Misery

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II - Misery » 18

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«Corta… Larga… Corta… Larga… Larga… Corta…», exclamaba su mente.

Las páginas temblaban en sus dedos. Podía oler el pegamento seco.

—Cielos, ¿a cuántos mató?

Si era correcto adjudicar un asesinato a cada necrológica pegada en aquel libro, su marca se elevaba a más de treinta personas a finales de 1981…, sin despertar un solo rumor entre las autoridades. Claro que casi todas las víctimas eran viejos y el resto personas seriamente lesionadas; pero aun así…

En 1982, Annie, finalmente había cometido un error. El recorte del

Camera del 14 de enero mostraba su cara vacía, pétrea, bajo un titular que decía: «NOMBRAMIENTO DE UNA NUEVA ENFERMERA JEFE PARA MATERNIDAD». Hasta ahí, todo correcto.

Pero el 29 de enero habían empezado las muertes en la sala de recién nacidos.

Annie había confeccionado una crónica de toda la historia a su manera, meticulosa. Paul no tuvo ningún problema en seguirla.

«Si la gente que iba tras tu pellejo hubiese encontrado este libro, Annie, estarías en la cárcel o en algún manicomio hasta el fin de los tiempos», pensó.

Las primeras muertes de niños no habían despertado sospechas. Sobre uno de ellos se mencionaban graves defectos congénitos. Pero los bebés, aunque naciesen con problemas, no eran ancianos que morían de fallo renal, ni víctimas de accidentes que ingresaban vivas, a pesar de tener sólo media cabeza o el agujero de un volante en las tripas. Y luego había empezado a matar a los sanos junto con los defectuosos. Suponía que Annie, en su espiral psicótica, comenzó a verlos a todos como pobres seres.

A mediados de marzo de 1982 se produjeron cinco muertes de recién nacidos en el hospital de Boulder. Se había iniciado una investigación exhaustiva. El 24 de marzo,

Camera llamaba al culpable «fórmula en mal estado» y citaba una «fuente de crédito del hospital». Paul se preguntó si esa fuente sería la propia Annie.

Otro niño murió en abril. Dos fallecieron en mayo.

La primera página del

Denver Post del 1 de junio publicaba:

INTERROGADA LA ENFERMERA JEFE SOBRE LA MUERTE DE NIÑOS.

El portavoz de la oficina del sheriff

dice que «aún» no se han presentado cargos..

por Michael Leith

Annie Wilkes, de treinta y nueve años, enfermera jefe de la maternidad del hospital de Boulder, está siendo interrogada hoy sobre la muerte de ocho niños, acaecidas en el lapso de varios meses, todas ellas después de que la señorita Wilkes ocupase el cargo. Cuando se le preguntó a la portavoz de la oficina del

sheriff, Tamara Kinsolving, si la señorita Wilkes estaba en prisión preventiva, respondió que no. Y al inquirir si la enfermera Wilkes había acudido a informar del caso por su propia voluntad, Kinsolving repuso: «Debo decir que no fue así. Las cosas están muy complicadas». En cuanto a si se le habían formulado cargos por alguna de las muertes, Kinsolving respondió: «No. Todavía no».

El resto del artículo repasaba la trayectoria de Annie. Ponía en evidencia sus múltiples traslados, pero no sugería en absoluto que en todos los hospitales en que había trabajado la gente tenía un modo extraño de morir…

—Annie arrestada. Dios mío, Annie arrestada —susurró. El ídolo todavía no había caído, pero se tambaleaba cada vez más.

La veía subiendo una escalera de piedra acompañada de una robusta mujer policía. Tenía la cara inexpresiva. Llevaba su uniforme de enfermera y sus zapatos blancos. Página siguiente: «WILKES EN LIBERTAD. NO ABRE LA BOCA EN EL INTERROGATORIO».

Se había salido con la suya. De algún modo, lo había conseguido. Ya era hora de que desapareciese y volviese a aparecer en otra parte, Idaho, Utah, tal vez California. Pero en vez de eso, volvió a trabajar. Y en lugar de una columna anunciando su nuevo ingreso en algún hospital del Oeste, había un gran titular en la primera página del

Rocky Mountain News del 2 de julio de 1982:

Continúa el horror:

OTROS TRES NIÑOS MUERTOS EN EL HOSPITAL DE BOULDER

Dos días más tarde, las autoridades arrestaron a un ordenanza puertorriqueño, pero lo dejaron en libertad al cabo de nueve horas. El 19 de julio, tanto el

Post de Denver como el

Rocky Mountain News informaban del arresto de Annie. Había habido una audiencia preliminar a principios de agosto. El 9 de septiembre acudió a juicio por el asesinato de Christopher, una niña de tan sólo un día de vida. Tras ésta, había otros siete cargos por asesinato en primer grado. El artículo destacaba que algunas de las supuestas víctimas de Annie Wilkes habían vivido lo suficiente para ser bautizadas.

Entre las reseñas del juicio se encontraban algunas Cartas de los Lectores aparecidas en los periódicos de Denver y de Boulder. Paul comprendió que Annie había recortado sólo las más hostiles, las que reforzaban su amarga visión de la humanidad como

Homo brattus; pero en cualquier caso, eran injuriosas. Parecía existir entre sus autores un consenso: la horca era una forma de muerte demasiado piadosa para Annie Wilkes. Un corresponsal la apodó la Dama Dragón, y el mote perduró hasta el final del juicio. Algunos parecían desear que se pinchara a la Dama Dragón hasta la muerte con tenedores candentes, y la mayoría indicaba su deseo de ejercer de verdugo.

Al lado de una de esas cartas, Annie había escrito, con una caligrafía temblorosa y algo patética completamente distinta a la de su mano habitualmente firme: «Los palos y las piedras pueden romper los huesos; pero las palabras no tienen tal poder».

Era evidente que el mayor error de Annie había consistido en no detenerse cuando la gente por fin empezó a darse cuenta de que pasaba algo raro. Fue un error muy grave, pero desgraciadamente no bastó. El ídolo tan sólo se tambaleó, nada más. El caso de la fiscalía se basó enteramente en pruebas circunstanciales y en algunos aspectos eran tan inconsistentes que se desmoronaban. El fiscal del distrito se basaba en una marca en la cara y en la garganta de la niña Christopher que se ajustaba al tamaño de la mano de Annie y al anillo de amatista que ella llevaba en el dedo anular de la mano derecha. Contaba también con un patrón de entradas y salidas controladas que coincidían, aproximadamente, con las muertes de los niños. Pero Annie era, después de todo, la enfermera jefe de la maternidad, así que siempre estaba entrando y saliendo. La defensa pudo demostrar que Annie había entrado en la sala de recién nacidos en docenas de ocasiones sin que ocurriera nada anormal lo que, para Paul, equivalía a demostrar que los meteoros nunca chocan con la Tierra presentando como prueba cinco días en los que ninguno cayó sobre el campo norte del granjero John. Sin embargo, comprendía el peso del argumento sobre el jurado.

El fiscal tejió su red lo mejor que pudo, pero la huella de la mano con la marca del anillo fue la evidencia más delatora que pudo presentar. El hecho de que el estado de Colorado hubiese decidido procesarla con tan escasas posibilidades de condena a partir de la evidencia existente, dejó a Paul con una hipótesis y una certeza. La hipótesis era que Annie había aportado datos durante su primer interrogatorio extremadamente sugerentes, tal vez hasta condenatorios. El defensor se las había arreglado para que la transcripción de ese interrogatorio no fuese aceptada en las actas del juicio. La certeza era que la decisión de Annie de testificar en las audiencias preliminares había sido imprudente. Su abogado no pudo conseguir que ese testimonio se desestimara en el juicio, a pesar de lo mucho que se había esforzado intentándolo. Aunque Annie nunca confesó nada durante los tres días de agosto que había pasado «en el banquillo en Denver», Paul pensó que, en realidad, ella lo había confesado todo:

¿Que si me causaban tristeza? Claro que sí, teniendo en cuenta el mundo en que vivimos.

No tengo nada de que avergonzarme. Nunca me avergüenzo. Lo que hago es definitivo, jamás me paro a pensar este tipo de cosas.

¿Que si asistí a los funerales de alguno de ellos? Claro que no. Los funerales me parecen tétricos y depresivos. Tampoco creo que los bebés tengan alma.

No, nunca lloré.

¿Que si lo sentía? Supongo que eso es una pregunta filosófica, ¿no?

Por supuesto que entiendo esa pregunta. Entiendo todas las preguntas que ustedes me hacen. Van todos por mí.

Paul pensó que, si ella hubiese insistido en testificar en su juicio, el abogado probablemente la habría matado para hacerla callar.

El caso pasó al jurado el 13 de diciembre de 1982. Y allí había una fotografía sorprendente del

Rocky Mountain News, una fotografía de Annie tranquilamente sentada en su celda, leyendo

La busca de Misery. «¿MISERABLE[12]? —se preguntaba al pie de la fotografía—: LA DAMA DRAGÓN, NO. Annie lee, con toda serenidad, mientras espera el veredicto».

Y luego, el 16 de diciembre, titulares a toda plana, «LA DAMA DRAGÓN, INOCENTE». En el artículo, un jurado que pedía no ser identificado, manifestaba: «Tenemos grandes dudas acerca de su inocencia, sí. Por desgracia, también teníamos dudas razonables sobre su culpabilidad. Esperamos que vuelvan a juzgarla por otro de los cargos. Tal vez el fiscal podría preparar una acusación mejor en algunos de ellos».

«Todo el mundo estaba convencido de que lo había hecho ella —pensó Paul, convencido—, pero nadie pudo demostrarlo. Así que se les escurrió entre los dedos».

El caso fue languideciendo en las siguientes tres o cuatro páginas. El fiscal de distrito aseguraba que Annie sería procesada por otro cargo de los que había contra ella. Tres semanas más tarde, negaba haberlo dicho. A principios de febrero de 1983 emitió un comunicado diciendo que, aunque los casos de infanticidio en el hospital de Boulder seguían abiertos, el caso contra Annie Wilkes quedaba cerrado.

«Se les escurrió entre los dedos —insistió Paul—. El marido no testificó para ninguna de las dos partes. Me pregunto por qué».

Había más páginas en el libro, pero por el modo en que ajustaban, comprendió que casi había terminado la historia de Annie.

La página siguiente pertenecía al diario

Gazette, de Sidewinder, 19 de noviembre de 1984. Unos autoestopistas habían encontrado, en la sección oriental de la Reserva Grider Wildlife, los restos mutilados y parcialmente despedazados de un joven. El periódico de la semana siguiente lo identificaba como Andrew Pomeroy, de veintitrés años, natural de Cold Stream Harbor, Nueva York. Pomeroy se había marchado de Nueva York hacia Los Ángeles en septiembre del año anterior, haciendo autoestop. Sus padres supieron de él por última vez el 15 de octubre. Les había llamado desde Julesburg a cobro revertido. El cuerpo fue encontrado en el lecho seco de un arroyo. La policía suponía que Pomeroy había sido asesinado cerca de la autopista nueve y que la tormenta de primavera lo había arrastrado hacia la reserva Wildlife. La declaración del forense decía que las heridas habían sido producidas por hacha.

Paul se preguntó, no sólo por curiosidad, a qué distancia de allí estaría la reserva Wildlife.

Pasó la página y leyó el último recorte, al menos por el momento… De repente, contuvo la respiración. Era como si después de arrastrarse a través de la necrología casi insoportable de las páginas anteriores, se hubiese encontrado con su propia necrológica. Y aunque no lo era…

—Esto hará que las autoridades empiecen a investigar el caso —dijo con voz ronca y baja.

Era del

Newsweek. La columna «Transitions». Entre el divorcio de una actriz de televisión y la muerte de un magnate del acero del Medio Oeste, se leía:

DESAPARECIDO: Paul Sheldon, de cuarenta y dos años, novelista conocido principalmente por su serie de novelas románticas sobre la

sexy, estúpida e incombustible Misery Chastain. La desaparición fue denunciada por su agente Bryce Bell. “Creo que está bien —dijo Bell—, pero me gustaría que se pusiera en contacto conmigo y me tranquilizase. Y a sus exmujeres les gustaría que se pusiera en contacto con ellas y tranquilizase sus cuentas bancarias”. Sheldon fue visto por última vez en Boulder, Colorado, donde había ido a terminar una novela.

El recorte tenía dos semanas.

«Desaparecido, eso es todo —pensó abatido—. Sólo desaparecido. No estoy muerto. Desaparecer no es como estar muerto».

Pero sí que lo era, y de repente necesitó su medicina, porque no sólo eran las piernas lo que le dolía. Con sumo cuidado, puso el libro en su sitio y se dirigió hacia la habitación de los huéspedes.

Fuera, el viento soplaba más fuerte que nunca, lanzando la lluvia fría contra la casa. Paul trató desesperadamente de controlarse para no romper a llorar.

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