Nana

Nana


Capítulo VI

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Capítulo VI

El conde Muffat, acompañado de su esposa y de su hija, había llegado la víspera a las Fondettes, en donde la señora Hugon, que estaba sola con su hijo Georges, les había invitado a pasar ocho días. La casa, construida a finales del siglo XVII se levantaba en medio de un inmenso recinto cuadrado, sin ornamento alguno, pero el jardín disponía de sombras magníficas y de una sucesión de estanques de agua corriente que alimentaba los manantiales. Estaba a lo largo de la carretera de Orleáns a París, como un islote de verdor, un ramillete de árboles que rompía la monotonía de esa llanura donde los cultivos se extienden hasta el infinito.

A las once, cuando el segundo toque de campana para el almuerzo hubo reunido a todo el mundo, la señora Hugon, con su buena sonrisa maternal, dio grandes besos en las mejillas de Sabine y dijo:

—Ya sabes, en el campo es mi costumbre… Me rejuvenece veinte años verte aquí… ¿Has dormido bien en tu antigua alcoba?

Luego, sin esperar su respuesta, se volvió hacia Estelle:

—Y esta pequeña ha dormido de un tirón, ¿no es así? Dame un beso, pequeña.

Se habían sentado en el amplio comedor, cuyas ventanas daban al parque. Pero sólo ocupaban un extremo de la gran mesa, apretados para estar más juntos. Sabine, muy alegre, evocaba sus recuerdos de juventud, que acababan de despertarse: los meses pasados en las Fondettes, los largos paseos, una caída en un estanque una tarde de verano, una vieja novela de caballería descubierta en un armario y leída en invierno, ante el fuego de sarmientos. Y Georges, que no había vuelto a ver a la condesa desde hacía unos meses, la encontraba más animada, con cierto cambio en el rostro, mientras la larguirucha Estelle, por el contrario, parecía todavía más apagada, más muda y más torpe.

Como se comían huevos pasados por agua y chuletas, la señora Hugon, hacendosa mujer de su casa, se lamentó diciendo que los carniceros estaban imposibles, pues lo compraba todo en Orleáns y nunca le enviaban los trozos que ella pedía. Por otro lado, si sus huéspedes comían mal, era culpa de ellos, por llegar cuando ya estaba muy adelantada la temporada.

—Esto no tiene sentido común —decía ella—. Les esperaba desde el mes de junio, y estamos a mediados de setiembre… Ahora no es muy bonito.

Con un gesto señalaba los árboles del prado, que empezaban a amarillear. El cielo estaba cubierto, y un vaho azulado anegaba el horizonte en una dulce y melancólica tranquilidad.

—Espero a otros invitados —continuó ella—, y esto estará más animado. Primeramente, dos señores a quienes ha invitado Georges, el señor Fauchery y el señor Daguenet; los conocen, ¿verdad? Luego el señor de Vandeuvres, que me promete visita desde hace cinco años, y tal vez este año se decida.

—Vaya por Dios —exclamó la condesa riendo—; si no tenemos más que al señor de Vandeuvres… Está tan ocupado…

—¿Y Philippe? —preguntó Muffat.

—Philippe ya pidió la licencia —respondió la anciana señora—, pero sin duda ustedes ya no estarán en las Fondettes cuando llegue.

Se servía el café. La conversación había recaído sobre París, y se pronunció el nombre de Steiner. Este nombre arrancó un pequeño grito a la señora Hugon.

—A propósito —dijo ella— ese señor Steiner es aquel grueso señor que encontré una noche en su casa, un banquero, ¿no es así? ¡Vaya sinvergüenza! ¿Pues no compró una propiedad para una actriz a una legua de aquí, por allá abajo, en la Choue, al lado de Gumières? Toda la región está escandalizada…

¿Sabía usted eso, amigo mío?

—Ni idea —respondió Muffat—. Entonces, ¿Steiner ha comprado una finca en los alrededores?

Georges, al oír a su madre abordar aquel tema, metió la nariz en su taza, pero la levantó y miró al conde, asombrado de su respuesta. ¿Por qué mentía tan descaradamente? Por su parte, el conde, percibiendo el movimiento del joven, le miró con desconfianza. La señora Hugon continuaba dando detalles: la finca se llamaba la Mignotte; había que remontar la Choue hasta Gumières para atravesar un puente, lo que alargaba el camino en dos buenos kilómetros; de otra manera, había que mojarse los pies y se corría el riesgo de un chapuzón.

—¿Y cómo se llama la actriz? —preguntó la condesa.

—Me lo dijeron —murmuró la anciana—. Georges, tú estabas allí aquella mañana, cuando el jardinero nos habló…

Georges fingió que hacía memoria. Muffat esperaba haciendo girar una cucharilla entre los dedos. Entonces la condesa, dirigiéndose a él, comentó:

—Ese Steiner, ¿no andaba con esa cantante del Varietés, esa Nana?

—Nana, eso es; ¡una sinvergüenza! —gritó la señora Hugon enfadándose.

Y se la espera en la Mignotte. Yo lo sé todo por el jardinero, ¿no es cierto, Georges? El jardinero decía que se la esperaba esta tarde.

El conde experimentó un ligero estremecimiento de sorpresa. Pero Georges respondía con vivacidad:

—Bah, mamá… El jardinero hablaba sin conocimiento de causa. Hace un momento el cochero me dijo lo contrario, que no esperan a nadie en la Mignotte hasta pasado mañana.

Trataba de que le viesen natural, y por el rabillo del ojo miraba qué efecto hacían sus palabras en el conde, quien continuaba dando vueltas a su cucharilla, como tranquilizado. La condesa, con la mirada perdida en el fondo verdoso del parque, parecía no ocuparse de la conversación, siguiendo con la sombra de una sonrisa un pensamiento secreto que se despertó en ella súbitamente; Estelle, mientras, tiesa en su silla, había escuchado lo que decían de Nana sin que un rasgo de su blanco rostro de virgen se inmutase.

—Dios mío —murmuró después de un silencio la señora Hugon, a la vez que recobraba su bondad, es una equivocación enfadarse—. Es preciso que viva todo el mundo. Si nos encontramos con esa señora en el camino, no nos desviaremos para evitar saludarla.

Al levantarse de la mesa, aun riñó a la condesa Sabine por haberse hecho desear tanto aquel año. Pero la condesa se defendió culpando del retraso a su marido; por dos veces, a punto de partir y con las maletas listas, había dado contraorden, disculpándose con negocios urgentes; luego se decidió repentinamente y cuando el viaje parecía olvidado. Entonces la anciana contó que Georges también le había anunciado su llegada en dos ocasiones, sin aparecer, y que hacía dos días cayó por las Fondettes, cuando ya no lo esperaba.

Acababan de bajar al jardín. Los dos hombres, a derecha e izquierda de las señoras, las escuchaban, encogidos de hombros y callados.

—No importa —dijo la señora Hugon besando los cabellos rubios de su hijo—. Zizí ha sido muy amable viniendo a encerrarse en el campo con su madre… Este buen Zizí no me olvida nunca.

Por la tarde sintió cierta inquietud. Georges, que inmediatamente de dejar la mesa se había quejado de pesadez de cabeza, se dolió después de una jaqueca atroz. Hacia las cuatro quiso subir a acostarse, porque era el mejor remedio; cuando hubiese dormido hasta el día siguiente, se encontraría bien del todo. Su madre se empeñó en acostarlo ella misma, pero cuando salió de su habitación, Georges saltó de la cama para dar una vuelta a la cerradura, pretextando que se encerraba para que no fueran a molestarle, y gritó: «Buenas noches; hasta mañana, mamaíta» con una voz animosa, prometiendo dormir de un tirón. No se volvió a acostar. Con rostro despejado y viva la mirada, se vistió de nuevo, sin hacer ruido, y luego esperó, inmóvil en una silla. Cuando llamaron a cenar, espió al conde Muffat, que se dirigía hacia el salón. Diez minutos más tarde, seguro de no ser visto, se deslizó sigilosamente por la ventana, ayudándose con la cañería de desagüe; su dormitorio, situado en el primer piso, daba a la trasera de la casa. Se arrojó sobre un macizo, salió del parque y atravesó varios campos corriendo, por el lado de la Choue, con el estómago vacío y el corazón saltándole de emoción. Anochecía y una ligera lluvia empezaba a caer.

Era cierto que aquella misma tarde Nana debía llegar a la Mignotte. Desde que Steiner, en el mes de mayo, le había comprado aquella casa de campo, de vez en cuando sentía verdaderos deseos de ir a instalarse en ella, y no hacía más que suspirar, pero Bordenave siempre se oponía a cualquier despedida y se lo aplazaba para setiembre, con el pretexto de que no podía reemplazarla por una doble, ni siquiera una noche, mientras se celebraba la Exposición. Y hacia finales de agosto, habló de octubre. Enfurecida entonces, Nana dijo que estaría en la Mignotte para el quince de setiembre, y para desafiar a Bordenave invitó delante de él a un montón de amigos.

Una tarde en que el conde Muffat, a quien resistía sabiamente, le suplicaba en su casa, sacudido por estremecimientos, que premiase sus ansias, le prometió que le complacería, pero en la finca, y a él también le señaló el día quince. Sin embargo, el doce se apoderó de ella la necesidad de marcharse en seguida, sola con Zoé. Tal vez Bordenave, prevenido, encontraría algún medio para retenerla, y le entusiasmaba plantarle allí, enviándole un certificado de su médico. Cuando la idea de llegar la primera a la Mignotte y vivir dos días sola, sin que nadie lo supiese, se le metió en la cabeza, no hizo más que apremiar a Zoé para que hiciese las maletas, la metió en un coche de alquiler, donde muy enternecida le pidió perdón y la abrazó. Fue en la cantina de la estación cuando decidió advertir a Steiner con una carta, en la que le rogaba que esperase un par de días para ir a reunirse con ella si quería encontrarla bien fresca. Y entusiasmada con otro proyecto, escribió una segunda carta en la que suplicaba a su tía que le llevase inmediatamente a Louiset. Aquello le sentaría tan bien a su pequeñín… ¡Y cómo se divertirían los dos bajo los árboles! Desde París a Orleáns, en el vagón, no hizo más que hablar de ello con los ojos húmedos, mezclando las flores, los pájaros y a su hijo en una crisis súbita de maternidad.

La Mignotte estaba a más de tres leguas. Nana perdió una hora en alquilar un carruaje, una gran calesa destartalada, que rodaba lentamente con un ruido de chatarra. En seguida se apoderó del cochero, un vejete taciturno al que acosaba a preguntas. ¿Había pasado muchas veces por delante de la Mignotte? Entonces, ¿estaba detrás de aquel ribazo? Aquello debía de estar poblado de árboles, ¿verdad que sí? Y la casa, ¿se veía desde lejos? El viejecito sólo respondía con gruñidos. En la calesa, Nana bailaba de impaciencia, pero Zoé, enfadada por haber salido de París tan precipitadamente, permanecía tiesa y malhumorada. Como el caballo se detuvo de repente, Nana creyó que habían llegado. Asomó la cabeza por la ventanilla y preguntó:

—¿Qué? ¿Ya estamos?

Por toda respuesta, el cochero pegó un latigazo al caballo, que subió pesadamente una cuesta. Nana contemplaba con entusiasmo la llanura inmensa bajo el cielo gris, en el que se amontonaban grandes nubes.

—¡Oh…! Mira esto, Zoé; fíjate qué hierba. ¿Es trigo todo esto? ¡Dios mío, qué precioso!

—Ya se ve que la señora no es del campo —acabó por decir la criada con desdén—. Me harté de ver campo cuando estuve en casa del dentista, que tenía una finca en Bougival… Hace frío esta tarde. Aquí hay mucha humedad.

Pasaban bajo los árboles. Nana olfateaba el aroma de las hojas como un perrillo. Bruscamente, en una revuelta del camino, descubrió el ángulo de una casa oculta entre el ramaje. Era tal vez aquélla, y entabló una conversación con el cochero, que siempre decía «no» con un movimiento de cabeza.

Luego, cuando bajaban por la otra vertiente del ribazo, se limitó a extender el látigo y murmuró:

—Allá abajo.

Nana se levantó y sacó el cuerpo por la ventanilla.

—¿Dónde?, ¿dónde? —gritó, pálida, no viendo nada todavía.

Al fin distinguió un trozo de muro. Entonces todo fueron gritos y brincos, y un arrebato de mujer desbordada por una viva emoción.

—Zoé, ¡la veo, la veo! Ponte al otro lado. ¡Oh! y tiene una terraza de ladrillos. Y allá un invernadero. Pero qué grande es. ¡Mira, Zoé, mira!

El coche se había detenido ante la verja. Se abrió una puertecita, y el jardinero, alto y seco, apareció con la gorra en la mano. Nana quiso revestirse de toda su dignidad, porque el cochero ya empezaba a reírse para sus adentros con los labios cerrados. Se contuvo para no correr, escuchó al jardinero, muy locuaz entonces, quien rogaba a la señora que disculpase el desorden, pues no había recibido la carta de la señora hasta aquella misma mañana; no obstante, Nana logró salir del barro, y andaba con tanta prisa que Zoé no podía seguirla. Al final de la alameda se detuvo un instante para envolver la casa con una mirada. Se trataba de un gran pabellón de estilo italiano, al lado del cual había otra construcción más pequeña, que un inglés rico, después de dos años de estancia en Nápoles, mandó levantar, y después no le gustó.

—Se la enseñaré a la señora —dijo el jardinero.

Pero ella ya se había adelantado y le gritaba que no se molestase, que ella recorrería, que así le agradaba más. Y sin quitarse el sombrero, fue de una estancia a otra, llamando a Zoé, haciéndole reflexiones de extremo a extremo de los pasillos, y llenando de gritos y de sus risas el vacío de aquella mansión deshabitada desde hacía varios meses. Primeramente el vestíbulo, un poco húmedo, pero aquello no tenía importancia, pues allí no se dormía. Muy elegante el salón, con sus ventanas abiertas sobre un prado; sólo el mobiliario rojo resultaba espantoso, pero lo cambiaría. En cuanto al comedor, ¡vaya comedor! ¡Qué fiestas daría en París si dispusiese de un comedor tan grande!

Cuando subía el primer piso, se acordó de que no había visto la cocina, y volvió a bajar lanzando exclamaciones, y Zoé tuvo que maravillarse ante la belleza del fregadero y la anchura del hogar, en el que se podría asar un cordero entero.

Cuando volvió a subir, se quedó entusiasmadísima con su dormitorio, una habitación que un tapicero de Orleáns había decorado en cretona Luis XVI, de un rosa suave. ¡Qué bien! Allí debía de dormirse estupendamente. Un verdadero lecho de pensionada. A continuación había cuatro o cinco habitaciones para invitados, además de unas magníficas buhardillas, muy apropiadas para las maletas. Zoé, gruñendo, echando una ojeada fría a cada cuarto, se rezagaba detrás de Nana, y vio cómo desaparecía por una escalera empinada, la de los desvanes. Gracias. Ella no tenía deseos de romperse una pierna.

Pero llegó a sus oídos una voz lejana, como soplada por un tubo de chimenea:

—¡Zoé, Zoé! ¿Dónde estás? ¡Sube! ¡Oh, no puedes darte idea! ¡Es fantástico!

Zoé subió gruñendo. Encontró a la señora en el tejado, apoyada en la barandilla de ladrillos, contemplando el valle que se extendía a lo lejos. El horizonte era inmenso, pero unos vapores grises lo empañaban y el vendaval arrojaba finas gotas de lluvia. Nana tenía que sujetarse el sombrero con las dos manos para que no se lo arrebatara el viento, mientras sus faldas flotaban con crujidos de bandera.

—¡Ah, no! ¡Qué ocurrencia! —dijo Zoé apartando en seguida la cabeza—. Va a volar la señora… ¡Qué tiempo más perro!

La señora no la oía. Con la cabeza inclinada observaba la propiedad que se extendía a sus pies. Había unos siete u ocho acres de terreno protegido por una tapia. Entonces la vista del huerto la entusiasmó. Luego empujó a la doncella en la escalera, tartamudeando:

—¡Está lleno de coles…! Coles así de grandes. Y de lechugas, de acederas, de cebollas…, ¡de todo! Ven pronto.

La lluvia arreciaba. Nana abrió su sombrilla de seda blanca y corrió por las alamedas.

—¡La señora cogerá un resfriado! —gritaba Zoé permaneciendo tranquila bajo la marquesina del pórtico.

Pero la señora quería ver. A cada nuevo descubrimiento lanzaba sus exclamaciones.

—¡Zoé, espinacas! ¡Pero ven aquí! Alcachofas. Qué graciosas. ¿Florecen las alcachofas? Mira, ¿qué es esto de aquí? No conozco esto… Ven, Zoé; tú debes de conocerlo.

La doncella no se movía. Su señora tenía que estar chiflada. Ahora el agua caía a torrentes; la sombrilla de seda blanca ya estaba negra y no cubría a la señora, cuyo vestido chorreaba. Pero esto no la molestaba casi. Visitaba, bajo el diluvio, el huerto y los frutales, deteniéndose ante cada árbol e inclinándose sobre cada planta de legumbres. Luego corrió a echar una mirada al fondo del pozo, levantó una tabla para mirar lo que había debajo, y se absorbió en la contemplación de una calabaza. Sentía necesidad de recorrer todas las alamedas, de tomar posesión inmediata de cosas que soñaba en otros tiempos, cuando arrastraba sus zuecos de obrera por el empedrado de París.

La lluvia arreciaba más, pero Nana no la sentía; sólo lamentaba que el día fuese tan corto. Ya no se veía bien, y tenía que tocar con los dedos para darse cuenta. De repente, en el crepúsculo, distinguió fresas. Entonces estalló su infantilidad:

—¡Fresas, fresas! Las hay, las huelo… ¡Zoé, trae un plato! Ven a coger fresas.

Y Nana, que estaba acurrucada en el barro, abandonó su sombrilla, recibiendo el agua a chorros. Cogía las fresas con las manos empapadas, entre las hojas. Zoé no traía el plato. Cuando Nana se incorporó, sintió miedo. Le pareció haber visto deslizarse una sombra.

—¡Una fiera! —exclamó.

Pero el estupor la dejó clavada en medio del caminillo. Era un hombre, al que reconoció en seguida.

—¡Cómo! Es Bebé. ¿Qué haces aquí, Bebé?

—Toma, pues he venido.

Nana estaba aturdida.

—¿Sabías mi llegada por el jardinero? ¡Pero este chiquillo…! Si está chorreando.

—Te diré: la lluvia me ha sorprendido por el camino. Y no he querido subir hasta Gumières, y al atravesar la Choue he caído en un maldito charco.

De repente Nana se olvidó de las fresas. Temblaba y estaba conmovida. ¡El pobre Zizí en un charco! Se lo llevó a la casa hablando de encender un gran fuego.

—Sabes —murmuró él deteniéndose en la sombra—, me ocultaba porque tenía miedo de que me riñeses como en París, cuando voy a verte sin que me esperes.

Ella se echó a reír, sin responder, y le dio un beso en la frente. Hasta entonces lo había tratado como a un chiquillo, no tomando en serio sus declaraciones, divirtiéndose con él como con un hombrecito sin consecuencias.

Hubo mucho trabajo para instalarle. Ella quiso que se encendiese fuego en su habitación, pues allí estarían mejor. La presencia de Georges no sorprendió a Zoé, que ya estaba acostumbrada a toda clase de encuentros. Pero el jardinero, que subía la leña, se quedó parado al ver a aquel señor chorreando, seguro de no haberle abierto la puerta. Nana lo despachó; no tenían necesidad de él. Una lámpara iluminaba la estancia y el fuego llameaba, aumentando la claridad.

—No se secará y va a coger un catarro —dijo Nana viendo a Georges tiritando.

¡Y ni un pantalón de hombre! Estaba a punto de llamar al jardinero cuando tuvo una ocurrencia. Zoé, que deshacía las maletas en el cuarto de aseo, traía a la señora ropa para cambiarse: una camisa, enaguas, un peinador.

—¡Muy bien! —exclamó Nana—. Zizí puede ponerse esto, ¿no te desagradará lo mío? Cuando tus ropas estén secas, te las pondrás y te irás en seguida, para que no te riña tu mamá… Anda, date prisa, que yo también voy a cambiarme en el tocador. —Cuando diez minutos después reapareció en salto de cama, juntó las manos con arrobamiento.

—¡Oh, qué guapo estás vestido de mujercita!

Georges se había puesto una camisa de dormir, un pantalón bordado y el peinador, un largo peinador de batista con encajes. Parecía una muchacha, con sus dos brazos desnudos de joven rubio, sus cabellos leonados todavía húmedos y cayéndole sobre el cuello.

—Si es tan delgado como yo —dijo Nana cogiéndole de la cintura—. Zoé, ven a ver cómo le sienta esto… ¡Si parece hecho para él! Aparte de la pechera, que es demasiado ancha… No tiene tanto como yo, este pobre Zizí.

—Estoy seguro que de… de eso me falta un poco —murmuró Georges sonriendo.

Los tres bromearon. Nana le abrochó el peinador de arriba abajo, para que estuviese decente. Le daba vueltas como a una muñeca, y golpecitos, y hacía ahuecar la falda por detrás. Y le preguntaba si se encontraba bien, si estaba caliente. ¡Pues claro que sí! ¡Muy bien! Nada más cálido que una camisa de mujer si pudiese, siempre la llevaría. Se movía dentro de ella feliz con la suavidad de la tela, con el abandono que olía, y donde creía encontrar un poco de la vida tibia de Nana.

Mientras, Zoé bajó las ropas mojadas a la cocina para que se secasen lo más pronto posible ante el fuego de sarmientos. Entonces Georges, estirado en un sillón, se atrevió a preguntar:

—Dime, ¿tú no cenas esta noche…? Me muero de hambre. No he cenado.

Nana se enfadó. Vaya una tontería, escaparse de casa de mamá con el estómago vacío, y para ir a caer en un charco. Pero ella también tenía el estómago en los talones. ¡Claro que había que comer! Sólo que comerían lo que pudiesen. Y se improvisó, sobre un velador acercado al fuego, la cena más divertida. Zoé corrió a casa del jardinero, que había preparado una sopa de coles, para el caso de que la señora no cenase en Orleáns antes de llegar, y la señora se había olvidado de decirle en la carta lo que debía preparar.

Afortunadamente la bodega estaba bien surtida. Comieron, pues, una sopa de coles con un trozo de tocino; luego, revolviendo en una bolsa, Nana encontró un montón de provisiones que se había llevado por precaución: un pastelillo de nata, un paquete de caramelos y naranjas. Comieron como ogros, con un apetito de veinte años, como camaradas bien avenidos. Nana le decía a Georges: «¡Querida mía!» lo que le parecía más familiar y cariñoso. De postre, para no importunar a Zoé, vaciaron con la misma cuchara, cada uno a su vez, un tarro de confitura que hallaron en un armario.

—Querida mía —dijo Nana retirando el velador—, hace diez años que no cenaba tan bien.

No obstante, se hacía tarde y quería despachar al pequeño por miedo a que le reprendieran. Él repetía que tenía tiempo. Además, las ropas no se secaban, y Zoé anunció que aún tenía para una hora, y como se dormía de pie, cansada del viaje, Nana le dijo que se acostase. Entonces se quedaron solos en la silenciosa casa.

Aquélla fue una velada muy dulce. El fuego era ya brasa, se ahogaban un poco en la gran habitación azul, donde Zoé había hecho la cama antes de subir. Nana, debido al excesivo calor, se levantó para abrir un instante la ventana, y exclamó al mirar afuera:

—¡Dios mío, qué hermoso! Mira, querido.

Georges acudió, y como si la barra de apoyo le pareciese demasiado corta, cogió a Nana por la cintura y apoyó su cabeza en el hombro de ella. El tiempo había cambiado bruscamente, y un cielo puro se entreabría a la vez que una luna redonda iluminaba el campo con un manto dorado. Era una paz soberana, un ensanchamiento del valle abriéndose sobre la inmensidad de la llanura, donde los árboles formaban islotes de sombra en el inmóvil lago de claridad. Y Nana, enternecida, se sentía pequeña, niña otra vez. Había soñado en noches como aquella en una época de su vida que ya no recordaba. Todo lo que le sucedía desde que bajó del carruaje, aquella campiña tan grande, aquellas hierbas que olían tan fuerte, aquella casa, aquellas legumbres, todo la trastornaba hasta parecerle que había abandonado París hacía veinte años. Su existencia de ayer estaba lejana… Sentía cosas que antes ignoraba.

Georges, no obstante, le daba en el cuello besitos cariñosos, lo que aumentaba su turbación. Con mano temblorosa, ella lo rechazaba como a un niño que cansa con sus ternuras, y repetía que debía marcharse. Él no decía que no, sino que se iría en seguida.

Luego un pajarillo cantó y calló al momento. Era un petirrojo, posado en un sauce, bajo la ventana.

—Espera —dijo Georges— la lámpara le asusta; voy a apagarla.

Y cuando volvió a cogerla de la cintura, añadió:

—La encenderemos dentro de un rato.

Entonces, escuchando al petirrojo, mientras el muchacho la estrechaba, Nana se acordó… Sí, era en las novelas donde había visto todo aquello. En otros tiempos hubiese dado el corazón por tener una luna semejante, y petirrojos, y un hombrecito enamorado. ¡Dios mío! Habría llorado, de tan hermoso y agradable que le parecía esto. Seguro que ella había nacido para vivir decentemente. Rechazaba a Georges, que se enardecía.

—No; déjame, no quiero… Sería una infamia a tu edad… Escucha, seré tu otra mamá.

Sentía pudor. Estaba hecha una grana. No obstante, nadie podía verla; la habitación se oscurecía en torno a ellos, mientras el campo desarrollaba el silencio y la inmovilidad de su soledad. Jamás había sentido ella semejante vergüenza. Poco a poco se sentía sin fuerzas, pese a sus escrúpulos y sus negativas. Aquel disfraz, aquella camisa de mujer y aquel peinador, aún la hacían reír… Era como una amiga que la cosquillease.

—¡Oh, no…! No debe ser, no puede ser —balbuceó después de un último esfuerzo.

Y cayó como una virgen en los brazos de aquel adolescente, frente a la hermosa noche. La casa dormía.

Cuando al día siguiente sonó la campanilla para el almuerzo en las Fondettes, la mesa del comedor ya no resultaba demasiado grande. Un primer coche había traído juntos a Fauchery y Daguenet, y tras ellos, en el tren siguiente, acababa de llegar el conde de Vandeuvres. Georges bajó el último, un poco pálido y los ojos apagados. Decía que estaba mucho mejor, pero que aún continuaba aturdido por la violencia de la crisis. La señora Hugon, que le miraba a los ojos con una sonrisa inquieta, removía sus cabellos mal peinados aquella mañana mientras él retrocedía, como fastidiado por semejante caricia. En la mesa, ella bromeó afectuosamente con Vandeuvres, diciendo que le esperaba desde hacía cinco años.

—En fin, ya está aquí… ¿Cómo lo ha hecho?

Vandeuvres siguió el tono jocoso y contó que había perdido un dineral jugando la víspera en el círculo. Entonces salió de París con la idea de desquitarse en provincias.

—Seguro que sí, si encontrase una heredera por esta región. Aquí debe de haber mujeres deliciosas.

La anciana señora agradecía también a Daguenet y a Fauchery que hubiesen aceptado la invitación de su hijo, cuando tuvo la mayor sorpresa al ver que llegaba el marqués de Chouard en un tercer carruaje.

—Vaya —exclamó—, es un día de citas. Se han dado el santo y seña… ¿Qué sucede? Hace años que no he podido reunirlos, y ahora caen todos a la vez… ¡Oh! no me quejo.

Se añadió un cubierto. Fauchery estaba al lado de la condesa Sabine, quien le sorprendía con su viva jovialidad después de haberla visto tan lánguida en el severo salón de la calle Miromesnil. Daguenet, sentado a la izquierda de Estelle, parecía muy inquieto ante la proximidad de aquella muchacha alta y muda, cuyos codos puntiagudos le eran desagradables. Muffat y Chouard habían cambiado una mirada socarrona, mientras Vandeuvres proseguía con la broma de su próximo matrimonio.

—A propósito de señoras —dijo la señora Hugon— tengo una nueva vecina que ustedes deben de conocer.

Y nombró a Nana. Vandeuvres fingió el más completo asombro.

—¿Cómo? ¿La propiedad de Nana está cerca de aquí?

Fauchery y Daguenet también expresaron su sorpresa. El marqués de Chouard comía una pechuga de ave sin que pareciese comprender nada. Ninguno de los hombres sonrió.

—Sin duda —prosiguió la anciana señora— esa persona llegó ayer tarde a la Mignotte, como les decía. Lo he sabido esta mañana por el jardinero.

De repente aquellos señores no parecieron ocultar su auténtica sorpresa. Todos levantaron la cabeza. ¿Cómo? ¿Había llegado Nana? Pero si ellos no la esperaban hasta el día siguiente, y creían adelantarse a ella.

Sólo Georges permaneció con las cejas bajas, mirando su vaso, pareciendo dormir con los ojos abiertos, y vagamente risueño.

—¿Sigues encontrándote mal, mi Zizí? —le preguntó su madre, que no le quitaba ojo.

Se estremeció y sonrojándose le respondió que estaba bien; aún conservaba esa fisonomía lánguida y no saciada de muchacha que ha bailado mucho.

—¿Qué tienes en el cuello? —le preguntó la señora Hugon asustada—. Lo tienes encarnado.

Se turbó y balbuceó. No lo sabía, no tenía nada en el cuello. Luego, subiéndose el cuello de la camisa, recordó:

—Ah, sí… Es una picadura de mosquito.

El marqués de Chouard había mirado de soslayo la encarnadura. Muffat también miró a Georges. Al terminar el almuerzo, proyectaron una excursión. Fauchery estaba cada vez más conmovido por las risas de la condesa Sabine. Cuando le pasaba una fuente de frutas, sus manos se rozaron, y ella le miró un segundo de una manera tan fija que de nuevo pensó en aquella confidencia recibida en una velada de borrachos. Luego, no era la misma; algo se acusaba más en ella, y su vestido de seda gris, flojo en los hombros, ponía un abandono en su elegancia fina y nerviosa.

Al levantarse de la mesa, Daguenet se quedó atrás con Fauchery para bromear crudamente acerca de Estelle, «una bonita escoba para echarla en manos de un hombre». No obstante, se quedó serio cuando el periodista le dijo cuál era su dote: cuatrocientos mil francos.

—¿Y la madre? —preguntó Fauchery—. Muy elegante.

—Ésa, lo que ella quiera. Pero no hay nada que hacer, amigo.

—Bah… Quién sabe. Habría que verlo.

Ese día no se podía salir, pues seguía lloviendo a cántaros. Georges se apresuró a desaparecer, encerrándose con doble vuelta de llave en su habitación. Los demás señores evitaron darse mutuas explicaciones, aun cuando ninguno de ellos se engañaba acerca de los motivos que los reunían allí. Vandeuvres, muy maltratado por el juego, había tenido realmente la idea de ponerse a cubierto, y contaba con la vecindad de una amiga para no aburrirse demasiado.

Fauchery, aprovechando las vacaciones que le daba Rose, muy ocupada entonces, se proponía intentar una segunda crónica con Nana en el caso de que la campiña los enterneciese a los dos. Daguenet, que estaba ofendido desde lo de Steiner, pensaba reanudar su trato y recoger algunas dulzuras si se presentaba la ocasión. En cuanto al marqués de Chouard, esperaba su hora. Pero entre todos aquellos señores que siguieron las huellas de Venus, aún mal lavado su colorete, Muffat era el más enardecido, el más atormentado por sus nuevas sensaciones de deseo, de miedo y de cólera.

Él tenía una promesa formal: Nana le esperaba. ¿Por qué, pues, había partido ella dos días antes? Decidió presentarse aquella misma noche, después de cenar, en la Mignotte.

Al anochecer, cuando el conde salía del parque, Georges se escapó detrás de él. Le dejó seguir la carretera de Gumières, atravesó la Choue, y cayó en casa de Nana, jadeante, furioso y con los ojos llenos de lágrimas.

¡Ah! Ahora lo comprendía bien; aquel viejo que estaba en camino acudía a una cita. Nana, estupefacta por aquella escena de celos, conmovida al ver el giro que tomaban las cosas, lo cogió en sus brazos y lo consoló como mejor pudo. Pues no, él se equivocaba; ella no esperaba a nadie, y si aquel señor se presentaba, no era culpa suya. ¡Qué tonto este Zizí tomándose un disgusto por nada! Por la salud de su hijo juraba que no amaba más que a su Georges. Y lo besaba enjugando sus lágrimas.

—Escucha, vas a ver como todo es para ti —repuso Nana cuando estuvo más tranquilo—. Steiner ha llegado, está arriba. A ése, querido mío, sabes que no puedo echarlo a la calle.

—Sí, ya sé; no hablo de ése —murmuró el muchacho.

—Pues bien, le he destinado la habitación del fondo, diciéndole que estoy enferma. Está deshaciendo su maleta… Como nadie te ha visto, sube a esconderte en mi dormitorio y espérame.

Georges le saltó al cuello. Así pues, era cierto: ella le amaba un poco. Entonces, ¿como ayer? Apagarían la lámpara y permanecerían en la oscuridad hasta que amaneciese. Luego, ante el sonido de la campanilla, escapó con ligereza. Arriba, en la habitación, se quitó inmediatamente los zapatos para no hacer ruido; después se tendió en el suelo, detrás de una cortina, esperando con paciencia.

Nana recibió al conde Muffat, aún conmovida y presa de cierta turbación. Le había hecho una promesa y hasta le habría gustado cumplir su palabra, porque aquel hombre le parecía serio. Pero la verdad, ¿quién podría prever las historias de la víspera? Aquel viaje, aquella casa que no conocía, aquel muchacho que llegaba mojado… ¡Y qué hermoso le había parecido todo! ¡Sería estupendo continuarlo! Tanto peor para el conde. Desde hacía tres meses le mantenía a raya, jugando a la mujer decente para enardecerlo más. Pues que continuase esperando, que se fuera si aquello no le convenía. Renunciaría a todo antes que engañar a su Georges.

El conde se había sentado con el aire ceremonioso de un vecino de campo en visita. Sólo las manos le temblaban. En aquella naturaleza sanguínea, virgen hasta entonces, el deseo, azotado por la sabía táctica de Nana, le producía terribles trastornos. Aquel hombre tan serio, aquel chambelán que atravesaba con paso digno los salones de las Tullerías, mordía por las noches su almohada y sollozaba desesperado, evocando siempre la misma imagen sensual. Pero esa vez estaba dispuesto a concluir. Durante el camino, en la gran paz del crepúsculo, había imaginado brutalidades. E inmediatamente, tras las primeras palabras, quiso coger a Nana con las dos manos.

—No, no; sea prudente —dijo ella con sencillez y sonriendo sin enfadarse.

La volvió a coger, apretados los dientes, y como ella se debatiese, fue grosero y le recordó crudamente que venía para acostarse con ella. Nana, sin dejar de sonreír, le sujetaba las manos y le tuteó para suavizar la negativa.

—Vamos, querido; estáte tranquilo… La verdad es que no puedo. Steiner está arriba.

Pero él estaba como loco. Nana jamás había visto a un hombre en estado semejante. El miedo se apoderaba de ella; le puso los dedos en la boca para ahogar sus gritos, y, bajando la voz, le suplicó que se callase, que la dejara.

Steiner bajaba. ¡Aquello era estúpido! Cuando Steiner apareció, oyó a Nana, cómodamente instalada en su sillón, que decía:

—Yo adoro la campiña…

Volvió la cabeza, interrumpiéndose.

—Querido, es el conde Muffat, que ha visto la luz mientras se paseaba y quiso entrar a saludarnos.

Los dos hombres se estrecharon la mano. Muffat permaneció un instante sin hablar, la cara oculta en la sombra. Steiner parecía de mal humor. Se habló de París; los negocios no marchaban, en la Bolsa hubo grandes bajas… Al cabo de un cuarto de hora el conde se despidió. Y como la joven señora lo acompañaba, le pidió, sin obtenerla, una cita para la noche siguiente. Steiner, casi inmediatamente, subió a acostarse, gruñendo contra las eternas indisposiciones de las muchachas. ¡Por fin había despachado a los dos viejos!

Cuando Nana pudo ir a reunirse con Georges, lo encontró detrás de la cortina, muy apacible. La habitación estaba a oscuras. Él la obligó a sentarse en el suelo, a su lado, y jugaron a revolcarse, deteniéndose, ahogando sus risas con sus besos, cuando daban contra un mueble con sus pies descalzos.

A lo lejos, por el camino de Gumières, el conde Muffat se iba lentamente, el sombrero en la mano, bañando su cabeza ardiente en el frescor y el silencio de la noche.

Durante los días siguientes la vida fue adorable. Nana, en los brazos del jovencito, volvía a encontrar sus quince años. Bajo las caricias de aquella adolescencia, una flor de amor volvía a florecer en ella, entre la costumbre y el hastío del hombre. La sobrecogían sonrojos súbitos, una emoción que la dejaba estremecida, una necesidad de reír y de llorar, toda una virginidad inquieta, atravesada de deseos que la avergonzaban. Jamás había sentido nada semejante. El campo la inundaba de ternura. De pequeña había deseado mucho tiempo vivir en un prado, con una cabra, porque un día, en el declive de las fortificaciones, había visto una cabra que balaba sujeta a una estaca. Ahora, aquella propiedad, toda aquella tierra suya, la hinchaba de una emoción desbordante, al punto de que sus ambiciones se veían colmadas con exceso. Había vuelto a las sensaciones nuevas de una chiquilla, y por la noche, cuando aturdida por su jornada vivida al aire libre, embriagada por el aroma de las hojas, subía a reunirse con su Zizí, oculto detrás de la cortina, aquello le parecía la escapada de una colegiala en vacaciones, un amor con un primo con quien debía casarse, temblando al menor ruido, temiendo que sus padres los oyesen, saboreando los titubeos deliciosos y las voluptuosidades espantosas de una primera falta.

Nana tuvo, en aquellos momentos, fantasías de jovencita sentimental. Miraba la luna durante horas. Una noche quiso bajar al jardín con Georges, cuando toda la casa dormía, y se pasearon bajo los árboles, los brazos en la cintura, y fueron a acostarse sobre la hierba, donde el rocío los empapó.

Otra vez, en el dormitorio y después de un silencio, sollozó sobre el cuello del muchacho, balbuciendo que tenía miedo de morir. A menudo cantaba a media voz un romance de la señora Lerat, lleno de flores y de pájaros, enterneciéndose hasta llorar, e interrumpiéndose para tomar a Georges en un arranque de pasión y exigirle juramentos de amor eterno. Por último, se volvía necia, como ella misma reconocía, cuando ambos, convertidos en camaradas, fumaban cigarrillos al borde de la cama, las piernas desnudas y golpeando la madera con los talones.

Pero lo que acabó por deshacer el corazón de Nana fue la llegada de Louiset. Su crisis de maternidad tuvo la violencia de un ataque de locura. Se llevaba a su hijo al sol para verle patalear se echaba con él en la hierba, después de haberlo vestido como un pequeño príncipe. En seguida quería que durmiese cerca de ella, en la habitación contigua, donde la señora Lerat, muy impresionada por la campiña, roncaba desde que se acostaba. Y Louiset no incomodaba lo más mínimo a Zizí, sino al contrario. Ella decía tener dos niños, y los confundía en el mismo capricho de ternura. Por la noche, más de diez veces abandonaba a Zizí para ver si el pequeño respiraba bien, pero cuando regresaba volvía a envolver a Zizí con el resto de sus caricias maternales, y hacía de mamá; él, mientras, vicioso, feliz por hacerse el niño en brazos de aquella muchacha mayor, se dejaba acunar como un bebé. Tan hermoso era aquello, que Nana, encantada con semejante existencia, le propuso seriamente no abandonar nunca más la campiña. Despedirían a todo el mundo, vivirían solos; él, ella y Louiset. Y así concibieron infinidad de proyectos hasta el amanecer, sin oír a la señora Lerat, que roncaba de firme, cansada por haber cogido flores silvestres.

Esta bonita vida duró más de una semana. El conde Muffat acudía todas las tardes, y se volvía con la cara hinchada y las manos temblorosas. Una tarde ni siquiera fue recibido; Steiner, que debía marcharse a París, le dijo que la señora estaba enferma. Nana se sublevaba cada día más ante la idea de engañar a Georges. ¡Un muchacho tan inocente y que creía en ella! Se consideraría como la última de las últimas. Aquello le hubiera quitado hasta el apetito. Zoé, que muda y desdeñosa asistía a la aventura, pensaba que su señora se volvía tonta.

Al sexto día una bandada de visitantes cayó de improviso en medio de aquel idilio. Nana había invitado a muchos amigos, creyendo que no acudirían. Así pues, una tarde se quedó estupefacta y muy contrariada al ver a un ómnibus detenerse ante la verja de la Mignotte.

—¡Somos nosotros! —gritó Mignon, que fue el primero en saltar del carruaje, sacando a sus hijos, Henri y Charles.

Labordette apareció a continuación dando la mano a un desfile interminable de mujeres: Lucy Stewart, Caroline Héquet, Tatán Néné, María Blond.

Nana creyó que aquello había acabado cuando Héctor de la Faloise saltó al estribo para recibir en sus brazos temblorosos a Gagá y a su hija Amélie. En total eran once personas. La instalación de todas fue laboriosa. En la Mignotte sólo había cinco habitaciones para invitados, una de las cuales ya estaba ocupada por la señora Lerat y Louiset. Se dio la mayor a la pareja Gagá y Héctor, diciendo que Amélie dormiría en un catre en el tocador contiguo. Mignon y sus dos hijos obtuvieron la tercera alcoba y Labordette la cuarta. Quedaba una pieza que transformaron en dormitorio con cuatro camas para Lucy, Caroline, Tatán y María. En cuanto a Steiner, dormiría en el diván del salón. Al cabo de una hora, cuando todo el mundo estuvo instalado, Nana, en un principio furiosa, estaba encantada en su papel de castellana.

Aquellas mujeres la felicitaron por la Mignotte. «¡Una propiedad soberbia, querida mía!» Luego le soltaron una bocanada de aire de París, los chismorreos de la última semana, hablando todas a la vez, con sus risas, exclamaciones y golpecitos. A propósito, y Bordenave, ¿qué había dicho de su fuga? Pues no mucho. Después de haber despotricado, diciendo que la haría prender por los gendarmes, la sustituyó aquella misma noche; incluso la doble, la pequeña Violaine, obtenía un bonito éxito con La Venus Rubia. La noticia no le hizo gracia a Nana.

Como no eran más que las cuatro, se habló de dar un paseo.

—Vosotros no sabréis —dijo Nana— pero cuando llegasteis me iba a recoger patatas.

Entonces todos quisieron ir a recoger patatas y sin cambiarse de ropa. Fue una excursión. El jardinero y los dos ayudantes estaban ya en el campo, al final de la propiedad. Las mujeres se pusieron de rodillas, escarbando la tierra sin quitarse las sortijas y chillando cada vez que encontraban una patata grande. Les parecía tan divertido aquello… Tatán Néné triunfó, pues de moza había ido muchas veces a los patatares, y en vez de explicarles a las demás cómo debían recogerlas, les decía que eran muy burras. Los señores se lo tomaban con más calma. Mignon, con su aspecto de buena persona, aprovechaba aquella estancia en el campo para completar la educación de sus hijos, y les hablaba de Parmentier, el introductor de la patata en Europa.

La cena fue de loca alegría. Devoraban. Nana, muy animada, se deshizo en elogios de su mayordomo, quien había servido al obispo de Orleáns. Durante el café las señoras fumaron. Un ruido de regocijo extremado se escapaba por las ventanas, para morir en la lejanía, en la serenidad de la noche, mientras que los campesinos, rezagados entre los setos, volvían la cabeza y miraban a la casa resplandeciente.

—Es una lástima que os vayáis pasado mañana —dijo Nana—. De todas maneras, trataremos de organizar algo.

Y se decidió que irían al día siguiente, domingo, a visitar las ruinas de la antigua abadía de Chamont, que estaba a siete kilómetros. Cinco coches llegarían de Orleáns para recogerlos después del almuerzo y los devolverían a la Mignotte a la hora de cenar, a las siete. Sería encantador.

Aquella noche, como de costumbre, el conde Muffat subió el ribazo para llamar a la verja. Pero le asombraron el resplandor de las ventanas y las carcajadas. Lo comprendió todo al reconocer la voz de Mignon, y se alejó rabioso contra aquel nuevo obstáculo, dispuesto a cualquier violencia.

Georges, que pasaba por una puertecita de la que tenía la llave, subió tranquilamente al dormitorio de Nana, deslizándose a lo largo de las paredes. Sólo que tuvo que esperar hasta más de medianoche. Cuando ella apareció estaba muy bebida y más maternal que de costumbre, pues cuando bebía se ponía tan tierna que era insoportable. Y se le antojó que la acompañase a la abadía de Chamont. Él se resistía por miedo a que le viesen en el carruaje con ella, lo que traería un formidable escándalo. Pero Nana se deshizo en lágrimas, presa de una desesperación ruidosa de mujer sacrificada, y el joven la consoló, prometiéndole formalmente que sería de la partida.

—Entonces, ¿me amas mucho? —tartamudeó ella—. Repite que me amas mucho. Dilo, mi lobo querido. Si yo muriese, ¿te causaría mucha pena?

En las Fondettes, la vecindad de Nana trastornaba la casa. Cada mañana, durante el almuerzo, la buena señora Hugon volvía, a pesar suyo, al tema de aquella mujer, y contaba lo que su jardinero le decía, sintiendo esa especie de obsesión que ejercen las rameras sobre las burguesas más dignas. Ella, tan tolerante, estaba desesperada, con el vago presentimiento de una desgracia que la espantaba, por la noche, como si hubiese conocido en la región la presencia de una fiera escapada de cualquier jaula. Discutía con sus huéspedes, acusándolos a todos de rondar la finca de la Mignotte. Se había visto al conde de Vandeuvres bromeando con una señora sin sombrero en medio de la carretera, pero él se defendía y renegaba de Nana, pues, en efecto, era Lucy quien lo acompañaba para contarle cómo acababa de despedir a su tercer príncipe.

El marqués de Chouard salía todos los días, y hablaba de un consejo del médico. Con Daguenet y Fauchery, la señora Hugon era injusta. Sobre todo el primero no abandonaba las Fondettes, renunciando a su proyecto de reanudar relaciones, para demostrarle a Estelle su más afectuoso respeto. Fauchery hacía lo mismo con la señora Muffat. Sólo una vez había encontrado en un sendero a Mignon, con los brazos llenos de flores y dando un curso de botánica a sus hijos. Se habían estrechado la mano, dándose noticias de Rose, quien se encontraba perfectamente; cada uno había recibido una carta de ella rogándoles que aprovechasen algún tiempo los aires del campo.

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