Misha

Misha


Capítulo 39

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No podía dormir. Aquello que había surgido en mi interior me producía una extraña sensación, y había espantado el sueño. Recorrí mi vientre con las manos, un vientre en el que el ser que habitaba dentro había empezado a dar señales de vida y había comenzado a sobresalir de mi cuerpo de repente.

Estaba fascinada, recorriéndolo en silencio, cuando oí el sonido de las llaves en la cerradura. El corazón me dio un brinco y salté de la cama, lanzándome hacia el pasillo con el alma alborotada, encontrándome con el rey de mi mundo, con el zar de mis sueños, con el hombre venido de alguna extraña galaxia entrando de nuevo en mi castillo, en mi vida, en mi pequeño mundo, y mirándome con ojos llenos de deseo.

–¡Misha!

Me lancé a sus brazos, que me cogieron al vuelo, y hundí la cara en su cuello, aspirando su aroma…

olía a noche, olía a viento, olía a agua, olía a fuego. Tomé su cara entre mis manos y me miré en sus ojos negros, no podía haber más brillo en ellos. Recorrió mi cara con su mirada, mientras su pie cerraba la puerta y sus manos recorrían mi cuerpo.

–¡Una niña! –susurró en mi boca, entre beso y beso–. ¡Una niña, mi amor, una niña!

Aquella noche me tomó, como quien vuelve de un destierro. Sus labios devoraron los míos con el beso más apasionado y más tierno, y en ellos me perdí, en la dulzura de sus besos, en su respiración en mi cara, en las caricias de sus manos sobre mi cuerpo. Sentí la cama bajo mi espalda, mientras el hombre llegado de algún extraño Universo se tendía sobre mí y me cubría por completo, recorriéndome en lentas caricias que despertaron aún más mi deseo. Nuestras ropas desaparecieron y nuestras pieles se fundieron con la misma intensidad que nuestros besos. Bajo las caricias de sus manos creí derretirme, como se derrite la nieve ante el fuego, porque el hombre venido de Rusia tiene fuego en el cuerpo, no sé de dónde le viene, no sé de dónde lo hereda, pero que lo tiene, es un hecho. Entre sus brazos me sentí segura, me sentí deseada, me sentí amada… me sentí mujer de nuevo.

–Te quiero, mi amor, te quiero… –susurró en mi boca cuando el placer me dio un respiro–. No hay nada como estar dentro de ti, Cris, nada… nada… nada… ¡Oh, cariño, cómo te he echado de menos!

–¿Significa eso que no has visto a Anastasia? –le pregunté con una sonrisa, mirándome en sus ojos negros.

–Significa que te quiero… te quiero… te quiero…

Mi querido zar se fue en mi cuerpo. En mi interior esparció su semilla, como se esparce lo bueno, dejándome impregnada por su esencia, por su olor, por su deseo. El orgasmo que sintió aquella noche en mi cuerpo parecía eterno, se sucedía en oleadas que le estremecían, mientras las caricias de sus manos en mi cabeza y los besos de sus labios en mi boca me confirmaban que algunos hombres saben amar, que algunos hombres saben querer, que algunos hombres saben proteger… ¡Que algunos hombres son hombre de verdad!

–¿Podrás perdonarme por haberte dejado sola, Cris?

Sus dedos se enredaron en mi pelo, recorriendo mi cabeza suavemente, mientras sus labios dejaban sobre mi cara todos los besos que las últimas noches no me había regalado. Tanta ternura era demasiado para mi cuerpo, así que mis ojos decidieron por su cuenta y se inundaron de lágrimas al momento.

–¡Oh, cariño, perdóname, perdóname!

Mi querido zar limpió mis lágrimas con sus dedos y alejó la tristeza de mi cuerpo como sólo él sabe hacerlo, llevándome una vez más a ese lugar que sólo él y yo compartimos, que sólo él y yo conocemos.

Me tomó una y otra vez, hasta que las lágrimas dieron paso al placer, hasta que mi cuerpo olvidó bajo el suyo las noches en soledad y el miedo, hasta que el orgasmo me recorrió de nuevo… sólo entonces me regaló su placer, sólo entonces se fue en mi cuerpo.

–¿Misha, Nadia está bien?

–Sí.

Tendido a mi lado, con la cabeza apoyada sobre su gran mano, mi querido zar me miraba atentamente, recorriendo con su mano mis mejillas, deleitándose en mi cuello, bajando hasta mis pechos y recorriéndolos en silencio.

–Me han crecido, sí, me han crecido –dije, haciéndole estallar en risas–. Y no ha sido lo único, Misha…

mira.

Aparté las sábanas y descubrí mi vientre, con su ligero abombamiento. Los ojos de mi querido zar lo miraron asombrado.

–Misha –dije, con una sonrisa traviesa–. Tengo una sorpresa para ti.

Tomé su mano y la coloqué sobre mi tripa, mirándole atentamente. Mi aliada se despertó en aquel momento, y comenzó su baile nocturno.

–¡Oh, Dios, se está moviendo!

–No para en toda la noche, Misha, no me deja pegar ojo –dije, frunciendo el ceño.

Mi querido zar miraba asombrado mi barriga, recorriéndola con su mano en lentas caricias. Me dije que no podía haber nada más hermoso que su mirada sobre mi cuerpo, hasta que se acercó a mi tripa y comenzó a dejar sobre ella todos los besos que traía de su tierra, de su hogar, todos los dejó sobre mi vientre, recorriéndolo en lentos caminos que me supieron a dicha, que me llevaron al cielo… Y cuando su boca se abrió y por ella comenzaron a salir palabras susurradas en su extraño idioma, me pareció que aquel era el sonido más hermoso del Universo, no me hizo falta entenderlo, era el sonido del amor, y, al fruto del nuestro, no le resultó indiferente porque sus patadas se intensificaron intentando contestarle al que, estaba segura, para ella también sería el rey de su mundo, el zar de su Universo, el hombre venido de alguna extraña galaxia para hacernos felices, para hacer realidad nuestros sueños.

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Mi segundo regalo para Misha lo trajo al día siguiente el ruso degradado. Apareció al otro lado de la puerta con él en los brazos, mirándome preocupado.

–¿Estás segura de que esto era lo que querías?

–Sí, estoy segura.

–¿Tú sabes las virguerías que he tenido que hacer para poder pasarlo por el aeropuerto? ¡Casi me detienen!

–¡Oh, vaya, cuántas molestias te has tomado! –dije, cogiendo las llaves y cerrando la puerta.

–¿Pero por qué cierras? ¡Que esto pesa un huevo!

–¡Tú antes no eras tan quejica! –dije, pasando ante él y dirigiéndome al ascensor–. Vamos, hay que llevarlo al trastero.

–¿Al trastero?

–Sí, al trastero.

El trastero era el único reducto de mi pequeño castillo en el que podía tener secretos, y allí quería dejarlo hasta la llegada de la noche, esperando que el ruso degradado no se fuera de la lengua y me estropeara la sorpresa.

–¡Señor, qué frío hace aquí! –gruñó, dejándolo dentro.

–Serguei… tú necesitas ayuda –dije muy seria, frunciendo el ceño–. ¿Por qué no vas a ver a Patricio?

–¿Tú también quieres que vaya a ver a un loquero? ¡Bueno, lo que me faltaba! Está claro que ese refrán que tenéis se ajusta con vosotros a la perfección …: “Dos que duermen en el mismo colchón…”.

–¿No crees que Paula merezca ese esfuerzo? –Se paró en seco.

–¿Crees que aún tengo posibilidades? –me preguntó con ansia.

–Ninguna, pero serás mejor persona.

–¡Joder!

–Patricio ha reconducido casos peores que el tuyo.

–¡Vete al cuerno! –gruñó, saliendo por la puerta.

–Venga, hombre, no seas obtuso. –dije, saliendo tras él con una sonrisa divertida–. ¿Qué trabajo te cuesta?

–¡Cris, por Dios, deja de atormentarme!

–¿No crees que con un acto así ganarías muchos puntos ante Paula? –Otra vez se paró en seco, casi me choco con su espalda.

–¿Sí, tú crees?

–Pues no, no lo creo. Pero me encantaría ver la cara de Patricio cuando te viese entrar por la puerta.

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Cuando mi querido zar me llamó desde la oficina aquella noche para decirme que no le esperase despierta, que tenía mucho trabajo atrasado, supe que nuestro problema doméstico seguían latente, pero decidí no hacer una nueva incursión en las líneas enemigas, por dos motivos. El primero, porque lo del trabajo podía ser cierto, dado los días que había estado fuera, y el segundo, porque su ausencia me venía muy bien para mis intereses.

Bajé al tratero y subí el terrario. Así le llamó el hombre que me lo vendió. Era de color negro, de hierro forjado, y lo más bonito que había visto en mucho tiempo. De forma rectangular, descansaba sobre unas preciosas patas que lo hacían parecer de otro planeta… ¡Era perfecto para mi zar!... Fueron precisamente aquellas patas con reviricoques las que me llevaron hacia él en aquella tienda que no había visitado nunca, pero lo que acabó por decidirme fue la ternura con la que su creador lo miraba. Me contó que había dedicado a aquella pieza casi dos meses y que era muy especial para él porque el diseño era de su hija, y en él estaba el corazón de su princesa y su sonrisa. Sí, las manos de aquel hombre hacían auténticas obras de arte, y con aquella obra de arte me hice yo, dispuesta a regalársela al rey de mi mundo.

Bajé al trastero de nuevo y subí la tierra. Entré en el cuartito de la lavadora y cogí del alféizar de la ventana las plantas que esperaban por ella. Las planté en el terrario y, apoyada en una de ellas, dejé el sobre.

Misha llegó a casa a las tres de la madrugada, seguro de que a aquellas intempestivas horas yo ya estaría en brazos de Morfeo. Tan pronto encendió la luz, sus ojos fueron hacia la ventana, donde el terrario, siguiendo fielmente mis instrucciones, le estaba esperando. Cerró la puerta y se acercó lentamente, mirándolo con curiosidad. Cogió el sobre que tenía su nombre y lo abrió.

“Siempre dices que mis ojos te recuerdan a tu tierra. He querido que tuvieras cerca un trocito de ella. Esta llegó ayer de Moscú, del huerto de tus padres, quiero que puedas verla cada día, no sólo en mis ojos. Espero que te guste, mi amor. Te quiero con todo mi corazón”.

Junto con la nota, la fotografía. En ella, Misha y sus hermanos asomaban la cabeza por la ventana de la cocina de la vieja casa de sus padres, con unas deliciosas sonrisas que la vieja cámara inmortalizó, mostrando la desdentada boca de Nadia, el ensortijado pelo de Iván y los brillantes ojos de mi querido zar, abrazando a su hermana. Ante ellos, descansando sobre el alféizar de la ventana, una jardinera, en la que su madre había plantado sus flores preferidas… las mismas que estaban ante sus ojos, enturbiando su vista.

Mi querido zar, siempre tan considerado con mi descanso, no lo fue aquella noche, y, olvidando miedos y haciendo oídos sordos a las viejas tradiciones transmitidas oralmente, se metió bajo las sábanas y buscó mi cuerpo.

–Cariño… –susurró, tomándome entre sus brazos y apretándome con fuerza.

–¡Oh, Misha! ¿Por qué me despiertas? ¡Estoy muerta de sueño!

–Gracias, mi amor –susurró, hundiendo la cara en mi cuello y aspirando mi aroma–. Gracias.

–¡Oh, lo has visto! ¿Te gusta?

–Gustarme es poco, mi vida. Gracias… gracias… gracias…

Mi querido zar me lo agradeció, y lo hizo como sólo él sabe hacerlo, llevándome a visitar todas las estrellas que inundaban el cielo, dándome un paseo por esas nubes que ha creado especialmente para mí, haciéndome saltar de constelación en constelación, iluminándome con los soles de otros mundos, de otros universos.

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