Nana

Nana


Capítulo XIV

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Capítulo XIV

Nana desapareció bruscamente; una nueva zambullida, una fuga, un vuelo a países extravagantes. Antes de su partida se había dado la emoción de una subasta, barriéndolo todo, el hotel, los muebles, las joyas, hasta los vestidos y la ropa blanca. Se citaban cifras, las cinco ventas produjeron más de seiscientos mil francos.

Una última vez París la había visto en una comedia de magia, Mélusine, en el teatro de la Gaité, que Bordenave, sin un céntimo, acababa de coger en un golpe de audacia; allí se encontró con Prullière y Fontan; su papel era de simple figuración, pero un verdadero «acierto»: tres posturas plásticas de un hechizo poderoso y mudo.

Luego, en medio de tan gran éxito, cuando Bordenave, frenético de reclamos, encendía todo París con anuncios colosales, se supo, por la mañana temprano, que la víspera había salido para El Cairo; una sencilla discusión con su director, una palabra que no le había convenido, el capricho de una mujer demasiado rica para dejarse fastidiar. Por otra parte, era su capricho: desde hacía tiempo tenía el propósito de ir a Turquía.

Transcurrieron los meses. Se la olvidaba. Cuando su nombre reapareció entre aquellos señores y señoras, circulaban las más extrañas historias, y cada uno daba las noticias más opuestas y prodigiosas.

Se contaba que había conquistado al virrey, y que reinaba en el fondo de un palacio, sobre doscientas esclavas, a las que cortaba la cabeza para reírse un poco. Nada de esto. Se había arruinado con un negrazo, una sucia pasión que la dejaba sin camisa y en la disolución crapulosa de El Cairo. Quince días después hubo un gran asombro; alguien juró haberla visto en Rusia. Se formaba una leyenda; ella era la querida de un príncipe y se hablaba de sus diamantes.

Todas las mujeres los conocieron por las descripciones que se hacía de ellos, sin que nadie pudiese citar el origen de la información: sortijas, pendientes, pulseras, un collar de dos dedos de ancho, una diadema de reina coronada con un brillante central, grueso como el pulgar. En el retiro de aquellos países lejanos, adquirían el resplandor misterioso de un ídolo cargado de pedrería.

Ahora se la nombraba seriamente, con el supersticioso respeto que produce una fortuna hecha en países salvajes.

Una tarde de julio, hacia las ocho, Lucy, que pasaba en coche por la calle del arrabal de Saint-Honoré, vio a Caroline Héquet, que iba a pie para hacer un encargo a un proveedor de la vecindad. La llamó y en seguida le dijo:

—¿Has cenado, estás libre? Entonces, querida, ven conmigo… Nana ha vuelto.

La otra sube al coche de un salto, y Lucy continúa:

—¿Y sabes, querida? Tal vez ya esté muerta mientras nosotras charlamos.

—¿Muerta? ¡Vaya ocurrencia! —exclamó Caroline estupefacta—. ¿Y dónde, de qué?

—En el Gran Hotel… De la viruela. ¡Oh! toda una historia.

Lucy había ordenado a su cochero ir a toda marcha. Y al trote de los caballos, a lo largo de la calle Royale y los bulevares, contó la aventura de Nana, con frases breves y sin tomar aliento.

—No puedes imaginártelo… Nana regresa de Rusia, no sé por qué; tal vez haya tenido una discusión con su príncipe… Deja su equipaje en la estación y se va a casa de su tía, ya sabes, aquella vieja… Bueno; cae sobre su hijo, que tiene la viruela; el niño muere al día siguiente, y ella se pelea con la tía a propósito del dinero que debía enviarle, y del cual la otra nunca ha visto un céntimo… Parece que el niño ha muerto por eso; en fin, un niño abandonado y sin cuidado… Muy bien. Nana se marcha, va a un hotel, luego se encuentra con Mignon, precisamente cuando se ocupaba de su equipaje… Pero de improviso se siente indispuesta, tiene escalofríos, náuseas, y Mignon la acompaña a casa de ella, prometiéndole cuidarse de sus asuntos… ¿Eh? Es grotesco el caso y bien urdido. Pero aquí viene lo mejor: Rose se entera de la enfermedad de Nana, se indigna al saberla sola en una habitación alquilada, y corre a cuidarla, llorando… Ya te acuerdas de cómo se detestaban. Dos verdaderas furias. Pues bien, querida mía; Rose ha hecho trasladar a Nana al Gran Hotel para que por lo menos muera en un lugar elegante, y con la de hoy son tres noches las que pasa a su cabecera, a la espera de que reviente pronto… Ha sido Labordette quien me ha contado esto. Entonces he querido ver…

—Sí, sí —interrumpió Caroline muy excitada—. Vamos a subir.

Habían llegado. En el bulevar el cochero tuvo que contener los caballos ante un embotellamiento de carruajes y peatones.

Durante el día el Cuerpo Legislativo había votado por la guerra; una multitud bajaba por todas las calles, corría a lo largo de las aceras e invadía la calzada. Del lado de la Madeleine el sol se había ocultado tras una nube sangrienta, cuyo reflejo de incendio se fijaba en las ventanas altas.

El crepúsculo avanzaba, una hora sórdida y melancólica, con el envolvimiento ya oscuro de las avenidas, que los fuegos de los mecheros de gas aún no taladraban con sus llamas vivas.

Y entre aquel pueblo en marcha, las voces lejanas crecían, las miradas lucían en los rostros pálidos, mientras un gran soplo de angustia y de estupor extendido arrebataba todas las cabezas.

—Ahí está Mignon —dijo Lucy—. Él nos dará noticias.

Mignon estaba de pie bajo el amplio pórtico del Gran Hotel, con aspecto nervioso y mirando a la muchedumbre. A las primeras preguntas de Lucy, se las llevó gritando:

—¿Acaso lo sé? Hace dos días que no puedo arrancar a Rose de ahí arriba… Es estúpido arriesgar la piel de esa manera. Quedará bien si termina con la cara llena de hoyos. Sólo nos faltaría eso.

La idea de que Rose pudiese perder su belleza le desesperaba. Repelía a Nana abiertamente, sin comprender nada de la necia devoción de las mujeres. Fauchery atravesaba el bulevar, y cuando estuvo con ellos, también inquieto y pidiendo noticias, los dos se empujaron. Ahora ya se tuteaban.

—La cosa sigue igual, muchacho —dijo Mignon—. Deberías subir y obligarla a seguirte.

—Sí que está bien —dijo el periodista—. ¿Por qué no subes tú y la obligas tú?

Como Lucy preguntaba por el número de habitación, le suplicaron que hiciera bajar a Rose, pues si no bajaba acabarían por enfadarse.

Pero Lucy y Caroline no subieron inmediatamente. Habían visto a Fontan, con las manos en los bolsillos y contemplando muy divertido las cabezas de la muchedumbre. Cuando supo que Nana estaba arriba, enferma, dijo, afectando sentimiento:

—Pobre muchacha… Voy a estrecharle la mano. ¿Qué tiene?

—La viruela —respondió Mignon.

El actor ya había dado un paso hacia el patio, pero regresó y murmuró sencillamente, con un estremecimiento:

—¡Toma!

La viruela. Aquello no era gracioso. Fontan había estado a punto de tenerla a los cinco años. Mignon contaba la historia de unas sobrinas suyas que habían muerto de viruela. Fauchery sí que podía hablar, pues aún llevaba las marcas, tres granos en el nacimiento de la nariz, que señaló, y como Mignon le empujaba de nuevo con el pretexto de que nadie la había tenido nunca dos veces, combatió esta teoría violenta, y citó casos tratando a los médicos de brutos.

Pero Lucy y Caroline les interrumpieron, sorprendidas de la creciente muchedumbre.

—¡Miren, miren! ¡Sí que hay gente!

La noche avanzaba, los mecheros de gas de la lejanía se encendían uno tras otro. No obstante, en las ventanas se veía a los curiosos, mientras bajo los árboles la oleada humana crecía cada vez más, desde la Madeleine a la Bastilla. Los coches rodaban con lentitud. Un ronquido se desprendía de aquella masa compacta, todavía muda, congregada por una necesidad, que se amontonaba y pateaba, enardeciéndose en su misma fiebre. Pero un gran movimiento hizo retroceder a la muchedumbre. En medio de los empujones, entre los grupos que se apartaban, un conjunto de hombres con gorra y blusa blanca había aparecido, lanzando este grito con una cadencia de martillos golpeando el yunque:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

Y la multitud miraba, con una sombría desconfianza, aunque ya conquistada y conmovida por imágenes heroicas, como el paso de una banda de música militar.

—Sí, sí; id a que os desnuquen —murmuró Mignon, preso de un acceso de filosofía.

Pero Fontan encontraba aquello hermoso. Hablaba de enrolarse. Cuando el enemigo se encontraba en las fronteras, todos los ciudadanos debían levantarse para defender la patria, y adoptaba una postura como la de Napoleón en Austerlitz.

—Vamos, ¿suben conmigo? —le preguntó Lucy.

—¡Ah, no! ¿Para contagiarme?

Ante el Gran Hotel, sobre un banco, un hombre ocultaba su rostro en su pañuelo. Fauchery, al llegar, lo había señalado con un guiño a Mignon.

Entonces ya estaba allí; sí, siempre estaba allí. Y el periodista aún retuvo a las dos mujeres para enseñárselo. Cuando él levantó la cabeza, ellas le reconocieron y dejaron escapar una exclamación. Era el conde Muffat, que miraba al vacío, hacia una de las ventanas.

—Sabed que está plantado ahí desde esta mañana —contó Mignon—. Le he visto a las seis, y aun no se ha movido… Desde las primeras palabras de Labordette ha venido aquí, con un pañuelo en la cara… Cada media hora se arrastra hasta aquí para preguntar si la persona de arriba se encuentra mejor, y vuelve a sentarse… No es muy sano el cuarto de arriba; se puede querer a la gente y no desear la muerte.

El conde, mirando siempre hacia arriba, no parecía tener conciencia de lo que sucedía en torno de él. Sin duda ignoraba la declaración de guerra; no sentía ni oía a la muchedumbre.

—Miren —dijo Fauchery—. Ahí lo tienen, van a ver.

En efecto, el conde había abandonado el banco y entraba bajo la alta puerta. Pero el conserje, que acabó por conocerle, no le dio ni tiempo de hacer la pregunta. Lo dijo en tono brusco:

—Señor, ha muerto en este mismo instante.

¡Nana muerta! Esto fue un golpe para todo el mundo. Muffat, sin una palabra, se volvió hacia el banco, con la cara hundida en el pañuelo. Los otros balbucieron algo, pero les cortó la palabra un grupo que pasaba gritando:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

¡Nana muerta! Una muchacha tan hermosa… Mignon suspiró como aliviado de un gran peso; al fin bajaría Rose. Hubo un frío silencio.

Fontan, que soñaba con un papel trágico, había adoptado una expresión de dolor, apretando los labios y con los ojos en blanco, mientras Fauchery, realmente conmovido en su frivolidad de periodista, mascaba nerviosamente su cigarro.

No obstante, las dos mujeres continuaron lamentándose. La última vez que Lucy la vio fue en la Gaité; Blanche, igual, en el papel de Mélusine. «¡Oh! asombraba, querida mía, cuando aparecía en el fondo de la gruta de cristal».

Aquellos señores la recordaron muy bien. Fontan representaba el príncipe Coricoco. Y con sus recuerdos despiertos, se pusieron a dar detalles interminables.

¿Verdad? En la gruta de cristal, qué maravilla con su rica naturaleza. No decía ni una palabra, incluso los autores le habían cortado una réplica, porque eso molestaba; no, nada de nada; aquello era grande. Ella conmovía a su público con sólo mostrarse. Un cuerpo como el suyo no se volvería a encontrar. Los hombros, las piernas y un talle… ¡Qué extraño era que estuviese muerta! ¿Saben que sólo llevaba sobre la malla un cinturón de oro que apenas le tapaba el delante y el detrás? Alrededor de ella, la gruta de espejos dando claridad, las cascadas de diamantes desprendiéndose, los collares de perlas blancas reluciendo entre las estalactitas de la bóveda, y en aquella transparencia, en aquella fuente de agua, atravesada por un ancho rayo eléctrico, ella aparecía como un sol con la piel y los cabellos encendidos. París siempre la recordará así, ardiendo en medio del cristal, en el aire, como si fuera una diosa. Pero no, era demasiado necia para morir en aquella posición. Ahora debía estar bonita allá arriba…

—¡Y cuánto placer perdido! —dijo Mignon con la melancólica voz del hombre a quien duele que se pierdan las cosas útiles y buenas.

Tanteó a Lucy y a Caroline para saber si subían. Claro que sí; su curiosidad había crecido. Precisamente Blanche llegaba sofocada y soltando pestes contra la multitud que abarrotaba las aceras, y cuando supo la noticia, volvieron a empezar las exclamaciones, y las señoras se dirigieron hacia la escalera con un gran alboroto de faldas.

Mignon las seguía, gritando.

—Decidle a Rose que la espero… En seguida; ¿se lo diréis?

—No se sabe de cierto si el contagio es de temer al principio o al fin —decía Fontan a Fauchery—. Un interno, amigo mío, me aseguraba que las horas que siguen a la muerte son las más peligrosas… Se desprende de los miasmas… Siento en el alma tan brusco desenlace; habría sido feliz si le hubiese estrechado la mano por última vez.

—Ahora, ¿para qué? —dijo el periodista.

—Sí, ¿para qué? —repitieron los otros dos.

La muchedumbre continuaba aumentando. A la luz de las tiendas, bajo las franjas temblorosas del gas, se advertía una doble corriente en las aceras. La fiebre se transmitía de uno a otro, las gentes seguían a los grupos de blusa y una avalancha continua barría la calzada, y el grito volvía nuevamente, saliendo de todos los pechos, sacudido y obstinado:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

Arriba, en el cuarto piso, la habitación costaba doce francos diarios.

Rose había querido un cuarto decente, aunque sin lujo, porque no se necesita lujo para sufrir. Forrada de cretona Luis XIII con grandes flores, la habitación tenía un mobiliario de nogal como en todos los hoteles, con una alfombra roja sembrada de follaje negro. El pesado silencio se cortó con un cuchicheo cuando se oyeron voces en el corredor.

—Te aseguro que nos hemos perdido… El camarero ha dicho torcer a la derecha… Vaya un cuartel.

—Esperad, hay que ver… Habitación 401, habitación 401…

—¡Eh! Por aquí, 405, 403… Ya debemos de estar. Al fin, 401. Hemos llegado; silencio ahora.

Las voces callaron. Se tosió, se recogieron un poco. Luego abrieron la puerta despacio. Lucy entró seguida de Caroline y de Blanche. Pero se detuvieron, pues ya había cinco mujeres en la habitación. Gagá estaba repantigada en el único sillón, de terciopelo negro. Frente a la chimenea, Simonne y Clarisse hablaban de pie con Lea de Horn, sentada en una silla, y cerca de la cabecera de la cama, a la izquierda de la puerta, Rose Mignon miraba fijamente aquel cuerpo envuelto en la sombra de las cortinas. Todas conservaban sus sombreros y sus guantes, como señoras en visita, y sola, sin guantes, despeinada, pálida por la fatiga de tres noches de vela, Rose tenía una expresión de estupidez y de tristeza, mirando ante sí, pensando en aquella muerte tan brusca. En el extremo de la cómoda, una lámpara con una pantalla dirigía su luz al rostro de Gagá.

—¡Qué desgracia! —murmuró Lucy estrechando la mano de Rose—. Nosotras queríamos decirle adiós.

Y volvía la cabeza para verla, pero la lámpara estaba demasiado lejos y no se atrevió a acercarse. Sobre la cama se extendía una masa gris; sólo se distinguía su moño rojizo, con una mancha pardusca que debía de ser el rostro.

Lucy añadió:

—Yo no la había vuelto a ver desde la Gaité, en el fondo de la gruta.

Entonces Rose, saliendo de su estupor, sonrió y repitió:

—¡Cómo ha cambiado…!

Luego recayó en su contemplación sin un gesto, sin una palabra.

Tal vez podrían verla muy pronto, y las tres mujeres se reunieron con las otras delante de la chimenea. Simonne y Clarisse discutían sobre los diamantes de la muerta, en voz baja. Pero… ¿existían esos diamantes? Nadie los había visto; debía de ser una broma. Pero Lea de Horn conocía a alguien que los había visto; ¡qué piedras más fabulosas! Y eso no era todo; también había traído otras muchas riquezas de Rusia: telas bordadas, chucherías preciosas, un servicio de mesa en oro, hasta muebles; sí querida, cincuenta y dos bultos, cajas como para cargar tres vagones. Todo eso estaba en la estación. ¡Vaya! Mala suerte, morir sin siquiera tener tiempo para desembalar su equipaje, y agregad que traía dinero, algo así como un millón.

Lucy preguntó quién la heredaría. Unos parientes lejanos, seguramente la tía. Vaya viña para la vieja. Ella aún no sabía nada, pues la enferma se obstinó en no avisarla, guardándole rencor por la muerte de su hijo. Entonces todas se apiadaron del pequeño; se acordaron de haberle visto en las carreras: un niño que estaba enfermo, con aspecto de vicioso y triste; en fin, uno de esos pobres mocosos que no han pedido nacer.

—Es más dichoso bajo tierra —dijo Blanche.

—Y ella también —añadió Caroline—. No es tan divertida esta vida.

Les invadieron negras ideas en la severidad de aquella habitación. Tenían miedo, era una necedad seguir allí tanto tiempo, pero una necesidad de ver las clavaba a la alfombra. Hacía mucho calor, el cristal de la lámpara ponía en el techo una redondez de luna entre la húmeda sombra que ahogaba el dormitorio. Debajo de la cama, un plato lleno de fenol despedía un olor insípido. De vez en cuando la brisa movía las cortinas de la ventana, abierta sobre el bulevar, del que subía un sordo murmullo.

—¿Ha sufrido mucho? —preguntó Lucy, que se había abstraído ante las figuras del reloj, las tres Gracias, desnudas y con sonrisa de bailarinas.

Gagá pareció despertar.

—Oh, sí. Mucho… Yo estaba aquí cuando ha muerto. Os aseguro que no es nada agradable. Empezó a sufrir unas sacudidas…

Pero no pudo continuar su explicación; un grito subía desde la calle:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

Y Lucy, que se ahogaba, abrió la ventana y se apoyó en el antepecho. Allí se estaba bien, con el frescor que caía del cielo estrellado. Enfrente brillaban las ventanas, y los reflejos del gas bailoteaban en las letras de oro de las vidrieras.

Desde arriba, era divertido ver a la multitud rodar como un torrente por las aceras y la calzada, en medio de una confusión de coches, en la inacabable y movediza sombra rota por las luces de las linternas y de los mecheros de gas.

Pero el grupo que avanzaba rugiendo traía antorchas; una luminaria roja se acercaba del lado de la Madeleine, cortaba la multitud con un reguero de fuego y se extendía a lo lejos, sobre las cabezas, como una sábana incendiada.

Lucy llamó a Carolina y a Blanche, olvidada de todo y gritando:

—Venid… Se ve muy bien desde esta ventana.

Las tres se asomaron muy interesadas. Los árboles las molestaban, las antorchas desaparecían por momentos bajo los ramajes. Trataban de distinguir a los señores de abajo, pero el saliente de un balcón ocultaba la puerta, y ellas no veían más que al conde Muffat, tendido sobre el banco como un paquete sombrío, tapado el rostro con su pañuelo. Un coche se había detenido.

Lucy reconoció a María Blond; otra que también corría. No iba sola; un hombre gordo se apeaba detrás de ella.

—Es ese ladrón de Steiner —dijo Caroline—. ¡Cómo! ¿Aún no le han enviado a la colonia…? Quiero verle la cara cuando entre.

Se volvieron. Pero diez minutos después, cuando María Blond apareció, luego de equivocarse dos veces de escalera, iba sola. Y como Lucy, asombrada, la interrogase, contestó:

—¿Él? Ah sí… ¿Creías que subirían? Me ha costado que me acompañe hasta la puerta… Son cerca de una docena los que están ahí fumando.

En efecto, todos aquellos señores volvían a encontrarse. Llegados para curiosear y echar una mirada a los bulevares, se llamaban y se dolían de la muerte de aquella pobre muchacha, e inmediatamente hablaban de política y de estrategia.

Bordenave, Daguenet, Labordette, Prullière, y otros más habían engrosado el grupo. Y escuchaban a Fontan, que explicaba su plan de campaña para apoderarse de Berlín en cinco días.

No obstante, María Blond, enternecida ante aquella cama, lo mismo que las demás, murmuró:

—Pobre gata… La última vez que la vi fue en la Gaité, en la gruta…

—Pues ha cambiado, ha cambiado —repetía Rose Mignon con su sonrisa de huraño agotamiento.

Todavía llegaron dos mujeres más: Tatán Néné y Louise Violaine. Iban de un lado a otro del Gran Hotel desde hacía veinte minutos, mandadas de un camarero a otro; habían subido y bajado más de treinta veces, en medio de un desorden de viajeros que se apresuraban a abandonar París ante el pánico de la guerra y aquella emoción de los bulevares. Al entrar se dejaron caer sobre las sillas, demasiado cansadas para ocuparse de la muerta.

Precisamente acababa de armarse un gran alboroto en la habitación contigua; se cerraban las maletas, se abrían cajones, golpes en los muebles, todo entre clamor de voces barbotando sílabas bárbaras. Era un matrimonio austríaco.

Gagá contaba que, durante la agonía, esos vecinos habían jugado a perseguirse; y como sólo una sencilla puerta condenada separaba las dos habitaciones, se les oía reír y besarse cuando se atrapaban.

—Vamos, hay que irse —dijo Clarisse—. Nosotras no la resucitaremos… ¿Vienes, Simonne?

Todas miraron la cama con el rabillo del ojo, sin moverse. No obstante, se dispusieron a salir, dándose ligeros golpes en las faldas. Lucy se había acodado nuevamente en la ventana, sola.

Cierta tristeza le apretaba la garganta poco a poco, como si una profunda melancolía hubiese surgido de aquella multitud chillona. Aún pasaban antorchas, tremolando sus llamas; a lo lejos se amontonaban los grupos, alargándose en las tinieblas, como rebaños movidos por la noche en los cercados, y ante este vértigo, aquellas masas confusas, arrastradas por la ola humana, exhalaban un terror, una gran piedad por las matanzas futuras. Se aturdían, los gritos se rompían en la embriaguez de su fiebre, lanzándose a lo desconocido, allá abajo, tras la pared negra del horizonte:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

Lucy se volvió y, arrimada a la pared, dijo palideciendo:

—¡Dios mío!, ¿qué va a ser de nosotras?

Aquellas mujeres inclinaron la cabeza. Se las veía tristes, inquietas ante los posibles acontecimientos.

—Yo —dijo Caroline Héquet fríamente—, me iré a Londres… Mamá ya está allá arreglándome el hotel… No quiero que me maten en París.

Su madre, como mujer prudente, le había hecho colocar toda su fortuna en el extranjero. Nunca se sabía cómo acabaría una guerra, pero María Blond se irritó; ella era patriota, y hablaba de seguir al ejército.

—Vaya cobarde… Sí, si me quisieran, me vestirían de hombre para ir a batirme a tiros con esos cochinos prusianos… Aunque dejásemos allí la piel.

Bonita cosa nuestra piel.

Blanche de Sivry se revolvió.

—No hables mal de los prusianos… Son hombres como los demás, y no están siempre encima de las mujeres como los franceses. Acaban de expulsar a mi pequeño prusiano, que vivía conmigo; un muchacho muy rico, muy bueno, incapaz de hacer mal a nadie… Esa indignidad me arruina… Y, ¿sabes? que no me fastidien, porque me iré a Alemania…

Mientras ellas discutían, Gagá murmuró con su voz cansada:

—Se acabó; ya no hay suerte… No hace ocho días acabé de pagar mi casita de Juvisy. Dios sabe con qué pena. Lili tuvo que ayudarme… Y ahora se declara la guerra, los prusianos vendrán, lo quemarán todo… ¿Cómo quieren que vuelva a empezar a mis años?

—A mí me importa poco —dijo Clarisse—. Siempre encontraré algo.

—Seguro, añadió Simonne. Esto va a ser divertido… Tal vez sea mejor.

Y con una sonrisa completó su pensamiento. Tatán Néné y Louise Violaine coincidieron con ella. Tatán contó cómo se había divertido con los militares hasta reventar. Buenos chicos, y harían las mil y una por las mujeres.

Pero como levantaban mucho la voz, Rose Mignon, siempre en la cabecera de la cama, las hizo callar con un «chis» silbado suavemente. Se quedaron sobrecogidas, mirando de soslayo hacia la muerta, como si aquel ruego hubiese salido de la misma sombra de las cortinas, y en la pesada paz que siguió, aquella paz de la nada en que sentían la rigidez del cadáver tendido cerca de ellas, los gritos de la multitud estallaron:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

En seguida se olvidaron de todo. Lea de Horn, que tenía un salón político, donde antiguos ministros de Louis-Philippe se entregaban a finos epigramas, dijo muy bajo, encogiéndose de hombros:

—¿Qué falta hace esta guerra? Una necedad sangrienta.

Inmediatamente Lucy tomó la defensa del Imperio. Ella se había acostado con un príncipe de la casa imperial, y aquello era asunto de familia.

—Dejadlo, querida; no podemos dejarnos insultar más; esta guerra es el honor de Francia… Sabéis que no digo esto a causa del príncipe. ¡Menudo pinta! Figuraos que a la noche, al acostarse, se escondía sus luises en las botas, y cuando jugábamos a la báciga, ponía habichuelas porque un día yo gasté la broma de saltar sobre la apuesta… Pero esto no me impide ser justa. El Emperador tiene razón.

Léa movía la cabeza con gesto de superioridad, de mujer que repite la opinión de personajes importantes. Y repuso, levantando la voz:

—Éste es el fin. Están locos en las Tullerías. Sabedlo, Francia pudo echarlos antes…

Todas la interrumpieron violentamente. ¿Qué tenía ella para ponerse así con el Emperador? ¿Acaso la gente no era feliz con él? ¿No iban bien los negocios? París nunca se había divertido tanto.

Gagá, enardecida, se despertó indignada.

—¡Cállense! Es una idiotez, y no saben lo que dicen… Yo sí he visto a Louis-Philippe en una época de mendrugos y miseria, querida. Y después vino el cuarenta y ocho… Muy bonito. Una porquería su República. Después, febrero, y yo me moría de hambre, yo, la que os habla… Si hubieseis conocido todo esto, os pondríais de rodillas ante el Emperador, porque ha sido nuestro padre, sí, nuestro padre.

Tuvieron que calmarla. Ella añadió en un arranque religioso:

—¡Oh, Dios mío! Que el Emperador tenga su victoria. ¡Consérvanos el Imperio!

Todas repitieron este deseo. Blanche confesó que ella quemaba cirios por el Emperador. Caroline, enamoriscada de él, se había paseado durante dos meses por su pasaje, sin conseguir llamarle la atención. Y las otras estallaron en palabras iracundas contra los republicanos, hablando de exterminarlos en la frontera, para que Napoleón III, después de vencer al enemigo, reinase tranquilo en medio del júbilo universal.

—Ese sucio Bismarck, ¡vaya un canalla! —rugió María Blond.

—¡Y pensar que lo he conocido! —exclamó Simonne—. Si lo hubiese podido saber, sería yo quien habría puesto una droga en su vaso.

Pero Blanche, molesta todavía por la expulsión de su prusiano, se atrevió a defender a Bismarck. Quizá no fuese tan malo. Cada uno en lo suyo. Agregó:

—Ya sabéis que adora a las mujeres.

—¡Y eso qué nos importa! —exclamó Clarisse—. No le necesitamos.

—Hombres de esa clase siempre hay demasiados —declaró Louise Violaine seriamente—. Sería mejor dejarlos pasar que tener negocios con semejantes monstruos.

La discusión continuó. Hicieron añicos a Bismarck; cada una le pegaba un puntapié en su celo bonapartista, mientras que Tatán Néné repetía:

—Bismarck… No se me ha hecho rabiar poco con él. ¡Oh! Le tengo una tirria… Yo no conozco al tal Bismarck. No se puede conocer a todo el mundo.

—No importa —dijo Lea de Horn para concluir—. Ese Bismarck nos va a varear.

No pudo continuar. Todas se pusieron contra ella. ¿Cómo? ¿Una paliza? Al contrario, sería Bismarck el que volviera a su tierra a culatazos. ¡Vaya con la indigna francesa!

—Callad —pidió Rose Mignon, apenada por la riña.

El frío del cadáver volvió a apoderarse de ellas. Todas se detuvieron a la vez, inquietas, puestas de nuevo frente a la muerte, con el miedo al contagio.

Por el bulevar, el grito proseguía ronco, desgarrado:

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

Cuando ya se decidían a irse, una voz llamó desde el pasillo:

—¡Rose, Rose!

Asombrada, Gagá abrió la puerta y desapareció un instante. Luego, cuando regresó, dijo:

—Querida, es Fauchery, que está abajo, al otro extremo. No quiere subir, está furioso porque sigues aquí, cerca del cadáver.

Mignon había conseguido que el periodista subiese. Lucy, todavía en la ventana, se asomó, y vio a aquellos señores en la acera, mirando hacia arriba y haciéndole señas. Mignon, exasperado, levantaba los puños. Steiner, Fontan, Bordenave y los demás abrían los brazos en ademán de inquietud y de reproche, mientras Daguenet, para no comprometerse, fumaba tranquilamente, con las manos en la espalda.

—Es cierto, querida —dijo Lucy abandonando la ventana abierta—. Había prometido hacerte bajar… Están todos llamándonos.

Rose abandonó penosamente la cabecera de madera, y murmuró:

—Ahora, ahora voy… Ya no me necesita para nada… Haremos que suba una Hermana.

Daba vueltas sin encontrar su sombrero y su chal. Maquinalmente, sobre el tocador, había llenado una palangana de agua y se lavaba las manos y la cara, mientras decía:

—No sé, pero esto ha sido un golpe terrible para mí… Nunca fuimos muy amigas… Pues ya veis si soy tonta… ¡Oh! se me ocurren toda clase de ideas, hasta la de morirme también. El fin del mundo… Sí, necesito aire.

El cadáver empezaba a despedir cierto tufo… El terror se apoderó de todas, después de tanta indiferencia.

—Vamos, vamos, gatitas —repetía Gagá—. Esto no es sano.

Salieron con viveza, mirando por última vez el lecho. Pero como Lucy, Blanche y Caroline aún estaban allí, Rose se detuvo un instante para dejar la habitación en orden. Corrió una cortina de la ventana; luego pensó que aquella lámpara no era conveniente, que hacía falta un cirio, y después de encender uno de los candelabros de la chimenea, lo puso en la mesilla de noche cerca del cuerpo. Una luz viva iluminó bruscamente la cara de la muerta. Fue horrible. Todas se estremecieron y huyeron.

—¡Oh! está cambiada, está cambiada —murmuraba Rose Mignon—, saliendo la última.

Al salir cerró la puerta. Nana quedaba sola, la cara al aire, en la claridad de la bujía. Era un montón de huesos, lo que quedaba de humores y de sangre; una paletada de carne corrompida, arrojada allí sobre un colchón. Las pústulas habían invadido todo el rostro, un botón tocaba al otro, y marchitas, hundidas con un aspecto de barro gris, parecían un enmohecimiento de la tierra sobre aquella papilla informe, en la que no había rasgos.

Un ojo, el izquierdo, estaba completamente sombrío en el hervor de la purulencia; el otro medio abierto, se hundía como un agujero negro y corrompido. La nariz supuraba todavía. Una costra rojiza partía la mejilla e invadía la boca, arrancándole una risa abominable. Y sobre aquella máscara grotesca y horrible de la nada, los cabellos, aquellos hermosos cabellos, conservaban sus reflejos de sol, cayendo como un chorro de oro.

Venus se descomponía. Parecía que el virus cogido por ella en los arroyos, sobre las carroñas toleradas, aquel germen con el cual había envenenado a un pueblo, acababa de subírsele al rostro y lo había podrido.

La habitación estaba vacía. Un fuerte soplo desesperado subió del bulevar e hinchó las cortinas.

—¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!

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