Momo

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Tercera parte: Las flores horarias » Un fin con el que comienza
algo nuevo

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Un fin con el que comienza
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Momo se había entretenido al deletrear el aviso. Cuando atravesó la puerta, ya no se veía nada del último hombre gris.

Ante ella se extendía una fosa de obra que podría tener veinte o treinta metros de profundidad. Había excavadoras y otras máquinas de la construcción. En una rampa que conducía al fondo de la fosa, unos cuantos camiones se habían parado en medio de su recorrido. Acá y allá había obreros de la construcción, paralizados en sus posturas respectivas.

¿A dónde ir? Momo no podía descubrir ninguna entrada que pudiera haber usado el hombre gris. Miró a Casiopea, pero ésta tampoco parecía saber nada más. No apareció nada en su caparazón.

Momo bajó al fondo de la fosa y miró alrededor. Y, así, volvió a ver una cara conocida. Allí estaba Nicola, el albañil que le había pintado su bonito cuadro de flores en la pared. Claro que él también estaba inmóvil, como todos los demás, pero en su postura había algo curioso. Tenía una mano al lado de la boca, como si le gritara algo a alguien, y con la otra mano señalaba la abertura de un tubo gigantesco que salía del fondo de la fosa a su lado. Y resultó que parecía mirar directamente a Momo.

Ésta no lo pensó mucho, sino que lo tomó como una señal y se metió en el tubo. Apenas estuvo dentro, empezó a resbalar, porque el tubo conducía derecho abajo. Daba toda clase de vueltas, de modo que daba tumbos de un lado a otro como en un tobogán. La bajada, en una oscuridad cada vez más espesa, se hizo vertiginosa. A veces daba una voltereta, de modo que bajaba con la cabeza por delante. Pero no soltó la tortuga ni la flor. Cuanto más bajaba, más frío hacía.

Durante un momento pensó, también, si jamás volvería a salir de allí, pero antes de poder asustarse, el tubo acabó de repente en un pasillo subterráneo. Ya no estaba oscuro. Reinaba una media luz cenicienta que parecía surgir de las propias paredes.

Momo se levantó y siguió andando. Como iba descalza, sus pasos no hacían ruido, pero sí los del hombre gris, que volvía a oír delante de ella. Siguió ese ruido.

Del pasillo que recorría se bifurcaban otros hacia todos lados, como un laberinto subterráneo que parecía extenderse por todo el barrio de reciente construcción.

Entonces oyó un revoltijo de voces. Se guió hacia él y espió por una esquina.

Ante sus ojos había una sala inmensa con una mesa casi interminable en su centro. Alrededor de esa mesa estaban sentados en dos largas filas los hombres grises o, mejor dicho, los pocos que quedaban. ¡Qué mísero aspecto tenían ahora esos ladrones de tiempo! Sus trajes estaban destrozados, tenían arañazos y chichones en sus calvas cabezas y sus caras estaban distorsionadas por el miedo.

Sólo sus cigarros humeaban todavía.

Momo vio que en la lejana pared del fondo de la sala había, algo entreabierta, una puerta acorazada enorme. Salía de la sala un frío glacial. Aunque Momo sabía que no servía de nada, se acurrucó en el suelo y se tapó los pies con la falda.

—Tenemos que ser ahorrativos con nuestras provisiones —oyó que decía el hombre gris que estaba en el extremo superior de la mesa, ante la puerta acorazada—, porque no sabemos cuánto tendremos que resistir con ellas. Tenemos que limitarnos.

—¡Si sólo somos unos pocos! —gritó otro—. Las provisiones bastan para muchos años.

—Cuanto antes empecemos a ahorrar —continuó impertérrito, el orador—, más aguantaremos. Y ustedes, señores, saben a qué me refiero cuando digo ahorrar. Basta que unos pocos de nosotros sobrevivan a la catástrofe. Tenemos que ver las cosas objetivamente. Los que estamos aquí, señores míos, somos demasiados. Tenemos que reducir notablemente nuestro número. Es un imperativo de la razón. ¿Serían tan amables, señores, de numerarse?

Los hombres grises se numeraron. Después, el presidente sacó del bolsillo una moneda y dijo:

—Vamos a sortearlo. Cara quiere decir que se quedan los señores con los números pares; cruz, que se quedan los impares.

Echó la moneda al aire y la recogió.

—¡Cara! —gritó—. Los señores con los números pares se quedan, a los otros se les ruega que se disuelvan inmediatamente.

Un gemido átono recorrió la fila de los perdedores, pero nadie protestó. Los ladrones de tiempo con los números pares les arrancaron a los otros sus cigarros y éstos se disolvieron en la nada.

—Ahora —dijo, en medio del silencio, el presidente—, vamos a repetirlo, por favor.

El mismo terrible procedimiento se repitió una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. Al final no quedaron más que seis de los hombres grises. Estaban sentados, tres a cada lado, frente a frente, en el extremo superior de la mesa y se miraban glacialmente.

Momo había observado el espectáculo temblorosa. Notó que, cada vez que se reducía el número de los hombres grises, disminuía sensiblemente el frío. Ahora casi era soportable.

—Seis —dijo uno de los hombres grises— es un número feo.

—Ya basta —dijo otro desde el otro lado de la mesa—. No vale la pena reducir todavía más nuestro número. Si nosotros seis no conseguimos sobrevivir a la catástrofe, tampoco lo conseguirían tres.

—Eso está por ver —opinó otro—, pero en caso necesario se puede discutir todavía, más adelante.

Calló durante un rato, para decir:

—Qué bien que la puerta de los almacenes estuviera abierta cuando comenzó la catástrofe. Si en ese momento hubiera estado cerrada, ninguna fuerza del mundo sería capaz de abrirla ahora. Habríamos estado perdidos.

—Por desgracia, no tiene toda la razón, señor mío —contestó otro—. Al estar abierta la puerta, se escapa el frío de los almacenes congeladores. Poco a poco, las flores horarias se irán descongelando. Y todos ustedes saben que entonces no podremos impedirles que vuelvan allí de donde han venido.

—¿Quiere usted decir —repuso el segundo hombre gris— que nuestro frío ya no basta para mantener las provisiones congeladas?

—Sólo somos seis —respondió el otro—, lamentablemente, y ya me dirá usted qué podemos hacer. Me parece que nos apresuramos demasiado en limitar tan rigurosamente nuestro número. No ganaremos nada.

—Teníamos que decidirnos por una de las dos posibilidades —dijo el primer hombre gris—, y nos hemos decidido.

De nuevo se hizo el silencio.

—Así que puede ser que durante muchos años no hagamos otra cosa que estar sentados aquí y vigilarnos mutuamente —dijo uno—. Tengo que decir que no me parece una perspectiva demasiado agradable.

Momo reflexionaba. No tenía sentido estarse allí y esperar. Así que si ya no había más hombres grises, las flores horarias se descongelarían por sí mismas. Pero todavía había hombres grises. Y continuaría habiéndolos si ella no hacía nada. Pero ¿qué podía hacer, cuando la puerta del almacén estaba abierta y los hombres grises podían aprovisionarse cuando quisieran?

Casiopea pataleaba y Momo la miró.

«Cierras la puerta», ponía en su caparazón.

—No sería posible —susurró Momo—. Está inmovilizada.

«Tocarla con la flor», era la respuesta.

—¿Puedo moverla si la toco con la flor horaria? —preguntó Momo en un murmullo.

«Lo harás», apareció en el caparazón.

Si Casiopea lo preveía, sería así. Momo dejó la tortuga cuidadosamente en el suelo. Entonces ocultó la flor horaria, que ya estaba bastante marchita y sólo tenía muy pocos pétalos, bajo su chaquetón.

Consiguió arrastrarse bajo la larga mesa sin que los hombres grises la vieran. Gateó bajo la mesa hasta que llegó al otro extremo. Ahora se encontraba entre los pies de los ladrones de tiempo. El corazón le latía como si quisiera reventar.

Muy, muy despacio sacó la flor horaria, se la puso entre los dientes y gateó entre las sillas sin que ningún hombre gris se diera cuenta.

Llegó a la puerta abierta y la tocó con la flor, empujándola al mismo tiempo, con la mano. La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes y se cerró con estrépito. El golpe hizo nacer un eco centuplicado en la sala y en todos los corredores subterráneos.

Momo se levantó de un salto. Los hombres grises que ni por casualidad habían pensado en que podía haber alguien, además de ellos, exceptuando la inmovilidad total, quedaron rígidos por el espanto y clavaron la vista en la niña.

Sin pensarlo dos veces, Momo corrió por su lado hacia la salida de la sala. Entonces también se recobraron los hombres grises, que se lanzaron en su persecución.

—¡Esa niña terrible! —oyó que gritaba uno—. ¡Es Momo!

—¡No puede ser! —gritó otro—. ¿Cómo puede moverse?

—Tiene una flor horaria —gritó un tercero.

—¿Y con eso —preguntó el cuarto— pudo mover la puerta?

El quinto se dio un golpe en la frente:

—También habríamos podido hacerlo nosotros. Tenemos de sobra.

—¡Teníamos! ¡Teníamos! —chilló el sexto—. Ahora la puerta está cerrada. Sólo hay un remedio: tenemos que quitarle la flor. Si no, se acabó.

Mientras tanto, Momo ya había desaparecido por los pasillos, que se bifurcaban una y otra vez. Pero los hombres grises le llevaban ventaja, porque conocían los corredores. Momo corría de un lado a otro, alguna vez iba casi directamente a los brazos de algún perseguidor, pero siempre consiguió esquivarlos.

También Casiopea participaba a su manera en esa lucha. Cierto que sólo podía arrastrarse lentamente, pero como sabía de antemano por dónde iban a pasar los perseguidores, llegaba a tiempo a ese sitio y se ponía de tal manera que los hombres grises tropezaran con ella y cayeran al suelo dando tumbos. Los que venían detrás caían sobre el caído, y de ese modo la tortuga salvó varias veces a la niña de ser atrapada. Claro está que ella también fue a parar varias veces contra la pared, de una patada. Pero eso no le impedía seguir haciendo lo que sabía de antemano que iba a hacer.

Durante la persecución, varios hombres grises perdieron, por puro afán de alcanzar la flor horaria, sus cigarros, por lo que se disolvieron, uno tras otro, en la nada. Al final no quedaron más que dos.

Momo había vuelto, en su huida, a la gran sala con la mesa. Los dos ladrones de tiempo la perseguían alrededor de la mesa, pero no consiguieron alcanzarla. Entonces se separaron, corrieron en direcciones opuestas. Ya no quedaba escapatoria para Momo. Estaba refugiada en uno de los rincones de la sala y miraba, llena de miedo, a sus dos perseguidores. Apretaba la flor contra su cuerpo. Sólo le quedaban tres pétalos.

Justo cuando el primer perseguidor extendía la mano para arrebatarle la flor, el segundo le tiró para atrás.

—¡No! —chillaba—. ¡La flor es mía! ¡Mía!

Los dos comenzaron a pelearse entre sí. El primero arrancó el cigarro de la boca del segundo, que, con un grito fantasmal, giró sobre sí mismo, se volvió transparente, y desapareció. Entonces, el último de los hombres grises se dirigió hacia Momo. Entre sus labios humeaba una minúscula colilla.

—¡Dame esa flor! —dijo, entrecortadamente.

En eso, se le cayó rodando la colilla. El hombre gris se lanzó hacia el suelo y trató de atraparla pero ya no la alcanzó. Volvió hacia Momo su cara cenicienta, se enderezó dificultosamente y alzó una mano temblorosa.

—Por favor —susurró—, por favor, querida niña, dame la flor.

Momo seguía apretada en su rincón, apretaba la flor contra su cuerpo y movió, incapaz de hablar, la cabeza.

El hombre gris asintió lentamente:

—Está bien… está bien… que todo haya terminado…

Y ya había desaparecido.

Momo miraba, atónita, el lugar en que había estado. Pero allí estaba ahora Casiopea, en cuya espalda ponía: «Abre la puerta».

Momo fue hacia la puerta, la tocó con su flor horaria, en la que ya no había más que un solo pétalo, y la abrió de par en par.

Con la desaparición del último ladrón de tiempo había desaparecido, también, el frío.

Momo entró, con los ojos admirados, en los inmensos almacenes. Había incontables flores horarias, como copas de cristal, alineadas en estanterías sin fin, la una más hermosa que la otra, y todas diferentes: cientos, miles, millones de horas de vida. Hacía más y más calor, como en un invernadero.

Mientras caía la última hoja de la flor de Momo comenzó una especie de tempestad. Nubes de flores horarias pasaron en torbellinos por su lado. Era como una cálida tempestad de primavera, pero una tempestad de tiempo liberado.

Momo miraba a su alrededor como en sueños y vio a Casiopea en el suelo delante de ella. En su caparazón ponía, con letras luminosas: «Vuela a casa, pequeña Momo, vuela a casa».

Y eso fue lo último que Momo vio de Casiopea. Porque la tempestad de flores se acrecentó de modo indescriptible, se hizo tan potente, que levantó a Momo como si ella también fuera una flor, y la llevó afuera, más allá de los corredores tenebrosos, hacia la tierra y la gran ciudad. Volaba sobre los tejados y torres en una inmensa nube de flores que se hacía cada vez mayor.

Entonces la nube de flores se posó lenta y suavemente, y las flores caían sobre el mundo detenido como copos de nieve. Y, al igual que los copos de nieve, se fundían y se volvían invisibles para regresar allí donde debían estar: en el corazón de los hombres.

En el mismo momento comenzó de nuevo el tiempo, y todo volvió a moverse. Los coches corrían, los guardias de tráfico silbaban, las palomas volaban y el perrito hizo su pis junto al farol. Los hombres no se habían dado cuenta siquiera de que el mundo estuvo detenido una hora. Porque, efectivamente, no había pasado tiempo desde el final y el nuevo comienzo. Para ellos había transcurrido como un abrir y cerrar de ojos.

No obstante, había cambiado algo. De pronto, todo el mundo tenía tiempo de sobra. Claro que todo el mundo estaba muy contento por ello, pero nadie sabía que en realidad era su propio tiempo ahorrado, que volvía a él de modo maravilloso.

Cuando Momo volvió a darse cuenta de dónde estaba, vio que era la calle en la que antes había encontrado a Beppo. Y, efectivamente, ¡allí estaba! Estaba vuelto de espaldas a ella, apoyado en su escoba, y miraba pensativamente ante sí, como antes. De repente ya no tenía ninguna prisa, y no podía explicarse por qué se sentía tan consolado y lleno de esperanza.

«Puede ser», pensaba, «que ya he ahorrado las cien mil horas para rescatar a Momo».

Y, en este mismo momento, alguien tiró de la manga de su chaqueta, se volvió, y tuvo ante sí a Momo.

Probablemente no existan palabras para definir la felicidad de este reencuentro. Ambos reían y lloraban alternativamente y hablaban a la vez, sin decir más que tonterías, como ocurre cuando se está como ebrio de alegría. Se abrazaban una y otra vez y la gente que pasaba se paraba y se reía y lloraba con ellos, porque ahora, al fin y al cabo, tenían tiempo suficiente para ello.

Por fin, Beppo se puso la escoba al hombro, porque está claro que no pensaba trabajar más aquel día. Así que los dos atravesaron la ciudad, cogidos del brazo, hacia el anfiteatro. Y cada uno tenía infinidad de cosas que contarle al otro.

En la gran ciudad se veía lo que hacía tiempo que ya no se había visto: los niños jugaban en medio de la calle, y los automovilistas, que tenían que parar, los miraban sonriendo o se apeaban para jugar con ellos. Por todos lados había corrillos de personas que charlaban amigablemente y se informaban largamente sobre el estado de salud de los demás. Quien iba al trabajo tenía tiempo para admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para dedicarse extensamente a sus enfermos. Los trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Todos podían dedicar a cualquier cosa todo el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a haberlo en cantidad.

Pero mucha gente no se ha enterado nunca de a quién se lo debía y qué ocurrió realmente durante aquel instante que les pareció que pasaba en un abrir y cerrar de ojos. La mayoría no lo habría creído. Sólo lo han sabido y creído los amigos de Momo.

Porque cuando la pequeña Momo y el viejo Beppo volvieron aquel día al anfiteatro ya estaban allí, esperándolos, todos: Gigi Cicerone, Paolo, Massimo, Blanco, la niña María y su hermanito Dedé, Claudio y todos los demás niños, Nino, el tabernero, con Liliana, su gorda mujer, y el bebé, Nicola, el albañil, y toda la gente de los alrededores que antes siempre había venido y a los que Momo había escuchado.

Entonces se celebró una fiesta tan divertida como sólo sabían celebrarla los amigos de Momo, y duró hasta que el cielo estuvo cubierto de estrellas.

Y cuando hubieron acabado el júbilo y los abrazos y los apretones de manos y las risas y los gritos, todos se sentaron en las gradas de piedra, cubiertas de hierba. Se hizo un gran silencio.

Momo se puso en el centro de la plazoleta circular. Pensaba en las voces de las estrellas y las flores horarias.

Y empezó a cantar con voz clara.

En la casa de Ninguna Parte, el maestro Hora a quien el tiempo devuelto había despertado de su primer y único sueño, estaba sentado en su sillón y miraba sonriente a Momo y sus amigos a través de sus gafas de visión total. Todavía estaba pálido, y parecía que acabara de sanar de una enfermedad grave. Pero sus ojos radiaban.

Entonces notó que algo le tocaba el pie. Se quitó las gafas y se inclinó. Ante él estaba la tortuga.

—Casiopea —dijo con ternura, mientras le rascaba el cuello—. Lo habéis hecho muy bien, las dos. Tienes que contármelo todo, porque esta vez no he visto nada.

«Más tarde», ponía en el caparazón. Entonces Casiopea estornudó.

—¿No me vas a decir que te has resfriado? —preguntó el maestro Hora, preocupado.

«¡Y tanto!», fue la respuesta de Casiopea.

—Habrá sido por el frío de los hombres grises —dijo el maestro Hora—. Puedo imaginarme que estés muy agotada y que primero quieras descansar. Retírate, pues.

«Gracias», ponía en el caparazón.

Casiopea fue arrastrándose hasta un rincón tranquilo y oscuro. Recogió dentro de su caparazón la cabeza y las cuatro extremidades, y en su espalda aparecieron, sólo visibles para quien ha leído esta historia, las letras:

«ENDE»

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