María Estuardo

María Estuardo


MARÍA ESTUARDO

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MARÍA ESTUARDO

Hay, entre los reyes, nombres predestinados al infortunio: en Francia, ese nombre es Enrique. Enrique I fue envenenado, a Enrique II lo mataron en un torneo, a Enrique III y Enrique IV los asesinaron. En cuanto a Enrique V, cuyo pasado ha sido ya tan funesto, sólo Dios sabe lo que le reserva el futuro.

En Escocia, ese nombre es Estuardo.

Roberto I, fundador de la Casa, murió de melancolía a los veintiocho años. Roberto II, el más afortunado de la familia, se vio obligado a pasar una parte de su vida no sólo aislado en su retiro, sino incluso sumido en la oscuridad como consecuencia de una inflamación ocular, a causa de la cual los ojos se le enrojecían más que la sangre. Roberto III sucumbió al dolor que le produjo la muerte de uno de sus hijos y el cautiverio del otro. Jacobo I fue apuñalado por Graham en la abadía de los Monjes Negros de Perth. A Jacobo II lo mató la esquirla de un cañón que saltó en pedazos durante el sitio de Roxburgo. Jacobo III fue asesinado por un desconocido en un molino donde se había refugiado durante la batalla de Sauchie. Jacobo IV cayó en medio de sus nobles, atravesado por dos flechas y una alabarda, en el campo de batalla de Flodden. Jacobo V murió de pena tras la pérdida de sus dos hijos y de remordimiento por haber mandado ejecutar a Hamilton. Jacobo VI, predestinado a aunar sobre su cabeza las coronas de Escocia e Inglaterra, hijo de un padre asesinado, llevó una vida triste y acobardada entre el cadalso de su madre, María Estuardo, y el de su hijo, Carlos I. Carlos II pasó una parte de su vida en el exilio. Jacobo II murió en él. El caballero de San Jorge, después de haber sido proclamado rey de Escocia con el nombre de Jacobo VIII, y de Inglaterra e Irlanda con el de Jacobo III, tuvo que huir sin ni siquiera haber podido dar a sus armas el brillo de una derrota. Carlos Eduardo, su hijo, tras la escaramuza de Derby y la batalla de Culloden, perseguido de montaña en montaña, de roca en roca, nadando de una orilla a otra, fue rescatado medio desnudo por una nave francesa y acabó muriendo en Florencia sin que las cortes de Europa se hubieran dignado reconocerlo como soberano. Por último, su hermano Enrique Benedicto, el último heredero de los Estuardo, después de haber vivido de una pensión de tres mil libras esterlinas que le había concedido el rey Jorge III, expiró en el olvido más absoluto, y legando a la casa de Hannover todas las joyas de la corona, que Jacobo II se había llevado al marcharse al continente en 1688: tardío pero pleno reconocimiento de la legitimidad de la familia que había sucedido a la suya.

En medio de este linaje maldito, María Estuardo fue la predilecta del infortunio. Por eso Brantôme dijo de ella: «Esta ilustre reina de Escocia ofrece dos amplísimos temas a los que deseen escribir sobre ella: por un lado, el de su vida, y por el otro, el de su muerte». Y es que Brantôme la había conocido en una de las circunstancias más dolorosas de su existencia, es decir, en el momento en que dejó Francia para trasladarse a Escocia.

El 9 de agosto de 1561, después de haber perdido a su madre y a su esposo el mismo año, María Estuardo, reina viuda de Francia y reina de Escocia con diecinueve años, escoltada por sus tíos los cardenales de Guisa y de Lorena, por el duque y la duquesa de Guisa, por el duque de Aumale y el señor de Nemours, llegó a Calais, donde la aguardaban para conducirla a Escocia dos galeras, una bajo el mando del señor de Mévillon y la otra bajo el del capitán Albize. Pasó seis días en esta ciudad. Finalmente, tras haberse despedido con inmensa tristeza de su familia, el 15 del mismo mes, acompañada de los señores de Aumale, de Elboeuf y de Damville, así como de otros muchos nobles entre los que se hallaban Brantôme y Chatelard, embarcó en la galera del señor de Mévillon, quien recibió de inmediato la orden de hacerse a la mar, cosa que llevó a cabo con ayuda de los remos, ya que el viento no soplaba con suficiente fuerza para hinchar las velas.

María Estuardo estaba entonces en la flor de su belleza, más esplendorosa aún bajo sus ropajes de luto; una belleza indescriptible que desprendía a su alrededor una fascinación a la que no escapó ni uno solo de aquellos a los que quiso gustar y que resultó fatal para casi todos. Por eso, en aquellos años se difundió una canción sobre ella que, según reconocían sus propios rivales, era el fiel reflejo de la verdad. La autoría de la canción había que atribuirla, al parecer, al señor de Maison-Fleur, gentil caballero de las letras y las armas. Decía así:

Bajo blancas vestiduras,

con hondo duelo y tristeza

con frecuencia se ve vagar

a la diosa de la belleza.

El dardo lleva en la mano

de su hijo inhumano,

y el amor no vendado,

en un confuso revuelo,

su cinta ha ocultado

bajo un fúnebre velo

donde aparece escrito:

«Morir o estar enamorado».

Y en aquel momento María Estuardo, vestida de riguroso luto blanco, estaba más hermosa que nunca, pues gruesas lágrimas brotaban silenciosas de sus ojos mientras, agitando un pañuelo con la mano, de pie en el alcázar —ella a quien tan gran dolor le causaba partir—, saludaba a aquellos a quienes tan gran dolor les causaba quedarse. Por fin, media hora más tarde, la galera salió del puerto y al poco se adentró en alta mar.

De pronto, María oyó fuertes gritos a su espalda. Un navío que navegaba a toda vela, por inexperiencia del piloto, había chocado contra un escollo y se había partido en dos, y, después de temblar y gemir como un hombre herido, comenzó a irse a pique entre los alaridos de toda la tripulación. María, espantada, pálida, muda e inmóvil, miró cómo se hundía gradualmente en el mar mientras los desdichados marineros, a medida que el casco desaparecía, trepaban a las vergas y los obenques a fin de retrasar unos minutos su agonía. Finalmente, casco, vergas, mástiles, todo fue engullido por las fauces abiertas del océano. Se vieron aún sobre la superficie algunos puntos negros que a su vez fueron desapareciendo uno tras otro; después todo fue agua, y los espectadores de este horrible drama, al ver el mar desierto y en calma como si nada hubiera pasado, se preguntaron si no habría sido una visión que había aparecido ante sus ojos para desvanecerse de inmediato.

—¡Ay! —exclamó María mientras se sentaba dejándose caer y apoyando ambos brazos en la popa de la nave—. ¡Qué triste presagio para tan triste viaje! —Miró de nuevo hacia el puerto, que ya quedaba lejos, y sus ojos, endurecidos un instante por el terror, volvieron a humedecerse—. Adiós, Francia —murmuró—. Adiós, Francia. —Y así continuó durante cinco horas, llorando y murmurando—: ¡Adiós, Francia! ¡Adiós, Francia!

Cuando cayó la noche aún seguía lamentándose. Y mientras todo desaparecía bajo la oscuridad, la llamaron para cenar:

—Ahora, mi querida Francia —dijo, levantándose—, es cuando os pierdo de verdad, pues la celosa noche cubre de luto mi luto extendiendo un velo negro ante mis ojos. Adiós por última vez, mi querida Francia, porque no os veré nunca más.

Tras estas palabras, bajó, y dijo que, contrariamente a Dido, quien tras la partida de Eneas no había hecho otra cosa que mirar el mar, ella, María, no podía apartar la vista de la tierra. Entonces todos la rodearon para intentar distraerla y consolarla. Pero ella, cada vez más triste, sin poder hablar porque las lágrimas le sofocaban la voz, apenas probó bocado. Pidió que le prepararan una cama en la popa y llamó al timonel para ordenarle que, si al clarear aún veía tierra, la despertara de inmediato. María se vio favorecida por la suerte, pues, como el viento había amainado, cuando despuntó el alba, Francia estaba todavía a la vista.

Fue una alegría inmensa para María cuando, al despertarla el timonel, que no había olvidado la orden recibida, se levantó de la cama y, a través de la ventana que mandó abrir, vio una vez más la amada orilla. Pero, hacia las cinco de la mañana, el viento empezó a soplar y la galera se alejó rápidamente, de modo que la tierra no tardó en desaparecer por completo. María se dejó caer en la cama, pálida como si estuviera muerta, y murmuró otra vez:

—¡Adiós, Francia! No volveré a verte.

Ciertamente, en esa Francia que ella tanto añoraba era donde habían transcurrido los años más felices de su vida. Nacida en medio de los primeros conflictos religiosos junto al lecho de su padre moribundo, el luto se prolongaría para ella desde la cuna hasta la tumba, y su breve estancia en Francia había sido un rayo de sol en la noche. La calumnia la persiguió desde la más tierna edad: se había extendido tanto el rumor de que padecía alguna malformación y no viviría mucho que, un día, su madre, María de Guisa, harta de aquellas falsedades, le quitó los pañales y la mostró desnuda ante el embajador de Inglaterra, que había ido a pedirla en matrimonio, de parte de Enrique VIII, para el príncipe de Gales, entonces un niño de cinco años. Inmediatamente después de que a los nueve meses el cardenal Beaton, arzobispo de San Andrés, la coronara, su madre, que temía alguna iniquidad contra ella por parte del rey de Inglaterra, la encerró en el castillo de Stirling. Dos años después, considerando que esta fortaleza no ofrecía suficiente seguridad, la trasladó a una isla en medio del lago Menteith, donde un monasterio, la única construcción en aquel lugar, sirvió de asilo a la niña real y a otras cuatro pequeñas de su misma edad que, como ella, llevaban el dulce nombre que es el anagrama del verbo aimer y a las que, como no la abandonarían ni en la fortuna ni en la adversidad, llamaban las Marías de la reina. Eran Mary Livingston, Mary Fleming, Mary Seton y Mary Beaton. La niña permaneció en ese monasterio hasta que el Parlamento aprobó su matrimonio con el delfín de Francia, hijo de Enrique II, y fue conducida al castillo de Dumbarton en espera de que llegase el día de su partida. Allí fue entregada al señor de Brézé, que había ido a buscarla en nombre de Enrique II. Partieron en las galeras francesas que se hallaban fondeadas en la desembocadura del río Clyde, en cuya persecución salió rápidamente la flota inglesa, y entraron en el puerto de Brest el 15 de agosto de 1548, un año después de la muerte de Francisco I. Además de las cuatro Marías de la reina, las naves también llevaban a Francia a tres de sus hermanos naturales, entre los que se contaba el prior de San Andrés, Jacobo Estuardo, que más tarde abjuraría de la fe católica, y, con el cargo de regente del reino y el título de conde de Murray, tan funesto iba a ser para la pobre María. Desde Brest, María fue a Saint-Germain-en-Laye, donde Enrique II, que acababa de ascender al trono, la colmó de atenciones y la envió a un convento donde educaban a las herederas de las más nobles casas de Francia. Allí se desarrollaron plenamente las buenas cualidades de María. Nacida con el corazón de una mujer y la cabeza de un hombre, no sólo aprendió las artes que exige la educación de una futura reina, sino que adquirió también los conocimientos científicos que complementan las de un experto doctor. A los catorce años, en una sala del Louvre, ante Enrique II, Catalina de Médici y toda la corte, pronunció un discurso en latín escrito por ella misma en el que defendía que es conveniente para las mujeres cultivar las letras, y que relegar a las jóvenes a los cuidados del hogar es una injusticia y una tiranía comparable a arrebatarles a las flores su propio perfume. Cabe imaginar cómo debieron de acoger a una futura reina que defendía semejante tesis en la corte más erudita y vanidosa de Europa. Entre la literatura de Rabelais y de Marot, ya en declive, y la de Ronsard y Montaigne, que se encaminaban a su apogeo, María se convirtió en reina de la poesía, y le habría hecho feliz no llevar otra corona más que la que Ronsard, Du Bellay, Maison-Fleur y Brantôme ponían todos los días sobre su cabeza. Pero estaba predestinada. Entre las fiestas que la caballería moribunda intentaba resucitar, se celebró aquel trágico torneo de los Tournelles: Enrique II, herido por una lanza que penetró a través de la ranura de su visera, se marchó para yacer prematuramente junto a sus antepasados, y María Estuardo subió al trono de Francia, donde pasó de llevar luto por Enrique II a llevarlo por su madre, y de llevar luto por su madre a llevarlo por su esposo.

Sintió esta última pérdida como mujer y poeta; su corazón se deshizo en lágrimas amargas y en armoniosos lamentos. Éstos son los versos que compuso en aquella ocasión:

En mi triste y dulce canto,

de un tono tan pesaroso,

desahogo el luto infinito

de una pérdida incomparable,

y en mortificantes suspiros

paso mis años mejores.

 

¿Ha habido alguna vez

tan mísero y cruel destino,

o tan triste dolor

de dama afortunada

que mis ojos y mi corazón

en un ataúd ve encerrados?

 

En mi dulce primavera

y en la flor de mi juventud,

siento todas las penas

de una extrema tristeza

y en nada encuentro placer

sino en lamentos y anhelos.

 

Lo que me era placentero

es ahora pena atroz;

el día más luminoso

es para mí noche oscura,

y nada existe en el mundo

de lo que sienta deseo.

 

En el corazón y los ojos tengo

un retrato, una imagen,

que mi luto imprime

en mi pálido rostro

de violetas teñido,

que es la amorosa tez.

 

Por este mal desconocido,

no me detengo en sitio alguno;

pero, aunque de morada cambie,

mi dolor no desaparece:

pues lo peor y lo mejor

son para mí lugares desiertos.

 

Si en un lugar cualquiera,

sea bosque o sea prado,

bien al despuntar el día

o bien en el ocaso,

de continuo mi corazón siente

la añoranza de un ausente.

 

Si a veces hacia el cielo

va a dirigirse mi vista,

el dulce destello de sus ojos

veo en una nube;

si los bajo hacia el agua,

como en una tumba los veo.

 

Si estoy en reposo,

dormitando en mi lecho,

oigo sus palabras,

noto sus caricias;

trabajando, descansando,

siempre está a mi lado.

 

No veo objeto alguno,

por bello que parezca,

que sea de mi agrado

y que mi corazón conmueva:

exento de perfección

es este afecto.

 

Canción, pon aquí fin

a tan triste lamento

cuyo estribillo será

amor verdadero y no fingido,

que, aun en la separación,

no se verá disminuido.

«Era entonces —dice Brantôme— cuando daba gloria verla, pues la blancura de su rostro rivalizaba con la blancura del velo, pero al final el artificio del velo perdía el combate, y la nieve de su blanco rostro eclipsaba la del tul. Y es un hecho que, desde el momento en que se quedó viuda —añade—, siempre, en todas las ocasiones en que tuve el honor de verla, tenía la tez pálida, tanto en Francia como en Escocia, adonde dieciocho meses después de enviudar tuvo que ir, muy a su pesar, para pacificar su reino, profundamente dividido por la religión. Ella no tenía ni ganas ni voluntad de hacerlo, y con frecuencia la vi hablar de ese viaje y temerlo como si de la muerte se tratara, pues prefería cien veces más quedarse en Francia como simple viuda noble, y conformarse con las rentas de Touraine y de Poitou, que ir a reinar su salvaje país; pero algunos de sus tíos, no todos, se lo aconsejaron e incluso la instigaron a hacerlo, aunque después se arrepentirían profundamente de este error».

María obedeció, como hemos visto, y comenzó el viaje bajo tales auspicios, que, al perder de vista el continente, creyó morir. Fue entonces cuando de aquella alma que era toda poesía emanaron estos versos tan conocidos:

¡Adiós, grata tierra de Francia,

oh, mi patria

más querida,

que nutriste mi infancia!

¡Adiós, Francia! ¡Adiós, mis hermosos días!

La nave que rompe nuestro amor

sólo se lleva la mitad de mí:

una parte se queda, es tuya,

a tu amistad la confío,

para que te recuerde la otra.

Esa mitad de ella misma que dejaba en Francia era el cuerpo de su joven rey, que se había llevado consigo a la tumba toda la dicha de la pobre María.

Sólo le quedaba ya una esperanza: que avistar una flota inglesa obligara a su escuadrilla a dar media vuelta y regresar. Pero su destino debía cumplirse. Justo ese día, la niebla —excepcional en la estación estival— se extendió sobre todo el estrecho y le permitió pasar inadvertida, pues era tan densa que no se podía ver a una distancia de la popa al palo mayor. Duró todo el domingo, que era el día siguiente al de la partida, y no se levantó hasta el lunes a las ocho de la mañana. La pequeña flota, que durante todo ese tiempo había navegado al azar, se encontró en medio de tal cantidad de escollos que, si la niebla hubiera durado unos minutos más, a buen seguro la galera habría chocado con alguna roca y habría naufragado como la nave que habían visto irse a pique al salir del puerto. Gracias a esta mejoría del tiempo, el piloto reconoció las costas de Escocia y, guiando con gran pericia sus cuatro embarcaciones a través de los arrecifes, el 20 de agosto tomó tierra en Leith, donde no había nada preparado para recibir a la reina. No obstante, en cuanto ella pisó tierra, las personalidades más importantes de la ciudad fueron a presentarle sus respetos. Mientras tanto, otros se encargaban de reunir a toda prisa unos miserables jamelgos, cuyos arneses se caían a trozos, para conducir a la reina a Edimburgo. Al verlos, María no fue capaz de contener las lágrimas, pues pensaba en los magníficos palafrenes y las espléndidas hacaneas de sus caballeros y sus damas de Francia, y de buenas a primeras Escocia se mostraba ante ella en toda su miseria. Al día siguiente se le aparecería en toda su ferocidad.

Después de haber pasado una noche en el castillo de Holyrood, «durante la cual —dice Brantôme— quinientos o seiscientos bribones de la ciudad, en vez de dejarla dormir, fueron a darle una endiablada serenata con violines y pequeños rabeles desafinados», expresó su deseo de oír misa. Por desgracia, casi todo el pueblo de Edimburgo profesaba la religión reformada, de manera que, furioso por el hecho de que la reina comenzara su estancia con tal demostración de papismo, entró por la fuerza en la iglesia armado con cuchillos, piedras y palos, con la intención de matar al pobre sacerdote que era su capellán. Éste abandonó el altar y se refugió junto a la reina, mientras que el hermano de María, el prior de San Andrés, que ya entonces mostraba más disposición para ser soldado que eclesiástico, empuñó una espada e, interponiéndose entre el pueblo y la reina, declaró que mataría con sus propias manos al primero que osara dar un paso más. Aquella firmeza, unida al aspecto digno y majestuoso de la reina, frenó el celo de los nuevos protestantes.

No olvidemos que María había llegado en plena efervescencia de las primeras guerras religiosas. Siendo ella una devota católica, como toda su familia materna, inspiraba a los hugonotes los más serios temores; así, se había corrido el rumor de que, en vez de desembarcar en Leith como se había visto forzada a hacer a causa de la niebla, en realidad debería haber desembarcado en Aberdeen. Allí, decían, se habría reunido con el conde de Huntly, uno de los pares que habían permanecido fieles a la religión católica y que, después de la familia Hamilton, era el aliado más próximo y poderoso de la familia real. Secundada por él y por veinte mil soldados del norte, habría marchado entonces sobre Edimburgo y restablecido la religión católica en toda Escocia. Los acontecimientos no tardaron en demostrar que aquella acusación era falsa.

María, como hemos dicho, sentía un gran cariño por el prior de San Andrés, que era hijo de Jacobo V y de una noble descendiente de los condes de Mar que había sido muy hermosa en su juventud y que, pese al amor de sobra conocido de Jacobo V por ella y por el hijo que había nacido de su unión, se había casado con lord Douglas de Lochleven, de quien había tenido otros dos hijos, William, el mayor, y George, el menor, los cuales eran, en consecuencia, medio hermanos del regente. Nada más ascender al trono, María le restituyó al prior de San Andrés el título de conde de Mar, que era el de sus antepasados maternos, y como el de conde de Murray estaba vacante desde la muerte del famoso Thomas Randolph, María, animada por su fraternal amistad con Jacobo Estuardo, se apresuró a añadir este título a aquellos con los que ya lo había honrado.

Pero aquí la cosa se complicaba, pues el nuevo conde de Murray, con su carácter de todos conocido, no era hombre que se contentara con un título sin las tierras que éste llevaba aparejadas. Y las tierras, que pertenecían a la corona desde la extinción de la rama masculina de los antiguos condes, habían sido poco a poco invadidas por vecinos poderosos, entre los cuales se encontraba el famoso conde de Huntly que antes hemos mencionado. La reina, considerando que sus órdenes podrían correr el riesgo de no ser cumplidas, con el pretexto de visitar sus posesiones del norte, encabezó un pequeño ejército capitaneado por su hermano el conde de Mar y de Murray.

El conde de Huntly, sin embargo, no se creyó el pretexto de esa expedición, sobre todo porque su hijo, John Gordon, acababa de ser condenado y encarcelado temporalmente por haber cometido algunos abusos de poder. No obstante, se mostró totalmente sumiso a la reina y le envió unos mensajeros para invitarla a que fuese a descansar a su castillo, siguiendo en persona a éstos para reiterarle de viva voz su invitación. Desgraciadamente, justo en el momento en que estaba reunido con la reina, el gobernador de Inverness, uno de los fieles de Huntly, le negó a María la entrada en aquel castillo pese a que era un castillo real. Y Murray, convencido de que no se debía ceder ante semejantes actos de rebeldía, ordenó inmediatamente que le cortaran la cabeza como reo de alta traición.

Este nuevo acto de firmeza demostró a Huntly que la joven reina no estaba dispuesta a dejar que los señores recuperasen ese poder casi soberano que se había visto menguado por las decisiones de su padre. Y como, además, mientras estaba en el campamento de la soberana, se enteró de que su hijo se había escapado de la prisión y acababa de ponerse a la cabeza de sus vasallos, pese a la benévola acogida que había recibido, temió que sospecharan que era cómplice de esa rebelión —como sin duda lo era— y partió en medio de la noche para tomar el mando de sus soldados. Sabiendo que María no disponía de más de siete u ocho mil hombres, Huntly estaba dispuesto a asumir el riesgo de una batalla, aunque proclamó, como había hecho Buccleuch en su intento de apartar a Jacobo V de las manos de los Douglas, que no era contra la reina contra quien iba, sino exclusivamente contra el regente, que la tenía bajo su tutela y desvirtuaba sus buenas intenciones.

Murray, quien sabía que toda la tranquilidad de un reinado suele depender de la firmeza que se demuestra en sus comienzos, convocó de inmediato a todos los barones del norte cuyas tierras colindaban con las suyas para enfrentarse a Huntly. Todos obedecieron, pues la casa de los Gordon era ya tan poderosa que temían que llegara a serlo aún más. Aun así, resultaba evidente que, si bien el vasallo suscitaba odio, la reina no despertaba un gran afecto, y que la mayoría había acudido sin una intención precisa y con la idea de actuar según las circunstancias.

Los dos ejércitos se encontraron a las afueras de Aberdeen. Murray había dispuesto las tropas que había llevado de Edimburgo, y de las que estaba seguro, en la cima de una colina, y a todos los aliados del norte escalonadamente en la ladera. Huntly avanzó con decisión hacia ellos y atacó a sus vecinos montañeses, quienes, tras una breve resistencia, se retiraron en desorden. Sus soldados arrojaron inmediatamente las lanzas, y, desenfundando las espadas al grito de «¡Gordon! ¡Gordon!», se lanzaron a perseguir a los que huían, y ya creían haber ganado la batalla cuando se encontraron de frente al cuerpo de ejército de Murray, que permaneció inmóvil como una muralla de hierro, y, con sus largas lanzas, dio buena cuenta de sus adversarios, armados solamente con claymores. Entonces fue a Gordon a quien le tocó retroceder. Al ver lo que estaba pasando, los clanes del norte se reagruparon y volvieron al ataque, cada soldado con una rama de brezo en la boina para ser reconocido por sus compañeros. Este movimiento inesperado decidió la batalla: los montañeses se precipitaron por la colina como un torrente, arrastrando consigo cuanto se opusiera a su paso. Murray, viendo que había llegado el momento de transformar la desbandada en derrota, cargó con toda la caballería. Huntly, que estaba muy gordo y llevaba armas pesadas, cayó y fue pisoteado por los caballos; John Gordon, al que hicieron prisionero mientras huía, fue decapitado tres días después en Aberdeen; por último, su hermano, demasiado joven para sufrir en aquel momento la misma suerte, fue encerrado en un calabozo y ejecutado más tarde, el mismo día en que cumplió dieciséis años.

María había presenciado la batalla, y la calma y el valor que demostró causaron una profunda impresión en sus acérrimos defensores, que durante todo el camino le habían oído decir que le habría gustado ser hombre para pasarse el día montando a caballo y la noche en una tienda de campaña, y para llevar una cota de malla en el cuerpo, un casco en la cabeza, un escudo en el brazo y una ancha espada en el costado.

La reina entró en Edimburgo en medio del clamor general, pues la expedición contra el conde de Huntly, un católico, había sido muy bien acogida entre sus habitantes, del todo ajenos a lo que la había motivado en realidad. Ellos eran protestantes, el conde era papista; un enemigo menos, se habían limitado a pensar. Los escoceses, entre las aclamaciones, expresaron también, tanto de viva voz como mediante peticiones por escrito, el deseo de que su reina, que no había tenido hijos con Francisco II, volviera a casarse. María accedió, y, cediendo a los prudentes consejos de los que la rodeaban, decidió consultar sobre ese matrimonio a Isabel, de la que, en su calidad de nieta de Enrique VII, era heredera en caso de que la reina de Inglaterra muriera sin descendencia. Lamentablemente, no siempre había actuado con tanta circunspección, pues a la muerte de María Tudor, llamada la Sanguinaria, reclamó el trono de Enrique VIII y, basándose en la ilegitimidad del nacimiento de Isabel, se adjudicó a sí misma y al delfín el título de reyes de Escocia, Inglaterra e Irlanda, y mandó acuñar unas monedas con dicho título y grabar en una vajilla el nuevo escudo de armas.

Isabel tenía nueve años más que María, es decir, que en aquella época aún no había cumplido los treinta; era, pues, su rival, no sólo como reina, sino también como mujer. En lo que se refiere a la educación, resistía la comparación con ventaja, pues, si bien poseía menos encanto, tenía un juicio más sólido: estaba familiarizada con la política, la filosofía, la historia, la oratoria, la poesía y la música; además del inglés, su lengua materna, hablaba y escribía perfectamente en griego, latín, francés, italiano y español. Pero, siendo superior a María en este aspecto, María era más guapa y, sobre todo, más seductora que su rival. Isabel tenía, reconozcámoslo, un aspecto majestuoso y agradable, unos ojos vivos y brillantes, una tez de una blancura deslumbrante, pero era pelirroja, tenía los pies grandes[1] y las manos anchas, mientras que en María, por el contrario, los cabellos rubio ceniza[2], la frente noble y despejada, unas cejas a las que sólo se les podía reprochar que estuvieran tan bien arqueadas que parecían trazadas con pincel, unos ojos que despedían sin cesar una llama de pasión, una nariz perfilada con la misma precisión que la de las estatuas griegas, unos labios tan rojos y graciosos que, como una flor se abre para desprender su perfume, parecía que no fueran a abrirse sino para pronunciar dulces palabras, un cuello blanco y gracioso como el de un cisne, unas manos de alabastro, un talle de diosa y un pie de niña, formaban un conjunto al que el escultor más exigente no habría sabido qué censurar.

Ése fue el verdadero crimen de María; una sola imperfección en el rostro o en el cuerpo, y no habría muerto en el patíbulo.

Porque esta belleza suscitaba en Isabel —que nunca la había visto y, por consiguiente, sólo podía juzgar de oídas— una inquietud y unos celos que era incapaz de disimular y que se manifestaban constantemente mediante preguntas y gestos de impaciencia. Un día, hablándole con familiaridad a James Melvil de la misión que lo había llevado a su corte, esto es, el consejo que le había pedido María a propósito de la elección de un esposo —elección que al principio la reina de Inglaterra pareció desear que recayera en el conde de Leicester—, Isabel condujo al embajador escocés a un gabinete de trabajo donde le mostró varios retratos con etiquetas escritas de su puño y letra. El primero era precisamente del conde de Leicester, el pretendiente designado por Isabel, por lo que Melvil se lo pidió para enseñárselo a su soberana. Pero la reina adujo que era el único que tenía y se negó a dárselo. Melvil le replicó sonriendo que, si tenía el original, podía desprenderse de la copia, pero Isabel no quiso acceder por nada del mundo. Concluida esta pequeña discusión, Melvil le mostró el retrato de María Estuardo, y la reina, después de besarlo con gran ternura, manifestó su inmenso deseo de verla.

—Nada más fácil, Señora —contestó Melvil—. Fingid que os quedáis en vuestra alcoba porque estáis indispuesta y viajad de incógnito a Escocia, como hizo el rey Jacobo V para ir a Francia a ver a Magdalena de Valois, con quien después se casó.

—¡Ah, me encantaría! Pero no es tan fácil como creéis. Decidle a vuestra reina, no obstante, que la quiero con ternura y deseo que seamos más amigas de lo que lo hemos sido hasta ahora. —Isabel, pasando a una cuestión que parecía estar deseando abordar desde hacía rato, continuó—: Melvil, hablad con franqueza: ¿mi hermana es tan hermosa como dicen?

—Extraordinariamente hermosa —respondió éste—, pero, como no tengo un término de comparación, no sé cómo lograr que Vuestra Majestad se haga una idea.

—Voy a daros uno —dijo la reina—: ¿es más hermosa que yo?

—Señora, vos sois la más hermosa de Inglaterra, y María Estuardo es la más hermosa de Escocia.

—Bueno, ¿y cuál de las dos es más alta? —preguntó Isabel, a quien esa respuesta, por hábil que fuera, no satisfacía por entero.

—Mi señora, Majestad, debo reconocerlo.

—En ese caso, lo es en demasía —dijo agriamente Isabel—, porque mi altura es ya excepcional. ¿Y cuáles son sus pasatiempos favoritos? —continuó.

—La caza, la equitación, el laúd y el clavecín —respondió Melvil.

—¿Es buena con este último instrumento? —preguntó Isabel.

—Lo es, Señora, bastante buena para ser una reina.

La conversación concluyó de ese modo. Pero, como Isabel era también una excelente intérprete, le encargó a lord Husden que introdujera a Melvil en sus aposentos en el momento en que estuviese sentada al clavecín, a fin de que pudiera escucharla sin que pareciese que estaba tocando para él. Ese mismo día, Husden, siguiendo las instrucciones de la soberana, condujo al embajador a una galería que estaba separada de los aposentos de la reina por un tapiz, que previamente había sido levantado, de modo que Melvil pudo escuchar a placer a Isabel, que no se volvió hasta que hubo terminado la larga pieza que estaba interpretando, por lo demás, con mucho talento. Al ver a Melvil, fingió que se encolerizaba e incluso intentó pegarle, pero su cólera fue aplacándose poco a poco ante los cumplidos del embajador, terminando por desaparecer cuando éste le confesó que María Estuardo no era tan buena como ella. Pero ahí no acabó la cosa: Isabel, orgullosa de este triunfo, quiso que Melvil la viera bailar. En consecuencia, retrasó sus despachos dos días para que éste pudiera asistir a un baile que iba a dar. El motivo de estos despachos, como se recordará, era el deseo de que María Estuardo se casara con Leicester. Pero esta propuesta no podía tomarse en serio. Leicester, además de ser un hombre bastante mediocre en cuanto a sus méritos personales, era de cuna demasiado inferior para aspirar a la mano de la descendiente de tantos reyes. María respondió, pues, que una alianza como ésa no podía convenirle.

Mientras tanto, en la corte se produjo un extraño y trágico acontecimiento.

Entre los señores que habían acompañado a María Estuardo a Escocia se hallaba, como hemos dicho, un joven gentilhombre llamado Chatelard, un auténtico exponente de la nobleza de aquella época, sobrino de Bayard por parte de madre, poeta y caballero, un hombre de gran talento y valor que formaba parte del séquito del mariscal Damville. Gracias a su elevada posición, Chatelard le había hecho la corte a María Estuardo durante todo el tiempo que ésta estuvo en Francia, pero la reina nunca había visto en los honores que le rendía en verso otra cosa que las manifestaciones poéticas y galantes de moda en aquel tiempo y de las que a ella la colmaban a diario. Resultó que, cuando Chatelard estaba perdidamente enamorado de ella, la reina se vio obligada a marcharse de Francia. Por otro lado, el mariscal Damville, que desconocía la pasión de Chatelard y que, animado por la buena acogida de María, se había sumado a la lista de pretendientes para suceder como esposo a Francisco II, partió para Escocia con la pobre exiliada llevando consigo a Chatelard. Sin imaginar ni por asomo que tuviera a un rival en él, Damville le confesó su pasión por la reina y, cuando se vio obligado a volver a Francia, encargó al joven poeta que velara por los intereses de su amor. Este encargo de confidente acercó aún más a Chatelard a la reina, y como, en su calidad de poeta, ésta le dispensaba un trato fraternal, se volvió osado en su pasión hasta el punto de arriesgarlo todo para obtener otro título. Una noche, se introdujo en los aposentos de María Estuardo y se escondió debajo de la cama. Pero, en el momento en que la reina empezó a desvestirse, su perrito se puso a ladrar con tal insistencia que acudieron las camareras y, mirando en la dirección que indicaban los ladridos, descubrieron a Chatelard. Una mujer perdona fácilmente un crimen cometido por exceso de amor: María Estuardo era mujer antes que reina y perdonó.

Pero esa bondad no hizo sino incrementar la audacia de Chatelard. Él atribuyó la reprimenda que había recibido de la reina a la presencia de las camareras y supuso que, si hubiera estado sola, su perdón habría sido total. De modo que, tres semanas más tarde, se repitió la misma escena. Esta vez, sin embargo, Chatelard, sorprendido dentro de un armario cuando la reina ya estaba acostada, fue puesto en manos de los guardias.

No podía haber elegido peor momento: semejante escándalo cuando la reina iba a volver a casarse podía resultar fatal para ella si no lo era para Chatelard. Murray tomó las riendas de la situación y, considerando que sólo un juicio público podría salvar la reputación de su hermana, formuló la acusación con tal vigor que Chatelard, inculpado del crimen de lesa majestad, fue condenado a muerte. María le pidió repetidamente a su hermano que Chatelard fuera enviado de vuelta a Francia, pero Murray le hizo ver las terribles consecuencias que podría tener tal uso de su derecho de gracia y María se vio obligada a dejar que la justicia siguiera su curso. Chatelard fue conducido al suplicio.

Cuando llegó al cadalso, erigido frente al palacio de la reina, Chatelard, que había rechazado la ayuda de un sacerdote, pidió que le leyeran la oda de Ronsard dedicada a la muerte; y cuando la lectura, que siguió con un placer manifiesto, hubo terminado, se volvió hacia las ventanas de la reina para exclamar por última vez: «Adiós, la más bella y cruel princesa del mundo», y presentó el cuello ante el verdugo sin manifestar el menor arrepentimiento ni proferir queja alguna. Aquella muerte impresionó a la reina, tanto más al no atreverse a compadecerlo abiertamente.

Mientras tanto se había extendido el rumor de que la reina de Escocia accedía a contraer nuevas nupcias, y se presentaron varios pretendientes que pertenecían a las principales casas reinantes de Europa. El primero fue el archiduque Carlos, tercer hijo del emperador de Alemania, siguió el príncipe heredero de España, don Carlos, el mismo al que después dio muerte su padre, y luego el duque de Anjou, que, más tarde, se convirtió en Enrique III. Pero casarse con un príncipe extranjero suponía renunciar a sus derechos sobre la corona de Inglaterra. Por lo tanto, María los rechazó y, vanagloriándose de este rechazo ante Isabel, puso los ojos en un pariente de esta última llamado Enrique Estuardo, lord Darnley, hijo del conde de Lennox.

Isabel, que no podía decir nada plausible contra este matrimonio, puesto que la reina de Escocia no sólo elegía a un inglés por esposo, sino que además tomaba a este esposo dentro de su propia familia, permitió al conde de Lennox y a su hijo que fueran a la corte escocesa creyendo que, si el asunto tomaba un giro desfavorable, los haría volver a ambos y ellos se verían obligados a obedecer, ya que todos sus bienes estaban en Inglaterra.

Darnley, de dieciocho años, era apuesto, elegante y tenía buena figura. Poseía además aquella seductora manera de expresarse tan propia de los jóvenes señores de la corte de Francia y de Inglaterra que María había dejado de escuchar desde que se exiliara a Escocia. La reina se dejó atrapar por estas apariencias y no se percató de que, bajo aquel aspecto brillante, Darnley ocultaba una nulidad profunda, una dudosa valentía y un carácter voluble y brutal. Preciso es decir que había llegado hasta ella bajo los auspicios de un hombre cuya influencia era tan singular como la elevada posición que le brindaba la ocasión de ejercerla. Nos referimos a David Rizzio.

David Rizzio, que tan importante papel desempeñó en la vida de María Estuardo y cuyo extraño favor dio a sus enemigos, probablemente sin causa alguna, tan crueles armas contra ella, era uno de los numerosos hijos de un músico de Turín que, al observar en él una patente inclinación por la música, le enseñó los principios de dicho arte. A los quince años dejó la casa paterna y se marchó a pie a Niza, donde el duque de Saboya tenía su corte. Allí entró al servicio del duque de Moreto, y cuando unos años después nombraron a este señor embajador en Escocia, Rizzio lo acompañó. Como tenía una voz preciosa e interpretaba a la viola y el rabel canciones cuya música y letra componía él, el embajador le habló del joven a María, quien inmediatamente quiso conocerlo. Rizzio, lleno de confianza en sí mismo y viendo en ese deseo un medio de llegar más alto, se apresuró a acudir, cantó en presencia de la reina y a ella le gustó. María le pidió entonces a Moreto que se lo cediera, como si se tratara de un perro de raza o de un halcón bien adiestrado. Moreto aceptó, encantado de tener esa ocasión de cortejarla. Pero, en cuanto Rizzio estuvo a su servicio, María se dio cuenta de que la música era la menor de sus aptitudes y de que poseía una instrucción, si no profunda, al menos variada, una mente dúctil, una imaginación viva, unas maneras delicadas y al mismo tiempo mucha audacia y una gran capacidad. Le recordaba a esos artistas italianos que había visto en la corte de Francia, y le hablaba en la lengua de Marot y de Ronsard, cuyas hermosas poesías se sabía de memoria. Era más que suficiente para ser del gusto de María Estuardo. En poco tiempo se convirtió en su favorito, y como, entre tanto, el puesto de secretario para los despachos franceses se quedó vacante, Rizzio pasó a ocuparlo.

Darnley, deseoso de conseguir a toda costa sus propósitos, logró que Rizzio defendiera sus intereses, ignorando que no necesitaba este apoyo. Y como, por su parte, María —que se había enamorado de él nada más verlo—, temiendo alguna nueva intriga de Isabel, aceleraba esta unión tanto como las conveniencias lo permitían, las cosas avanzaron con una extraordinaria rapidez, y, entre la alegría del pueblo y la aprobación de la nobleza —excepto una pequeña minoría a cuya cabeza estaba Murray—, la boda se celebró el 29 de julio de 1565 bajo los más favorables auspicios. Dos días antes, Darnley y el conde de Lennox, su padre, habían recibido la orden de regresar a Londres. Y como no obedecieron, ocho días después de la celebración de la boda se enteraron de que la condesa de Lennox, la única persona de su familia que había permanecido bajo el poder de Isabel, había sido arrestada y conducida a la Torre. De este modo Isabel, por más que disimulara, al ceder a este primer impulso violento que siempre le costaba tanto dominar, mostró a las claras todo su resentimiento.

Sin embargo, Isabel no era mujer que se contentara con una venganza inútil; por eso no tardó en soltar a la condesa y poner los ojos en Murray, el más descontento de los lores de la oposición y que con ese matrimonio perdía toda su influencia personal. Así pues, no le resultó difícil a Isabel hacerle empuñar las armas. Después de haber fracasado en un primer intento de dominar a Darnley, Murray convocó al duque de Chatellerault, a Glencairn, Argyle y Rothes, y, reuniendo al mayor número posible de partidarios, se rebelaron abiertamente contra la reina. Ésa fue la primera manifestación ostensible de la enemistad que tan funesta resultó más adelante para María.

La reina, por su parte, hizo un llamamiento a sus nobles, los cuales se apresuraron a responder y prestarle apoyo, de modo que al cabo de un mes ya disponía del mejor ejército que un rey de Escocia hubiera poseído jamás. Darnley se situó a la cabeza de aquel magnífico batallón, montado en un soberbio caballo, luciendo una armadura dorada y acompañado de la reina, que, vestida de amazona y con unas pistolas en el arzón de la silla, quiso participar en aquella campaña para no separarse de él ni un instante. Ambos eran jóvenes, ambos eran hermosos, y salieron de Edimburgo en medio de las aclamaciones del pueblo y del ejército.

Murray y sus cómplices ni siquiera intentaron resistir, y la campaña transcurrió entre marchas y contramarchas tan rápidas y complicadas que llamaron a aquella insurrección «Run about Raid », es decir, «la carrera en todas direcciones». Murray y los rebeldes se retiraron a Inglaterra, donde Isabel, al tiempo que aparentaba censurar su escaramuza, les prestó toda la ayuda que necesitaban.

María regresó a Edimburgo satisfecha del éxito de sus dos primeras campañas, sin sospechar que este nuevo favor de la fortuna era el último que iba a recibir y que ahí acababan sus breves alegrías. Muy pronto se dio cuenta de que en Darnley no encontraba, como había creído, a un esposo galante y solícito, sino a un señor despótico y brutal que, al no tener ya ningún motivo para disimular ante su esposa, se mostraba tal como era, es decir, lleno de vicios vergonzosos, entre los cuales la embriaguez y el desenfreno eran los menores. De modo que en la pareja real no tardaron en estallar graves conflictos.

Darnley no se había convertido en rey al casarse con María, sino sólo en marido de la reina. Para conferirle una autoridad más o menos igual a la de un regente, era preciso que María le concediera lo que llamaban la corona matrimonial, corona que Francisco II había llevado durante su breve reinado y que María no tenía ninguna intención de concederle a Darnley debido a su conducta con ella. Así pues, por más requerimientos que éste hizo, y fuera cual fuese la forma en que los envolvió, la respuesta de María fue una negativa constante y obstinada. Darnley, atónito ante esa firmeza en una joven reina que lo había amado hasta el punto de elevarlo hasta ella, no creía que ésta fuera un rasgo de su carácter y buscó en su entorno qué consejero secreto e influyente podía inspirársela. Sus sospechas recayeron en Rizzio.

En efecto, con independencia de la causa a la que Rizzio debía su influencia —y éste ha sido siempre un punto oscuro incluso entre los historiadores más clarividentes—, ya fuera que mandase como amante o que aconsejase como secretario, siempre dio sus opiniones para mayor gloria de la reina. Habiendo partido de tan abajo, quería al menos mostrarse digno de haber llegado tan arriba, y como se lo debía todo a María, intentaba pagarle con la más absoluta abnegación todo lo que de ella había recibido. Darnley, pues, no estaba equivocado: era Rizzio quien, desesperado por su responsabilidad en una unión que ahora preveía tan desastrosa, le aconsejaba a María que no cediera ninguna parcela de su poder a aquel que, poseyéndola a ella, ya poseía mucho más de lo que merecía.

Darnley, como todos los hombres que son a la vez débiles y violentos, no aceptaba que en los demás pudiera persistir una fuerza de voluntad que no estuviese sostenida por una influencia externa. Por ello, creyó que librarse de Rizzio le garantizaría ganar su causa, ya que, según pensaba, sólo él se oponía a que la corona matrimonial, ardiente objeto de sus deseos, le fuera concedida. En consecuencia, dado que la nobleza detestaba a Rizzio porque se había situado por encima de ella por sus propios méritos, a Darnley no le resultó difícil organizar un complot, y James Douglas de Morton, canciller del reino, accedió a encabezarlo.

Es la tercera vez desde el comienzo de este relato que escribimos el apellido Douglas, tan pronunciado en la historia de Escocia y que en aquella época, extinguido en la rama primogénita, llamada de los Douglas Negros, se perpetuaba en la rama segundogénita, llamada de los Douglas Rojos. Era una antigua, noble y poderosa familia que, al desaparecer la descendencia masculina de Robert Bruce, le disputó la corona al primero de los Estuardo y desde entonces permaneció cerca del trono, unas veces apoyándolo, otras combatiéndolo, pero celosa siempre de todas las grandes estirpes, pues toda grandeza le hacía sombra, y en especial de la de los Hamilton, que, si no su igual, sin duda era la más poderosa después de la suya.

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