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Consigue girar su cuello y poner el perfil de su mirada sobre mis ojos. Un relámpago ilumina la inclemencia en mi rostro, en mis ojos profundamente oscuros, mientras mi cuerpo se abre camino dentro del suyo.

-¡Josué, me estás asustando! ¡Para, detente, por favor te lo pido!

Retumba en la oscuridad el trueno seguido que hace temblar la cama y los cristales. Intenta soltar sus muñecas del interior de mis puños. Forcejea y su cuerpo se endurece contra el mío, el cual se tensa como un arco. Apreso su nuca en el interior de mi boca. No aprieto los dientes, pero mantengo firme la presión. Respiro en la raíz de su cabello. Es un aire caliente que se mezcla con el sudor que humedece su cuerpo. Su voz se ahoga en un lamento pueril.

-¡Josué…, Josué, déjame, por favor, arrêtes!

-¿Mamá?

Súbitamente me giro hacia la puerta de la habitación. Bajo el dintel, Armand, con una mano aún sobre el pomo, mira asustado hacia la cama. Aflojo mis músculos y las manos alrededor de sus muñecas. Sophie se libera parcialmente debajo de mí.

-Oh, mi amor ¿Te ha asustado la tormenta? –balbucea Sophie cuando aún siento temblar sus piernas por debajo de las mías-.

-¿Mamá? – vuelve a decir Armand desde la oscuridad-.

-Ven aquí chérie –le dice haciendo un gesto tierno con la mano para que se aproxime a la cama-.

Sophie se gira hacia mí con un artificioso gesto que intenta disimular el miedo que aún se inscribe en sus ojos.

-¡Vete, por favor!

Me dice casi sin mirarme mientras abre una página de sábana con el fin de acoger a Armand en mi lugar. Mientras recojo sobre el brazo la ropa que tenía depositada sobre una silla, me vuelvo a mirarlos. Sophie abraza la espalda de Armand contra su pecho, mientras los dos miran la ventana surcada de lágrimas de lluvia. Se esfuerzan por ignorarme.

Salgo escurridizo con la ropa en la mano y en la noche.

En el portal del edificio miro al cielo atronador que busca víctimas sobre las que descargar parte del cielo. Miro el reloj luminoso que luce el cartel de una farmacia a pocos metros de mí. Tengo una hora de trayecto caminando hasta Diagonal Mar. No lo pienso y doy un paso decidido hacia adelante. La lluvia cae severamente sobre mí. En no más de dos segundos toda mi ropa está empapada. Sigo caminando en la noche viendo los charcos que mis pisadas hacen en la acera, con el alma mojada.

Sobre mi cabeza los árboles, meciendo sus ramas, agitando sus hojas amarillentas, están llamando a la lluvia.

Entre el poder y la fuerza. ¿Quién es quién? El poder es. Es Ser. La fuerza es un medio. Pero el que precisa de medios no tiene ese poder. El poder y la fuerza. El árbol tiene el poder de ser, de no ser tumbado de su posición. Para obtener ese poder sólo ha tenido que ser y desarrollarse, no ha utilizado la fuerza. En cambio, si el árbol quisiera desplazarse, como lo hiciera un animal, debería consumir una fuerza, dotarse de una fuerza brutal, que no tiene, para mover la madera de sus raíces, arrancarlas del suelo, mover sus hebras y avanzar, dar pasos. El árbol no tiene ese poder, carece del poder absoluto pues no lo puede. Si anhela el Todo, requiere de la fuerza, pero si anhela Ser, no requiere de ningún esfuerzo, le basta el poder universal. La fuerza es universal, pero sólo el poder absoluto se le iguala. La fuerza es un préstamo, el poder es para siempre.

¿Cómo nos alineamos con el poder? Siendo nuestro destino. Alineándonos con lo que somos. Si buscamos otra cosa que nosotros mismos, consumiremos fuerza, una fuerza que deberemos ir a buscar, de la que nos deberemos nutrir, que deberemos “comprar”; pagaremos un precio. En cambio, para ser, para ejercer el poder de lo que somos, no consumimos nada, todo fluye. El poder es gravitatorio. Si no ejerces una fuerza opuesta, te alineas naturalmente con él. La fuerza es centrífuga, radiante, expulsa a los cuerpos de su órbita.

No parpadeo. La luz de las farolas ilumina millones de espigas de agua caer sobre el asfalto, sobre la acera pero, poco a poco, las gotas ya no caen sobre mí. Puedo controlarlo, y lo hago. Como un paraguas gigante que sobrevolara mi cabeza, paulatinamente la lluvia rebota contra el suelo en rededor mío, pero no ya sobre mí. A dos brazos de distancia, por arriba y a los lados, no llega la lluvia sobre los hombros ni sobre mi cabeza, mientras los coches aparcados derraman agua por sus parabrisas. Mi ropa se va secando. No parpadeo, pero si lo hago, una cortina de agua vuelve a precipitarse sobre mí. Así que no parpadeo, y en ese estado de conciencia, decido que no existe la lluvia sobre mi espacio. Yo decido, yo gobierno. Rozo con la yema de los dedos la dimensión que queda detrás de la pantalla agrietada del tiempo y desde ahí tengo cierto control. El ruido de la lluvia y el agua bajo la suela de los zapatos me impiden sentir fielmente las venas de la tierra. Cuando cruzo una intersección de dos líneas Hartmann pierdo por milésimas de segundo el control y la lluvia vuelve a caer entonces en el espacio de mi biocampo, pero apenas las gotas tocan mis hombros. Se desintegran al llegar a mí. No parpadeo y los semáforos y los pocos vehículos que circulan no estorban mi camino. Avanzo en línea recta, cruzo las calles sin necesidad de mirar pues, cuando yo paso, nadie está ahí, en mi espacio.

Se cuartean mis ojos y un relámpago me hace pestañear instintivamente; cae la lluvia, vuelve el ruido de los coches, el agua golpeando la acera y todo lo que está desnudo. Tan solo un par de segundos de agua sobre los hombros y ya vuelve el poder al centro de mi mano, al centro de mi frente con mis ojos inmóviles en el horizonte. Se seca el espacio de mi biocampo que ahora ya alcanza tres brazos de radio, y como las aguas del Mar Rojo, todo se abre ante mí; el tráfico, la lluvia, el ruido, la gente. Avanzo de frente, en una sola y única línea recta.

Las farolas crean copas de luz que iluminan mi camino. La noche es ciega y oscura, ruidosa ahí fuera, pero no donde yo habito.

Por entre las grietas, en el centro exacto del cruce de la calle Balmes con Diputación, veo en lo alto a los dos hombres sombríos sentados sobre dos sillas de madera y mimbre. Las patas de las sillas miden cerca de veinte metros de alto y las sillas y su silueta, bajo la lluvia y el cielo negro, se ve diminuta ahí arriba. Pero sus ojos profundos y negros puedo verlos escudriñando mi transito, con el rostro pálido y el semblante serio, y sus manos mojadas apoyadas sobre sus rodillas. Yo los ignoro mientras la lluvia resbala generosamente por las finas y endebles patas de madera que los sostienen formando una pequeña laguna en la base, en la que no se reflejan. Avanzo, quedan a mi espalda y yo sigo.

Percibo que una llamada telefónica quiere llegar al móvil que guardo en el bolsillo de mi pantalón. No la dejo llegar. La retengo fuera de mi biocampo. Sencillamente lo decido y la retengo ahí fuera, sin necesidad de tomar el teléfono. Me persigue, pero no entra, no suena, no permito la señal. Sé que es una llamada de Sophie. No sé por qué, pero sé que es de ella; el poder de la no fuerza llamando al poder.

En la resistencia, involuntariamente, hago saltar las alarmas de varios vehículos aparcados alrededor mío. Pestañeo, llega el agua, y se desintegra al rozarme. Me recupero y vuelvo a expandir mi biocampo y la atmosfera de los otros queda fuera de mí.

En un tiempo de no más de veinte minutos estoy sentado en la butaca de piel marrón del salón de casa, a oscuras. Pereza, que esperaba acurrucada bajo la cornisa del portal, ha subido conmigo y se ha sentado a mis pies. Cómo he recorrido el trayecto de una hora en menos de la mitad de tiempo todavía no lo sé. Ya lo averiguaré. Frente a mí, la única habitación  del apartamento iluminada, al fondo, queda la cocina, y contra la pared, a veinte metros de mi, sobre la encimera, quedan un par de tarros de fruta confitada y el exprimidor de tres pies y cabeza ahuevada de Phillippe Starck, que ha viajado con el resto de mis cosas desde el piso del Ensanche hasta Diagonal Mar. Las cajas de libros están apiladas sin criterio y sin abrir frente a la biblioteca. Todo lo demás, distribuido sin gusto por parte de la empresa de mudanzas, está apostado por el resto del apartamento como un campamento a punto de ser levantado.

Sobre mi pie derecho Pereza ha puesto al fin a descanso su hocico ennegrecido, y desde ahí, cada cierto tiempo, alza la vista y me observa desde sus ojos color avellana. Mis manos se aferran a los extremos del reposabrazos de la butaca. Apenas se oye ahora la tormenta que camina su propósito hacia el sur.  Pongo mi atención sobre el exprimidor. No pestañeo. Busco diferenciar cada una de las moléculas que lo forman. Quiero verlas y reconocerlas. Todas y cada una. Afino mi conciencia sobre su existencia y empiezo a identificar la materia, vacía, que en forma de pequeñas moléculas de energía conforman el exprimidor. Las cuento, las conozco, las recuento. No tienen brillo ni color, son existencia. Se mueven, tintinean, atrapan la luz y la usan para Ser. Veo los espacios enormes entre cada una de ellas. No se tocan aunque están unidas. Su tintineo se revela como un giro sutil sobre sí mismas. Todas acompasadas, en la misma frecuencia, su propia frecuencia, distinta de los tarros de frutas y de todo lo que le rodea. Cada materia tiene su propia frecuencia que hace que sus moléculas se mantengan unidas sin estar juntas, girando armónicamente ¡Qué sencillo es! Ahora me doy cuenta. Cada figura, cada objeto, es igual que una nota musical; una frecuencia propia. Una entre el millón de posibles variaciones. Cada una de las partículas del exprimidor es parte de una memoria colectiva que las hace danzar en una frecuencia escogida por ellas. Mientras lo hagan, serán la forma, representarán su papel aquí, sin dejar de ser parte del Todo, al otro lado del espejo. Del mismo modo que una nota musical es un sonido determinado sin dejar de ser el sonido, la vibración. 

Fijo mi Ser sobre las moléculas de una de las patas del exprimidor. A través del campo cuántico creado entre mi atención y ellas les hago llegar mi frecuencia. Las moléculas que la reciben empiezan a separarse del resto y se alinean con las mías en el fragmento de vacío que en forma de rayo me conecta con la materia del exprimidor. Se acoplan una a una a mi frecuencia y, al estar alineadas con la misma vibración que gobierna las partículas que forman mi piel, mis órganos, mis brazos y mis manos, puedo igualmente moverlas, desplazarlas y sentirlas. Empiezo a tirar de ellas, conscientemente, con el mismo impulso mental que activaría para mover una mano o los dedos. Observo cómo, sutilmente, y emitiendo un sonido sordo, una de las patas empieza a ensancharse y estirarse hacia mí, como si fuera un pellizco sobre la carne, como si estirara su piel. En apenas un tiempo que desconozco, pero aparentemente breve, observo en la distancia la pata deformada, como si hubiera estado sometida a una fuerte radiación de calor, una energía que hubiera fundido el material.

Expiro. Había olvidado respirar. Disuelvo entonces el fragmento de vacio acuciado por un terrible dolor de cabeza que compite con el dolor de siempre. Pereza se

ha separado de mi un par de metros y me observa impasible y serena en la oscuridad de un rincón del salón, desde un lugar más allá que ella misma. Quiero levantarme pero no puedo; estoy agotado, profundamente agotado y dolorido.  Los parpados me caen como barreras de acero. Sé que voy a quedarme instantáneamente dormido sobre la butaca pero, segundos antes de sucumbir al dolor y al beso del sueño, un último pensamiento me circula por dentro, como un murmuro amargo: La vida te enseña todo lo que estés dispuesto aprender.

 

LVI – Back to Black

 

 

Bajo el plomizo cielo de finales de noviembre en el Estado de Illinois, el anfitrión, Mr. Steinway, dirige sobre su silla de ruedas algunas emocionadas palabras sobre el difunto antes de que el ataúd se entierre en el olvido. Su esposa, a un metro de él,  llora sin llorar en una dolorosa lección de educación victoriana. La mañana es gélida y húmeda, demasiado para ser medio otoño. Ayer incluso cayeron algunos copos de una nieve precoz, unos pocos de los cuales aún sobreviven en los rincones umbríos de la arboleda, en la pared norte de la casa, y en el recuerdo de las conversaciones más triviales que desde entonces mantenemos una treintena de desconocidos ahí convocados. La muerte es el acontecimiento más importante de la vida, y la ciudad de Aurora, a poco más de cuarenta millas al Oeste de la urbe de Chicago, sabe rendirle honores.

Mr. Steinway es algo así como un mago de las relaciones públicas de las finanzas, casado amén con una de las herederas más ricas del Estado de Illinois. Hace un par de años una extraña enfermedad congénita se hizo dueña de sus piernas y lo postró para el resto de su vida en una silla de ruedas motorizada. Su principal ocupación, ahora que ronda unos sesenta años bien llevados y después de retirarse exitosamente de la bolsa de materias primas de Chicago, es auditar proyectos de inversión y proponer aquellos que pasen su filtro a distintos grandes inversores de los Estados Unidos, si bien, por lo que he podido averiguar, varios de ellos tienen residencia oficial en Suiza, un par en Mónaco y otros tantos en Barbados. Así que pienso que los únicos que realmente viven y tributan en el país son los Steinway, que amablemente (y también a cuenta de su comisión millonaria –cabe decir-), ofrecen los salones y las habitaciones de su casa para que los representantes de los proyectos seleccionados hagan sus presentaciones a los potenciales inversores y mantengan distendidas entrevistas exploratorias durante el fin de semana, un largo fin de semana en el que todos nos alojamos en la megalómana residencia que los Steinway tienen en un páramo entre la West Forest Preserve y el Aurora Country Club, a pocos minutos del centro de la ciudad.

Su suegro, el Sr. Reed, un hijo de Escocia, republicano de bien como toda su descendencia, ha tenido la inoportuna ocurrencia de morirse justo ayer viernes por la mañana, de manera fulminante y sin preaviso, en un hotel a pocas manzanas de su propio domicilio, donde se alojaba solo ¿Cómo si no? Le asaltaría un repentino e inaplazable sueño que le impediría llegar hasta su casa a apenas un kilómetro de distancia. Es lo más probable.

Todo ello ocurría mientras los Steinway hacían la debida recepción a los asistentes. El dolor podía apreciarse constreñido en el rostro de la Sra. Steinway durante todo el día, pero ni ella ni su marido han cesado ni un segundo en sus obligaciones con los huéspedes desde que se supo del deceso, y toda la alteración del programa no ha sido más que este improvisado funeral en las postreras de la mansión, en el cementerio familiar que linda con la Reserva Natural, un bosque no muy denso, sembrado de matojos y árboles de media altura, que hace hoy las veces de telón de fondo y decorado del olvido.

Alrededor de la fosa estamos, entre los notables de Aurora y Chicago que han podido cambiar sus agendas y llegar a tiempo, los diez inversores y algunos de sus familiares que les han acompañado, y los cinco representantes de los cinco proyectos preseleccionados, un total de aproximadamente treinta hombres y mujeres acompañando a los Steinway en su duelo, o mejor sería decir a Mr. Reed en su partida, disfrazados de gris, con el frio en el cuerpo y cara de circunstancia.

Lo mejor y más honorable que se puede decir de una persona a su muerte es que el mundo era un poco mejor mientras él estuvo vivo. No he conocido personalmente al padre de la Sra. Steinway, pero por lo que he podido escuchar desde anoche en la cena, parece ser que el mundo podría ser algo mejor a partir de ahora, aunque eso probablemente sea demasiado optimista.

No conocí al Sr. Reed ni tengo especial interés en saber mucho más de él, pero no me importaría ver la cara que pondría si se levantara ahora y viera qué suerte de desconocidos han acudido a su funeral, empezando por mí. Personalmente me gustaría conocer ahora a toda esa gente que se apenará y reunirá en duelo también a mi muerte (si es que así ha de suceder). No quisiera tener que levantarme entonces para saludarlos y conocerlos. Sería más considerado por su parte que se presentaran ahora que aún estoy vivo.

Los funerales son en general grotescos e irracionales, claro que, si todas nuestras decisiones consideraran la racionalidad, no tendríamos las pirámides, así pues sean bienvenidos.

Finalizando la ceremonia de siluetas los hermanos Kossak me han convocado a una partida de pádel. Los hermanos Kossak son dos treintañeros, hijos de un magnate tejano del petróleo que han acudido en calidad de inversores apadrinados por papá Kossak, un tipo que pasa de los setenta y que, según se chismorreaba en la cena, pasea por la Fifth Avenue de Nueva York en shorts y sandalias con calcetines, tan desastrado él que dudas de si darle limosna y compadecerte. En contraste con el peculiar estilo de su padre, sus dos retoños se esfuerzan por parecer sofisticados y adoptan siempre unas formas pomposas. Lucen ambos además una generosa mandíbula, poblada de unos enormes y blancos dientes que parece vayan a salir proyectados de sus bocas con el ánimo de independizarse. El mayor de ellos tiene las sienes pobladas de blanco. El más joven tiene la nariz achatada, fruto seguramente de alguna pelea de juventud. Para completar el cuarteto y como par mío no dudé en sugerir a la preciosa joven que se sentaba a mi lado durante la cena, Mary. La encantadora Mary. Ella instantáneamente aceptó cómplice y agradecida el reto de ser mi pareja en el juego, y por lo sabido, ninguno de los dos tiene la más remota idea de cómo se juega a eso del Pádel. Ella tiene poco más de veinte años, un abundante y ondulado cabello negro y silueta deportiva, y acude a la convención en calidad de hija, no más, de uno de los potenciales inversores, republicano practicante (creo que oriundo de Minnesota, aunque domiciliado en Singapur, que le venía más a mano para sus negocios de construcción en la Costa Oeste, parece ser) al cual no le recuerdo el apellido.

-¿Sólo come arroz blanco? –me preguntó anoche uno de los Kossak-

-No, también como manzanas y los Steinway han sido muy amables en atender esta peculiaridad. En mi habitación, a mi llegada, ya había dispuestas dos cestas de sabrosas golden.

-¿Y no se aburre de comer siempre lo mismo?

-En realidad lo que me aburre es comer en sí mismo. Del mismo modo que he reducido las horas de sueño a lo mínimo necesario, procuro no gastar mi tiempo comiendo. El arroz me proporciona todo lo que necesito y en unos cinco minutos he acabado el plato. Las manzanas las llevo conmigo en el bolsillo y no estorban tiempo.

-Yo no podría renunciar a comerme un buen filete de buey de vez en cuando –dijo su hermano-

-Yo no puedo pensar en el buey en el plato, Sr. Kossak, ya no.

No, ya no puedo desde que Gabriela y yo cenamos con Pitágoras, pero esa era una larga historia que ahorré explicarla.

Llegué aquí ayer al mediodía después de pasar la noche anterior en un hotel de Chicago. La náusea y yo condujimos hasta Aurora en un Buick Skylark prestado del 72, del color del vino y tapicería beige. Un merecido capricho. Fue una ruta corta que yo alargué lo que pude. Desde mi llegada ya he tenido todas las entrevistas que deseaba tener y creo que en breve dos o tres inversores confirmarán su interés en participar en la franquicia de Haulap app en Estados Unidos. O sea, me sobran dos días.

El viaje desde Chicago fue como circular por encima de la mesa de la Creación, no tanto por el paisaje como por el viaje interior que se solapaba. Sonaba All my love de Led Zeppelin en la radio del coche y nevaba un agua nieve temprana que moteaba de blanco las pocas hojas rojizas y ocres que aún resistían en los árboles de las veredas. El metal del cielo tenía rincones que dejaban pasar de vez en cuando rayos de luz que resplandecían en el asfalto húmedo de la 88. En dirección contraria, a pocos kilómetros de la entrada a Chicago, se embotellaban miles de vehículos en paciente fila de a dos. He tenido la suerte de no sufrir en la vida las caravanas, pero me he cruzado con muchas que serpenteaban en sentido opuesto. Supongo que eso significa algo.

Mientras oía el ronroneo del Buick y mi vista se perdía en el horizonte infinito de las autopistas americanas, pensé en el deformado exprimidor que llevaba varios días sobre la encimera de la cocina. Durante las últimas mañanas, cada vez que me acercaba a él mientras preparaba  el desayuno, pasaba las yemas de mis dedos por la superficie amorfa de una de sus patas y la acariciaba con el ánimo de percibir cada pliegue. Me he interrogado y he llegado a la conclusión de que el resultado depende de la manera de mirar y de ser. El objeto no fue sólo aprehendido sino que fue enteramente mío por algunos minutos, porque fui capaz de ver la verdadera naturaleza del objeto, fuera del espacio. Porque fui capaz de ver la verdadera naturaleza del objeto fuera del espacio tridimensional que conocemos, fuera del tiempo. Cómo se ven las cosas en los sueños, pero estando despierto.  Y en ese instante, con mis ojos perdidos en las líneas paralelas al frente, creo que a la altura de Naperville, mientras la nieve se derretía como lágrimas sobre las hojas rojizas del otoño, volví a entrar en un estado más allá de la meditación, en ese estado de Ser absoluto, allí y aquí, al mismo tiempo. Al frente circulaba un camión cisterna cromado, y en sentido contrario me cruzaba con una camioneta azul cuando leí en un panel sobre la autopista “South Farnsworth Ave, ¼ mile”. Segundos después acababa la balada de Led Zeppelin y apagué la radio. No sé donde estuve entonces, pero poco después volví a leer de nuevo “South Farnsworth Ave, ¼ mile”. El cartel me parecía el mismo, el entorno parecía el mismo, al frente seguía el camión, pero también me cruzaba en ese instante con la camioneta azul, la misma camioneta. Sé que no fue un déjà vu por dos razones: la primera de ellas tiene que ver con la radio. Estaba apagada la segunda vez que volví a pasar debajo del cartel. La segunda razón es que algunos kilómetros después volvió a ocurrir lo mismo con un panel que anunciaba “Orchard Road, 2 miles” mientras me cruzaba entonces (por dos veces) con un Ford Falcon rojo con bandas laterales de color crema. Había estado fuera del tiempo otra vez, de manera involuntaria, sin control alguno, pero ciertamente ahí, enteramente. No sé cuál de las veces que me cruzaba con cada cartel correspondía al futuro y cuál era el pasado, pero las dos al mismo tiempo no podían ser el Presente. Eso no sería posible más que fuera del tiempo, llevando la conciencia hasta el Eje Maestro.

Mientras se me erizaba la piel y disfrutaba de mi respiración profunda, dejé que sonara de nuevo la radio. Amy me acompañó hasta la entrada en Aurora con su Back to Black. Estaba profundamente inspirado y supe que mi tiempo allí sería breve.

 

LVII – Gana quien más se divierte

 

 

-Hola Mary.

-Hola Josué.

-Estás aún más guapa con ese conjunto –Mary se ha calzado un flamante conjunto de tenis que le ajusta como un guante sin dedos. En mi caso, visto una camiseta vieja y un bañador que compré en el hotel de Chicago para poder utilizar el Spa que habían habilitado en el sótano-.

-Gracias. Tú también estás muy…. “original”

-Sí, ya me imagino –digo con socarrona complicidad a medio reír- ¿Sabes dónde quedan las pistas de pádel? Creo que ya llegamos tarde a nuestra cita con los hermanos sonrisa –digo estirando la última palabra lo que provoca una sorprendida pequeña carcajada de Mary-.

-La verdad es que no. Pero veo a mi hermana Virginia ahí, en aquellos jardines. Preguntémosle a ella. Ayer recorrió toda la propiedad y la conoce bien. Ven. Te la presentaré.

Virginia resulta ser la hermana gemela de Mary. Preciosas ambas. La única diferencia entre ellas es que Virginia luce braquetes mientras Mary va sin armadura.

-Es un placer conocerlo.

-Oh, no, Virginia, el placer es mío. Doblemente mío. 

-Virginia, llegamos tarde a una partida de pádel con los hermanos Kossak. Ya sabes quienes son. ¿Puedes indicarnos donde están las pistas? –interroga Mary-.

-Sí, en realidad no hay más que una sola pista, es al lado de los establos. Os acompaño. No está muy lejos.

-Si nos acompañas tú, ojalá estuviera lejísimos –intervengo con la más crápula de mis miradas-.

Se ríen las dos al unísono luciendo unos carnosos labios y la malicia en los ojos. 

-¿Ha jugado usted antes al pádel? Porque mi hermana no lo ha hecho nunca. Tan sólo al tenis, y… tampoco es muy buena en ello –dice mientras mira sonriente a su hermana, la cual le responde con una sonrisa tímida-.

-Me temo que tanto Josué como yo somos unos novatos ¿Verdad?

-Sí, así es, lo que significa que lo tenemos todo a favor nuestro.

-¿Todo a favor? –responde Virginia-.

-Claro, considerando nuestro nivel cero sólo podemos triunfar. De un modo u otro, pero, la victoria será nuestra.

-Veo que está muy animado y convencido.

-Quédate por aquí y verás nuestra demostración

-Oh, me gustaría, pero me he comprometido a ayudar a la Sra. Steinway con los preparativos de las reuniones de esta tarde.

-¿Tenéis alguna reunión concertada alguna de las dos?

-No, no. Mi padre y su secretario, sí. Nosotras no participamos. Sólo ayudo a la Sra. Steinway para darle un poco de ánimo. Dadas las circunstancias…

-Lo entiendo. Yo tampoco tengo reunión alguna. Si os parece, podríamos vernos para tomar una copa en el salón-bar que queda en la sala Este. Puesto que todo el mundo estará en la Sala de reuniones, tendremos el bar prácticamente para nosotros solos.

Virginia lanza una mirada a Mary buscando su aprobación. Un ligero y casi imperceptible aleteo en un párpado le sirve a ésta para expresar su consentimiento.

-Sí, estaría bien ¿Por qué no? ¿Te apetece Mary? –pregunta por puro protocolo pues ya conoce la respuesta-.

-Será un placer celebrar “nuestra victoria” con un Martini.

-Que sea champagne. Las grandes victorias no merecen menos –respondo ufano-.

-Josué, le veo muy convencido de su triunfo. Allí tiene a sus contrincantes, por cierto.

Los hermanos Kossak esperan en el interior de la pista. Están calentando algunas pelotas sin mucho esfuerzo. Visten la indumentaria más brillante, oficial y reglamentaria que puede vestirse en el pádel (antes de salir de la casa he investigado en internet todo lo que se podía aprender en dos horas sobre este juego). En cuanto nos ven aproximarnos se giran hacían nosotros y ponen sus ojos babosos sobre Virginia y Mary, mientras se acercan al alambrado de la puerta.

-Señorita Virginia, ¿También viene a jugar? Sería un placer –exclama el hermano más joven con una mal disimulada hambre en los ojos-.

-Oh, me temo que no puedo acompañarlos, Sr. Kossak. Quizás en una próxima ocasión.

-Vaya, no sabe cómo lo lamentamos –afirma el primogénito ignorándome completamente-.

-Bien –intervengo- hemos demorado intencionadamente nuestra llegada para dejarles calentar un poco y organizarse. Hemos preferido darles un poco de ventaja para no abusar de ustedes en la cancha –digo con toda la ironía de la que soy capaz, haciendo que a Mary y a Virginia se les escape una sonrisa por debajo de unos ojos falsamente tímidos-.

-Bueno chicos, os deseo suerte –susurra Virginia- Nos vemos luego. ¿A eso de las cinco?

-¡Perfecto, para mí! ¿Te parece bien a ti, Mary?

-Sí, claro. Allí estaremos para celebrar…. Bueno, lo que sea que vaya a suceder… –dice Mary mirando a los fornidos Kossak que de nuevo y de forma más enérgica y exhibicionista se lanzan varias bolas entre ellos con gran profesionalidad y entrega-.

-Bueno, vamos allá –dice Virginia-. La Sra. Steinway nos ha prestado este par de raquetas. Veamos qué podemos hacer con ellas.

El partido no podía comenzar de manera más desastrosa. Los Kossak no tienen más que hacer el saque en cada mano y automáticamente, o en no más de dos golpes, perdemos el tanto. Y eso únicamente las veces que conseguimos responder el saque sin acabar rodando por el suelo. Yo me he caído ya un par de veces y ruedo hasta los pies de Mary. Los Kossak tienen en la mirada un no sé qué de vengativo y fanfarrón. A veces, condescendientemente, le tiran alguna bola floja a ella para después de que Mary la devuelva, responder ellos con un golpe mortal que suele ir normalmente dirigido contra mí. Yo, que de momento estoy descoordinado e intento familiarizarme con la manera de jugar, desaprovecho los golpes una y otra vez. Ellos tienen el ánimo de ridiculizarme como dos machos alfa que quieren imponer su simiente sobre la manada. Creo que si ignorara el dolor en el vientre y me esforzara, dada la sorprendente mejora de mis cualidades físicas en los últimos dos meses, podría ganarles o, al menos, ponerles las cosas mucho más difíciles. Para ello precisaría el compromiso de Mary y arrastrar a tan preciosa criatura a un denodado esfuerzo que no se merece. Sí, podríamos ganarles. Observo que el mayor de los Kossak no maneja bien las bolas altas. El más joven es impulsivo con las bolas que arriman a la red, pero ¿Qué merito hay en la victoria del que vence porque es mejor? No creo que la victoria sea importante para ninguno de los dos. Mary y yo estamos aquí por pura diversión mientras que los Kossak sólo han venido a divertirse.

-Dime Mary ¿Quieres ganarles? –le pregunto acercándome a su oído-.

-Uhm… -murmura enseguida mirándome atónita sin creerse lo que acabo de preguntarle- ¿Podemos, Josué? ¿Quieres tú?

-Quiero ganarles, pero no lo conseguiremos jugando, no jugando como hasta ahora, y la verdad, no sé si vale la pena hacerlo de todos modos. Podemos ganarles si nos divertimos más que ellos. El que más se divierte jugando es quien gana. Los puntos son sólo números, sumas de uno me aclararon una vez.

-Te sigo el juego, dime ¿Qué debemos hacer?

-Es fácil. Somos tres hombres y una mujer. Tú eres el premio. No necesitas sudar, sólo pasártelo bien.

-Entendido, creo que ya sé por dónde vas.

-Eh, vosotros dos ¿Sacáis ya? –interpela el más joven de los Kossak con una sonrisa resignada-.

-¡Sí, allá va! –grita Mary mientras les lanza un bola fácil y se gira automáticamente para mirarme y sonreír-.

-El menor de los Kossak devuelve el golpe con gran potencia haciendo que la bola se agarre a la pista.

-Vaya, esa bola tenía mordida –le susurro a Mary que en seguida se retuerce de la risa al pensar en la prominente dentadura de los dos hermanos Kossak-.

El juego empieza a desarrollarse durante la siguiente media hora de la forma más desordenada e irreverente posible de nuestra parte. Me acerco continuamente a Mary a hacerle confidencias o ella viene a hacérmelas a mí en cada intervalo o incluso cuando la bola está en juego. En cada ocasión estallamos en carcajadas cada vez más sonoras, especialmente con cada punto que perdemos.

-Bueno tortolitos, ¿Estáis ya listos? ¿Podemos sacar? –pregunta condescendiente el benjamín de los Kossak-.

-Espera, espera... Estamos definiendo nuestra estrategia de juego –le respondo entre risas-.

-¿Estrategia? Mejor que la cambiéis, desde luego. No habéis hecho ni un tanto aún.

-Ya verás –le susurro a Mary- no tardarán en pedirnos cambiar de parejas. Estemos preparados.

En ese mismo instante hago un saque alto en dirección al mayor de los Kossak que éste, desprevenido, pierde.

-¡Yujuuu ¡ -Estallamos en alegrías Mary y yo- Nuestro primer tanto, somos invencibles… -gritamos a una-.

A pesar de que nos ganan por una inmensidad de puntos (he perdido la cuenta) el pequeño de los Kossak abronca con la mirada a su hermano por su error. Esto nos hace reír aún más.

-Viendo el desequilibrio ¿Qué os parece si intercambiamos las parejas? –sugiere el mayor-.

-Oh, no, no… somos un equipo. Estamos muy compenetrados, no podría acostumbrarme a jugar con otra persona, así, de repente –le respondo con sorna-.

-Sí, sí, somos un equipo. De siempre, de toda la vida…–suelta Mary sin poder contener la risa- Tenemos nuestras jugadas ensayadas. Entendedlo. Este primer tanto es sólo el principio. Hasta ahora os estábamos poniendo a prueba.

La distancia de seguridad entre Mary y yo se ha quebrado ya varias veces. Nos entrelazamos de los brazos cada vez que nos susurramos ruidosamente alguna broma, y nos reímos a carcajadas uno sobre el hombro del otro. La partida de pádel más absurda y divertida que podría imaginarme sigue su curso. Los Kossak, frustrados, viendo que mientras ellos se esfuerzan por demostrar sus cualidades como deportistas, nosotros, Mary y yo, sencillamente nos estamos divirtiendo más, mucho más, se van desesperando con cada punto que van ganando. Además, como ignoramos sus motivaciones les puede la fe, pues un gallo sin público se siente absurdo.

-Por cierto, los equipos van juntos a las duchas ¿verdad? –le digo a ella a su espalda. Mary se gira levemente ruborizada; medio del esfuerzo, medio de reír, medio de pensar en nuestros cuerpos desnudos bajo el agua. Sus ojos desprenden un brillo de inteligencia tan cautivador como los de su hermana Virginia-.

Y a pesar de ello, con un estiramiento prodigioso, Mary consigue devolver un saque, acercando la bola a la pared, que ninguno de los dos Kossak sabe responder.

-¡Punto, Punto….! –gritamos los dos, levantando los brazos y con total y estudiada indisciplina- ¡…Y ya van dos….! –nos abrazamos, riendo, sudados y danzando a saltos por la pista, gritando “Campeones, Campeones….” Mientras los Kossak, que siguen ganando por docenas de veces sobre nosotros, se abroncan entre ellos decidiendo a quién de los dos le tocaba responder el tanto.

Dejamos a los dos hermanos discutiendo dentro de la cancha mientras nosotros salimos de la jaula a la carrera, con los brazos en cruz y cantando el “We are the champions” de Queen bajo un cielo plomizo pero sobre un césped de un verde intenso perfectamente segado, páramo abajo, hasta llegar a la casa.

Al fondo vemos a Virginia apoyada sobre una de las paredes del lateral de la casa, viéndonos venir. Esboza una sonrisa cándida y comprensiva que nos recuerda que esa misma mañana ha sido sepultado, a escasos doscientos metros de donde estamos, el juguetón Mr. Reed, el padre de la Sra. Steinway. Aflojamos la carrera y musitamos nuestros cánticos entre dientes, pero con una imperturbable y amplia sonrisa en el rostro.

-Hola Virginia.

-Hola, ¿De verdad habéis ganado a los Kossak?

-Ha sido una victoria moral aplastante –le respondo-.

-Estáis bromeando ¿Verdad? –pregunta volviendo su mirada cómplice a su hermana-.

-Virginia, juzga tú misma. Quiero que nos mires a la cara a Josué y a mí –dice acompañando el gesto con la mano que pasa de uno a otro- y después mires a los Kossak. Por cierto, allí los tienes –dice señalando con el dedo a los dos hermanos que vuelven en ese momento  por detrás de nuestros pasos,  con los ojos acerados y el gesto ofendido-.

-Desde luego no parecen haberlo pasado muy bien –responde Virginia- Entonces, deberemos hacer honor a nuestro compromiso y celebrar con champagne vuestra victoria ¿Sigue en pie la invitación, Josué?

-Aunque el mundo acabara hoy. O mejor dicho, aún con más razón si este fuera mi último acto. ¿Queréis que os mande un whatsapp desde el Bar?

-No tenemos Whataspp.

-¿No tenéis whastapp? Caray, eso es lo más revolucionario que oído últimamente.

-Jajajaja… no te preocupes, en cuanto nos duchemos y cambiemos, nos vemos ahí.

-Perfecto. Os esperaré con gusto. Bien, ahora tan solo nos queda por resolver el tema de la ducha de equipo…

-¡Josué! –suelta Mary abriendo los ojos y tapándose la risa con la palma de la mano.

Virginia levanta una ceja y nos mira a ambos mientras esboza una sonrisa de incomprensión.

-Bueno, veo que la partida de pádel ha dado para mucho. Me muero por conocer los detalles –musita Virginia-.

-Yo te los cuento querida… –le dice Mary tomando a su hermana de una mano y entrando en la casa dejándome a mí una mirada pícara por encima de su hombro - …mientras me ducho sola.

-Hasta luego entonces, Josué –interviene sonriente Virginia mientras sigue a su hermana hasta su habitación y yo espero fuera para tomar el último resuello y apoyar la mano sobre la náusea.

El cielo deja caer unas pocas lágrimas sobre mi frente y las mejillas. La gente que aún pasea por el exterior dirigen sosegadamente sus pasos a guarecerse de la lluvia que se avecina. Me miro en el reflejo exterior de una ventana. Sigo adelgazando. Mi cara es huesuda como nunca, pero intensa como mis ojos oscuros. Mis labios se ven ahora más gruesos y carnosos entre unas enjutas facciones. Me saludo en el reflejo levantando una ceja. Me parezco por fin a la persona que quiero ser. Me sonrío y volviendo mi pensamiento a Mary y Virginia pienso sin pensar mucho que la soledad, como todas las cosas buenas de la vida, es mejor compartida. 

LVIII – El Alma grande

 

 

Mientras espero la llegada de Mary y Virginia al salón habilitado como bar, acomodo el cuerpo sorbiendo una infusión de manzanilla vertida en un vaso con hielo. Me atiende un camarero joven, de no más de veinte años, de piel maní y pelo oscuro, que mientras preparaba la infusión se ha presentado como Jeremy Gutierrez. Es estadounidense, hijo de padre mejicano y madre canadiense y su español es suficiente, aunque se aprecia que su verdadera lengua es el inglés, por lo que la conversación ligera que intercambiamos la hacemos principalmente en esa lengua. Jeremy es evidentemente homosexual, peculiaridad que amanera a conveniencia al menos en este entorno y me pregunto si con su círculo social y familiar de origen mejicano será tan expresivo. No se lo pregunto. Tiene más o menos mi estatura, constitución fuerte pero magra. Los ojos oscuros, con una línea rotulada de negro en la sombra de sus pestañas. Los labios son rojos y carnosos y constantemente está riendo aún cuando no hable con nadie, yendo de un lado a otro de la barra como si esta fuera la barca de la felicidad, lo mejor que le ha pasado en la vida. Tiene unas manos adornadas por unos largos y huesudos dedos que utiliza con destreza. Me sorprende el contraste de Jeremy con los Steinway, unos anglicanos practicantes y de conducta ultra ortodoxa. Jeremy me explica que ha sido sólo contratado para el fin de semana, a través de una empresa de colocación temporal, y a última hora a causa de una baja imprevista, por lo que en realidad está sustituyendo a una chica de Aurora que cayó enferma ayer mismo.

Mientras volcaba la manzanilla en el vaso con hielo, Jeremy hacía todo lo posible porque mis ojos se fijaran en los suyos, haciendo aletear sus pestañas, lo que me ha hecho sentir cierto afecto por él.

-¿Puedo invitarlo a otro whisky? –me pregunta un joven británico que me aborda por la izquierda-.

-¿Otro Whisky? Oh, no gracias. Ya estoy servido con éste. No quiero abusar de la bebida, ya sabe -Jeremy sonríe jocoso a un lado mientras termina de secar unos vasos-.

-Ya veo. Disculpe mi osadía, pero es que me gustaría pedirle un favor ¿Habla usted español, verdad? –pregunta con un inglés nasal-.

-Sí, así es. Dígame, ¿Cómo puedo ayudarle?

-Pues verá… ¿Ve aquella joven maravillosa que está sentada en el  sofá de ese lado?

-Sí, una joven muy guapa, desde luego –la joven aludida nos mira de soslayo, suspicaz y acto seguido baja la  mirada dibujando en su rostro una tímida sonrisa-. 

-Sí, sí que lo es. –responde mientras la mira embobado, devolviéndole la sonrisa- La conocí ayer ¿Sabe? Se llama Paula. A mí me gusta mucho y creo que yo a ella también le gusto. Ella está aquí porque es la asistenta personal de Mr. Vázquez. Mr. Vázquez está mal de salud y según él mismo me explicó precisa una enfermera que le acompañe constantemente para ayudarle con el respirador asistido. Él representa a un grupo inmobiliario de Colombia que están buscando inversores para plantar bambú en una propiedad de veinticinco mil hectáreas que poseen en una zona conocida como el Dorado, en el interior de Colombia, ahora que parece que el asunto  de la guerrilla se está resolviendo –aclara sin mucho convencimiento, haciendo una mueca de escepticismo-.

-Entiendo…

-Perdóneme, no me he presentado. Mi nombre es James Tracey. Soy el responsable de inversiones de Industrias Goldwind de Los Angeles –dice mientras nos intercambiamos las respectivas tarjetas de visita-. Mi patrón se entrevistó ayer con el Sr. Vázquez para conocer su proyecto y así es como conocí a Mr. Vázquez y después a Paula.

El tal James Tracey es un tipo joven, no más de treinta años, delgado y de tez pálida, con algunas pecas sobre las que luce unas gafas metálicas abrillantadas con minuciosidad. Viste un traje oscuro con una corbata  marrón claro,  que no acaba de encajar con su cabello rojizo. Mueve las manos nerviosamente y estira el cuello hacia adelante apasionadamente cuando habla.

-Mi nombre es Josué. Encantado de conocerle. Pero, dígame ¿Cómo puedo ayudarle?

-Verá, yo no hablo español, y la Srta. Paula no habla apenas inglés, así que nuestra conversación con gestos que empezó anoche está agotando sus posibilidades. Debo viajar mañana temprano a San Francisco, así que estas son las últimas horas que me quedan antes de despedirme de ella y quisiera decirle tantas cosas… ¿Podría usted ayudarme?

-Tengo una cita que sospecho va a necesitar mucho tiempo de acicalamientos antes de que aparezcan. Mientras espero, será un placer ayudarlos en lo que pueda.

-Oh, muchas gracias. No sabe lo importante que es para mí.

-Bueno, puedo imaginármelo –le respondo con una sonrisa cordial y comprensiva-.

Acabo de un solo trago mi infusión de manzanilla ante los sorprendidos ojos de James que aún cree que es whisky, y me incorporo.

-Bien, vamos allá entonces –le exhorto haciendo un leve ademán con la mano-.

-¿Seguro que no quiere que le invite a otra copa? –interrumpe dubitativo-.

-Será mejor que conserve mis facultades, amigo James ¿No le parece? –le respondo guiñándole un ojo-.

-Sí, tiene razón. Vamos. Le presentaré – Y antes de avanzar un paso hacia ella Paula ya se ha levantado y viene hacia nosotros agarrando frente a sí con ambas manos un bolso mediano de color azul a modo de parapeto frente a las emociones-.

-Senioorrita Poola –masculla James con gran dificultad en algo parecido al español - deja yo preshenta sennior Josué –y haciendo un ademán con la palma de la mano hacia arriba y ciertos nervios, añade- …. Ella Poola.

Después del protocolo de las presentaciones y de una breve introducción, Paula y James se sitúan el uno frente al otro recostados en la barra, dejándome a mí en el centro formando un triángulo de mediación. El acento de Paula es propio del interior de Colombia, de la zona de Pasto –me explica ella- en contraste con el caribeño y desenfadado acento de los oriundos de la costa con el que todo el mundo está más familiarizado –acaba diciendo-. Jeremy les sirve una copa de vino tinto a cada uno de ellos y, mordiéndose el labio y marcando un hoyuelo en la mejilla izquierda me pregunta balanceando los hombros si quiero otra copa. Niego con la cabeza y se me escapa una sonrisa ladeada de las que haría Gabriela, que acaba produciéndome un escalofrío.

-Entonces amigo Josué, si usted es tan amable de ir traduciendo…

-Sí, no se preocupe, adelante.

-Pues quisiera que le dijera que aunque resido en Los Ángeles soy en realidad de Edimburgo. Que mi trabajo consiste en analizar las distintas inversiones que se le presentan a nuestro grupo. No es una tarea sencilla, pero yo he desarrollado un método que ha facilitado mucho el proceso porque….

James empieza a hacer una minuciosa descripción de su puesto de trabajo y sus logros que resulta aburridísima y se lanza adelante en un soliloquio sin darse cuenta de que debo traducir simultáneamente. Lo dejo hablar unos minutos y después, con un gesto de la mano, le pido que se detenga para empezar a traducir sus palabras a Paula.

-Paula, James es de Edimburgo aunque lleva ya muchos años viviendo en Los Ángeles y… -me detengo a hacer una breve y cuasi imperceptible reflexión interior mientras observo al fondo de la barra los descarados ojos de Jeremy que se revelan extrañamente familiares. En ese momento me asalta la memoria la imagen de Gabriela, sus ojos ocultos, su boca prohibida, su piel blanca… En milésimas de segundos tomo conciencia de cuánto ella me ha cambiado. Corrijo con una expresiva mueca el lapso de tiempo que he dejado a Paula con el alma en la garganta y entonces continuo- ….y también viajando por el mundo y, en todos esos lugares que ha visitado, por allí por donde ha ido, dice que jamás ha visto nunca una mujer más hermosa que usted. En cuanto la vio, me ha dicho, sintió que nada le haría más feliz que usted le correspondiera con el mismo sentimiento.

Un rubor azulado inunda las mejillas doradas de Paula que ahora abraza su bolso contra su cuerpo con más fuerza.

-Cuéntele por favor –prosigue James- que el mes que viene voy a mudarme a un apartamento más grande pues voy a ser promocionado a miembro del Consejo del grupo. Es muy probable que mi nombramiento sea anunciado en la próxima reunión que la Junta tiene prevista…

-Paula, James quiere aclarar que él es tímido y reservado en estas lides y que jamás en otras circunstancias hubiese él sido tan osado, pero considerando las circunstancias; que su corazón va a explotarle en el pecho y que, contra su voluntad, debe partir mañana temprano, no haya otro camino que sincerarse y confesarle a usted cómo sus ojos han prendado su alma…

-Debo decir que… -se detiene Paula sin aliento mientras se enciende aún más su rostro- …que, … que yo también me he sentido atraída por él –acaba diciendo con la voz quieta y mirando la tupida alfombra a nuestros pies-.

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