Nana
Capítulo XI
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Y entró en la sala, una estancia pequeña y de techo bajo, con una gran báscula. Era como una sala de equipajes en una estación local. Nana tuvo una gran decepción, pues había supuesto un sitio muy grande y una máquina monumental para pesar caballos. ¿Cómo? ¿No se pesaba más que a los jockeys? Entonces no valía la pena alardear tanto con su peso. Un jockey estaba en la báscula con aire estúpido y los arneses sobre las rodillas, en espera de que un hombre gordo de levita verificase su peso, mientras un mozo de cuadra, en la puerta, le tenía el caballo, Cosinus, alrededor del cual se apelotonaba la gente, silenciosa y absorta.
Se iba a cerrar la pista. Labordette apuraba a Nana, pero volvió sobre sus pasos para señalarle a un hombrecillo que hablaba con Vandeuvres aparte.
—Mira, ahí tienes a Price —le dijo.
—Sí, ese es el que me monta —murmuró ella riéndose.
Y lo encontró horriblemente feo. Todos los jockeys tenían aspecto de cretinos; sin duda, decía, porque les impedían crecer. Aquél, un hombre de unos cuarenta años, parecía un niño viejo disecado, con un largo rostro delgado, cruzado de pliegues, duro y muerto.
El cuerpo era tan nudoso y tan reducido, que la casaca azul con mangas blancas parecía echada sobre un tronco.
—No; compréndelo —repuso ella al marcharse—; no me haría feliz.
Un tropel aún abarrotaba la pista, cuya hierba, mojada y pisoteada, había quedado negra. La multitud se apelotonaba delante de dos tableros indicadores muy altos, sobre una columna de hierro fundido; levantaban la cabeza y acogían con un murmullo cada número de caballo, que un hilo eléctrico, unido a la sala de peso, hacía aparecer. Los señores tomaban apuntes en sus programas; «Pichenette», retirada por su propietario, levantó murmullos.
Nana no hizo más que atravesar del brazo de Labordette cuando la campana, colgada de un mástil, sonaba con persistencia para que saliesen de la pista.
—Queridos —dijo Nana subiendo a su landó—, es un camelo ese recinto de pesaje.
Se la aclamaba, se aplaudía alrededor suyo: «¡Bravo, Nana! Nana nos ha sido devuelta». ¡Qué bestias eran! ¿Era que la tomaban por una descastada?
Llegaba en un buen momento. ¡Atención, aquello empezaba! Y el champaña se olvidó, se dejó de beber.
Pero Nana se quedó sorprendida al encontrar a Gagá en su coche, con Bijou y Louiset sobre sus rodillas; Gagá estaba decidida a reconquistar a Héctor de la Faloise, pero había acudido diciendo que había querido besar al pequeño. Ella adoraba a los niños.
—A propósito, ¿y Lili? —preguntó Nana—. ¿No era ella, precisamente, a quien he visto allá en el coche de ese viejo? Acaban de contarme una cosa muy graciosa.
Gagá había adoptado un gesto desolado.
—Querida, estoy mal —dijo ella con dolor—. Ayer tuve que quedarme en cama de tanto como lloré, y hoy no creí poder venir. Tú ya sabes cuál era mi opinión, Nana. Yo no quería; la hice educar en un convento para casarla bien. Y le he dado consejos severos, y una vigilancia continua… Pues ha sido ella quien ha querido. ¡Oh…! Tuvimos una escena, lágrimas, palabras desagradables, hasta le di una bofetada. Ella se aburría y quería divertirse… Entonces, cuando me dijo: «Después de todo, no eres tú quien tiene derecho a impedírmelo», yo le contesté: «Tú eres una miserable, tú nos deshonras; ¡vete!». Y… ya lo ves; he consentido en arreglar eso… Pero aquí tienes mi última esperanza fracasada; yo, que había soñado, ¡ay! con cosas tan bellas.
Unas voces disputando las hicieron levantarse. Era Georges que defendía a Vandeuvres contra los rumores que circulaban por los grupos.
—¿Por qué decir que abandona su caballo? —gritaba el jovencito—. Ayer mismo, en el salón de las carreras, apostó por «Lusignan» mil luises.
—Sí, yo estaba allí —afirmó Philippe—. Y no puso ni uno sobre Nana… Si Nana está a diez, no es por él. Es ridículo atribuir a la gente tantos cálculos. ¿Qué interés tendría en ello?
Labordette escuchaba con gesto tranquilo, y encogiéndose de hombros dijo:
—Dejadlo ya, de algo tienen que hablar… El conde todavía acaba de apostar quinientos luises por lo menos por «Lusignan», y si ha jugado un centenar de luises por «Nana», es porque un propietario siempre debe tener el aspecto de que confía en sus caballos.
—¡Y… silencio! ¡Qué nos importa todo eso! —clamó Héctor de la Faloise agitando los brazos—. Si es «Spirit» el que gane… ¡Abajo Francia! ¡Bravo por Inglaterra!
Un largo estremecimiento sacudió a la multitud mientras repicaba nuevamente la campana y anunciaba la llegada de los caballos a la pista. Entonces Nana, para ver bien, se subió a la banqueta de su landó, aplastando con los pies los ramos de miosotas y de rosas.
Con una mirada circular abarcaba el inmenso horizonte. En aquel último instante de fiebre, sólo se destacaba la pista vacía, cerrada con las barreras grises, al lado de las cuales se alineaban los agentes de policía, de dos en dos postes, y el campo de hierba, cenagoso ante ella, iba reverdeciendo hasta convertirse allá lejos en una alfombra de suave terciopelo.
En el centro, se veía el prado donde se agitaba una muchedumbre puesta de puntillas, otra subida en sus coches, chillona y apasionada… Los caballos relinchaban, las telas de las tiendas crujían y los jinetes lanzaban su montura entre los peatones, que corrían a protegerse en las barreras, y por el otro lado, cuando se volvían hacía las tribunas, las figuras se achicaban y los miles de cabezas no formaban más que un abigarramiento que llenaba las avenidas, las gradas y las terrazas, donde el hacinamiento de perfiles negros se destacaba bajo el cielo.
Y más lejos aún, alrededor del hipódromo, dominaba la llanura. Detrás del molino cubierto de hiedra, a la derecha, había una pradera cortada por grandes sombras, y enfrente, hasta el Sena, al pie de la colina, se cruzaban las avenidas del parque, donde esperaban las hileras inmóviles de carruajes; luego, hacia Boulogne, a la izquierda, la región se alargaba de nuevo, abriendo un agujero sobre las azuladas lontananzas de Meudon, que limitaba una alameda de paulonías, cuyas cabezas rosa, sin una hoja, parecían un lienzo de laca viva.
Continuaba llegando gente; un hormiguero procedente de allá abajo, se arrastraba por la delgada cinta del camino, a través de las tierras, mientras que, muy lejos, del lado de París, el público que no pagaba, un rebaño acampando en los ribazos, ponía una línea movediza de puntos sombríos en la entrada del bosque, bajo los árboles.
Pero la alegría enardeció de repente a las cien mil almas que cubrían aquel trozo de campo con un bullicio de insectos, enloquecidos bajo el vasto cielo.
El sol, oculto desde hacía un cuarto de hora, volvió a aparecer, derramándose en un lago de luz. Y todo brilló de nuevo; las sombrillas de las mujeres eran como escudos de oro por encima de la muchedumbre. Se aplaudía al sol, lo saludaban con risas, y los brazos se agitaban como para apartar las nubes.
Entretanto, el juez de paz se adelantaba solo en medio de la desierta pista. Más arriba, hacia la izquierda, apareció un hombre con una bandera roja en la mano.
—Es el starter, el barón de Mauriac —respondió Labordette a una pregunta de Nana.
Alrededor de la joven, entre los hombres que se apiñaban hasta en los estribos de su carruaje, surgían exclamaciones y se mantenía una conversación incoherente, con palabras lanzadas bajo el efecto inmediato de las impresiones. Philippe y Georges, Bordenave y Héctor no podían callarse.
—¡No empujen tanto! ¡Déjenme ver! El juez entra en su garita… ¿Dice que es el señor de Souvigny? Se necesitan buenos ojos para precisar el tamaño de su nariz… ¡Cállese; ya levantan la oriflama! Ahí están, ¡atención! Cosinus va primero.
Una bandera amarilla y roja flameaba en el aire, en lo alto de su mástil. Los caballos llegaron uno por uno, conducidos por sus mozos de cuadra, los jockeys detrás de los animales y con los brazos colgantes, formando manchas claras al sol.
Después de Cosinus aparecieron «Hasard» y «Boum». Luego un murmullo acogió a «Spirit», un bayo cuyos colores, limón y negro, tenían una tristeza británica. «Valerio II» tuvo un gran éxito a su entrada: pequeño, vivo, en verde suave con listas rosa. Los dos de Vandeuvres se hacían esperar. Por fin, detrás de Frangipane con colores azul y blanco, se presentaron. Pero «Lusignan», un bayo muy oscuro, de una forma irreprochable, casi fue olvidado ante la sorpresa que causó «Nana».
Nunca se la había visto así; el rayo de sol doraba a la potranca alazana con rubicundez de muchacha rojiza. Relucía a la luz como un luis nuevo: el pecho ancho, la cabeza y el cuello ligeros, con el movimiento nervioso y fino de su robusto lomo.
—Vaya, tiene mis cabellos —gritó Nana extasiada—. ¿Saben que estoy orgullosa?
Subían al landó. Bordenave casi se puso en pie encima de Louiset, a quien su madre olvidaba. Lo cogió con gruñidos paternales y se lo subió a un hombro, murmurando:
—Este pobre chico también tiene derecho a verlo… Espera, que voy a enseñarte a mamá… Allá abajo, mira el caballo.
Y como Bijou le rascase las piernas, también lo cogió, mientras Nana, dichosa de que aquel animal llevase su nombre, echó una mirada a las otras mujeres para ver qué cara ponían. Todas rabiaban. En aquel instante, en su fiacre, la Tricon, inmóvil hasta entonces, agitaba las manos y daba las órdenes a un bookmaker, por encima de la muchedumbre. Su olfato acababa de hablar: apostaba por «Nana». Sin embargo, Héctor de la Faloise armaba un ruido insoportable. Se encaprichaba con Frangipane.
—Tengo una inspiración —repetía—. Miren a ese Frangipane. ¿Eh? ¡Qué movimientos…! ¡Cojo a Frangipane a ocho! ¿Quién da?
—Conténgase —acabó por decir Labordette—. No hará más que lamentarse.
—Una engañifa ese Frangipane —replicó Philippe—. Está empapado… Ya lo verá en el galope de ensayo.
Los caballos habían subido hacia la derecha, y partieron para el galope de ensayo, pasando en desbandada por delante de las tribunas. Entonces hubo un nuevo apasionamiento y todos hablaban a la vez.
—Demasiado largo de lomo ese «Lusignan», pero bien preparado… ¿Sabe que ese «Valerio II» no vale un ochavo? Es nervioso, galopa con la cabeza alta, y eso es mala señal. Miren, Bume monta a «Spirit»… Les digo que no tiene espaldilla, y una buena espaldilla lo es todo… No, decididamente, «Spirit» es muy tranquilo… Oiga, yo he visto a «Nana» después de la Grande Poule des Produits, y estaba temblorosa, con el pelo muerto y un resuello muy fuerte. Veinte luises a que no se clasifica… Basta ya, nos fastidia con su Frangipane. Ya no es el momento; ahí salen.
Era Héctor, que casi lloraba debatiéndose por encontrar un bookmaker. Hubo que hacerle entrar en razón.
Todos los cuellos se alargaban, pero la primera salida no fue buena; el starter, que se le veía allá lejos como un delgado tronco negro, no había bajado su bandera roja. Los caballos volvieron después de un corto galope. Aún hubo dos salidas más en falso. Por fin el starter reunió a los caballos y los lanzó con una destreza que arrancó gritos. «¡Soberbio!» «No, ha sido la casualidad…» «No importa, ya está.»
El clamor ahogó la ansiedad que oprimía los pechos. Ahora se paralizaron las apuestas, la suerte se jugaba sobre la inmensa pista. Al principio reinó el silencio, como si los alientos fuesen cortados. Sus caras se alzaban, blancas, con estremecimientos. A la salida, «Hasard» y Cosinus habían hecho el juego poniéndose en cabeza. «Valerio II» les seguía de cerca, y los otros iban en confuso pelotón. Cuando pasaron por delante de tribuna, conmoviendo el suelo, con el viento huracanado de su carrera, el pelotón ya se estiraba en una cuarentena de largos. Frangipane iba el último, y «Nana» estaba un poco detrás de «Lusignan» y de «Spirit».
—Caramba —murmuró Labordette—. Cómo se desenvuelve el inglés.
En el landó todo eran gritos y exclamaciones. Se empinaban y seguían con la vista las manchas deslumbrantes de los jockeys, que desfilaban bajo el sol. En la subida, «Valerio II» se puso en cabeza; Cosinus y «Hasard» perdían terreno, mientras «Lusignan» y «Spirit», pegadas casi las cabezas, seguían teniendo tras ellos a «Nana».
—¡Diablos! el inglés está ganando —dijo Bordenave—. «Lusignan» se fatiga y «Valerio II» no aguanta.
—Pues quedaremos bien si gana el inglés —exclamó Philippe en un arrebato de fervor patriótico.
Un sentimiento de angustia empezaba a deprimir a toda la gente allí amontonada. ¡Aún otra derrota! Y un clamor de voto extraordinario, casi religioso, subió por «Lusignan», mientras se injuriaba a «Spirit», con su jockey ofreciendo una mueca de enterrador.
De la multitud desparramada por la hierba se elevaba un frenesí de los grupos, que se esparcía por todo el ambiente, los jinetes cruzaban el césped en un galope furioso. Y Nana, que miraba en torno suyo, contemplaba a sus pies aquel oleaje de caballos y de personas, aquel mar de cabezas bajas y como arrebatadas hacia la pista por el torbellino de la carrera, rayando el horizonte el vivo relampagueo de los jockeys.
Ella los seguía por la espalda, fijos los ojos en las grupas, en la velocidad increíble de sus patas, que se perdían allá lejos y se adelgazaban. Ahora, en el fondo, desfilaban de perfil, pequeños, delicados, sobre las lejanías verdosas del bosque. Luego, bruscamente, desaparecieron tras un gran conjunto de árboles plantados en medio del hipódromo.
—¡Esperen! —gritó Georges, siempre con su esperanza—. Aún no se ha acabado. El inglés está rendido.
Pero Héctor de la Faloise, poseído por su desdén nacional, se ponía escandaloso aclamando a «Spirit». ¡Bravo! ¡Ya estaba hecho! Francia necesitaba aquello. «Spirit» primero y Frangipane segundo. ¡Esto aplastaría a la patria!
Labordette, a quien exasperaba, le amenazó seriamente con arrojarlo del coche.
—A ver cuántos minutos tardan —dijo Bordenave con la mayor tranquilidad y sacando su reloj mientras sostenía a Louiset.
Uno a uno, tras el conjunto de árboles, reaparecieron los caballos. Hubo un estupor; la muchedumbre lanzó un prolongado murmullo. «Valerio II» se mantenía en cabeza, pero «Spirit» le ganaba terreno, y detrás de él «Lusignan» había cedido mientras otro caballo tomaba su puesto. Aquello no se comprendió en seguida. Se confundían las casacas, hasta que surgieron las primeras exclamaciones…
—¡Pero si es «Nana»…! ¡Vamos ya, «Nana»! Le digo que «Lusignan» no se ha movido… Sí, es «Nana». Se la reconoce muy bien por su color de oro… ¡La ven ahora! Está echando fuego… ¡Bravo, «Nana»! Vaya una tarde… Eso no significa nada. Está haciendo el juego a «Lusignan».
Durante algunos segundos, aquella fue la opinión de todos. Pero lentamente la potranca ganaba terreno, en un esfuerzo continuo. Entonces la emoción fue inmensa. La cola de caballos, rezagada, ya no interesaba. Una lucha suprema se establecía entre «Spirit», «Nana», «Lusignan» y «Valerio II».
Se les nombraba, se comprobaba su progreso o su desfallecimiento, con frases sin fin, apenas balbuceadas.
Y Nana, que acababa de subir al asiento de su cochero, como izada, permanecía pálida, sacudida por un temblor y tan oprimida que se callaba. A su lado, Labordette había recobrado su sonrisa.
—Vean. El inglés se ha puesto mal —dijo alegremente Philippe—. Ya no marcha bien.
—En todo caso, «Lusignan» está acabado —gritó Héctor de la Faloise—. Es «Valerio II» el que llega… ¡Miren! Ahí están los cuatro en pelotón.
Una misma palabra salió de todas las bocas.
—¡Vaya galope, muchachos! ¡Qué brío más endiablado!
Ahora el pelotón llegaba de frente, como un rayo. Se sentía su aproximación y casi su aliento, un resoplido lejano que se agrandaba a cada segundo. La multitud, impetuosamente, se había precipitado a las barreras y, precediendo a los caballos, escapó un profundo clamor de los pechos, que crecía según se aproximaban con un ruido de mar embravecido.
Era la última brutalidad de una colosal partida; cien mil espectadores dominados por una idea fija, ardiendo en la misma necesidad de suerte tras aquellos animales en cuyo galope había millones. Se empujaban, se aplastaban, con los puños cerrados, la boca abierta, cada uno para sí, cada uno azuzando a su caballo con la voz y el ademán. Y el grito de un pueblo, grito de fiera reaparecida bajo las levitas, rugiendo cada vez más.
—¡Ahí están! ¡Ahí están! ¡Ahí están…!
Pero «Nana» aún ganaba terreno; ahora «Valerio II» estaba distanciado, mantenía la cabeza, con «Spirit» a dos o tres cuellos. El rugido de trueno había crecido. Ya llegaban, y una tempestad de juramentos los acogía desde el landó.
—¡Vamos ya, «Lusignan»; cobarde, cochino burro! ¡Muy elegante «Spirit»! ¡Adelante, adelante, viejito…! ¡Ese Valerio es un asco! ¡Ah, carroña! ¡Al diablo mis diez luises! ¡No hay como «Nana»! ¡Bravo, «Nana»! ¡Bravo granujilla!
Y sobre el asiento, Nana, sin darse cuenta, había adoptado un balanceo de muslos y de riñones, como si ella misma corriese. Daba sacudidas con el vientre, como si ayudase a la potranca. A cada sacudida, lanzaba un suspiro de fatiga, diciendo con voz penosa y baja:
—Vamos ya… vamos ya… vamos ya…
Entonces se vio una cosa soberbia. Price, de pie sobre los estribos, el látigo en alto, azotaba a «Nana» con brazo férreo. Aquel viejo niño disecado, aquel largo rostro, duro y muerto, lanzaba llamas. Y, en un arrebato de furiosa audacia, de voluntad triunfante, entregaba su corazón a la potranca, la sostenía, la llevaba, bañada de espuma y los ojos sangrientos.
El pelotón pasó con un redoble de trueno, cortando las respiraciones, barriendo el aire, mientras el juez, muy frío y con el ojo en la mira, esperaba. Después retumbó una inmensa exclamación. En un esfuerzo supremo, Price acababa de arrojar a «Nana» contra el poste, batiendo a «Spirit» por el largo de una cabeza.
Aquello fue como el clamor surgido de una marea. ¡«Nana», «Nana», «Nana»! El grito rodaba, crecía con violencia de tempestad, llenando poco a poco el horizonte, desde las profundidades del bosque al monte Valérien, desde las praderas de Longchamp a la planicie de Boulogne. Sobre el césped había estallado abiertamente un entusiasmo frenético. ¡Viva «Nana»! ¡Viva Francia! ¡Abajo Inglaterra!
Las mujeres blandían sus sombrillas; los hombres saltaban, daban vueltas, rugían; otros, con risas nerviosas, arrojaban sus sombreros. Y de un lado a otro de la pista, el recinto de pesaje respondía, una agitación conmovía las tribunas, sin que se viese claramente más que un temblor en el aire, como la llama invisible de un brasero, encima de aquel montón vivo de pequeños rostros descompuestos, de brazos retorcidos, con los puntos negros de los ojos y la boca abierta.
Aquello ya no cesaba, se hinchaba, volvía a empezar en el fondo de las avenidas lejanas, entre el pueblo acampado bajo los árboles, para extenderse y alargarse en la emoción de la tribuna imperial, donde la emperatriz había aplaudido. ¡«Nana», «Nana», «Nana»!
El grito ascendía en la gloria del sol, cuya lluvia de oro bañaba el vértigo de la muchedumbre.
Entonces Nana, en pie sobre el asiento de su landó, crecía, creyendo que la aclamaban. Ella había permanecido inmóvil un instante, con el estupor de su triunfo, mirando la pista invadida por una avalancha tan espesa que no se veía la hierba, cubierta por un mar de sombreros negros.
Luego, cuando todo aquel gentío se hubo colocado, formando una larga fila hacia la salida, saludando de nuevo a «Nana», que se iba con Price, doblado sobre el cuello del animal, agotado y como vacío, ella se golpeó los muslos violentamente, olvidándose de todo, triunfando sus frases creídas:
—¡Ah, Dios mío, si soy yo! ¡Dios mío, qué suerte!
Y no sabiendo cómo expresar la alegría que la trastornaba, cogió y besó a Louiset, a quien acababa de ver en el aire, sobre los hombros de Bordenave.
—Tres minutos y catorce segundos —dijo Bordenave volviendo a guardar su reloj en el bolsillo.
Nana continuaba oyendo su nombre, cuyo eco le enviaba la llanura entera. Era su pueblo aplaudiéndola, mientras ella, erguida ante el sol, dominaba con sus cabellos de astro y su traje blanco y azul, color de cielo.
Labordette, escapándose, acababa de anunciarle una ganancia de dos mil luises, porque había colocado sus cincuenta luises por «Nana» a cuarenta.
Pero este dinero la conmovía menos que aquella victoria inesperada, cuyo estallido la hacía reina de París. Todas las otras mujeres perdían. Rose Mignon, en un impulso rabioso, había roto su sombrilla, y Caroline Héquet y Clarisse, y Simonne, y aun la misma Lucy Stewart, a pesar de su hijo, juraban sordamente, asqueadas ante la suerte de aquella gorda ramera, pero la larguirucha Tricon, que se había santiguado a la salida y a la llegada de los caballos, sobresalía por encima de todas, gozosa con su corazonada y alabando a Nana como matrona experta.
Mientras, alrededor del landó la aglomeración era cada vez mayor y todo eran gritos estridentes. Georges, oprimido, continuaba chillando solo, ronco ya. Como faltaba champaña, Philippe se llevó a los criados para recorrer los puestos de bebidas. Y la corte de Nana seguía creciendo, pues su triunfo decidía a los retrasados; el movimiento que había hecho con su carruaje en el centro del césped concluía en apoteosis: era la reina Venus para sus enloquecidos súbditos.
Bordenave, detrás de ella, renegaba con un enternecimiento de padre. El mismo Steiner, reconquistado, había abandonado a Simonne y se erguía sobre un estribo.
Cuando el champaña llegó y ella levantó su copa, fueron tales los aplausos y se gritó tan fuerte ¡«Nana», «Nana», «Nana»! que la muchedumbre, asombrada, buscaba a la potranca, y no se sabía si era el animal o la mujer lo que llenaba los corazones.
A todo esto, Mignon corría, a pesar de las terribles mirada de Rose. Aquella condenada muchacha le sacaba de quicio y quería abrazarla. Luego, después de besarle las mejillas, le dijo paternalmente:
—Lo que más me fastidia es que ahora Rose enviará la carta… Está demasiado rabiosa.
—Pues mejor. Eso me situará —dijo Nana, pero al verle estupefacto, en seguida añadió—: No me hagas caso; no sé lo que digo… Ya estoy borracha.
Y lo estaba, en efecto; borracha de alegría, borracha de sol y con el vaso en alto, se aclamaba a sí misma.
—¡Por «Nana»! ¡Por «Nana»! —gritaba en medio de un recrudecimiento de la algazara, de las risas y los bravos que poco a poco se enseñoreaban del hipódromo.
Las carreras concluían; se corría el Premio Vaublanc. Los coches iban saliendo uno tras otro.
Sin embargo, el nombre de Vandeuvres volvía a ser el centro de las discusiones.
Ahora la cosa estaba clara: Vandeuvres, desde hacía dos años, preparaba su golpe, encargando a Gresham que retuviese a «Nana», y no había lanzado a «Lusignan» más que para hacer el juego a la potranca. Los perdedores se enojaban, mientras que los ganadores se encogían de hombros. ¿Y qué? ¿Acaso no estaba permitido? Un propietario llevaba su cuadra como le parecía. Ya se habían visto otros casos.
La mayoría reconocía en Vandeuvres mucho talento al haber hecho que unos cuantos amigos recogiesen todo lo que había podido tomar sobre «Nana», lo cual explicaba el alza brusca de las cotizaciones; se hablaba de dos mil luises, a treinta de promedio, lo que hacía un millón doscientos mil francos de ganancia, una cantidad cuya importancia imponía respeto y lo excusaba todo.
Pero otros rumores, gravísimos, llegaban del recinto de pesaje. Los hombres que volvían de allí precisaban los detalles, y las voces aumentaban asegurando que se trataba de un escándalo vergonzoso.
El pobre Vandeuvres estaba acabado; había echado a perder su soberbio golpe por una estúpida necedad, por un robo idiota, al encargar a Maréchal, un bookmaker tarado, que diese por su cuenta dos mil luises contra «Lusignan», con la intención de recuperar sus mil y pico de luises apostados abiertamente, una miseria, y esto probaba el enredo, en medio del último crujido de su fortuna.
El bookmaker, advertido de que el favorito no ganaría, había realizado unos sesenta mil francos sobre ese caballo.
Sólo que Labordette, falto de instrucciones exactas y detalladas, había ido precisamente a cogerle doscientos luises sobre «Nana», que el otro continuaba dando a cincuenta en su ignorancia del verdadero golpe.
Despojado de cien mil francos con la potranca, con una pérdida de cuarenta mil, Maréchal, que sentía que todo se derrumbaba bajo sus plantas, lo comprendió bruscamente al ver a Labordette hablando con el conde después de la carrera, frente a la sala de pesaje, y en su furor de antiguo cochero, con una brutalidad de hombre robado, acababa de hacer pública una escena vergonzosa, contando toda la historia con palabras gráficas y amotinando a todo el mundo. Se añadía que el jurado de las carreras iba a reunirse.
Nana, a quien Philippe y Georges ponían al corriente en voz baja, hacía consideraciones sin dejar de reír y beber. Era posible, después de todo; se acordaba de ciertas cosas, y además, aquel Maréchal tenía muy mala cara.
No obstante, aún dudaba cuando Labordette reapareció. Estaba muy pálido.
—¿Y qué? —le preguntó a media voz.
—Perdido —respondió simplemente.
Y se encogió de hombros. Un chiquillo ese Vandeuvres. Ella hizo un gesto de fastidio.
Por la noche, en Mabille, Nana obtuvo un éxito colosal. Cuando apareció, hacía las diez, el alboroto era formidable. Esta clásica velada de locura reunía a toda la juventud galante, a una sociedad selecta que se enlodaba en una brutalidad y una imbecilidad de lacayos. Se aplastaban bajo las guirnaldas de gas; fracs negros, atuendos excesivos, mujeres muy escotadas, con viejos trajes apropiados para ensuciarse, chillaban, y daban vueltas dominados por una embriaguez enorme.
A treinta pasos ya no se oían los instrumentos de la orquesta. Nadie bailaba. Palabras necias, repetidas sin saber por qué, circulaban entre los grupos. Se hacían esfuerzos queriendo ser graciosos. Siete mujeres, encerradas en el vestuario, lloraban para que les abriesen. Un chalote, encontrado y puesto en subasta, fue rematado en dos luises.
Precisamente Nana llegó en aquel instante, con el mismo vestido que llevaba en la carrera, azul y blanco. Le entregaron el chalote en medio de una salva de aplausos. Contra su voluntad, la cogieron tres señores y la pasearon triunfante por el jardín, a través de los céspedes pisoteados y de los macizos de plantas destrozados, y como la orquesta constituía un obstáculo, la tomaron al asalto, rompieron las sillas y los atriles, mientras un policía, paternal, organizaba el desorden.
Hasta el martes Nana no logró reponerse de las emociones de su victoria. Aquella mañana hablaba con la señora Lerat, que llegó para darle noticias de Louiset, a quien el aire libre había puesto enfermo.
Una historia que ocupaba a todo París la apasionaba. Vandeuvres, excluido de los campos de las carreras, expulsado la misma noche del Círculo Imperial, incendió al día siguiente su cuadra, con sus caballos y él dentro.
—Me lo había dicho —repetía la joven—. Estaba loco ese hombre… Qué miedo tuve cuando me lo contaron anoche. Ya comprenderás, habría podido asesinarme cualquier noche… ¡Y debió prevenirme sobre su caballo! Habría ganado una fortuna, por lo menos… Le dijo a Labordette que si yo conocía el asunto, en seguida informaría a mi peluquero y a una serie de hombres. ¡Vaya cortesía! No, verdaderamente no puede dolerme mucho.
Después de esta reflexión se puso furiosa. Precisamente entraba Labordette; había arreglado sus apuestas y le traía cuarenta mil francos. Esto no hizo más que aumentar su mal humor, porque ella había podido ganar un millón. Labordette, que se hacía el inocente en toda aquella aventura, abandonó abiertamente a Vandeuvres. Esas antiguas familias estaban vacías y acababan de una manera imbécil.
—¡Ah, no! —exclamó Nana—. No es ninguna imbecilidad prenderse fuego en un establo. Yo encuentro que ha acabado con arrogancia. Ya sabes que no defiendo su enjuague con Maréchal. Eso es imbécil. Cuando pienso que Blanche tuvo la desfachatez de echármelo a la cara… Yo le respondí: ¿Es que le mandé robar? Se puede pedir dinero a un hombre sin empujarlo al crimen… Si me hubiese dicho: No tengo nada, yo le habría dicho: Está bien, separémonos, y la cosa no habría ido más lejos.
—Sin duda —dijo la tía seriamente—. Cuando los hombres se obstinan, peor para ellos.
—En cuanto a la pequeña fiesta del final, fue muy distinguida —añadió Nana—. Parece que fue terrible, hasta poner carne de gallina. Había alejado a todo el mundo y se encerró dentro con el petróleo… Y eso arde que da gusto. Imagínese un edificio, casi todo de madera, lleno de paja y de heno… Las llamas subían como torres… Lo más bonito es que los caballos no se dejaban tostar. Se les oía patear y arrojarse contra las puertas, con rugidos que parecían humanos… Sí, la gente que lo vio todavía se estremece.
Labordette dejó escapar un ligero suspiro de incredulidad. Él no creía en la muerte de Vandeuvres. Alguien le había visto saltando por una ventana. Había prendido fuego a su cuadra en un ataque de locura, pero cuando sintió demasiado calor, debió de pensarlo mejor. Un hombre tan estúpido con las mujeres, tan vacío, no podía morir con aquella arrogancia.
Nana le escuchaba desilusionada. Y no encontró más que esta frase:
—Desgraciado él… ¡Era tan guapo!