Mortal

Mortal


Capítulo nueve

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Capítulo nueve

HABÍAN PASADO OCHO HORAS desde que Feyn despertara para encontrar su mundo totalmente cambiado. Y aunque sabía exactamente quién era, en ciertos sentidos no se reconocía en absoluto.

El rostro que se reflejaba en el espejo no era el suyo. Conocido, sí. Tan pálido. La piel que fijaba la norma de belleza del mundo. Y allí mismo… la vena negra debajo de la sien. Tan negra. Antes había sido azul. Y sus ojos habían sido de color gris pálido. Ahora brillaban, como ónice labrado en facetas.

Feyn giró la cabeza, consideró las venas renegridas que se le extendían por la mejilla como ramas de un árbol de invierno… tributarios de un río negro. Un río con una sola fuente.

Un rostro apareció al lado del de ella en el espejo.

—Eres hermosa, mi amor.

Saric.

Feyn lo consideró en el vidrio. La fuerte línea de la mandíbula de él, más ancha de lo que ella recordaba. El pelo bien recortado debajo del labio inferior, meticuloso como ella lo recordaba.

—¿Soy yo?

—Sí.

La voz de su hermano la inundó de un calor extraño.

Él llegó hasta donde ella y le desabrochó la parte superior del vestido. Abrió el ancho cuello, que portaba la cicatriz que le atravesaba desde el esternón casi hasta la cintura en el otro costado.

Feyn se estremeció, no al ver la cicatriz sino ante el repentino recuerdo de la espada. Relampagueante, reflejando luz en la hoja. Un grito en los oídos… su propio grito mientras mantenía los brazos abiertos. Ella se había dispuesto para la rauda hoja. Dándose a sí misma.

Ese día había muerto.

Feyn se agarró la parte delantera del vestido y lo cerró. Entonces las manos de Saric le tomaron las suyas y las apartaron tiernamente, asegurándole los broches del frente.

—No te preocupes, querida. Te quitaré la cicatriz. La veré fuera de ti. Nada desfigurará tu belleza ni te recordará ese momento. Nada excepto el hecho de que aquel día esa cicatriz te trajo a mí. Eso te agradaría, ¿verdad?

Ella levantó la mirada hacia él en el espejo.

—Sí —contestó, y luego dijo—. Gracias.

—Espera aquí —pidió él sonriendo.

Su hermano se alejó, y Feyn se volvió para ver mientras él iba hacia la cómoda en el rincón. El cofre de joyas de ella. Aquí, en su propia habitación.

La joven miró a través de las amplias ventanas hacia el turbulento cielo, agitado más allá de la pesada cortina de terciopelo recogida a cada lado. Hacia el tocador con el espejo grande y redondo. Hacia la cama, demasiado grande para una persona, o inclusive para tres. Arriba, hacia el abovedado cielo raso en lo alto.

Saric había vuelto, sosteniendo un par de aretes colgantes de zafiro.

—Nunca te los habías puesto. Un regalo estatal, creo, de Asiana, con motivo de tu toma de posesión el día en que te arrebataron de mi lado. Siempre insististe en esos adornos sencillos. Pero se acabaron los días para esas niñadas, ¿no es así?

—Supongo que sí —respondió ella, mientras él se los deslizaba a través de los lóbulos de las orejas.

El antiguo custodio le había asegurado que ella no moriría. Que dormiría por un tiempo… y que volvería a vivir. Y había tenido razón, por así decirlo.

Él también se había equivocado.

Ella no había estado dormida.

Y ahora allí estaba Saric, el rostro que ella recordaba, mirándola con frialdad, como desde otra vida.

Feyn no lo recordaba tan musculoso, ni siquiera tan alto. No recordaba la curvatura de esa boca cuando sonreía como lo hacía ahora.

Había habido dolor. Dolor, peor que el que la matara. Ahora no tenía duda de haber estado muerta.

¿Había estado entonces en la felicidad? No tenía ningún recuerdo de temor. Del tormento eterno del infierno al que alguien va cuando no conoce la justicia del Orden, dondequiera que pudiera estar establecido, ese día, y para esa persona. Y en el día en que ella había muerto renunció al Orden y cambió el curso de la sucesión.

Cuán extrañamente se había desarrollado todo.

—Dime, hermana, ¿soñaste?

Él quería oír que sí. Ella se lo vio en los ojos.

Feyn sonrió ligeramente.

—Por supuesto que soñaste —asintió él con voz zalamera y tierna—. Conmigo, estoy seguro.

La mente de Feyn vagó hacia la escena en el senado. Como un sueño, pero real, vivo. Todo ojo mirándola. Había estado desnuda, pero esto no había importado al principio porque ella aún estaba en el sueño, y en los sueños el temor siempre se manifestaba como desnudez. Un temor de que el mundo viera al soñador como realmente era. Que viera que no era como fingía ser.

—Desde luego —contestó ella, volviendo a sonreír.

Feyn quiso verlo sonreír. ¿Había sido Saric tan tierno antes con ella? ¿O tan apuesto? ¿Había él cambiado tanto como parecía?

¿O ahora ella estaba viéndolo por quién era?

De nuevo la ola de calor, esta vez cuando él le agarró la mano. Saric le había escogido los anillos, el vestido, y hasta le había puesto los zapatos en los pies. Con mucho cuidado le había echado hacia atrás el cabello por los costados poniéndole un broche de esplendorosos diamantes.

—Sonríes, hermana —dijo él—. Por amor, ¿verdad? Por mí. Por tu amo.

—Sí —contestó ella… y la confusión le produjo más alivio.

La puerta de la suite se abrió. Varios siervos de Saric entraron, aquellos a los que él llamaba hijos y a veces sangrenegras. Estaban arreglando la mesa allí en el comedor.

—¿Crees que puedes comer? Debes tratar de consumir alimento normal, no solamente lo que te di.

—¿Por qué me siento de esta manera? —preguntó ella, mirándolo a los ojos.

—¿De qué manera, querida?

—No… no me siento yo misma. Algo ha cambiado.

—¿Cómo te sientes? —inquirió Saric inclinando la cabeza.

—No siento el mismo temor que sentí una vez.

—Dime más.

—Siento… placer. Por la manera en que me miras ahora. Por cómo sonríes. Placer por ver. Siento un gran deseo de verte agradado.

—Entonces la idea de mi placer te complace.

—Mucho —asintió ella con algo de asombro—. Y hay más. Siento…

Ella no podía expresar totalmente las emociones que le inundaban la mente y el corazón. No estaba segura de dónde se le asentaban, solo que de algún modo habían procedido de Saric.

—¿Alegría? —indagó él—. ¿Amor? ¿Paz?

—Sí —respondió ella asintiendo con la cabeza—. Sí, eso creo.

Una vez Feyn sintió lo mismo. Un hermoso día en una pradera donde se enteró de una verdad que había cambiado el curso de su vida muerta…

Trayéndola aquí, finalmente, aquí.

—¿Por qué? —preguntó Feyn.

—Porque estás viva.

—Viva.

El corazón se le volvió a acelerar en el pecho. ¿Así que él había encontrado el suero y la había vuelto a la vida que ella una vez conociera? ¿Había cumplido su promesa el custodio?

Se sintió flaquear ante la belleza de la idea. La mano de Saric se le puso de pronto debajo del codo.

—Sí. Viva —admitió él haciéndola volverse—. Vida total. Vida que es mía.

—¿Tuya? —objetó ella con un titubeo en el corazón.

¿Por qué eso la fastidió, como si hubiera mordido un metal?

—No como la tuve antes. Perdóname por mis antiguas indiscreciones, querida —confesó Saric, y le agarró las manos—. Entonces me hallaba débil. Un alma perdida y desesperada por encontrar la verdad. He comprendido que mi destino es conocer y experimentar la más pura clase de vida, y ahora al fin la he encontrado. No hay vida más grandiosa que la que fluye ahora por mis venas. Ahora amo de veras como no podía hacerlo antes. Y ahora tú me sirves como has deseado hacerlo, a menudo sin saberlo tú misma. Te he liberado del Orden de la Muerte y de todas sus reglas.

—¿Tú? —exclamó ella, inclinando la cabeza.

Uno de los sangrenegras apareció en el umbral de la puerta y Saric levantó la mirada.

—Aja, está bien. Ven, querida. Comerás ahora.

El hombre deslizó el brazo de ella a través del suyo y la guió a la sala delantera. Feyn examinó al sangrenegra mientras este retiraba una silla para ella en la mesa. Era grande y musculoso como las dos exquisitas criaturas que había visto anteriormente en el senado. Tenía los ojos negros, la piel como mármol veteado de tinta, igual que ella, pero guerrero como los otros.

—Janus, ¿cómo está tu compañera?

El sangrenegra levantó la mirada cuando llegaba al costado de la mesa para verter vino en las copas delante de ellos.

—Está muy bien, mi señor. Gracias.

La mesa estaba llena con todo una variedad de alimentos tan delicada y cuidadosamente preparados que Feyn no podía recordar haber visto una comida tan apetitosa. Pescado. Asado. Temblorosos huevos cocidos encima del filete. Color en todas partes… desde las verduras hasta las flores en los costados de los platos. Y en medio de sus dos entornos, un tazón de pálida sal de roca. Miró a Saric. Los hábitos de alimentación de su hermano habían cambiado.

Saric tomó su lugar, contiguo a Feyn en la mesa, extendiendo la mano para sacudirle la servilleta y ponérsela en el regazo antes de hacer lo mismo con la suya.

—Te envidio, Janus. Es adorable.

Janus titubeó, con la jarra de vino en la mano.

—Podría ser suya si usted lo desea, mi señor.

Saric levantó la mirada hacia él.

—No, no —expresó él con una ligera sonrisa—. Solo deseo verte feliz.

—Gracias, mi señor —contestó el sangrenegra.

Saric tocó el cuchillo con un dedo índice antes de levantarlo de la mesa. Miró a Feyn de manera deliberada, viéndola de una forma que la puso nerviosa, aunque solo un poco.

—Si alguna vez ella te desagrada, Janus, ten la confianza de decírmelo —declaró, con la mirada fija en Feyn.

—Por supuesto, mi señor.

—Ese día yo no dudaría en matarla.

Feyn levantó la vista.

—Gracias, mi señor —repitió Janus después de un momento.

—Ahora déjanos solos.

El sangrenegra inclinó la cabeza y salió del salón.

Feyn analizó a Saric mientras este cortaba un pedazo de carne y lo ponía en el centro del plato de ella. El aroma amenazó por un instante revolverle el estómago, por no estar acostumbrada a los alimentos durante casi una década.

—¿Matarías a su compañera?

—Sí.

—¿Es ella también una de tus hijos?

—Sí.

—Pero dices que los amas.

Saric la miró de refilón, pensativamente lamió el borde del cuchillo, y luego de manera delicada y exacta lo colocó paralelo al tenedor en el borde del plato.

—También mataría a Janus, si falla en servirme —contestó tranquilamente.

—¿Matarías a tus hijos? ¿A quienes llamas tuyos? —preguntó ella con mucho cuidado.

Feyn no podía apartar la mirada del rostro de su hermano. La sencilla inclinación de cabeza de él. Sus labios, sin tensión. La proyección de su mirada, tan silenciosa y pesada sobre ella como una advertencia.

—¿No comprendes el poder del creador? ¿No tortura y envía al infierno incluso a quienes una vez amó porque no lo amaron del modo que él quería? ¿No es esa la manera de proceder del más alto poder?

Ella pestañeó.

Felicidad. Infierno. Los dos destinos de los muertos. Libertad eterna del temor. Temor eterno, ligado al llanto y al rechinar de dientes. Eso se enseñaba desde el nacimiento. Así eran las cosas.

—Sí —respondió Feyn.

¿Debería ella decirle que en su muerte no había visto nada de felicidad o de infierno? ¿Que esa muerte solo estuvo llena de nada?

De nuevo la mujer sintió el extraño deseo de agradarlo.

¿Era esto amor, entonces, como lo conociera una vez?

Quizás.

¿Lealtad?

Sí.

¿Renuncia desinteresada?

Entrega.

—Y para que veas —manifestó él con una leve sonrisa—. Yo también soy como aquel. Como ese Creador.

—Sí, lo eres.

—Lo soy. Y tú me servirás, cariño, como mi soberana.

—Como tu soberana —asintió ella.

—Gobernarás el mundo como yo te diga.

—Como tú digas —respondió ella inclinando la cabeza.

Él le tendió la mano.

—Me obedecerás como tu creador.

Ella levantó la servilleta del regazo y la puso sobre la mesa. Se deslizó de la silla, a una rodilla entre ellos, le levantó la mano y se la volteó.

—Como mi creador —repitió ella, estampándole un beso en la palma.

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