Misery
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EL RETOR
NO DE MISERY
por Paul Sheldo
n
Para A
nnie Wilkes
CAPÍTULO 1
Por u
n mome
nto, Geoffrey
no supo co
n seguridad quié
n era el viejo que estaba e
n la puerta, y
no sólo porque la campa
na le hubiese despertado de u
n adormecimie
nto cada vez más profu
ndo. Lo más irrita
nte de vivir e
n u
n pueblo, pe
nsó, era que
no había ta
nta ge
nte como para que alguie
n resultase u
n perfecto extraño; si
n embargo, había la suficie
nte como para
no reco
nocer de i
nmediato a algu
nos de los aldea
nos. A veces, sólo había que seguir la pista de los rasgos familiares, los cuales
no excluía
n, por supuesto, la i
nsólita au
nque
nu
nca imposible coi
ncide
ncia de los bastardos.
Por lo ge
neral esos mome
ntos podía
n co
ntrolarse, a pesar de que u
no se si
ntiese próximo a la se
nilidad mie
ntras trataba de ma
nte
ner u
na co
nversació
n cualquiera co
n u
na perso
na cuyo
nombre sabía, pero
no recordaba. Las situacio
nes llegaba
n a alca
nzar dime
nsio
nes cósmicas del apuro cua
ndo dos de esas caras familiares llegaba
n al mismo tiempo y u
no se
ntía la obligació
n de hacer las prese
ntacio
nes.
—Espero
no molestarle, señor —dijo el visita
nte, al tiempo que retorcía e
n sus ma
nos co
n i
nquietud u
na gorra de tela; bajo la luz de u
na lámpara que Geoffrey alzaba e
n su ma
no, su cara aparecía arrugada, amarilla y co
n u
na expresió
n terrible de preocupació
n, que hasta podía ser miedo—. Es sólo que
no quería ir a la casa del doctor Booki
ngs,
ni quería molestar a su señoría. Al me
nos hasta que hubiese hablado co
n usted, señor. Ya sabe a qué me refiero…
Geoffrey
no lo sabía, pero i
ntuyó de repe
nte quié
n era ese visita
nte tardío. La me
nció
n del doctor Booki
ngs, el mi
nistro a
nglica
no, lo había logrado. Tres días a
ntes, el doctor Booki
ngs había llevado a cabo las últimas plegarias por Misery e
n el patio de la iglesia, tras la rectoría. Y ese hombre había estado allí, au
nque ocupa
ndo u
na posició
n do
nde pasar i
nadvertido.
Era u
no de los sacrista
nes, y se llamaba Colter.
El visita
nte habló co
n re
nue
ncia.
—So
n los ruidos, señor. Los ruidos e
n el patio de la iglesia. Su señoría
no puede desca
nsar tra
nquilo, señor y temo que…
Geoffrey si
ntió como si le hubiera
n dado u
n puñetazo e
n la boca del estómago. Respiró ho
ndo y u
n dolor calie
nte azotó el costado do
nde las costillas le había
n sido firmeme
nte ve
ndadas por el doctor Shi
nebo
ne, cuyo diag
nóstico pesimista soste
nía que sufriría u
na pulmo
nía después de haber estado toda la
noche bajo la lluvia helada e
n aquella acequia.
No obsta
nte, había
n pasado tres días y
no se había producido
ni
ngú
n acceso de tos
ni de fiebre. Él sabía que
no se produciría. Dios
no perdo
naba ta
n fácilme
nte a los culpables. Creía que Dios le permitiría vivir para perpetuar por largo tiempo la memoria de su pobre amada perdida.
—¿Está usted bie
n, señor? —pregu
ntó Colter—. Me e
nteré de que la otra
noche se dio usted u
n bue
n trompazo. —Hizo u
na pausa—. Me refiero a la
noche e
n que ella murió.
—Estoy bie
n —repuso Geoffrey le
ntame
nte—, Colter, esos ruidos… sabe que so
n producto de su imagi
nació
n, ¿
no?
Colter pareció sobresaltarse.
—¿Imagi
nació
n? —pregu
ntó—. ¡Señor! ¿Va a decirme que
no cree e
n Jesucristo
ni e
n la vida eter
na? ¿
No vio Du
nca
n Fromsley al viejo Patterso
n dos días después de su fu
neral brilla
ndo como u
n fuego fatuo?
«Probableme
nte —pe
nsó Geoffrey—, el fuego fatuo salió de la última botella del viejo Fromsley».
—¿Y
no ha visto la mitad de esta ciudad —co
nti
nuó— a ese viejo mo
nje papista que cami
na por las alme
nas de Ridgehead Ma
nor? Hasta e
nviaro
n a u
n par de señoras de la maldita Sociedad Psíquica de Lo
ndres para i
nvestigarlo.
Geoffrey sabía de qué señoras estaba habla
ndo Colter, u
n par de brujas histéricas que quizá sufría
n los ciclos depresivos del climaterio, ambas ta
n estúpidas como u
n puzzle i
nfa
ntil de los de Dibújalo y di su
nombre.
—Los fa
ntasmas so
n ta
n reales como usted y como yo, señor —decía Colter muy serio—.
No me importa su existe
ncia, pero esos ruidos so
n ta
n fa
ntasmales que
ni siquiera me gusta acercarme al patio de la iglesia, y te
ngo que cavar u
na tumba maña
na para el pequeño de los, Roydma
n. He de hacerlo, se lo aseguro.
Geoffrey rezó pidie
ndo pacie
ncia. El deseo de i
ncrepar a aquel pobre sepulturero era casi i
nsuperable. Estaba durmie
ndo tra
nquilame
nte fre
nte al fuego, co
n u
n libro e
n el regazo, cua
ndo llegó Colter y lo despertó… Cada vez estaba más despierto y co
n cada segu
ndo que pasaba se
ntía cómo hurgaba e
n él más profu
ndame
nte ese dolor sordo, la co
ncie
ncia de que su amada se había ido. Llevaba tres días e
n la tumba… Pro
nto pasaría u
na sema
na…, u
n mes…, u
n año…, diez… «El dolor —pe
nsó—, se asemeja a u
na roca e
n la orilla de la playa. Mie
ntras se está dormido, es como si hubiese subido la marea y hay algú
n alivio». Pero al despertar, la marea empezaba a bajar y pro
nto la roca volvía a hacerse visible, plagada de percebes i
ncrustados, y estaría allí para siempre o hasta que Dios decidiese barrerla co
n las olas.
Y ese estúpido se atrevía a hablar de fa
ntasmas.
El rostro del hombre parecía ta
n dese
ncajado que Geoffrey se domi
nó.
—La señorita Misery, señoría, era muy querida —dijo Geoffrey co
n toda calma.
—Sí, señor, sí lo era —co
ncedió Colter co
n fervor.
Cambió la custodia de su gorra a la ma
no izquierda y co
n la derecha sacó del bolsillo u
n e
norme pañuelo rojo. Se so
nó co
n fuerza mie
ntras sus ojos se lle
naba
n de lágrimas.
—Todos sufrimos su muerte.
Las ma
nos de Geoffrey rozaro
n su camisa y frotaro
n co
n i
nquietud la pesada ve
nda que llevaba debajo.
—Sí señor, lo sufrimos, lo sufrimos. —Las palabras de Colter surgía
n e
nvueltas e
n su pañuelo, pero Geoffrey podía verle los ojos; estaba llora
ndo si
ncerame
nte y el último residuo de ira egoísta se disolvió e
n la compasió
n—. Era muy bue
na, señor, u
na gra
n dama, y es horrible ver cómo se lo ha tomado su señoría.
—Sí, era estupe
nda —dijo Geoffrey suaveme
nte, y
notó co
nster
nado que sus lágrimas estaba
n tambié
n muy cerca, como los
nubarro
nes que ame
nazaba
n las últimas tardes del vera
no—. Algu
nas veces, Colter, cua
ndo alguie
n especialme
nte bue
no fallece, alguie
n muy querido para
nosotros,
nos cuesta mucho aceptarlo. Así que imagi
namos que
no se ha marchado. ¿Me e
ntie
nde?
—Sí, señor —dijo, Colter a
nsioso—. ¡Pero esos ruidos, señor, si los oyera!
E
n to
no pacie
nte, Geoffrey pregu
ntó:
—¿Qué clase de ruidos?
Creyó que Colter describiría los so
nidos propios del vie
nto e
n los árboles, amplificados por su imagi
nació
n; o tal vez u
n tejó
n baja
ndo al arroyo de Little Du
nthorpe que se deslizaba tras el patio de la iglesia. Así que ape
nas estaba preparado cua
ndo Colter murmuró aterrado:
—So
nidos de arañazos, señor, sue
na como si ella aú
n estuviese viva allá abajo trata
ndo de abrirse cami
no co
n las uñas hasta la tierra de los vivos, eso parece.
CAPÍTULO 2
Qui
nce mi
nutos más tarde, de
nuevo solo, Geoffrey se acercó al aparador del comedor. Se tambaleaba de u
n lado a otro como u
n hombre que estuviese cruza
ndo la cubierta de u
n barco e
n medio de u
na tempestad. Creía realme
nte que la fiebre que el doctor Shi
nebo
ne le había vatici
nado casi co
n alegría, había sobreve
nido; pero
no era la fiebre lo que había teñido de rojo sus mejillas para luego volver a su morteci
na palidez de la cera;
no era la fiebre lo que hacía temblar sus ma
nos hasta el pu
nto de dejar caer la jarra de coñac al sacarla del armario.
Si había u
na posibilidad, por remota que fuese, de que la mo
nstruosa idea que Colter le había sugerido fuese cierta,
no podía perder tiempo. Pero prese
ntía que, si
n u
n trago, caería desmayado.
E
n aquel mome
nto, Geoffrey Alliburto
n hizo algo que
nu
nca a
ntes había hecho y que jamás haría después.
Luego se echó atrás y murmuró:
—Ya veremos qué sig
nifica esto, por todos los cielos. Y si me la
nzo a esta misió
n deme