Mújica. Una biografía inspiradora

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PRIMERA PARTE » El descenso a los infiernos

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El descenso a los infiernos

La presidencia de Bordaberry fue breve porque cayó en la trampa autoritaria que él mismo propició. Primero les abrió la puerta a los militares para que controlaran gran parte de la administración. Después ejecutó una suerte de autogolpe en el que disolvió la Asamblea y asumió todo el poder. Por último, en 1976, los militares, verdaderos dueños del poder, decidieron que ya no necesitaban a un político dictador y lo sustituyeron con un clásico golpe militar. Atrás habían quedado las negociaciones de último momento con los pocos guerrilleros que quedaban libres para acordar un alto el fuego. Cuando en septiembre de 1973 cayó Bebe Sendic y el resto de la cúpula de Tupamaros, las fuerzas de la guerrilla estaban exhaustas.

Empezó una de las etapas más negras de la historia del Uruguay. Para Eduardo Galeano «la dictadura uruguaya torturó mucho y mató poco. La argentina practicó el exterminio». Aunque la «uruguayidad» diera un rostro más amigable a los militares, estos ejecutaron de forma sistemática prácticas aberrantes contra personas a las que se mantuvo presas durante años sin ningún proceso judicial.

Se ensañaron de forma extremadamente cruel con la cúpula de Tupamaros, a quienes aislaron y sometieron a toda clase de torturas y vejaciones. A estos nueve presos se reconocería como los «rehenes» ya que se mantendrían con vida siempre y cuando no hubiera nuevas acciones de la guerrilla. La capacidad para resistir y no quebrarse ante los maltratos físicos y psicológicos a los que fueron sometidos fue una de las razones que alimentó el mito de los rehenes.

En un informe de Amnistía Internacional del año 1976 ante la Cámara de representantes de Estados Unidos, se citaba la declaración del director del penal de La Libertad que reconocía que, al no atreverse a ejecutarlos cuando tuvieron oportunidad, sabían que en el futuro tendrían que soltarlos, por lo que debían aprovechar «el tiempo que nos queda para volverlos locos». El caso de Mujica fue paradigmático.

Durante los doce años y meses en que permaneció en prisión fue trasladado periódicamente a diferentes centros penitenciarios en donde se lo mantenía recluido y sin comunicación con los otros detenidos. En algunos calabozos como los de Santa Clara de Olimar, estuvo encerrado durante meses en cubículos de las dimensiones de un nicho, sin ventanas, ni colchón, ni mantas. Padecía diarreas continuas e incontinencia urinaria. Mal alimentado y en condiciones higiénicas deplorables, poco a poco fue perdiendo todos los dientes.

La incomunicación y el maltrato fueron minando paulatinamente su salud mental. Comenzó a tener alucinaciones, a conversar con las ranas que tenía de mascotas y a escuchar los gritos de las hormigas. En esos momentos cuando estaba tocando fondo apareció el espíritu inquebrantable legado por su madre. Una anécdota, que después se hizo famosa, cuenta que su madre le había llevado una pelela (orinal) de plástico con dos patitos, para que pudiera salvar las urgencias urinarias. Mujica, de forma obstinada reclamó y consiguió que le llevaran esta pelela que estaba retenida en la guardia. Se aferró a este artefacto como una tabla de salvación y logró llevarla consigo en todas las prisiones en las que estuvo. Había conquistado un derecho por el que recuperaba dignidad y lo devolvía a la realidad. Abandonó la cárcel abrazado a su pelela, convertida en una maceta de flores.

Mujica reconoce que su sanación mental fue gracias a una psiquiatra que lo atendió en el penal. En un momento en que se encontraba totalmente perdido con alucinaciones, la médica recomendó que le dieran lecturas y papel para escribir. Comenzó con libros básicos de química y física que copiaba y releía continuamente. Después pasó a temas de biología y a estudios de agronomía. En los últimos tiempos le permitieron cultivar un jardín.

En noviembre de 1980 la junta militar convocó un plebiscito para reformar la constitución y crear una democracia tutelada por los militares. Dicen que los dirigentes se deciden por los plebiscitos cuando creen que los van a ganar. Los militares se equivocaron en el diagnóstico y perdieron. Esta dura derrota minó aún más el poder de un gobierno que cada vez estaba más cuestionado internacionalmente.

Sin embargo debieron pasar cinco años más hasta que los militares convocaran elecciones y una amnistía general diera libertad a los presos. A diez años del golpe en 1983, el escritor Mario Benedetti denunciaba en un artículo publicado por el diario El País de España la situación de los nueve rehenes.

«Habría que retroceder varios tramos en la historia para hallar prácticas de un sadismo tan explícito. En un concepto moderno de la justicia, ni los criminales más atroces e irrecuperables son sometidos a este tipo de tortura moral, de castigo sin tregua. Solo nueve rehenes, cada uno de los cuales probablemente ni siquiera sepa qué pasó con los ocho restantes.» (1983)1

Henry Engler, uno de los más afectados psicológicamente por los maltratos de prisión, explica cómo llegó tan lejos su amigo y compañero de cárcel Mujica. «Después de años encerrado y a punto de enloquecer, en la lucha por superarse a sí mismo se pierden los sentimientos de odio y rencor y la solidaridad se transforma en una forma de satisfacción permanente.» (Carta Maior)

Mujica agradece todo lo que vivió «porque si no hubieran pasado esos años y aprendido el oficio de galopar dentro de mí mismo habría perdido lo mejor de mí mismo. Me obligaron a remover mi suelo y eso me hizo mucho más socialista que antes». (1989)

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