Marina

Marina


21

Página 23 de 31

21

La habitación en la que desperté me resultó familiar. Las ventanas estaban cerradas y una claridad diáfana se filtraba desde los postigos. Una figura se alzaba a mi lado, observándome en silencio. Marina.

—Bienvenido al mundo de los vivos.

Me incorporé de golpe. La visión se me nubló al instante y sentí astillas de hielo taladrándome el cerebro. Marina me sostuvo mientras el dolor se apagaba lentamente.

—Tranquilo —me susurró.

—¿Cómo he llegado aquí…?

—Alguien te trajo al amanecer. En un carruaje. No dijo quién era.

—Claret… —murmuré, mientras las piezas empezaban a encajar en mi mente.

Era Claret quien me había sacado de los túneles y quien me había traído de nuevo al caserón de Sarriá. Comprendí que le debía la vida.

—Me has dado un susto de muerte. ¿Dónde has estado? He pasado toda la noche esperándote. No vuelvas a hacerme algo así en la vida, ¿me oyes?

Me dolía todo el cuerpo, incluso al mover la cabeza para asentir. Me tendí de nuevo. Marina me acercó un vaso de agua fresca a los labios. Me lo bebí de un trago.

—¿Quieres más, verdad?

Cerré los ojos y la oí llenar de nuevo el vaso.

—¿Y Germán? —le pregunté.

—En su estudio. Estaba preocupado por ti. Le he dicho que algo te había sentado mal.

—¿Y te ha creído?

—Mi padre cree todo lo que yo le digo —repuso Marina, sin malicia.

Me tendió el vaso de agua.

—¿Qué hace tantas horas en su estudio si ya no pinta?

Marina me tomó la muñeca y comprobó mi pulso.

—Mi padre es un artista —dijo luego—. Los artistas viven en el futuro o en el pasado; nunca en el presente. Germán vive de recuerdos. Es todo cuanto tiene.

—Te tiene a ti.

—Yo soy el mayor de sus recuerdos —dijo mirándome a los ojos—. Te he traído algo para comer. Tienes que reponer fuerzas.

Negué con la mano. La sola idea de comer me producía náuseas. Marina me puso una mano en la nuca y me sostuvo mientras bebía de nuevo. El agua fría, limpia sabía a bendición.

—¿Qué hora es?

—Media tarde. Has dormido casi ocho horas.

Me posó la mano en la frente y la dejó allí unos segundos.

—Al menos ya no tienes fiebre.

Abrí los ojos y sonreí. Marina me observaba seria, pálida.

—Delirabas. Hablabas en sueños…

—¿Qué decía?

—Tonterías.

Me llevé los dedos a la garganta. La sentía dolorida.

—No te toques —dijo Marina, apartándome la mano—. Tienes una buena herida en el cuello. Y cortes en los hombros y la espalda. ¿Quién te ha hecho eso?

—No lo sé…

Marina suspiró, impaciente.

—Me tenías muerta de miedo. No sabía qué hacer. Me acerqué a una cabina para llamar a Florián, pero me dijeron en el bar que tú acababas de llamar y que el inspector había salido sin decir adónde iba. Volví a llamar poco antes del amanecer y aún no había vuelto…

—Florián está muerto —advertí que la voz se me rompía al pronunciar el nombre del pobre inspector—. Ayer por la noche volví al cementerio otra vez —empecé.

—Tú estás loco —me interrumpió Marina.

Probablemente tenía razón. Sin mediar palabra, me ofreció un tercer vaso de agua. Lo apuré hasta la última gota. Luego, lentamente, le expliqué lo que había sucedido la noche anterior. Al finalizar mi relato Marina se limitó a mirarme en silencio. Me pareció que le preocupaba algo más, algo que no tenía nada que ver con todo cuanto le había explicado. Me instó a que comiese lo que me había traído, con hambre o sin ella. Me ofreció pan con chocolate y no me quitó ojo de encima hasta que no di pruebas de engullir casi media pastilla y un panecillo del tamaño de un taxi. El latigazo de azúcar en la sangre no se hizo esperar y pronto me sentí revivir.

—Mientras dormías yo también he estado jugando a los detectives —dijo Marina, señalando un grueso tomo encuadernado en piel sobre la mesita.

Leí el título en el lomo.

—¿Te interesa la entomología?

—Bichos —aclaró Marina—. He encontrado a nuestra amiga la mariposa negra.

—Teufel…

—Una criatura adorable. Vive en túneles y sótanos, alejada de la luz. Tiene un ciclo de vida de catorce días. Antes de morir, entierra su cuerpo en los escombros y, a los tres días, una nueva larva nace de él.

—¿Resucita?

—Podríamos llamarlo así.

—¿Y de qué se alimenta? —pregunté—. En los túneles no hay flores, ni polen…

—Se come a sus crías —precisó Marina—. Está todo ahí. Vidas ejemplares de nuestros primos los insectos.

Marina se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. El sol invadió la habitación. Pero ella se quedó allí, pensativa. Casi podía oír girar los engranajes de su cerebro.

—¿Qué sentido tendría atacarte para recuperar el álbum de fotografías y luego abandonarlas?

—Probablemente quien me atacó buscaba algo que había en ese álbum.

—Pero fuera lo que fuese, ya no estaba allí… —completó Marina.

—El doctor Shelley… —dije, recordando súbitamente.

Marina me miró, sin comprender.

—Cuando fuimos a verle, le mostramos la imagen en que aparecía él en su consulta —dije.

—¡Y se la quedó!…

—No sólo eso. Cuando nos íbamos, le vi echarla al fuego.

—¿Por qué destruiría Shelley esa fotografía?

—Quizá mostraba algo que no quería que nadie viese… —apunté, saltando de la cama.

—¿Adónde crees que vas?

—A ver a Luis Claret —repliqué—. Él es quien conoce la clave de todo este asunto.

—Tú no sales de esta casa en veinticuatro horas —objetó Marina, apoyándose contra la puerta—. El inspector Florián dio su vida para que tuvieses la oportunidad de escapar.

—En veinticuatro horas, lo que se esconde en esos túneles habrá venido a buscarnos si no hacemos algo para detenerlo —dije—. Lo mínimo que se merece Florián es que le hagamos justicia.

—Shelley dijo que a la muerte poco le importa la justicia —me recordó Marina—. Quizá tenía razón.

—Quizás —admití—. Pero a nosotros sí nos importa.

Cuando llegamos a los límites del Raval, la niebla inundaba los callejones, teñida por las luces de tugurios y tascas harapientas. Habíamos dejado atrás el amigable bullicio de las Ramblas y nos adentrábamos en el pozo más miserable de toda la ciudad. No había ni rastro de turistas o curiosos. Miradas furtivas nos seguían desde portales malolientes y ventanas cortadas sobre fachadas que se deshacían como arcilla. El eco de televisores y radios se elevaba entre los cañones de pobreza, sin llegar jamás a rebasar los tejados. La voz del Raval nunca llega al cielo.

Pronto, entre los resquicios de edificios cubiertos por décadas de mugre, se adivinó la silueta oscura y monumental de las ruinas del Gran Teatro Real. En la punta, como una veleta, se recortaba la silueta de una mariposa de alas negras. Nos detuvimos a contemplar aquella visión fantástica. El edificio más delirante erigido en Barcelona se descomponía como un cadáver en un pantano.

Marina señaló hacia las ventanas iluminadas en el tercer piso del anexo al teatro. Reconocí la entrada de las caballerizas. Aquélla era la vivienda de Claret. Nos dirigimos hacia el portal. El interior de la escalera todavía estaba encharcado por el aguacero de la noche pasada. Empezamos a ascender los peldaños gastados y oscuros.

—¿Y si no quiere recibirnos? —me preguntó Marina, turbada.

—Probablemente nos espera —se me ocurrió.

Al llegar al segundo piso observé que Marina respiraba pesadamente y con dificultad. Me detuve y vi que su rostro palidecía.

—¿Estás bien?

—Un poco cansada —respondió con una sonrisa que no me convenció—. Andas demasiado deprisa para mí.

La tomé de la mano y la guié hasta el tercer piso, peldaño a peldaño. Nos detuvimos frente a la puerta de Claret. Marina respiró profundamente. Le temblaba el pecho al hacerlo.

—Estoy bien, de verdad —dijo, adivinando mis temores—. Anda, llama. No me has traído hasta aquí para visitar el vecindario, espero.

Golpeé la puerta con los nudillos. Era madera vieja, sólida y gruesa como un muro. Llamé de nuevo. Pasos lentos se acercaron al umbral. La puerta se abrió y Luis Claret, el hombre que me había salvado la vida, nos recibió.

—Pasad —se limitó a decir, volviéndose hacia el interior del piso.

Cerramos la puerta a nuestra espalda. El piso era oscuro y frío. La pintura pendía del techo como la piel de un reptil. Lámparas sin bombillas criaban nidos de arañas. El mosaico de baldosas a nuestros pies estaba quebrado.

—Por aquí —llegó la voz de Claret desde el interior del piso.

Seguimos su rastro hasta una sala apenas iluminada por un brasero. Claret estaba sentado frente a los carbones encendidos, mirando las brasas en silencio. Las paredes estaban cubiertas de viejos retratos, gentes y rostros de otras épocas. Claret alzó la mirada hacia nosotros. Tenía los ojos claros y penetrantes, el pelo plateado y la piel de pergamino. Decenas de líneas marcaban el tiempo en su rostro, pero a pesar de su edad avanzada desprendía un aire de fortaleza que muchos hombres treinta años más jóvenes habrían querido para sí. Un galán de vodevil envejecido al sol, con dignidad y estilo.

—No tuve oportunidad de darle las gracias. Por salvarme la vida.

—No es a mí a quien tienes que darle las gracias. ¿Cómo me habéis encontrado?

—El inspector Florián nos habló de usted —se adelantó Marina—. Nos explicó que usted y el doctor Shelley fueron las dos únicas personas que estuvieron hasta el último momento con Mijail Kolvenik y Eva Irinova. Dijo que usted nunca los abandonó. ¿Cómo conoció a Mijail Kolvenik?

Una débil sonrisa afloró en los labios de Claret.

—El señor Kolvenik llegó a esta ciudad con una de las peores heladas del siglo —explicó—. Solo, hambriento y acosado por el frío, buscó refugio en el portal de un antiguo edificio para pasar la noche. Apenas tenía unas monedas con que poder comprar quizás algo de pan o café caliente. Nada más. Mientras sopesaba qué hacer, descubrió que había alguien más en aquel portal. Un niño de no más de cinco años, envuelto en harapos, un mendigo que había corrido a refugiarse allí al igual que él. Kolvenik y el niño no hablaban el mismo idioma, así que a duras penas se entendían. Pero Kolvenik le sonrió y le dio su dinero, indicándole con gestos que lo utilizase para comprar comida. El pequeño, sin poder creer lo que estaba sucediendo, corrió a comprar una hogaza de pan en una panadería que estaba abierta toda la noche junto a la Plaza Real. Volvió al portal para compartir el pan con el desconocido, pero vio cómo la policía se lo llevaba. En el calabozo sus compañeros de celda le dieron una paliza brutal. Durante todos los días que Kolvenik estuvo en el hospital de la cárcel, el niño esperó a la puerta, como un perro sin amo. Cuando Kolvenik salió a la calle dos semanas después, cojeaba. El chiquillo estaba allí para sostenerle. Se convirtió en su guía y se juró que nunca abandonaría a aquel hombre que, en la peor noche de su vida, le había cedido cuanto tenía en el mundo… Aquel niño era yo.

Claret se incorporó y nos indicó que le siguiéramos a través de un estrecho pasillo que conducía a una puerta. Extrajo una llave y la abrió. Al otro lado, había otra puerta idéntica y entre ambas, una pequeña cámara.

Para paliar la oscuridad que reinaba allí, Claret encendió una vela. Con otra llave, abrió la segunda puerta. Una corriente de aire inundó el pasillo e hizo silbar la llama del cirio. Sentí que Marina asía mi mano al tiempo que cruzábamos al otro lado. Una vez allí, nos detuvimos. La visión que se abría ante nosotros era fabulosa. El interior del Gran Teatro Real.

Pisos y pisos se alzaban hacia la gran cúpula. Los cortinajes de terciopelo pendían de los palcos, ondeando en el vacío. Grandes lámparas de cristal esperaban, sobre el patio de butacas, infinito y desierto, una conexión eléctrica que nunca llegó. Nos encontrábamos en una entrada lateral del escenario. Sobre nosotros, la tramoya ascendía hacia el infinito, un universo de telones, andamios, poleas y pasarelas que se perdía en las alturas.

—Por aquí —indicó Claret, guiándonos.

Cruzamos el escenario. Algunos instrumentos dormían en el foso de la orquesta. En el podio del director, una partitura cubierta por telarañas yacía abierta por la primera página. Más allá, la gran alfombra del pasillo central de la platea trazaba una carretera hacia ninguna parte. Claret se adelantó hasta una puerta iluminada y nos indicó que nos detuviésemos a la entrada. Marina y yo intercambiamos una mirada.

La puerta daba a un camerino. Cientos de vestidos deslumbrantes pendían de soportes metálicos. Una pared estaba cubierta por espejos de candilejas. La otra estaba ocupada por decenas de viejos retratos que mostraban una mujer de belleza indescriptible. Eva Irinova, la hechicera de los escenarios. La mujer para quien Mijail Kolvenik había hecho construir aquel santuario. Fue entonces cuando la vi. La dama de negro se contemplaba en silencio, su rostro velado frente al espejo. Al oír nuestros pasos, se volvió lentamente y asintió. Sólo entonces Claret nos permitió pasar. Nos acercamos a ella como quien se aproxima a una aparición, con una mezcla de temor y fascinación. Nos detuvimos a un par de metros. Claret permanecía en el umbral de la puerta, vigilante. La mujer se enfrentó de nuevo al espejo, estudiando su imagen.

De pronto, con infinita delicadeza, se alzó el velo. Las escasas bombillas que funcionaban nos revelaron su rostro sobre el espejo, o lo que el ácido había dejado de él. Hueso desnudo y piel ajada. Labios sin forma, apenas un corte sobre unas facciones desdibujadas. Ojos que no podrían volver a llorar. Nos dejó contemplar el horror que normalmente ocultaba su velo durante un instante interminable. Después, con la misma delicadeza con que había descubierto su rostro y su identidad, lo ocultó de nuevo y nos indicó que tomásemos asiento. Transcurrió un largo silencio.

Eva Irinova alargó una mano hacia el rostro de Marina y lo acarició, recorriendo sus mejillas, sus labios, su garganta. Leyendo su belleza y su perfección con dedos temblorosos y anhelantes. Marina tragó saliva. La dama retiró la mano y pude ver sus ojos sin párpados brillar tras el velo. Sólo entonces empezó a hablar y a relatarnos la historia que había estado ocultando durante más de treinta años.

Ir a la siguiente página

Report Page