NAM

NAM


Introducción

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Introducción

«Alguien muere, no es ningún drama. Etiqueto el cadáver, anoto los detalles de su muerte y lo meto en una bolsa —pensó Doc—. Ya he visto demasiada mierda. No puedo dejar que me quite el sueño. No me lo puedo permitir.» Aunque lo llamaban «Doc», no era un médico de verdad. En Vietnam, los GI 11 llamaban «Doc» a cualquier sanitario, excepto en el frente, cuando gritaban «¡un médico, un médico!» al desplomarse.

Volvió a mirar la carta que le habían enviado los padres de un chaval de su misma unidad: «Estimado doctor —escribieron—: Nuestro hijo hablaba mucho de usted en las cartas que nos enviaba, nos contaba todo lo que hacía por los muchachos de su unidad. Por favor, si puede, cuéntenos cómo murió». Lo habían repatriado en un ataúd.

«¡Dios! —suspiró Doc—. ¿Qué les contesto? No puedo decirles que su hijo desayunó unas alubias congeladas repugnantes, que tuvo que aguantar que los demás chavales le llamaran cherry 12 y que salió del campamento para acabar estallando en un millón de pedazos, que es exactamente lo que pasó.»

Durante una patrulla rutinaria con el resto de su pelotón, el chico accionó accidentalmente una mina con una carga explosiva de setenta kilos, según calcularon después. La explosión abrió un cráter del tamaño de una habitación de matrimonio y le arrancó un brazo y las dos piernas. También le destrozó una parte del cráneo.

Murieron seis soldados más. En Vietnam era frecuente morir así. Mientras duró el conflicto armado en el Sudeste Asiático, se repatriaron miles de ataúdes para ser enterrados discretamente en suelo estadounidense, donde han permanecido prácticamente olvidados, ignorados, durante más de diez años.

Recientemente, son muchos los periodistas, directores de cine, generales, diplomáticos y políticos que han decidido contarle a los norteamericanos cómo murió ese muchacho y por qué. Gran parte de su relato se centra en el silencio que rodea a ese ataúd cerrado. A medida que sus historias avanzan, descubres que pasan por alto la humanidad y la individualidad del muchacho que yace dentro de la caja, que lo reducen a una fría acumulación de datos estadísticos, históricos y políticos. Y, si no, se aprovechan del misterio que encierra ese ataúd y elevan la sangre y los huesos al reino mítico de los héroes, al infierno o a la locura y el rock and roll.

En esas historias falta algo; falta lo personal, lo palpable. Tratan la guerra como si fuera un acontecimiento difuso de un pasado lejano que nuestra memoria ya no alcanza. Nadie se ha molestado en hablar con los hombres y las mujeres que fueron a Vietnam y lucharon en esa guerra.

¿Qué sucedió en Vietnam? ¿Cómo era? ¿A qué olía? ¿Qué te pasó allí? Los veteranos de Vietnam conocen de primera mano las estadísticas, el heroísmo, la maldad y la locura. Son ellos quienes están capacitados para mirar en el interior de ese ataúd e identificar al cuerpo por lo que realmente es: un muchacho que murió en una guerra, que tenía un nombre, una personalidad y una historia propias.

Algunas de las personas que libraron esa guerra cuentan lo que les pasó en las páginas de este libro. Hasta ahora, la mayoría de ellos había guardado silencio y permanecido invisible para la sociedad, tanto como sus hermanos caídos. No se fían de los desconocidos; recelan de las preguntas.

Como me dijo un veterano: «Tengo las antenas contra las mentiras siempre alerta». Empecé con apenas un puñado de contactos, pero gracias al boca a boca fui consiguiendo más entrevistas con otros veteranos. «Sí, es buen tío —me decían—. Queda con él y a ver qué tal.»

Quisieron saber qué estaba haciendo yo mientras ellos luchaban en Vietnam. Les conté que entonces iba a la universidad y que había participado en algunas protestas en contra de la guerra, pese a no estar muy involucrado en el movimiento. Me uní a las manifestaciones cuando mis ideales me empujaron a hacerlo, pero solo si me convenía. Aunque mis convicciones eran firmes y la situación me indignaba, no tenía ninguna intención de que el activismo me hiciera perder la prórroga para alistarme que me habían concedido, un privilegio más que ventajoso. Supongo que mi caso era como el de la mayoría de estudiantes universitarios de la época. Me resulta mucho más gratificante recordar las historias de guerra del movimiento por la paz y aquella sensación de comunidad que ya se ha desvanecido, pero reconozco que la presión social y los motivos personales también tuvieron algo que ver.

Cuando me preguntaban por qué quería escribir este libro, mi respuesta inmediata era pragmática y honesta: «Por dinero. Me gano la vida como escritor». Sin embargo, luego aclaraba que mis intereses no eran puramente mercenarios. El proyecto comenzó a tomar forma en 1972. Ese año, conocí por casualidad a un veterano de Vietnam que acabó por convertirse en un buen amigo. Compartíamos piso, comida y grandes cantidades de whisky. Brian me habló de su experiencia en la guerra y, en aquellas conversaciones, descubrí aspectos de él —y de mí mismo— que no conocía. Él tuvo la oportunidad de compartir sus vivencias y yo, la voluntad de escucharlas, y eso fortaleció nuestra amistad. Lo que me contó me enseñó más sobre Vietnam, la guerra y quienes participaron en ella que nada que hubiera leído o visto en la televisión. Era evidente que no sabíamos toda la historia. Yo no estaba capacitado para contarla, pero no me cabía duda de que sí quería escucharla.

Aseguré a los veteranos que no tenía intención de pergeñar un texto político que culpase o condenase a nadie; tampoco pretendía ensalzar la guerra ni la suerte que corrieron los soldados. Simplemente, quería documentar lo que recordaban cuando sus vidas se cruzaron con la guerra de Vietnam, así como las consecuencias de dicha experiencia.

Me acerqué a ellos con honestidad y respeto. Algunos no me contaron nada; siempre que quedábamos, se echaban atrás en el último minuto. Sin embargo, la mayoría de hombres y mujeres que entrevisté mostraron una actitud a medio camino entre el alivio y la voluntad de cumplir con su deber; sostuvieron una luz para alumbrarme mientras yo examinaba ese rincón oscuro de sus vidas. Todos ellos parecían sentirse obligados a relatar su historia con claridad y precisión para honrar a sus amigos caídos y a sus ideales rotos, y también por honestidad, porque sabían que valía la pena. Cuando me ganaba su confianza, sus palabras fluían con la misma rapidez que un recluso sale de una celda de aislamiento. Algunos sintieron alivio al extraer parte de la ponzoña que había infectado la herida.

Esas personas no son extraordinarias, salvo por el hecho de haber sobrevivido a Vietnam y continuar haciéndolo. Más de un entrevistado me pidió que mencionara en el libro que tenía un buen trabajo y se ganaba la vida dignamente. Por la noche vuelve a su casa, junto a su mujer y sus hijos; a veces se para en un bar a tomarse un par de cervezas. En su tiempo libre, ve partidos de béisbol por la televisión o abrillanta el coche; no sube a lo alto de un campanario con un arma al hombro para disparar a ciudadanos inocentes.

Sin embargo, también hablé con otros que sí saben dónde nace el impulso de subirse a un campanario. Conocí a gente que no parece capaz de establecerse en un lugar fijo, que ha intentado amar y ha fracasado, que se asfixia con su propia amargura, que ha intentado suicidarse. La guerra les ha dejado cicatrices físicas y mentales; su experiencia en Vietnam arruinó sus vidas para siempre. Pero eso no los hace diferentes, solo demuestra que son tan frágiles como cualquier otro ser humano.

Debido a su visión personal, solemos llamar a estos relatos historias de guerra. Tenemos que asumir que aquí se encontrarán generalizaciones, exageraciones, fanfarronadas y —muy posiblemente— mentiras descaradas. Pero, en un contexto religioso, contar estas historias sería equivalente a dar testimonio. Las imperfecciones humanas no hacen sino demostrar la sinceridad del conjunto. Los aspectos apócrifos de estos relatos tienen más de recurso metafórico que de engaño.

En gran medida, estas historias sobre Vietnam son tan antiguas como la guerra misma. Lo que vas a leer en estas páginas tiene más en común con el realismo clásico de Homero cuando narra los detalles gráficos de la masacre de Troya que con Vic Morrow pavoneándose en un episodio de Combat! 13 . La televisión no nos mostró toda la historia. El napalm titilando en la pantalla en tecnicolor a la hora de cenar mientras Walter Cronkite 14 recitaba el número de víctimas de la jornada, como si de una macabra oración para bendecir la mesa se tratara, tenía poco que ver con las arcadas que se sienten ante el hedor de un hombre en llamas. Suavizamos la guerra con aventuras románticas y propaganda paranoide para poder digerirla y vivir con ella, pero los excombatientes de Vietnam la vivieron en carne propia, por eso su relato es tan crudo e impactante como una herida abierta.

La muerte y la brutalidad impregnan las páginas de este libro; tienen tanta presencia como el tictac de un reloj que resuena en una casa durante una noche en vela. El dolor del alma es la pesadilla que mantiene despiertos a sus habitantes. La macabra maquinaria de la muerte nos recuerda por enésima vez que la guerra es el infierno mismo y siempre lo ha sido, pero las vísceras y la sangre solo son el extraordinario escenario sobre el que se representaron las vidas de hombres y mujeres corrientes.

La guerra plantea las grandes cuestiones filosóficas sobre la vida, la muerte y la moralidad, y exige respuestas inmediatas. Las abstracciones propias del debate académico acaban por reducirse a una cuestión muy concreta: la supervivencia. En menos de un año, Vietnam puso a prueba tanto al hombre como a la cultura que lo llevó hasta allí. La guerra derriba la fina fachada que imponen las instituciones de la sociedad y muestra al hombre exactamente como es. Si queremos aprender algo real sobre este conflicto, sobre el espíritu humano y sobre nosotros mismos, debemos escuchar atentamente a esos hombres y mujeres que se convirtieron a la vez en víctimas y en verdugos de la guerra.

«Nam» no es solo un pedazo de palabra que remite a una de las muchas guerras que han librado los Estados Unidos en sus doscientos años de historia. Vietnam trascendió ideologías y ejércitos. La guerra y sus ramificaciones culturales marcaron el paso a la edad adulta de una generación entera de americanos, la generación a la que yo pertenezco. Fue una época en la que millones de jóvenes tomamos decisiones que marcarían el curso de nuestras vidas. Si queremos comprendernos mejor a nosotros mismos, es necesario que conozcamos más en profundidad el acontecimiento que nos condujo hasta el presente. Hasta que no afrontemos con más sinceridad la guerra de Vietnam y analicemos más a fondo las vivencias de los veteranos que participaron en ella, no progresaremos ni como individuos ni como nación.

Este libro no revela la verdad sobre Vietnam. Todo el mundo tiene una pieza del puzle. Pero puede que todas estas historias de guerra, llenas de emoción pero sin pretensiones y despojadas de romanticismo, nos acerquen más a la verdad de lo que nada lo ha hecho hasta ahora.

¿Quieres que te cuente una historia sobre la guerra, una de verdad?

Para mí Vietnam es una historia. Como si no me hubiera pasado a mí.

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