Misery
IV - Diosa » 9
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Media hora más tarde estaba sentado frente a la pantalla en blanco pensando en que debía de ser un auténtico masoquista. Había tomado una aspirina en lugar de una copa, pero eso no alteraba lo que iba a pasar. Permanecería allí sentado durante quince minutos o quizá media hora, mirando la pantalla que brillaba en la oscuridad; luego apagaría la máquina e iría en busca de aquella copa.
Sólo que…
Sólo que había visto algo gracioso de camino a casa después de la comida con Charlie, y eso le dio una idea. No era una gran idea, al fin y al cabo, no fue más que un pequeño incidente: un chico que empujaba un carro de supermercado por la Calle 48, eso era todo; pero en el carro había una jaula y en la jaula un animal bastante grande y peludo, que Paul al principio confundió con un gato. Una mirada atenta le permitió descubrir que tenía una ancha franja en el lomo.
—Muchacho —le dijo al chico—, ¿es eso una mofeta?
—Sí —respondió, y empujó el carro un poco más rápido. En la ciudad, uno no puede detenerse a conversar con la gente. Sobre todo, si se trata de tipos con aspecto extraño que tienen ojeras monstruosas y que van cojeando con bastones de metal. El muchacho dobló la esquina y desapareció.
Paul siguió deseando coger un taxi, pero debía caminar al menos kilómetro y medio cada día, a pesar del dolor. Para olvidarse del kilómetro, se dedicó a preguntarse de dónde habría salido ese chico, de dónde habría salido el carro y, sobre todo, de dónde habría salido la mofeta.
Oyó un ruido tras él y se volvió para ver a Annie Wilkes salir de la cocina vestida con una camisa de leñador roja de franela, pantalón vaquero y el serrucho en las manos.
Cerró los ojos, los abrió, no vio nada y de repente se enfureció. Volvió al procesador de textos y escribió apresurado, casi aporreando las teclas:
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El chico oyó un sonido en la parte trasera del edificio y a pesar de que cruzó por su mente el pensamiento de las ratas, dobló la esquina de todos modos. Era demasiado temprano para regresar a casa, porque el colegio no terminaba hasta dentro de una hora y media y él había hecho novillos a la hora de la comida.
Lo que vio encogido junto a la pared en el polvoriento rayo de sol no era una rata sino un enorme gato negro con la cola más esponjada que había contemplado en su vida.