevado el caso a la policía, pero no parecen dispuestos a hacer nada. No hay pruebas concretas de que Pia fuera secuestrada. De hecho creen que tienen indicios de que se largó en coche hacia el este, quizá por un bajón repentino, lo cual es ridículo. La cuestión es que la policía se conforma con esperar y dice que en la mayoría de estos casos la mujer reaparece. Pero Pia no reaparecerá, se lo digo yo. Ese tipo, Berman, le ha hecho algo, estoy convencido. La ha secuestrado. Puede que incluso haya abusado de ella, que la haya violado, que la haya asesinado. Estamos hablando de Pia. De su hija.

George se interrumpió. Confiaba en no haber ido demasiado lejos.

—Si ese Berman la hubiera secuestrado, ¿dónde se la llevaría? ¿Tiene alguna idea?

—Ninguna concreta. Pero el otro médico tiene un amigo que trabaja en el aeropuerto de Boulder y gracias a él hemos sabido que el avión de Nano, probablemente con Berman a bordo, despegó la misma mañana de la desaparición de Pia.

—¿Adónde fue?

—El plan de vuelo indica que a Italia, a uno de los aeropuertos de Milán.

Burim miró por la ventana en silencio durante un buen rato.

—Sangre de mi sangre… —murmuró—. Espere aquí.

Pasaron diez minutos y George empezó a pensar que Burim lo había dejado plantado. Pero volvió.

—¿Qué le hace pensar que podrían haberla matado? —preguntó—. O, dicho de otra manera, ¿qué posibilidades cree que hay de que ya la hayan asesinado?

—No creo que lo hayan hecho. Creo que la tienen prisionera en algún sitio, supongo que en Italia.

—El problema es que en Denver no hay ningún clan albanés. Aunque en realidad no es tan grave.

—¿Y en Italia? —preguntó George.

—En Italia no hay problema. Incluso viví un tiempo allí antes de trasladarme a Estados Unidos. Fue donde conocí a mi esposa y me casé con ella. Tenemos mucha gente en Italia. Albania está a solo unos ochenta kilómetros de allí.

—Rezo para que la encuentren rápidamente y a tiempo de salvarla.

—¡Mierda! —exclamó Burim—. Ya hice esto una vez, y me parece que voy a tener que hacerlo de nuevo. Más vale que en esta ocasión muestre un poco más de agradecimiento, porque no habrá una tercera.

Sus finos labios esbozaron una sonrisa torcida.

A las 23.30 de aquella noche, Burim Graziani estaba sentado en un asiento de clase turista superior a bordo de un Airbus de British Airways con destino al Aeropuerto de Heathrow, Londres, y miró de nuevo el reloj. Hacía cinco minutos que el avión tendría que haber despegado, pero los auxiliares de vuelo seguían yendo de un lado para otro y comprobando que los pasajeros tuvieran abrochados los cinturones de seguridad. Aparte de su coche y su casa, aquel billete era lo más caro que había comprado legalmente, o casi, porque el nombre que aparecía en su pasaporte no era el suyo. A pesar del precio, el agente de viajes le había dicho que podía considerarse afortunado por haberlo conseguido con solo tres horas de antelación. Un grupo había cancelado a última hora, y los pasajeros que estaban en lista de espera habían copado todos los asientos menos uno. Burim compró el billete sin fijarse siquiera en el precio.

Había estado media hora más con George Wilson en el restaurante del área de servicio Vince Lombardi de la autopista de New Jersey. Le había confirmado que había hecho lo correcto. La policía no iba a ayudarlos, y George no podía hacer más. Necesitaba un profesional con los medios de la mafia albanesa. Burim no había utilizado la palabra «mafia». Había dicho «familia», pero George comprendió a qué se refería.

Luego Graziani le pidió al médico que se lo explicara todo una segunda vez para estar seguro de los detalles. No tomó notas, pero absorbió la información sin problemas… No es que hubiera mucho que recordar. También le hizo unas cuantas preguntas sobre el tal Berman, y George le contó que sabía que era muy rico, que tenía un yate, o al menos acceso a un yate, y, desde luego, un avión.

Con aquella información tenía suficiente. Llevó a George a la estación de tren de Paramus, ya que este le había dicho que quería entrar en Manhattan para ver cómo evolucionaba Will McKinley. Graziani no hizo más comentarios acerca de los sucesos ocurridos dos años antes. Él había participado activamente en aquellas circunstancias que habían desembocado en las heridas de McKinley. Ya había rescatado a Pia una vez, y estaba preparado para intentar hacerlo de nuevo.

A continuación se dirigió a la casa que su jefe, Berti Ristani, tenía Weehawken. La valía de Burim como lugarteniente de confianza no había hecho sino acrecentarse con los años, y Berti estuvo encantado de ayudar a su amigo. Al fin y al cabo, era un asunto de familia. Berti hizo una llamada en nombre de Graziani. En el mundo del crimen organizado albanés, Ristani siempre se sentía muy orgulloso cuando se daba cuenta de hasta dónde se extendían ya los tentáculos de la bestia. Como era habitual para él en las llamadas de negocios, tuvo que urdir una elaborada farsa. El FBI ya había pinchado los teléfonos de los albaneses demasiadas veces. Berti utilizó un móvil de tarjeta para llamar a otro que terminó por devolver la llamada a un tercero que Ristani utilizaría una sola vez y que después arrojaría, junto con el primero de los teléfonos, a las aguas del Hudson.

Berti le explicó a Burim que, a través de su contacto con una familia amiga de Los Ángeles, había averiguado que otra familia tenía numerosos intereses en el mundo de la aviación de todo el país, especialmente en el sector de los servicios de los aeropuertos municipales y en la Aviación Federal. Si uno quería que algo entrara o saliese de Estados Unidos rápidamente, podía utilizar un aeropuerto importante o bien uno más pequeño, como el Teterboro en New Jersey o el de Boulder.

Aquel era otro aspecto en el que la gente normal como George Wilson se mostraba fatalmente limitada. Eran incapaces de pensar como los delincuentes. Burim no tenía duda de que aquel cabrón millonario había sacado a Pia del país. Al igual que la otra vez, la chica se había topado con alguien que estaba haciendo lo que no debía y se había convertido en una molestia. Graziani no tardó en averiguar que el tal Berman se tenía por una especie de donjuán, de manera que no le costó imaginarse a su hija plantándole cara y al tipo llevándosela a alguna parte. Sintió rabia. Y siempre que aquello ocurría, alguien acababa pagándolo tarde o temprano.

Luego Berti había hecho otra llamada, en aquella ocasión a alguien ajeno a las familias albanesas, pero con contactos y un favor que devolver. Burim se pasó otra hora sentado en el despacho de su jefe esperando que sonara otro móvil de usar y tirar. Berti no hacía más que mascar chicle y beber agua. Tras haber sufrido un problema de salud hacía seis meses, había anunciado que iba a adelgazar y, para sorpresa de su gente, había perdido veinte kilos y estaba disfrutando de la vida.

—¿Sabes? Si nosotros fuéramos la policía, las cárceles estarían llenas —comentó Berti—. Encontramos la mierda cincuenta veces más deprisa que ellos o el FBI.

—Porque conocemos a todos los delincuentes —contestó Burim.

—¡Exacto! Quizá debería dejar esto y dedicarme a dirigir la CIA. A servir a mi país. —Sonrió—. Dicho eso, espero que esos gilipollas no me dejen colgado.

—Berti, si necesito cogerme unos días a causa de esto…

—No te preocupes por nada, Burim. Lo que necesites. Espera. Deben de ser ellos.

Ristani respondió a la llamada. Tenía que ser el contacto del oeste, porque nadie más tenía aquel número. Berti no le dijo nada a la persona que llamaba, pero habló con Burim mientras tapaba el micrófono con una mano.

—Sí, el avión de Berman salió de Boulder esa noche, confirmado. Se dirigía a Milán. Eso decía el plan de vuelo.

Burim se levantó.

—Espera. Hay más. —Berti prestó atención a lo que le decían desde el otro lado de la línea—. Lo saben por un contacto que estaba en la torre cuando el avión despegó. El piloto pidió otro plan de vuelo, para Stansted, dondequiera que esté eso. Bien —añadió Berti—. Y gracias. —Colgó.

—El piloto habló de que iban a presentar un segundo plan de vuelo. Dijo que despegarían de Milán y desde allí volarían a Stansted, que está cerca de Londres. Ese era el destino final.

—Gracias, Berti —repuso Burim—. Te debo una.

—Eh, no es nada —contestó Ristani—. Conocemos a gente en Londres. Tenemos mucha familia allí, y podrán ayudarte cuando llegues. Haré otra llamada para que te recojan cuando bajes del avión. Harán una señal que puedas reconocer. Tan solo vuelve sano y salvo. Ya sabes lo valioso que eres para mí. Y ocúpate como es debido de esa basura que se ha llevado a tu hija.

Por fin la pasarela de acceso se apartó del avión y el aparato se alejó de la terminal mientras en la cabeza de Burim resonaban las amables palabras de Berti.

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