Matando lagartos

Matando lagartos

© William Boyd ⊗ (Tiempo de lectura 13 minutos)

Gavin se puso en cuclillas al lado de Israel, el hijo adolescente de la cocinera, en la estrecha galería de la vivienda de los sirvientes. Israel le estaba haciendo a Gavin un nuevo tirachinas. Amarró la gruesa tira de goma a la Y de madera con un cordel, hizo el último nudo bien apretado y cortó los cabos sueltos con los dientes. Gavin cogió el tirachinas y lanzó un tiro de prueba. Disparó a un bosquecillo de plátanos que había junto al huerto. El guijarro golpeó contra un fibroso tronco de árbol con tranquilizadora fuerza.  

  —Estupendo —dijo Gavin con admiración, y luego—: ¡Eh!  

  Israel le había arrebatado el tirachinas. Balanceó el arma tentadoramente fuera del alcance de Gavin y sonrió mientras el muchacho de doce años daba saltos para cogerlo, muy enfadado.  

  —Cigarilo. Dame cigarilo —exigió Israel, riéndose de manera escandalosa.  

  —Bueno, vale —respondió Gavin de mala gana, tendiéndole el paquete que había robado del bolso de su madre el día anterior.  

  Israel encendió enseguida un cigarrillo y echó el humo confiado hacia el desvaído azul del cielo africano.  

  Gavin cruzó el jardín hacia la casa. Era un muchacho moreno y delgado con las facciones ligeramente apretadas y unas cejas excepcionalmente gruesas que le hacían parecer mayor de lo que era. Atravesó la cocina y entró en el fresco y espacioso cuarto de estar con sus alfombras y suelo de baldosas, donde dos ventiladores de techo agitaban enérgicamente el aire caliente de la tarde.  

  El cuarto estaba vacío y Gavin siguió por la galería pasando por delante de su dormitorio y del de su hermana mayor. Su hermana, Amanda, estaba en un internado en Inglaterra; Gavin se reuniría con ella allí al año siguiente. Antes se llevaba bien con su hermana, pero ella había cambiado desde que cumplió quince años. Cuando vino de vacaciones las Navidades pasadas apenas había jugado con él. Se aburría con él; prefería ir de compras con su madre. Parecía haber surgido una especie de conspiración entre las mujeres de la familia de la cual Gavin y su padre estaban excluidos.  

  Ahora, cuando pensaba en su hermana, sentía que la odiaba. A veces deseaba que el avión que la trajera a África se estrellase y ella muriera. Entonces solo quedaría Gavin, se convertiría en hijo único. Al pasar por delante del dormitorio de ella se acordó de esta fantasía y en contra de su voluntad se detuvo, pensando en ello de nuevo, tratando de imaginar cómo sería la vida, en qué sería diferente. Al hacer esto, el otro sueño empezó a colarse en su mente, como una mano insistente que hiciera señales desde el fondo de un aula para llamar la atención. Tenía este sueño con bastante frecuencia últimamente y le hacía sentirse raro: sabía que estaba mal, que era algo que no debía hacer, y a veces se obligaba a no pensar en ello. Pero nunca daba resultado, porque el sueño siempre volvía vacilante con su extraña fascinación imaginativa, y Gavin acababa perdido en él, saboreando sus placeres, entregándose a sus sensaciones dulces e ilícitas.  

  Era una variación sobre el tema de la muerte de su hermana, pero esta vez incluía también a su padre. Su padre y su hermana habían muerto en un accidente de coche y Gavin tenía que darle la noticia a su madre. Mientras sollozaba acongojada se aferraba a él en busca de apoyo. Gavin la calmaba, acariciándole el pelo como había visto hacer en la televisión en Inglaterra, murmurando palabras de consuelo.  

  En el sueño la madre de Gavin nunca volvía a casarse y ambos regresaban a Inglaterra para quedarse a vivir allí. La gente les miraba por la calle, la viuda alta y elegante vestida de luto y su hijo, que estaba creciendo y volviéndose más maduro, mostrándose valiente y bueno a su lado. La gente que les rodeaba murmuraba: «No sé qué habría hecho ella sin él» y «Sí, él ha sido fantástico» y «Ahora están muy unidos».  

  Gavin sacudió la cabeza, sonrojándose por un sentimiento de culpa. No odiaba a su padre —solamente se enfadaba a veces con él— y le hacía sentirse mal y disgustado el empeñarse en imaginarlo muerto. Pero el sueño se repetía insistentemente y continuaba expandiéndose; el relato se adornaba con detalles cada vez más precisos; había añadido la escena del funeral, la casita que Gavin y su madre adquirían cerca de Canterbury, los planes que hacían para las vacaciones escolares. Se volvía cada vez más real y creíble —era como descubrir un nuevo mundo— pero, a medida que eso sucedía, Gavin se encontraba más frustrado y oprimido por la verdad, más insatisfecho con el estado de cosas.  

  Gavin empujó lentamente la puerta del dormitorio de sus padres. A veces llamaba con los nudillos, pero su madre se había reído y le había dicho que no fuera bobo. Sin embargo, seguía siendo cauteloso porque en una ocasión se había quedado horriblemente azorado al encontrarles dormidos, desnudos y despatarrados sobre la cama doble y revuelta. Pero hoy sabía que su padre estaba trabajando en su laboratorio. Solo su madre estaría durmiendo la siesta. Pero la madre de Gavin estaba sentada delante de su tocador cepillándose el pelo castaño rojizo, corto y abundante. Llevaba solamente un sujetador y unas bragas negras que contrastaban fuertemente con el ligero bronceado pecoso de su cuerpo firme. En un cenicero ardía un cigarrillo. Se cepillaba metódica y distraídamente, su pelo brillante chisporroteaba bajo el cepillo. Pareció no darse cuenta de la presencia de Gavin de pie detrás de ella, mirándola. Luego él tosió.  

  —Sí, cariño, ¿qué quieres? —dijo ella sin volverse.  

  Gavin intuyó más que apreció que su madre era una mujer hermosa. No comprendió que lo que le impedía serlo plenamente era una curva malhumorada en los labios y una dureza en sus ojos pálidos. Ella se levantó y se estiró lánguidamente, acercándose descalza al armario, donde eligió un vestido de algodón.  

  —¿Adónde vas? —preguntó Gavin sin pensarlo.  

  —Al ensayo, cariño. Para la obra de teatro —respondió su madre.  

  —Ah. Bueno, yo también voy a salir. —No dijo más. Solo para ver si ella decía algo esta vez, pero ella no parecía haberle oído. Así que añadió—: Voy con Laurence y David. A matar lagartos.  

  —Sí, cariño —dijo su madre, examinando el vestido que había elegido—. Procura no tocar los lagartos, son muy desagradables. Sé buen chico.  

  Sostuvo el vestido delante de su cuerpo y miró críticamente su reflejo en el espejo. Dejó el vestido sobre la cama, se sentó de nuevo y empezó a pintarse los labios. Gavin miró su brillante pelo rojo, la curva de la espina dorsal en su espalda cremosa, partida por la cinta oscura del sujetador, y los tres lunares en la curva de su cadera donde le apretaba el elástico de las bragas. Gavio tragó saliva. La presencia de su madre en su vida se alzaba como una enorme muralla a cuyos pies sus necesidades se encogían como mendigos ante las puertas de una ciudad. Deseaba que se preocupase más de él, que hiciese cosas con él como las hacía con Amanda. Se sentía extraño y nervioso respecto a ella, orgulloso e incómodo. El sábado pasado le había alegrado que le llevase a la piscina de la ciudad, pero luego ella llevaba un biquini muy pequeño y los sirios que estaban en el bar no le quitaban ojo. La madre de David siempre llevaba un traje de baño de tela áspera y con ballenas. Cuando Gavin salió de la habitación ella estaba cepillándose el pelo de nuevo y él no se molestó en decirle adiós.  

  Gavin bajó por la carretera. Llevaba una camiseta a rayas, pantalones cortos blancos y sandalias sin calcetines. El sol de primera hora de la tarde pegaba sobre su cabeza y el calor vibraba encima del asfalto. A ambos lados se veían las casas de una sola planta del personal superior, sombreadas por los anchos aleros, que parecían aplastadas contra la tierra como si el deslumbrante sol cayera con un peso intolerable. El resplandeciente escarlata de los llamativos árboles que bordeaban la carretera bailaba formando manchas ante sus ojos.  

  El campus universitario era extenso, pero Gavin había llegado a conocerlo íntimamente en los dos años transcurridos desde que sus padres se trasladaron a África. En Canterbury su padre solo había sido profesor adjunto, pero aquí era profesor titular en el Departamento de Química. A Gavin le encantaba ir a los laboratorios con sus curiosos olores amoniacales, sus brillantes fluidos y sus despliegues, como de científico loco, de frascos, probetas y tubos de goma. Pensó que tal vez le haría una visita esa tarde, ya que la caza del lagarto les llevaría en esa dirección.  

  Gavin y sus dos amigos habían estado matando lagartos con tirachinas durante las tres semanas de las vacaciones de Pascua y sus presas ascendían ya a ciento cuarenta y tres. Mataban principalmente al macho y la hembra de una especie que parecía poblar todos los grupos de rocas o zonas de hormigón del país. Los lagartos eran grandes, a veces llegaban a los cuarenta y cinco centímetros de longitud. Las hembras eran ligeramente más pequeñas que los machos, de un color caqui sucio moteado. Los machos eran más esplendorosos, con las cabezas de un rojo anaranjado, los cuerpos gris pálido y las patas y las colas a rayas negras. No hacían daño a nadie; se limitaban a tomar el sol con un curioso meneo de arriba abajo. Al principio eran ridículamente fáciles de matar. Los chicos se acercaban a hurtadillas hasta una distancia de un metro aproximadamente y con una pedrada certera reducían al plácido y soleado lagarto a un nudo retorcido, las patas arañando un espinazo partido o una cabeza destrozada. Un ligero sentimiento de culpa había ido creciendo entre los muchachos y en consecuencia se convencieron a sí mismos de que los lagartos eran una peste y que, igual que las ratas, propagaban las enfermedades.  

  Pero los lagartos, como cualquier especie amenazada, se habían espabilado ante el peligro de los cazadores y ahora se escabullían rápidamente al menor indicio de aproximación, y los chicos tenían que ampliar cada vez más su campo de acción para encontrar zonas donde no hubiese llegado la noticia y donde los lagartos continuaran pegados despreocupadamente a las paredes, como bañistas que se adormecen al sol sin darse cuenta de las amenazadoras nubes de tormenta.  

  Gavin se reunió con sus amigos en la esquina acordada. Hoy iban a dirigirse a la escuela preparatoria para el personal de la universidad, en el extremo más lejano de la ciudad universitaria. Allí había un montón de rocas con una considerable población de lagartos que llevaban algún tiempo valorando, y esta tarde planeaban un ataque por sorpresa.  

  Caminaron por la carretera lanzando piedras a los árboles y a los arbustos. Gavin se metió con Laurence por sus piernas zambas y luego aunó fuerzas con él para burlarse de David por sus granos y su hermana inmensamente gorda hasta que este amenazó con marcharse a casa. Gavin estaba tenso y malicioso y mintió fácilmente contándoles cómo había hecho su tirachinas, que era muy superior a sus torpes productos caseros. Se alegró cuando al volver una esquina vieron los edificios largos y sencillos de los laboratorios de química.  

  —Vamos a ver a mi padre —sugirió.  

  El padre de Gavin estaba corrigiendo exámenes en un laboratorio vacío cuando llegaron los tres chicos. Era alto y delgado, con el pelo negro y escaso cruzado sobre la cabeza calva. Gavin tenía su misma sonrisa insegura. Charlaron durante un rato y luego el padre de Gavin les enseñó nitrógeno congelado. Cogió una flor roja de hibisco de un seto que había fuera y la sumergió en el recipiente de líquido humeante. Luego la dejó caer al suelo y la flor se hizo pedazos como si fuera de porcelana fina.  

  —¿Adónde vais? —preguntó cuando los muchachos se disponían a marcharse.  

  —A la escuela, a cazar lagartos —respondió Gavin.  

  —Allí hay uno enorme —dijo David—. Yo lo he visto.  

  —Espero que no los dejéis tirados por ahí —dijo el padre de Gavin—. Con este sol las cosas se pudren muy rápidamente.  

  —No pasa nada —afirmó Gavin alegremente—. Los halcones se los comen pronto.  

  El padre de Gavin pareció pensativo.  

  —¿Qué está haciendo tu madre? —preguntó a su hijo—. La has dejado sola, ¿no?  

  —Israel está en casa —respondió Gavin malhumorado—. Además ella se va a un ensayo o algo así. El teatro, el teatro, ya sabes.  

  —¿Hoy? ¿Estás seguro? —preguntó su padre, aparentemente sorprendido.

  —Eso es lo que me dijo. Adiós, papá, hasta la noche.  

  La escuela estaba en una pequeña meseta que dominaba un bosque de tecas y la jungla que se extendía más allá. El roquedal afloraba en precario equilibrio al borde de la meseta y bajaba en placas rosa pálido hasta el comienzo de los árboles.  

  Los chicos mataron cuatro lagartos hembra casi enseguida pero los otros se habían metido corriendo en las grietas y permanecieron allí. Gavin entrevió uno de cabeza roja grande cuando salía corriendo y los tres tiraron piedras en el profundo nicho en el que se escondió y le azuzaron con palos, pero se negó a salir.  

  Luego Gavin y Laurence creyeron ver un murciélago en una palmera, pero David no pudo verlo y perdió interés. Patrullaron los desiertos edificios de la escuela durante un rato y luego se colgaron cabeza abajo, como murciélagos también ellos, en la estructura de barras del patio de recreo. David, que se había subido a lo alto, oyó el ruido de un coche que venía por un camino de tierra lleno de baches y roderas que llevaba a la jungla y corría durante un trecho a lo largo de la base de la meseta. Pronto vio una caravana Volkswagen dando tumbos. La conducía un hombre y había una mujer sentada a su lado.  

  —Eh, Gavin —dijo David sin pensarlo—. ¿No es esa tu madre?  

  Gavin se encaramó rápidamente a su lado y miró.  

  —No —dijo—. Qué va. No es.  

  Reanudaron sus juegos, pero la implicación flotaba en el aire como una amenaza, a pesar de su repentina jocosidad. De esa forma tácita en que suceden estas cosas, David y Laurence anunciaron pronto que tenían que marcharse a casa. Gavin dijo que se quedaría un rato más. Quería ver si podía cazar ese lagarto grande.  

  Laurence y David se alejaron lentamente dejando una estela de gritos acerca de dónde se encontrarían mañana y qué harían. Luego Gavin trepó con poco entusiasmo por la estructura de barras antes de bajar la ladera hasta el camino de tierra y seguirlo para entrar en el bosque de tecas. El sol de la tarde calentaba aún y los árboles y arbustos parecían cansados después de un día de exposición. Las grandes hojas en forma de plato sopero de las tecas colgaban blandamente en el ambiente húmedo y polvoriento.  

  Gavin oyó la risa de su madre antes de ver la caravana. Se salió del camino y siguió una curva hasta que vio la caravana a través de las hojas. Estaba aparcada al otro lado del camino de tierra. La gran puerta corredera estaba abierta y Gavin pudo ver que la cama plegable había sido bajada. Su madre estaba sentada en el borde de la cama, riéndose. Un hombre sin camisa se esforzaba en subirle la cremallera del vestido. Ella se rio de nuevo, mostrando los dientes y echando la cabeza hacia atrás, sacudiendo alegremente su abundante pelo rojo. Gavin conocía al hombre: se llamaba Ian Swan y a veces venía a casa. Tenía una cuidada barba negra y el pecho cubierto de un vello negro rizado.  

  Gavin permaneció inmóvil detrás de la espesa cortina de hojas y observó a su madre y al hombre. Supo enseguida lo que habían estado haciendo. Les vio juguetear, besarse y reír. Finalmente la madre de Gavin se liberó de un tirón, dio la vuelta a la caravana agachada y se subió al asiento delantero. Gavin vio cómo se le caían unas gafas de sol del bolso abierto. Ella no se dio cuenta. Swan se puso la camisa y se reunió con ella en la parte delantera de la caravana.  

  Mientras daban marcha atrás y giraban Gavin contuvo el aliento con angustiosa tensión por si aplastaban las gafas. Cuando se marcharon, se quedó quieto durante un rato antes de ir a recoger las gafas. Eran baratas; Gavin recordaba que las había comprado durante su último permiso en Inglaterra. Eran sus favoritas. Tenían los cristales azul pálido y la montura rosa fuerte. Las sostuvo cuidadosamente en la palma de la mano como si sostuviera un pájaro herido.  

  MAMI…  

  Mientras regresaba por el camino hacia la escuela, el atontamiento y la mirada perdida que habían descendido sobre él en el momento en que oyó la aguda risa de su madre empezaron a disiparse. Una lenta y cosquilleante descarga de triunfo y júbilo comenzó a inundar su cuerpo.  

  OH, MAMI, CREO QUE…  

  Miró de nuevo las gafas en la palma de su mano. Las cosas cambiarían ahora. Nada sería igual después de este secreto. Ahora le parecía que llevaba una bomba de relojería.  

  OH, MAMI, CREO QUE HE ENCONTRADO TUS GAFAS DE SOL.  

  El sol descendente daba de lleno sobre las placas del roquedal y Gavin notaba el calor a través de las suelas de sus sandalias mientras subía por la ladera.  

  Luego, más allá, de cara hacia el otro lado, vio al lagarto. Estaba aprovechando el último calor del día, la cabeza roja subiendo y bajando metódicamente, el torso esbelto y la larga cola inmóviles, Gavin dejó las gafas en el suelo con cuidado y sacó su tirachinas y una piedra del bolsillo. Estúpido lagarto, pensó, tomando el sol, la cabeza arriba y abajo, nunca te enteras de quién está cerca. Tomó puntería, tensando la gruesa goma al máximo con cautela hasta que su brazo izquierdo rígido empezó a temblar por la tensión.  

  Imaginó que la piedra rompía la espalda del lagarto, un desgarrón rosa que se llenaba de sangre en la pálida piel escamosa. El curioso movimiento a cámara lenta con que los animales mortalmente heridos caían de lado, a veces una sola pata crispándose espasmódicamente como la rueda trasera de un coche volcado en un accidente que gira sin cesar.  

  El lagarto continuó tomando el sol, inconsciente.  

  Gavin aflojó la tensión, conteniendo el aliento por el esfuerzo, notando los latidos de su corazón en los oídos. Permaneció inmóvil durante unos segundos para calmarse. Su madre ya estaría en casa, él tendría tiempo suficiente antes de que regresara su padre. Recogió las gafas de sol, retrocedió suavemente y dio un rodeo para dejar tranquilo al lagarto. Luego, con los ojos iluminados y brillantes bajo sus cejas curiosamente espesas, emprendió el camino a su casa con paso firme.

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