Mashenka
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Las gruesas y pesadas manecillas en el gran rostro blanco del reloj que sobresalía perpendicularmente del rótulo de la tienda de relojería, señalaban las seis y treinta y seis minutos. En el débil azul del cielo que aún no se había calentado después de la frialdad nocturna, sólo una nubécula se había tornado de color rosáceo, y la alargada y delgada forma de esta nubecilla tenía una gracia inefable. Los pasos de los desgraciados que a esta hora estaban despiertos y circulando sonaban con especial claridad en el aire desierto, y, a lo lejos, una luz con colorido de carne destellaba en los raíles de los tranvías. Una carretilla, cargada con enormes montones de violetas, medio cubiertos con un burdo paño a rayas, avanzaba lentamente junto a la acera, y la florista ayudaba al corpulento perro de pelo rojo a arrastrar el vehículo. Con la lengua fuera, el perro avanzaba trabajosamente, poniendo a contribución todos y cada uno de sus nervudos músculos entregados al servicio del hombre.
De las negras ramas de algunos árboles, en las que comenzaban a brotar los botones verdes, surgió una bandada de gorriones que voló produciendo un sonido de múltiples aleteos y se posó en lo alto de un delgado muro de ladrillos.
Las tiendas todavía dormían tras sus rejas, y las casas solamente estaban iluminadas en su parte alta, pese a lo cual era imposible imaginar que anochecía, en vez de amanecer. Las sombras se proyectaban en direcciones contrarias a las usuales, formando combinaciones anormales para la vista de los que conocen las sombras nocturnas, pero no están acostumbrados a las de la aurora.
Todo parecía torcido, atenuado y metamorfoseado, como si estuviera reflejado en un espejo. Y cuando el sol ganó altura, y las sombras se dispersaron, colocándose en sus habituales lugares, la serena luz del mundo de los recuerdos, en que Ganin había vivido, devino lo que en realidad era, es decir, el pasado.
Miró alrededor, y al término de la calle vio, iluminada por el sol, la esquina de la casa en la que había revivido su pasado, al que jamás volvería. Había algo bellamente misterioso en aquel alejamiento de su vida en una casa.
A medida que el sol fue ascendiendo y la ciudad fue iluminándose, la calle fue despertando y perdió su fantasmal encanto. Ganin avanzaba por la parte media de la acera, balanceando sus maletas repletas, y se preguntaba cuánto tiempo hacía desde que se sintió en tan excelente forma como hoy, tan fuerte y tan dispuesto a enfrentarse con cualquier cosa. El hecho de que lo viera todo con visión nueva y amorosa —los carros que se dirigían al mercado, las delgadas hojas a medio crecer y los coloridos carteles que un hombre con delantal pegaba en las paredes de un quiosco—, este hecho significaba para él una secreta encrucijada, un despertar.
Se detuvo en el jardincillo público cercano a la estación, y se sentó en el mismo banco en el que, muy poco tiempo atrás, había recordado su tifus, la casa de campo y su presentimiento de Mashenka. Dentro de una hora, Mashenka llegaría, su marido seguiría sumido en un sueño mortal, y él, Ganin, la recibiría.
Sin saber exactamente la razón, recordó el modo en que se había despedido de Liudmila, y en que había abandonado el dormitorio de ésta.
Detrás del jardincillo público estaban construyendo una casa. Ganin distinguía el amarillo maderamen de las vigas, y el esqueleto de la techumbre, en parte dotada ya de tejas.
Pese a lo temprano de la hora, ya se trabajaba. Las figuras de los obreros en el andamiaje destacaban en azul contra el cielo matutino. Uno de ellos caminaba por la cornisa, ligero y libre, hasta el punto que parecía pudiera echar a volar. El andamiaje brillaba como oro al sol, y dos obreros pasaban tejas a un tercero, en lo alto. Estaban tumbados de espaldas, uno a nivel superior al otro, como si yacieran en los peldaños de una escalera. El hombre situado más cerca del suelo pasaba las rojas tejas, como si de grandes libros se tratara, por encima de su cabeza; él hombre a nivel intermedio cogía la teja, y en una continuidad de movimiento, echándose hacia atrás y elevando los brazos, la pasaba al obrero en lo alto. Este perezoso y regular proceso producía en Ganin un curioso efecto calmante. El amarillo andamiaje de madera estaba mucho más vivo que el más vivo de los sueños centrados en el pasado. Mientras Ganin contemplaba el esqueleto de tejado en el etéreo cielo, comprendió con implacable claridad que sus relaciones con Mashenka habían terminado para siempre. Habían durado cuatro días, cuatro días que quizás habían sido los más felices de su vida. Pero ahora que sus recuerdos se habían acabado, se sentía saciado de ellos, y la imagen de Mashenka, juntamente con la del poeta agonizante, quedaba ya encerrada en aquella morada de fantasmas que, ahora, también se había convertido en recuerdo.
Salvo en esta imagen, Mashenka no existía ni podía existir.
Esperó el instante en que el expreso del norte cruzó lentamente el puente de hierro. El expreso pasó, y desapareció detrás de la fachada de la estación.
Entonces, Ganin cogió las maletas, llamó a un taxi, y dijo al taxista que le llevara a otra estación, a la estación situada en el otro extremo de la ciudad. Eligió un tren que salía para el sudoeste de Alemania, dentro de media hora. Gastó la cuarta parte de cuanto dinero tenía en el mundo para pagar el billete, y, con agradable excitación, pensó la manera en que cruzaría la frontera sin necesidad de un solo visado. Al otro lado se extendía Francia, la Provenza, y después el mar.
El tren partió y Ganin se sumió en un leve sueño, con el rostro oculto por los pliegues del impermeable colgado de un gancho, sobre el asiento de madera.