Nano

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Boulder, Colorado

Domingo, 21 de abril de 2013, 11.53 h

La mujer está desesperada y se encuentra indefensa. Un individuo corpulento está sentado sobre su pecho y la mantiene inmovilizada mientras mira hacia el otro extremo de la habitación alargada. El hombre le impide ver más allá, pero ella sabe que lo que está ocurriendo, sea lo que sea, es malo. Intuye que alguien a quien conoce y quiere está a punto de morir. Intenta forcejear y levanta la mirada hacia su verdugo. Se trata de un tipo al que conoció en uno de los hogares de acogida en los que creció, alguien que se acercó demasiado a ella. Aparta la vista un momento y luego vuelve a mirarlo. Se ha convertido en otra persona, en su tío, el peor de los individuos que se hayan cruzado en su vida. Y sostiene la cámara de vídeo que ella ha llegado a odiar.

El tío al que tanto desprecia le dice algo en albanés a un colega que está en algún punto de la estancia. Es un idioma que ella reconoce pero que ya no entiende. La expresión del hombre, con su cruel sonrisa, es la de un depredador. Y ella es su presa. Mientras disfruta del terror de su víctima, vuelve a hablar, pero esta vez en una lengua que sí entiende. «¡Hazlo! —le gruñe a su compatriota—. ¡Dispárale!». La mujer levanta y ladea la cabeza de una forma antinatural para poder ver lo que sucede. Hay un hombre encapuchado y atado a una silla con cinta americana. Se agita frenéticamente tratando de liberar un brazo o una pierna, igual que un insecto atrapado en una telaraña. El otro individuo tiene una pistola. Da vueltas alrededor de la silla gritando en albanés, amenazando con el arma a su víctima, jugando con ella como haría un gato con un ratón acorralado. Luego alarga la mano libre, le quita la capucha al otro y mira a su compañero. La mujer reconoce al hombre maniatado. Es un antiguo compañero de la facultad de medicina llamado Will. Y ahora que puede ver al pistolero, también lo reconoce. Es su padre. Él la mira y se vuelve hacia Will. Entonces, mientras ella grita «¡No!» con todas sus fuerzas, él le pega un tiro en la cabeza al prisionero.

Tan rápidamente como había aparecido, la presión que sentía en el pecho se desvaneció cuando el pesado libro de texto de inmunología molecular que había estado leyendo cayó al suelo con un golpe sordo. La mujer se incorporó en el sofá, desorientada durante un momento. Sudaba y temblaba a causa de la frialdad de la sala de estar de su apartamento. Entonces tomó conciencia de un ruido poco habitual. No se trataba de gritos ni de disparos, sino de un zumbido penetrante. Era el timbre de la puerta, que probablemente no hubiera sonado más de dos veces a lo largo de los dieciocho meses que llevaba viviendo allí.

Todavía confundida, se levantó y caminó con paso inseguro hasta la estrecha entrada del piso. ¿Quién demonios sería el que llamaba? Atisbó por la mirilla, reconoció al visitante y se apoyó de espaldas contra la puerta, de nuevo perpleja. El ronco zumbido del timbre retumbaba en el apartamento casi vacío y parecía más atronador de lo que en realidad era; pero, a medida que iba recobrándose de la angustia y la tensión provocadas por la pesadilla, le resultaba menos insoportable. Se armó de valor y respiró hondo cuando oyó que el visitante dejaba el timbre y llamaba tres veces con los nudillos. Siempre fue muy persistente. Suspiró, se dio la vuelta, descorrió los dos cerrojos y abrió.

—¡Pia, qué bien que estés en casa! —exclamó George Wilson—. ¿Cómo estás?

El joven curvó los labios en una sonrisa incierta mientras intentaba mirarla a los ojos y calibrar su reacción ante tan inesperada aparición. Luego bajó la vista, recorrió con la mirada el cuerpo casi desnudo de la mujer y sonrió más abiertamente. Al menos contemplarla resultaba reconfortante. En su opinión, Pia Grazdani seguía siendo fascinante. En la mano llevaba un ramo de rosas que había conocido mejores tiempos.

—¿Qué demonios haces aquí, George? —preguntó ella subrayando cada palabra y sin molestarse en ocultar su intensa irritación. Tenía las manos en las caderas, el mentón alzado y los labios fruncidos. Solo cuando siguió la mirada de George se percató de que únicamente llevaba puestos un sujetador de deporte y unas bragas y de que estaba asomada a la entrada del complejo de apartamentos, donde jugaban algunos de los hijos de los vecinos. A sus pies se iniciaba un reguero de prendas deportivas que llegaba hasta el sofá sobre el que se había quedado dormida: zapatillas, calcetines tobilleros, un suéter blanco, una camiseta y unos pantalones cortos para correr, así como una mochila pequeña. Un iPod con sus auriculares descansaba sobre la mesita auxiliar.

—Será mejor que pases —dijo con mal disimulada resignación, y dio un paso atrás hacia el salón austero pero elegantemente amueblado—. ¿Para qué son las flores? —preguntó con un tono que reflejaba su exasperación.

—¿Para qué crees tú que pueden ser? Es 21 de abril, tu cumpleaños. ¡Felicidades, Pia!

George sonrió, se encogió de hombros con un gesto defensivo y cerró la puerta tras él; luego puso de pie su maleta con ruedas y plegó el mango telescópico.

—¿Ah, sí? —repuso Pia sin más—. ¿Es hoy?

Era consciente de qué fecha era, pero no se había molestado en establecer el nexo con su cumpleaños. Dio media vuelta y fue recogiendo la ropa de deporte a medida que se internaba en el salón.

George contempló la suave curva del trasero de Pia y comprobó que en carne y hueso tenía una figura tan espectacular como la que había recreado en su imaginación durante los muchos meses que llevaba sin verla. La observó cubrirse rápidamente con las prendas que había rescatado del suelo. Después se dejó caer en el sofá, se abrazó las rodillas y apoyó los pies en el borde de la mesa, y se quedó mirándolo. Aquello le dejó dolorosamente claro que su inesperada visita no la complacía en absoluto. George recorrió el apartamento con la mirada. Tenía un tamaño generoso, aunque apenas estaba decorado. Los muebles eran nuevos pero anodinos. La impresión que le dio fue la de que allí no vivía nadie. No vio objetos personales ni fotos, solo una pila de libros de texto de medicina sobre la mesa del comedor, por lo demás vacía.

—Bonito sitio —comentó, deseoso de mostrarse positivo.

Se sentía nervioso pero decidido. Después de meses enviándole mensajes de voz y de texto no correspondidos e incontables y suplicantes correos electrónicos que apenas habían merecido respuesta, había tomado la determinación de ir a verla con la excusa de que era su cumpleaños.

Desde la última vez que se vieron, dos años antes en Nueva York, George había intentado dar un giro a su vida e incluso había salido con un par de mujeres atractivas del UCLA Medical Center, donde trabajaba como residente de segundo año en radiología. Creía que se había vuelto más fuerte, pero al verse en compañía de Pia comprendió que no estaba menos enamorado de ella que antes, si es que se trataba de amor. Amor sonaba mejor que obsesión. La atracción que sentía hacia ella se había convertido en parte de su vida, y lo más probable era que siguiera siéndolo. Así de sencillo. Era como una adicción. En realidad George no acababa de comprender del todo su propio comportamiento, así que se limitaba a aceptarlo.

Se acercó al sofá intentando establecer contacto visual, pero, como de costumbre, Pia desvió la mirada. Aun así, no se lo tomó a mal. A lo largo de los cuatro años que habían pasado en la facultad se había acostumbrado a la aparente incapacidad de la joven para mirar a los ojos. Había leído mucho acerca del trastorno de estrés postraumático y del trastorno reactivo de vinculación desde que Pia y él se graduaron y emprendieron caminos diferentes. Al principio de su relación, y por sugerencia de Pia, George se puso en contacto con la antigua asistente social de la chica, Sheila Brown, que le dio a entender sin decírselo abiertamente que su amiga padecía esos trastornos. Para George, saber equivalía a poder, y el médico que llevaba dentro deseaba apoyar a Pia y curarla. Al menos eso se decía a sí mismo. Aquella información había sido una gran fuente de ayuda para él, pues durante aquellos años le había permitido enfocar desde un punto de vista médico la incapacidad de Pia para corresponder a su pasión. Gracias a ello logró superar lo que otros habrían considerado un fracaso o incluso un golpe devastador para su autoestima.

Alargó la mano hacia la mesita auxiliar y le tendió las flores. Pia suspiró y dejó caer los hombros, así que a George se le encogió el corazón. La verdad era que albergaba la esperanza de que lo recibiera con más efusividad.

—Feliz cumpleaños —murmuró.

—George, ya sabes que mi cumpleaños me da igual —le espetó Pia sin dejar de abrazarse las rodillas—. Además, es el ramo más patético que he visto en mucho tiempo. —Su tono había perdido parte de la anterior aspereza.

George contempló las flores. Pia tenía razón. Los pétalos estaban marchitos. Se rio de las rosas y de sí mismo.

—Es que han hecho un largo viaje. Las compré sin pensarlo en el aeropuerto de Los Ángeles. Luego, en el vuelo nocturno a Denver, me tocó sentarme entre dos tipos que debían de pesar ciento ochenta kilos cada uno y las llevé en la mano todo el tiempo porque no quería dejarlas en el compartimento de encima del asiento. Por último, tuve que hacer de pie un trayecto de noventa minutos en autobús antes de poder coger un taxi y llegar hasta aquí.

—¿Cómo es que no se te ocurrió comentármelo primero? —preguntó Pia, que sacudía la cabeza con incredulidad al pensar que George había volado desde Los Ángeles obedeciendo a un impulso, confiando en que ella se mostrara receptiva. Era algo que a la propia Pia no se le habría ocurrido ni en un millón de años.

—No podía comentártelo porque hace tiempo que no me contestas ni llamadas, ni correos ni mensajes. Por lo que sabía de ti, podrían haberte secuestrado otra vez.

—No nos pongamos melodramáticos —contestó Pia al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda.

El comentario de George le había hecho dar un respingo, como si la hubieran abofeteado. Desde que la secuestraron en Nueva York, después de una serie de trágicos acontecimientos, había intentado borrar la experiencia por completo de su mente pero aún seguía acosándola. Al menos así lo demostraba la pesadilla de la que George acababa de rescatarla.

—Está bien —añadió con otro suspiro prolongado, igual que el de un globo que se deshincha—. Supongo que tienes razón. He estado desconectada, pero no ha sido a propósito. No es que no quisiera saber nada de ti en concreto, sino que he estado muy ocupada. La verdad es que llevo una temporada pasando de todo y de todos.

Pia iba poniendo orden en sus pensamientos a medida que la sorpresa de ver a George y la angustia de la pesadilla remitían.

—Mira —añadió—, no quisiera parecer grosera, pero he tenido una noche muy dura. He trabajado hasta las seis de la mañana y luego, en lugar de volver a casa y meterme en la cama, me he ido a correr y después he intentado leer. Lo siento, pero no creo que sea buena compañía.

Suspiró de nuevo. Empezaba a hacerse a la idea de que no iba a tener más remedio que enfrentarse a George.

Cuanto más se despejaba su mente, más claro veía que, probablemente, fuese por su culpa por lo que George estaba allí, y no solo porque hubiera hecho caso omiso de sus insistentes esfuerzos por reanudar el contacto. En realidad el problema derivaba de lo que ella le había dicho dos años antes en una habitación de hospital de Nueva York, tras los sucesos que habían rodeado su secuestro. Sabía que le había dado esperanzas al hablarle de amor, al decirle que no conocía lo que significaba aquella palabra, que deseaba cambiar y parecerse más a él, que la quería y se lo demostraba con una generosidad inquebrantable a pesar de las escasas recompensas que recibía a cambio.

Aquel día George y Pia hablaron en presencia de su compañero de estudios Will McKinley, que yacía en una cama de hospital, rodeado de monitores y entubado por todas partes. Los secuestradores de Pia —los hombres que habían intentado que primero ella y después George dejaran de investigar el fallecimiento de Tobias Rothman, el mentor de la joven, una muerte que finalmente ella había logrado demostrar que fue un asesinato— le habían disparado en la cabeza, al igual que en su pesadilla, y lo habían dado por muerto. Pia sintió otro escalofrío. Cada vez que pensaba en el espantoso suceso y en el disparo que había recibido Will, dudaba que consiguiera superarlo en algún momento de su vida.

—¿Sabes algo de Will? —preguntó confiando en que George tuviera alguna buena noticia, puesto que suponía que él tenía más contacto con sus antiguos compañeros de estudios que ella.

—Lo último que supe, y de eso hace ya unas cuantas semanas, fue que seguía más o menos igual. Ni los antibióticos ni las múltiples limpiezas del tejido han podido acabar con la infección.

Pia asintió. No era nada que no supiera. La persistente osteomielitis que afectaba la zona donde la bala le había perforado el cráneo a Will parecía inmune a cualquier antibiótico. Claro que lo sabía: los problemas de salud de Will eran en buena parte la razón de que ella estuviera en Boulder, Colorado.

—Pondré las flores en agua. A lo mejor reviven —dijo George, deseoso de tener algo que hacer.

Se encaminó hacia la pequeña cocina contigua al salón y buscó un recipiente adecuado. Al igual que el resto del apartamento, apenas parecía habitada. La nevera estaba vacía salvo por unas cuantas bebidas energéticas y un par de sándwiches envasados. Cogió uno y vio que la fecha de caducidad había pasado hacía más de tres semanas.

—¿Qué tal si salimos a comer algo? —propuso George, que no había comido nada desde el día anterior y estaba famélico. No recibió respuesta, de modo que siguió registrando los armarios en busca de un jarrón o algo parecido. Encontró vasos para agua, pero eran demasiado pequeños. Al final metió los tallos en el fregadero y los contempló con languidez. No se sentía mucho mejor que ellos.

—Escucha, George, lamento no haber respondido a tus mensajes estos últimos dos meses. —Pia se había levantado del sofá y estaba apoyada contra el marco de la puerta de la cocina.

A él le dieron ganas de contestarle que hacía mucho más de dos meses que no tenía noticias de ella, pero se mordió la lengua. Buscó sus ojos, pero Pia le esquivó, como de costumbre. George se preguntó si de verdad habría intentado cambiar, tal como había prometido en la habitación de hospital de Will. ¿Sería capaz de hablar con el corazón algún día o mantendría eternamente aquel muro que los separaba, temerosa de que él la traicionara? Sabía lo que le impedía abrirse. La infancia de Pia en diversos hogares de acogida desde los seis hasta los dieciocho años había sido una sucesión de abusos sexuales y traiciones que habían acabado con su capacidad de amar. Había logrado sobrevivir refugiándose en sí misma y desconfiando de todo el mundo.

—Sé lo que dije cuando estábamos en el hospital con Will —continuó Pia—. He intentado cambiar, estar más abierta al amor, pero creo que no soy capaz de conseguirlo.

Al igual que otras tantas veces, George se preguntó si aquella mujer le leería el pensamiento. En cualquier caso, le resultaba esperanzador que pareciera sinceramente apenada. Si estaba en lo cierto, se lo tomaría como una especie de avance. Aquello no iba a unirlos, pero al menos representaba un paso en la buena dirección.

—El hecho de que mi padre reapareciera como lo hizo y me salvara la vida en el último momento… —prosiguió Pia—. No sé, supongo que debería haberle mostrado más gratitud, pero me resultó difícil. Después de abandonarme en un hogar de acogida creía que podía volver a mi vida sin más. Decía que quería que fuéramos una familia, como si eso fuera posible. Tenía que alejarme de Nueva York y de él, y tú no fuiste de gran ayuda.

George bajó la mirada. Recordaba el desagradable encuentro que había mantenido con el padre de Pia, Burim Graziani —originariamente Grazdani— sin consultárselo ni pedirle permiso a ella. En aquella época, Pia se negaba a hablar de su secuestro, con George y con todo el mundo. La policía lo había interrogado durante días. ¿Qué sabía acerca de la muerte del famoso doctor Tobias Rothman y de su ayudante, el doctor Yamamoto? ¿Qué había ocurrido en la calle cuando Pia fue secuestrada y Will McKinley resultó herido de bala, acontecimientos que él había presenciado? ¿Sabía dónde habían encerrado a Pia y cómo había logrado escapar ella? ¿Había oído hablar de Edmund Mathews y Russell Lefevre, dos banqueros cuyas muertes se creía que estaban relacionadas con la de Rothman? Lo cierto era que George sabía muy poco, y cuando Burim lo llamó para decirle que era el padre de Pia, que se había cambiado el apellido después de darla en adopción y que quería hablar con él, fue como si lo hubiese fulminado un rayo. Aunque no fue muy acertado, en ese momento pensó que podría resultar de ayuda.

Cuando se reunieron, a pesar de lo poco familiarizado que estaba con el lado oscuro de la vida, George comprendió que Burim Grazdani —lo de Graziani no acababa de asimilarlo— era un hombre muy peligroso. Salió de la cafetería donde había tenido lugar el encuentro sumamente alterado, pero aun así aceptó mediar entre padre e hija. Una vez más, el impulso de intentar ayudar fue más fuerte que él. Cuando Pia se enteró del encuentro montó en cólera y le gritó que se mantuviera alejado de su vida, que aquel hombre que decía ser su padre estaba muerto para ella. Fue una de las últimas veces que George la vio antes de que él se mudara a Los Ángeles y ella se marchara para disfrutar de una estancia supuestamente larga en alguna playa —viaje sobre el que nunca le había dicho ni una palabra a George— antes de trasladarse también a Los Ángeles.

—Comprendo que quisieras alejarte de Nueva York y puede que fuera lo mejor para ti —concedió George, a pesar de que lamentó que se marchara—. Comprendo tu repentina confusión respecto a tu carrera, que pospusieras la residencia en medicina interna y que quisieras doctorarte tras la muerte de Rothman. Todo eso lo entiendo. Pero ¿Boulder? ¿Por qué Boulder?

—Porque esto me encanta, George. Me gusta el aire, me gusta mi trabajo y me gustan las montañas. Me he convertido en una entusiasta de la vida sana. He empezado a correr, a montar en bicicleta de montaña e incluso a esquiar.

Pia siguió hablándole de Boulder y le explicó en qué consistía su trabajo en aquellos momentos, pero George dejó de escucharla. No le interesaba Boulder. Lo que realmente quería saber era por qué ella no había terminado en Los Ángeles, adonde había dicho que iría antes de que se pelearan por culpa de su padre. El hecho de que Pia le hubiera comentado que pensaba instalarse en aquella ciudad durante varios años para dedicarse a la investigación había sido la única razón que lo había llevado a rechazar la residencia en el Columbia Medical Center y a mudarse a Los Ángeles. Tal como habría podido predecir, la ciudad le resultaba muy poco atractiva sin ella. Pia seguía hablando:

—… y otra razón por la que me vine a Boulder fue la osteomielitis del cráneo de Will. Por si no te habías dado cuenta, me siento terriblemente culpable por su estado. De forma indirecta, yo fui la responsable. Ahora mi esperanza es que podamos aplicarle la nanotecnología en forma de un tratamiento antibacteriano basado en los microbívoros. En Nano los tenemos, y funcionan. Ahora mismo lo único que nos falta es el visto bueno de las autoridades sanitarias, que es a lo que nos vamos a dedicar tan pronto como finalicemos los estudios de seguridad preliminares. Llevo trabajando con esos microbívoros desde que llegué, y son fantásticos.

—¿Microbívoros, dices? Creo que vas a tener ilustrarme un poco.

—No me has escuchado, George. ¿No has oído lo que acabo de explicarte sobre a qué me he estado dedicando aquí durante los últimos dieciocho meses?

—Lo siento, creo que me he despistado un poco —reconoció él con una sonrisa dubitativa.

El ansiado reencuentro con Pia estaba poniendo a prueba sus ya de por sí deficientes habilidades diplomáticas.

—Se supone que no puedo hablar de lo que hacemos hasta que las patentes se hayan formalizado debidamente, así que no le he dicho una palabra a nadie. Confío en que te guardes para ti lo que voy a contarte.

—Por supuesto —le aseguró George, deseoso de animarla.

Que Pia lo considerara digno de confianza era un paso más hacia la intimidad que él tanto anhelaba.

—Va a ser un nuevo tipo de antisepsia —siguió diciendo Pia—. La época de combatir las bacterias con antibióticos está llegando a su fin. Es decir, las bacterias tardan menos en desarrollar resistencia a esos fármacos de lo que tardamos nosotros en hallar otros nuevos. Nuestra esperanza radica en que la nanotecnología médica acuda en nuestro rescate y nos proporcione remedios eficaces, especialmente para la sepsis. Más en concreto, estoy convencida de que será capaz de curar la osteomielitis de Will.

—¿Cómo puede ayudar la nanotecnología a Will?

—Acabo de decírtelo: mediante la utilización de unos nanorrobots microscópicos llamados, muy apropiadamente, microbívoros, con los que llevo trabajando casi dos años. Son mucho más pequeños que los glóbulos rojos y devoran bacterias y otros microorganismos cuando son introducidos en el torrente sanguíneo de un animal vivo. Incluso será posible programarlos para que localicen, engullan y digieran proteínas infecciosas como los priones o las proteínas tau, asociadas con la enfermedad de Alzheimer, contra las que los antibióticos tradicionales son inútiles.

—Lamento tener que reconocerlo, pero mis conocimientos de nanomedicina son escasos. Conozco sus aportaciones a las cremas solares, pero poco más.

—Bueno, pues tendrás que ponerte al día o te quedarás atrás. La nanotecnología médica es el futuro. Va a revolucionar la medicina por completo, al menos tanto como la técnica de regeneración de las células madre. Dentro de cinco o diez años, el ejercicio de la medicina será completamente distinto gracias a ambas.

—Eso de los microbívoros corriendo por el interior del cuerpo humano mientras devoran bacterias me recuerda a aquella vieja película de ciencia ficción, El viaje alucinante.

—Puede ser. No la he visto. Pero esto no es ciencia ficción.

—¿Y dices que son más pequeños que los glóbulos rojos?

—Desde luego. Los microbívoros con los que trabajo son ovoides, con un eje alargado de unos tres micrómetros de longitud, unas seis veces más pequeño que el grosor de un cabello humano.

—Te lo repito: suena a ciencia ficción.

—Pues son muy reales. Trabajo con ellos a diario.

—Bueno, ¿y qué me dices de Los Ángeles?

Pia ladeó la cabeza y miró a George con aire interrogador.

—¿Qué quieres decir con eso de Los Ángeles?

Para ella el comentario de George carecía de sentido.

—Pues que creía que ibas a instalarte allí para dedicarte a la investigación. Nunca mencionaste Boulder…

—Bueno, durante un breve período de tiempo pensé en mudarme allí. Había localizado una empresa dedicada a la nanotecnología que estaba interesada en los microbívoros, pero su programa no ha superado aún la fase de diseño.

Solicité un puesto de investigadora, pero entonces un cazatalentos que trabajaba para una empresa de aquí contactó conmigo. El laboratorio se llama Nano, y va muy por delante de sus competidores en lo que a fabricación molecular se refiere.

—Me temo que he vuelto a perderme. ¿Qué demonios es la fabricación molecular?

—Básicamente se trata de la fabricación átomo a átomo, molécula a molécula, de artefactos de tamaño nano. Esa es la clave para crear los nanorrobots. Cuando el cazatalentos me dijo que la empresa ya había logrado fabricar unos cuantos prototipos de microbívoros y que había empezado a probarlos con animales vivos lo tuve claro. Tendrías que ver las imágenes que tenemos de esas cosas vistas a través del microscopio de barrido electrónico. ¡Te quedarías de piedra! De verdad, ¡son increíbles!

—Está bien, ¡preparado para que me deslumbres! —contestó mirando a Pia, que mantuvo el contacto visual más tiempo del habitual.

Sabía que la formidable mente de la joven estaba funcionando a toda velocidad y, como solía ocurrir, le preocupaba que pudiera leerle el pensamiento y descubrir lo poco que sabía sobre el tema que tanto la apasionaba. En ese caso, los progresos que parecían estar haciendo en cuanto a la reconexión a nivel personal se esfumarían.

—Supongo que voy a tener que aprender un montón sobre nanotecnología…

—Espera un momento, George —lo interrumpió Pia—. ¿No te mudarías a Los Ángeles solamente porque yo…?

—No, claro que no —contestó él.

Estaba deseando cambiar de conversación. Lo cierto era que se había ido a vivir a Los Ángeles por ella, pero no estaba dispuesto a reconocerlo. Sabía que Pia detestaba que se mostrase débil y desesperado.

—Ese trabajo con los microbívoros tiene que ser fascinante —añadió con timidez—. ¿Crees que podrías mostrarme lo que haces? Me encantaría verlo.

Pia seguía escudriñándolo con una intensidad que lo obligó a apartar la mirada.

—Me muero de hambre —comentó George, que necesitaba decir algo—. ¿Qué te parece si salimos a comer? —propuso frotándose las manos—. Seguro que tú también estás hambrienta.

Pia miró la maleta con ruedas de George y después a él.

—¿Dónde pensabas alojarte?

—Bueno, la verdad es que confiaba en que… —Dejó la frase en el aire y esbozó su mejor aunque poco sincera sonrisa. Era un truco que le había funcionado con otras mujeres, pero algo le decía que con ella no iba a dar resultado.

Pia cerró los ojos un momento y sacudió la cabeza de manera casi imperceptible.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Boulder?

—No mucho —repuso George esperanzado—. Solo tengo un par de días libres. Le dije a mi jefe que tenía una emergencia familiar, así que el martes debo estar de vuelta. Tenía pensado convencerte para que fueses tú a visitarme a mí a Los Ángeles.

—De acuerdo. Ya hablaremos de eso. ¿Comer algo, dices? Está bien, pero tendremos que darnos prisa. ¿Qué tal si después vamos a mi laboratorio? Así podré enseñarte parte de lo que estoy haciendo. La verdad es que tengo en marcha dos experimentos que debería supervisar en breve.

—Me parece estupendo —repuso George.

Se alegró. Tuvo la impresión de que habían progresado algo.

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