Mao

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14. Reflexionando sobre la inmortalidad

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14. Reflexionando sobre la inmortalidad

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Reflexionando sobre la inmortalidad

Después de la hemorragia de riqueza y población que había provocado la asombrosa locura de Mao, fueron necesarios cinco años hasta conseguir recuperar una apariencia de normalidad.

El primer año de recuperación —o, como se denominó oficialmente, de «ajuste, consolidación, mejora y consumación»— se afrontó como una lucha desesperada por hallar algunas medidas temporales que sirviesen para evitar que la República Popular se desintegrase.[1] En Sichuan y en otras tres provincias occidentales, así como en el Tíbet, fue necesario ordenar al Ejército Popular de Liberación que acabase con rebeliones armadas, impulsadas por los hambrientos campesinos.[2] En Henan, la milicia, creada para proporcionar medios de autodefensa a las comunas, provocó alborotos, cometiendo robos, violaciones y asesinatos. Los campesinos se referían a los milicianos como a «reyes de los bandidos», «bandas de tigres» o «bandas de matones». Allí y en Shandong, donde los excesos del Gran Salto habían alcanzado mayor severidad, la autoridad del gobierno en diversos distritos quedó totalmente desintegrada.[3] Liu Shaoqi advirtió que China se enfrentaba a la anarquía, similar a lo que la Unión Soviética había experimentado durante la guerra civil, a principios de los años veinte.[4]

Para disminuir la presión que representaban los abastecimientos urbanos de alimentos, se obligó a veinticinco millones de habitantes a desplazarse de las ciudades al campo; una proeza que Mao describió con admiración indicando que era «equivalente a deportar la población de un país mediano como Bélgica». Pero incluso así fueron necesarias importaciones masivas de grano para conseguir alimentar a los que subsistían en las urbes. En 1961, se adquirieron en el extranjero cerca de seis millones de toneladas de trigo, la mayoría en Australia y Canadá, e incluso una parte en Estados Unidos, enmascarada a través de Europa.[5] Este nivel de importaciones se mantendría hasta los años setenta.

Al margen de estas medidas puntuales, Liu y sus compañeros comenzaron a reexaminar las falsas suposiciones que constituían la base del Gran Salto.

Como siempre, la principal dificultad era Mao.

Su retiro al «segundo frente» no representó una renuncia al poder, sino sólo un cambio en el modo de ejercerlo. Mientras que antes el presidente marcaba el paso y todos los demás debían seguirlo, ahora esperaba que fuesen los otros miembros del Comité Permanente del Politburó los que tomasen la iniciativa, pero siguiendo los mismos derroteros que él tenía en mente. Peng Dehuai ya había experimentado en sus propias carnes que sólo Mao tenía la potestad de cuestionar las decisiones políticas que él mismo había elaborado. Liu y Deng Xiaoping, a su vez, descubrieron entonces los peligros de estar en el «primer frente». «¿Qué emperador ha tomado jamás esta decisión?», preguntó Mao en marzo de 1961, después de que Deng hubiese propuesto (sin haberse procurado primero su aquiescencia) que la política agraria se debía aplicar de un modo diferente en el norte y en el sur.[6]

Como resultado, se impuso la cautela más extrema. Se evitó por todos los medios la revisión de las «cosas recientemente nacidas» del Gran Salto Adelante —las comunas, los comedores colectivos, el sistema de abastecimiento gratuito—, a menos que no existiese duda alguna de lo que estaba tramando el presidente. Así, en marzo de 1961, el Comité Central ratificó con firmeza el valor del sistema de comidas comunales.[7] Pero cuando, un mes después, Mao apoyó un informe que afirmaba que los comedores comunitarios se habían convertido en «un impedimento para el desarrollo de la producción y en un cáncer para la relación entre el partido y las masas», sus camaradas cambiaron inmediatamente de actitud.[8] En pocos días, Liu Shaoqi, entonces enfrascado en un viaje de inspección por Hunan, comenzó a hacerse eco de la nueva línea del presidente; al igual que Zhou Enlai, de visita en Hubei; seguidos, en una rápida sucesión, por Deng Xiaoping, Peng Zhu y Zhu De.[9] Las repercusiones se percibieron incluso en los campos de trabajo, adonde se enviaba a los prisioneros chinos para producir utensilios de aluminio para cocina que debían ocupar el lugar de los de hierro, fundidos durante la campaña del acero de los patios traseros, de modo que las familias campesinas dispusieran una vez más de los medios con que poder cocinar para ellos mismos, ahora que el catering colectivo había llegado a su fin.[10]

En junio desapareció, además, el sistema de abastecimiento.[11] Y también se incrementó la superficie de tierra que se podía asignar como parcela privada. Se restableció el principio de «a más trabajo, mejor salario», junto con la máxima leninista de «el que no trabaje, no comerá»; una advertencia siniestra en un período de hambruna generalizada. Se volvieron a autorizar las ferias y los mercados rurales, prohibidos durante el Gran Salto, y reaparecieron los buhoneros y los vendedores ambulantes.

Finalmente, en el mes de septiembre, Mao realizó una última concesión.[12]

Durante el verano, contando con la aprobación de la cúpula, muchas comunas habían sido subdivididas hasta alcanzar la mitad, o un tercio, de su dimensión original, en un intento de hacerlas menos ingobernables. Ahora Mao informó a sus colegas que había decidido que la unidad básica de gestión, que asignaba a cada familia sus tareas y distribuía los frutos de la cosecha, también debía reducirse, retrocediendo de la «brigada», que agrupaba a varias aldeas, al «equipo de producción», equivalente a las cooperativas de una sola aldea fundadas hacía cinco o seis años. El propósito era recuperar la motivación de los campesinos vinculando sus recompensas directamente a sus propios esfuerzos y a los de sus vecinos, en lugar de mancomunar sus recursos con familias de otras comunidades.

Esto estaba muy lejos de los principios que Mao había dictado en 1958. En aquel momento había proclamado que la superioridad de las comunas consistía en que eran «en primer lugar, grandes; en segundo lugar, de propiedad pública». Pero ahora lo único que podía anhelar era que el concepto comuna pudiese sobrevivir a los furiosos ataques del hambre y la desmoralización nacional.

Sin embargo, una vez más, la preventiva retirada del presidente resultó insuficiente.

El problema, en parte, era que en el pasado más reciente se habían producido demasiados giros y requiebros, de modo que los cuadros locales eran reacios a cambiar el curso de los acontecimientos, a pesar de que el Politburó así lo ordenase, a menos que los vientos cambiasen una vez más y fuesen denunciados como derechistas.

Otros —no sólo a nivel local, sino incluyendo miembros radicales del Politburó como Kang Sheng, Ke Qingshi en Shanghai, o el líder de Sichuan, Li Jingquan— estaban tan identificados con la política izquierdista que cualquier repudia pública del Gran Salto representaba para ellos una amenaza política. Por ello se resistían a avanzar; hasta el punto, en el caso de Li Jingquan, de defender los comedores comunales después incluso de que el mismo Mao los hubiese condenado.

Más aún, ambos grupos notaron que el presidente se mantenía profundamente ambivalente ante el cambio de dirección que imponían los acontecimientos. No sólo se negó a admitir que las decisiones políticas previas habían sido equivocadas —lo más lejos a lo que llegaría sería a decir que nadie era inmune al error—, sino que además los nuevos planes trazados aquel mismo año para reactivar el comercio y la industria, y proporcionar un nuevo impulso a la ciencia, la educación, la literatura y las artes, contenían todos ellos ambigüedades inherentes que podían ser interpretadas de un modo tan radical como moderado (y debía ser así si se quería obtener la aprobación de Mao), dependiendo de hacia dónde soplasen los vientos políticos. Zhou Enlai resumió el inestable compromiso en que se basaba la nueva política cuando reclamó a los oficiales: había que, «con una mano, hacer realidad la lucha de clases, con la otra consolidar el frente unido», una cuadratura del círculo ideológico que, como él sabía perfectamente, era imposible.[13]

En estas circunstancias, los colegas de Mao continuaron adhiriéndose rigurosamente a los parámetros marcados por el presidente.

Las previsiones de acero y carbón quedaron recortadas hasta unos niveles que, por primera vez desde 1957, tenían alguna relación con la realidad. Se concedieron gratificaciones a los obreros industriales, y se retornaron sus antiguos poderes a los dirigentes de las fábricas. Deng, Liu, y el ministro de Asuntos Exteriores, Chen Yi (aunque no el siempre prudente Zhou Enlai) ahondaron en la tácita admisión de Mao de que se habían cometido errores —citando tanto Deng como Liu a campesinos de las áreas que habían visitado, quienes habían indicado que la hambruna se debía «en un 30 por 100 a las calamidades naturales y en un 70 por 100 a los errores humanos».[14] Pero nadie dijo en qué consistían los errores, y aún menos quién los había cometido.

De este modo, el problema continuaba sin resolver.

Durante el resto del otoño, Mao, sintiéndose cómodo en su nueva posición en el «segundo frente», permaneció silencioso. Sus compañeros demandaban un mayor realismo, pero en unos términos tan equívocos que no convencían a nadie. Los oficiales de menor rango mantenían su fuego, a la espera de señales más claras.

El resultado fue que, en diciembre, no había todavía ninguna evidencia de recuperación económica. En Anhui y en otras provincias gravemente dañadas, los cuadros comenzaron a experimentar con los llamados «sistemas de responsabilidad familiar», según los cuales la tierra era arrendada a las familias para su explotación individual.[15] Zhu De, durante una visita a su provincia natal, Sichuan, se topó con casos de campesinos que habían abandonado las comunas para labrar por su cuenta, y cuestionó si, en las extremas dificultades del momento, no sería mejor aprobar oficialmente tales procedimientos, teniendo en cuenta que «si no lo escribes, pasará de todos modos».[16]

A los ojos de Mao, aquello reavivó el espectro del desmoronamiento total de la colectivización en el campo.

De acuerdo con esa visión, Mao convocó en enero de 1962 una conferencia de trabajo del Comité Central en Pekín, a la que asistieron no sólo los dos o tres centenares de oficiales veteranos normalmente presentes en ese tipo de reuniones, sino más de siete mil cuadros, llegados desde los comités del partido de los distritos y las comunas de toda China.

La idea de fondo de esta excepcional reunión era que ésta debía convertirse en un punto de inflexión. Pero mientras Mao pretendía que la conferencia se transformase en una llamada para detener la erosión de los valores socialistas, Liu Shaoqi y los otros dirigentes del «primer frente» la entendieron como un momento para la verdad, en el que, después de una larga espera, se podrían extraer lecciones de los errores del pasado y el partido conseguiría volver a empezar desde la base de un consenso político que los cuadros locales que asistiesen transmitirían directa y convincentemente a las raíces, a las masas.

Antes de entrar propiamente en materia, Liu marcó el tono del encuentro con un informe pródigo en decididos elogios sobre la correcta guía de Mao en «todos los momentos críticos».[17] «Es necesario señalar», reconoció, «que la responsabilidad máxima de las carencias y los errores de nuestras acciones durante los últimos años residen en la central del partido». Aquellas palabras suscitaron en su audiencia la demanda de precisar la identidad de los culpables. Pero ni Liu ni ningún otro estaban preparados para comprometerse a sí mismos en una sesión pública. Sin embargo, unos días después, reunido en comité, el dirigente de la China Septentrional, Peng Zhen, fue mucho más directo: la central del partido, precisó, incluidos Mao, Liu Shaoqi y el resto del Comité Permanente del Politburó.[18] Cada uno de ellos debía compartir la culpa según su grado de responsabilidad. El propio Mao, continuó Peng, no era inmune al error. Había sido él el que había hablado de realizar la transición al comunismo en «tres o cinco años», y el que había impulsado la creación de los ya abandonados comedores comunitarios. Incluso si el presidente se hubiese equivocado «sólo una diezmilésima parte», sería algo «repugnante que él no realizase una autocrítica».

Mao le respondió diez días después:

Todos los errores que ha cometido la central son mi responsabilidad inmediata, y comparto indirectamente la culpa, porque soy el presidente del Comité Central. No quiero que los demás eludan su responsabilidad. Existen otros camaradas que comparten la carga, pero yo debo ser el principal responsable.

Como «autocrítica», sus palabras eran superficiales en extremo. Mao no sólo fue incapaz de reconocer el más mínimo error de juicio personal, sino que no había ningún indicio de querer realizar una disculpa, ni de admitir la verdadera extensión de las calamidades que su política había provocado. En lugar de ello, procuró relativizar su falta, insistiendo en que, en todos los niveles de la jerarquía, «todo el mundo tiene su porción de responsabilidad», y reclamando a los demás que también afrontasen sus errores.

Aquellos de vosotros que … sentís temor ante el hecho de asumir vuestra responsabilidad, que no permitís que los demás hablen, que creéis que sois tigres, y que nadie se atreverá a tocar vuestro trasero, aquellos que tengáis esta actitud, diez de cada diez vais a fracasar. Al fin y al cabo, la gente hablará. ¿De verdad creéis que nadie se atreverá a tocar los traseros de tigres como vosotros? ¡Vaya si lo harán![19]

Por insignificante que fuese, el reconocimiento de Mao de su propia responsabilidad magnetizó la reunión. No necesitaba añadir nada más: que hubiese admitido el haber cometido algunos errores, en un partido que había aprendido a considerarle infalible, era realmente un hecho sin duda extraordinario.

Durante la semana siguiente, un tigre tras otro, comenzando por Zhou Enlai y Deng Xiaoping, se flagelaron ritualmente con detalladas confesiones de sus errores.[20] Cuando el encuentro llegó a su fin, el 7 de febrero, en el Politburó y en las delegaciones regionales dominaba un nuevo sentimiento: se había pasado una página, y era finalmente posible poner en práctica las pragmáticas decisiones políticas planteadas durante el año anterior.

Para Mao, la «gran conferencia de los siete mil cuadros», como fue posteriormente conocida, fue una experiencia profundamente desagradable. No disfrutó criticándose a sí mismo (a pesar de reconocer que era esencial para poder trazar una línea de separación con el pasado). Había quedado aterrado por la hostilidad mostrada hacia la política del Gran Salto Adelante por los delegados de base, y por las exigencias de la audiencia reclamando una explicación del porqué del desastre. «Se quejan todo el día y miran obras de teatro por la noche, toman tres comidas completas cada día, y se tiran un pedo, eso es lo que significa el marxismo-leninismo para ellos», refunfuñó.[21] Aún menos le habían satisfecho las censuras de Peng Zhen, a pesar de que las diferentes circunstancias, tras tres años de hambrunas y ruina económica, le obligaron a reaccionar de diferente modo a como lo había hecho con Peng Dehuai. La reunión también había suscitado una preocupante contracorriente a favor de la rehabilitación del mariscal en desgracia, ahora que su crítica al Gran Salto se había mostrado tan justificada. Liu Shaoqi, que sabía que su propia posición quedaría amenazada si se restituía a Peng, aniquiló enérgicamente toda sugerencia de su retorno, pero de un modo que dejaba entender a la audiencia que las críticas de Peng habían sido correctas; sus errores consistían en haberse «aliado con Rusia» y «tramar en contra de la cúpula del partido».[22]

La misma intervención de Liu en la conferencia puso también a Mao en un aprieto.

Al tiempo que solícitamente recitaba el mantra de «desde 1958, nuestros logros son lo principal, y las carencias son secundarias», había reconocido, como nunca lo haría Mao, que en algunas partes del país el retroceso había sido real, y fijó la ratio nacional de éxito y fracaso no en una proporción de nueve a uno, como había hecho Mao, sino de siete a tres.[23]

No obstante, más que por todo lo anterior, el presidente estaba preocupado por el hecho de que la reunión no había contribuido en nada a reafirmar las verdades socialistas básicas. «Si nuestro país no establece una economía socialista», advirtió a los delegados, «nos convertiremos … en otra Yugoslavia, que en la actualidad es un país burgués»[24]. No hubo respuesta. En medio del colapso económico, la preservación de las consignas de identidad socialistas no era para la mayoría de los delegados un asunto fundamental.

En consecuencia, cuando la reunión llegó a su fin, Mao se retiró a Hangzhou, donde permaneció durante la primavera y principios del verano, dejando, por primera vez, al triunvirato formado por Liu Shaoqi, Zhou Enlai y Deng Xiaoping como responsable único del partido y de los asuntos de Estado.[25]

En parte, Mao estaba malhumorado: no tenía deseo alguno de implicarse en decisiones políticas que, en el fondo, desaprobaba. Y en parte, estaba tanteando las aguas: dejando a sus colegas al mando, abandonados a sí mismos, pondría de relieve la materia de la que estaban hechos. Pero además existía un paralelismo con el comportamiento de Mao en un momento mucho más temprano de su carrera política, cuando en los años veinte y treinta, durante los momentos más críticos, se había retirado, voluntaria o involuntariamente, para esperar la llegada de circunstancias más propias en las que efectuar su retorno.

No tuvo que esperar demasiado tiempo.

En marzo envió a su secretario personal, Tian Jiaying, a su pueblo natal de Shaoshan para observar personalmente cómo les iba a los campesinos. Tian quedó boquiabierto al descubrir que de lo único que todos ansiaban hablar era del «sistema de responsabilidad familiar», que tanto él como Mao desaprobaban. Desde la colectivización de 1955, explicaban, la cosecha había disminuido un año tras otro. Laborando por su cuenta, ellos serían capaces de invertir esa tendencia. En el mes de mayo Tian ya había sido convertido: cosechar por familias quizá fuera políticamente incorrecto, pero, en las desesperadas encrucijadas por las que transitaba China, era la mejor manera de incrementar la producción y lo que deseaban los campesinos. Chen Yun y Liu Shaoqi estuvieron de acuerdo. En una reunión del secretariado celebrada en junio, Deng Xiaoping citó un proverbio sichuanés: «No importa si el gato es negro o blanco; si caza ratones es un buen gato». Deng Zizhi, máximo responsable de agricultura que se había enfrentado a Mao con motivo del establecimiento de las cooperativas, elaboró un programa nacional para poner en práctica el «sistema de responsabilidad».[26] Aquel verano, el 20 por 100 de los campos de China fueron labrados siguiendo un sistema individual.[27]

Cuando Tian informó de sus descubrimientos a Mao, la respuesta del presidente fue un eco de las palabras que, siete años antes, había dirigido a Deng Zihui: «Los campesinos desean la libertad, pero nosotros queremos el socialismo». Había ocasiones, dijo ásperamente a Tian, en que «no podemos obedecer plenamente a las masas», y la situación actual era una de ellas.

Durante algunas semanas más, Mao contuvo su ira. La situación en el campo era todavía demasiado crítica para arriesgarse a embarrancar el barco. Pero a principios de julio, cuando era evidente que la cosecha del verano sería mejor que la de los dos años anteriores —y que, por lo tanto, la agricultura se estaba recuperando sin los compromisos ideológicos que comportarían los «sistemas de responsabilidad»—, intervino con decisión.[28] Sin molestarse en informar a los dirigentes del «primer frente» del Comité Permanente del Politburó, regresó a Pekín, donde ordenó a Chen Boda, su antiguo secretario político en Yan’an, entonces miembro suplente del Politburó y destacado radical, que redactase una resolución del Comité Central impulsando el fortalecimiento de la economía colectivista.[29] Cuando se filtró la noticia de que el presidente había regresado, y de la nueva declaración de hostilidades, sus colegas corrieron a cubierto.

Deng Xiaoping emitió, presa del pánico, una instrucción para que el dicho «gato blanco, gato negro» fuese borrado de los textos escritos de sus discursos. Chen Yun partió con un permiso por enfermedad, y durante los quince años siguientes languideció, para retornar a sus tareas sólo después de la muerte de Mao. Liu Shaoqi salió al paso realizando una autocrítica por no ser capaz de prevenir los errores de los otros dirigentes. Incluso al extraordinariamente cauto Zhou Enlai se le reprochó el haber sido presa del pesimismo. «Hemos estado durante dos años argumentando sobre las dificultades y en la más absoluta oscuridad», dijo Mao. «Mirar hacia la luz se ha convertido en un crimen»[30].

Sin embargo, la labranza privada no era el único motivo de queja de Mao. Se sentía disgustado por la actitud conciliadora que Liu había adoptado ante Estados Unidos y la Unión Soviética. Esta postura se había puesto de manifiesto en un artículo redactado por Wang Jiaxiang, uno de los estudiantes retornados que, a finales de los años treinta, había ayudado a convencer a Stalin de la conveniencia del liderazgo de Mao, y que ahora encabezaba el Departamento de Enlaces Internacionales del partido. En un período de aguda fatiga interna, había justificado Wang, China debía intentar en la medida de lo posible evitar complicaciones internacionales. Liu y Deng habían estado de acuerdo. La primavera mostró algunos signos de liberación en las tensiones con la India y la Unión Soviética, y en junio se alcanzó un entendimiento con los norteamericanos para evitar nuevas fricciones sobre la cuestión de Taiwan.

Para Mao, aquello apestaba a traición.

En la primera ocasión en que había cedido el control a los hombres que él mismo había escogido para dirigir China después de su muerte, éstos se habían mostrado, cuanto menos, capaces de realizar graves errores de juicio en dos cuestiones fundamentales: la oposición al imperialismo y a «su perro faldero, el revisionismo», en el escenario internacional, y la prevención del capitalismo en el doméstico; y en el peor de los casos, eran culpables de asumir compromisos sin principios para fines prácticos a corto plazo.

El presidente lanzó su ataque en la conferencia anual de trabajo, celebrada en verano en Baidaihe. Los «sistemas de responsabilidad», declaró, eran incompatibles con la economía colectivista. El partido, por tanto, se enfrentaba a una difícil elección: «¿Tomaremos el camino del socialismo o el del capitalismo? ¿Queremos o no queremos adoptar el cooperativismo rural?». Era la misma táctica que había empleado en Lushan, cuando se enfrentó al Comité Central con una disyuntiva igualmente maniquea entre Peng Dehuai y él mismo. Con Mao no había posibilidad alguna para el camino del medio.

Habiendo de este modo transferido desde el escenario económico al político la cuestión de las prácticas de labranza, Mao recuperó nuevamente, como había hecho en enero, el ejemplo de Yugoslavia, un país que había «cambiado de color» abandonando la economía socialista.

La lucha de clases, recordó a su audiencia, continuaba vigente con el socialismo y, como habían demostrado los acontecimientos en la Unión Soviética, «la clase capitalista puede renacer». Lo mismo, se deducía, podía ocurrir algún día en China.[31]

Un mes después, en el Décimo Pleno del Comité Central, Mao volvió a mencionar esas cuestiones:

Debemos admitir en nuestro país … la posibilidad de la reaparición de las clases reaccionarias. Debemos mantener la guardia y educar adecuadamente a nuestros jóvenes … De lo contrario, un país como el nuestro puede oscilar hacia su opuesto. Por ello, a partir de ahora, debemos discutir sobre este tema todos los años, todos los meses, todos los días … de modo que sigamos el enfoque marxista-leninista más sabio del problema.[32]

Mao añadió, en un tono tranquilizador, que no se produciría ninguna repetición de lo que había ocurrido en Lushan, cuando «todo el dar por culo [de Peng Dehuai] echó a perder la conferencia y afectó el trabajo práctico».[33] En esta ocasión, después de decenas de millones de muertos por el hambre, ni siquiera él deseaba poner la lucha de clases en una posición que pudiese abortar nuevamente la recuperación económica. Aun así, declaró, el oportunismo derechista, o el «revisionismo chino», como ahora lo llamaba, habitaba todavía «en el país y en el seno del partido», y tenía que ser combatido.[34]

De este modo finalizó el breve esfuerzo de Liu Shaoqi por situar la política china sobre una base más racional, guiada no por la lucha de clases, sino por los imperativos económicos.

Nadie en el Politburó intentó refrenar sus pirómanos impulsos ideológicos, y más teniendo en cuenta que ya habían intentado doblegar sus poderes en su momento de mayor flaqueza, durante la «conferencia de los siete mil cuadros» del enero anterior. En consecuencia, la idea de que la burguesía podía emerger en el seno del Partido, que Mao sugirió por vez primera en agosto de 1959 en Lushan, pasó a ocupar nuevamente el centro del escenario, ahora explícitamente vinculada al rechazo a degenerar en un comunismo soviético a través de una proclama de cuatro caracteres: fan xiu, fang xiu —«oponerse al revisionismo (en el extranjero), prevenir el revisionismo (en casa)».[35] Ese nexo fatal daría forma al pensamiento de Mao, y dominaría la política de China, durante los últimos catorce años de su vida.

El primer signo externo del nuevo giro izquierdista que durante el otoño de 1962, y con tanto esfuerzo, Mao había provocado en la política china se manifestó en el Himalaya. En julio habían estallado enfrentamientos armados después de que las tropas indias comenzasen a situar controles a lo largo de las disputadas fronteras entre Tíbet y la Agencia Fronteriza Nororiental de la India. En octubre, después de que Nerhu hablase sin cautela alguna de «liberar los territorios indios ocupados», Mao decidió que había llegado el momento de dar una lección a «ese representante de la burguesía nacional reaccionaria». Tras una serie de combates, en los que intervinieron unos treinta mil soldados chinos, las unidades indias fueron definitivamente derrotadas, y en el momento en que los chinos declararon un cese el fuego unilateral, el 21 de noviembre, Nerhu se había visto ya obligado a dirigir una humillante llamada de socorro a Occidente.

En las etapas iniciales del conflicto, Khruschev se había mostrado más receptivo que en la última contienda con India, en 1959. Pero coincidieron con un momento en que él mismo se encontraba sumido en una crisis, la de Cuba, donde la CIA descubrió el emplazamiento de los misiles soviéticos, y necesitaba por tanto del apoyo de China. Una vez superada la amenaza cubana, el líder soviético volvió a su postura más habitual a favor de la India; provocando que Mao se enojase por partida doble, no sólo por la traición de Khruschev a la solidaridad socialista, sino también por la errónea mezcla de aventurismo y capitulación con que se había enfrentado a los norteamericanos.[36] En pocos días, la polémica chino-soviética, acallada desde que los rusos habían excomulgado a Albania a finales de 1961, resurgió con la máxima fuerza, culminando, un año después, en una serie de cartas abiertas muy extensas —conocida como «la polémica sobre la línea general del movimiento comunista internacional»— en las que, por vez primera, los chinos atacaban al partido soviético citándolo por su nombre (y los rusos respondían de igual modo).[37]

Esta renovada agresividad en el escenario internacional tuvo su reflejo en la esfera doméstica.

La decisión de prohibir el trabajo privado en el campo condujo, en invierno de 1962, a un destacable número de iniciativas provinciales que pronto quedaron agrupadas, con el sello personal de Mao, bajo el nombre de Movimiento de Educación Socialista. Su raison d’être era muy simple.[38] El campesinado, y los cuadros locales que le habían impulsado a ello, suspiraban todavía por el capitalismo en forma de «sistemas de responsabilidad»; por ello debían reaprender las virtudes de la economía colectiva y la superioridad del socialismo.

En su formulación inicial, la campaña estaba dirigida contra la corrupción de los cuadros y las actitudes contrarias al socialismo, como los matrimonios concertados, la geomancia, la hechicería, los rituales budistas y taoístas, y el culto a los antepasados. Se celebraban reuniones en las que los miembros de las comunas eran incitados a «hablar de sus amarguras», explayándose sobre las miserias de la antigua sociedad, para persuadir así a los jóvenes campesinos de que, incluso durante las hambrunas, la vida con los comunistas era preferible. Los propagandistas del partido crearon un nuevo personaje modélico, un soldado del Ejército Popular de Liberación llamado Lei Feng, que había dedicado su carrera militar a limpiar el lecho de sus camaradas, ayudar a los cocineros a lavar las calabazas y a las ancianas a cruzar las calles, siguiendo el eslogan «Es glorioso ser un héroe desconocido», antes de morir generosamente por el bien de la causa revolucionaria. Lei era la quintaesencia de la abnegación inmarcesible, cuya devoción, inmutable lealtad y obediencia a Mao y al partido fueron recogidas en un dietario de nauseabundo servilismo:

Esta mañana me sentía particularmente feliz cuando me levanté, porque la pasada noche soñé en nuestro gran líder, el presidente Mao. Ha ocurrido hoy, cuando se cumple el cuarenta aniversario del partido. Tengo tantas cosas que decirle hoy al partido, tanto que agradecerle … Soy como un niño pequeño, y el partido es como la madre que cuida de mí, me guía y me enseña a andar … Mi amado partido, mi estimada madre, seré por siempre tu leal hijo.[39]

Pero la campaña necesitaba una punta de lanza más afilada que el «hablar de las amarguras» y emular a Lei Feng. En la conferencia de trabajo del Comité Central, celebrada en febrero de 1963, Mao aseguró que el único camino para evitar el revisionismo era la lucha de clases. «En cuanto [la] hayamos comprendido», declaró, «todo quedará resuelto». En consecuencia, se acordó que se lanzaría una campaña nacional para llevar a cabo «cuatro limpiezas» en el campo (examinar las cuentas de los equipos de producción, los graneros, los almacenes y la asignación de los puestos de trabajo), y los «cinco antis» en las ciudades (contra los desfalcos, la malversación, la especulación, la extravagancia y el burocratismo). Tres meses después, una nueva conferencia de trabajo, esta vez en Hangzhou, trazó un programa formal para el movimiento, en el que Mao describió con términos apocalípticos los peligros a que se tendrían que enfrentar si no se lograba detener la tendencia hacia el revisionismo:

Si dejamos que las cosas continúen en esta línea, no estará lejos el día —a unos pocos años, alrededor de diez, o algunas décadas a lo sumo— en que el resurgimiento a nivel nacional de la contrarrevolución será inevitable. Será cierto entonces que el partido del marxismo-leninismo se habrá convertido en un partido del revisionismo, del fascismo. China entera cambiará de color … El Movimiento de Educación socialista es … una lucha que exige la reeducación de los hombres … [y] la confrontación con las fuerzas del feudalismo y el capitalismo, que en la actualidad nos atacan febrilmente. ¡Debemos cortar de raíz la contrarrevolución![40]

Después de esta llamada a las armas, Mao se retiró una vez más del escenario para observar cómo los dirigentes del «primer frente» abordaban la nueva tarea que les había confiado.

Fue una misión delicada. El capitalismo rural debía ser suprimido, pero los mercados rurales y los campos privados, considerados esenciales para la recuperación económica, debían ser fomentados. Se tenía que promover el criticismo de las masas para conseguir purgar a los cuadros corruptos, pero sin ningún efecto pernicioso para la producción.

A medida que el movimiento progresaba, esas cuestiones se desvanecieron en la insignificancia ante la enorme magnitud de la tarea que los dirigentes del partido descubrieron que debían afrontar. Inicialmente, Mao había seguido su regla habitual de sugerir que, a grosso modo, quizás el 5 por 100 de la población rural tenía «problemas» que debían ser corregidos. En la primavera de 1964, tanto él como Liu Shaoqi hablaban ya de que un tercio de los equipos de producción rural estaban controlados por fuerzas hostiles. No sólo la corrupción de los cuadros era casi universal, sino que había tantos oficiales de base que habían sido objeto de purga durante los diez años precedentes, en una u otra campaña política, que ya no quedaban más dirigentes locales «limpios» en que apoyarse. Los cuadros externos, en su función de supervisores del movimiento, se encontraron con la responsabilidad de tener que reemplazar un grupo de funcionarios poco íntegros por otro igualmente dudoso a causa de que no quedaba disponible nadie más.

Para manejar la situación, Liu Shaoqi desató, en septiembre de 1964, la purga de las organizaciones rurales del partido más devastadora jamás habida en China.

Un millón y medio de dirigentes locales fueron movilizados, reorganizados en equipos de trabajo de diez mil personas o, en algunos casos, de algunas decenas de miles, y destinados por un mínimo de seis meses a distritos cuidadosamente escogidos, actuando como un oleaje humano purificador de los grupos de liderazgo, comenzando por los de las aldeas. Los blancos de la campaña se ampliaron hasta incluir las ofensas ideológicas, las políticas y las organizativas, así como también las económicas. La violencia se universalizó. Incluso en las fases iniciales, moderadas, unas dos mil personas murieron en un único conjunto experimental de distritos de Hubei, mientras que en Guangdong, unas quinientas se suicidaron. Posteriormente, según las palabras de un cuadro del partido, «todo se transformó en un absoluto infierno».[41] El primer secretario de Hubei, Wang Renzhong, uno de los dirigentes provinciales predilectos de Mao, reclamó una «violenta tormenta revolucionaria», en la que muchas delegaciones del partido de menor rango se arruinaron y el poder tuvo que ser temporalmente cedido a las asociaciones de campesinos pobres. El propio Liu Shaoqi afirmó que la conmoción se prolongaría cinco o seis años más.

Era una perspectiva que debió de extasiar a Mao, siendo, como era, el apóstol de la violencia de clases. Cuando el año 1964 se acercaba a su fin, Liu y él parecían estar más hermanados en sus ideas que en cualquier otra ocasión desde que el más joven se había convertido en el aparente heredero de Mao. Pero, como siempre, las apariencias engañaban.

Mao tomó por vez primera, en 1952, la decisión de retirarse al «segundo frente» en parte para poder escapar de las obligaciones rutinarias de un jefe de Estado, que él detestaba, y concentrarse en las cuestiones estratégicas; y en parte para conceder a sus sucesores putativos la oportunidad de dirigir el partido y el Estado mientras él todavía estaba allí para guiarles. Este segundo motivo se convirtió rápidamente en el principal, teniendo en cuenta los acontecimientos acaecidos en la Unión Soviética. Malenkov, explicó Mao tiempo después, había fracasado en su perpetuación porque Stalin nunca le había permitido ejercer el poder real mientras él estaba con vida. Por esa razón, explicó, «yo quería que [Liu Shaoqi y los demás] pudiesen labrarse un prestigio antes de que yo muriese».[42]

El mal ejemplo de la Unión Soviética no terminaba aquí. Khruschev, según Mao, acabó por ser un candidato aún menos apto para continuar la causa revolucionaria, echando a perder no sólo «la espada de Stalin», sino también «la espada de Lenin». Bajo su liderazgo, la Unión Soviética se había convertido en un Estado revisionista que practicaba el capitalismo. La herencia de Marx y Lenin había sido derrochada; todo a causa de la incapacidad de Stalin para cuidar de sus sucesores revolucionarios en la perpetuación de su causa.

Parece ser que hasta 1961 Mao no había albergado dudas acerca de que Liu Shaoqi fuese la elección más correcta para actuar como delfín de su propio legado revolucionario. Liu era la organización personificada, un hombre apartado e intimidador, sin auténticos amigos, sin intereses extraños y con apenas sentido del humor, cuya fenomenal energía estaba consagrada en su totalidad al servicio del partido; lo que en la práctica significaba que era capaz de convertir en realidad cualquier cosa que Mao desease. Era exigente consigo mismo y con su familia, rehuía todo privilegio, y cultivaba una imagen pública puritana que hablaba de jornadas de trabajo de dieciocho horas y un código de conducta tan rígido que, en una ocasión en que descubrió que se le pagaba un yuan extra (unos treinta peniques de aquel momento) por haber trabajado hasta más allá de la medianoche, él insistió en reembolsar hasta el último céntimo mediante deducciones de su salario.

Cuando, en septiembre de aquel año, Mao explicó al mariscal de campo Montgomery que Liu era su sucesor ya designado, la noticia fue distribuida ampliamente por los escalafones superiores de la jerarquía del partido, aparentemente para preparar el camino de su retirada y convertirse, en el siguiente congreso, en presidente honorario del partido, según preveía la constitución de 1958.[43]

Cada Primero de Mayo y en el Día Nacional, el retrato de Liu era impreso en el Diario del Pueblo, junto al de Mao, y al mismo tamaño. Sus obras eran estudiadas con las de Mao (al igual que había ocurrido durante la campaña de rectificación de Yan’an, veinte años antes) y, a sugerencia del presidente, se iniciaron los trabajos para preparar una edición de sus Obras selectas, un honor hasta entonces sólo otorgado a Mao. Uno de los ensayos de Liu, escrito en los años treinta, titulado «Cómo ser un buen comunista», fue redistribuido en forma de panfleto en una edición de dieciocho millones de copias.[44]

Esto no significa que no existiesen fricciones entre ellos. A diferencia del complaciente Zhou, que hizo de la lealtad a Mao una religión, o del adulador Lin Biao, Liu tenía criterio propio (que era lo que había impulsado al presidente a escogerle como su primer sustituto). En ocasiones —como en 1947, cuando Mao le reprochó su excesivo izquierdismo en el movimiento de reforma de la tierra, o en 1953, cuando consiguió manipular a Gao Gang para refrenar su independencia— su tendencia a seguir su propio camino le irritaba. Pero nada parecía sugerir que se acercaba una ruptura.

Todo comenzó a cambiar en la primavera de 1962.

Las críticas de Liu al Gran Salto Adelante pronunciadas durante la «gran conferencia de los siete mil cuadros» fueron un primer factor. Pero de lejos más determinante fue la inseguridad que mostró a lo largo de los cinco meses que duró el retiro de Mao. Si Liu perdía tan fácilmente los nervios cuando la economía no respondía a las expectativas —autorizando medidas de emergencia que representaban una traición a los valores comunistas—, ¿cómo se podía confiar en él para que defendiese la política de Mao cuando el presidente ya no estuviese cerca? Era como si, con su retiro, le hubiese dado a Liu suficiente cuerda para ahorcarse a sí mismo, y su heredero le hubiese complacido con prontitud. Durante los siguientes dos años Mao se reservaría su valoración, pero su fe en el joven había quedado resquebrajada.

Nunca más se volvió a hablar de su plan de retirarse como presidente honorario del partido. En su lugar, en un poema escrito en enero del año siguiente, cuando llegaba a su septuagésimo aniversario, celebró nuevamente su implacable determinación de forzar a China para que marchase siguiendo el paso que él había escogido:

Hay tantas tareas que piden a gritos que sean hechas,

y siempre con urgencia;

el mundo se revuelve,

el tiempo empuja.

Diez mil años son un tiempo demasiado largo,

¡aprovechad los días, aferraos a las horas!

Los cuatro mares se embravecen, nubes y aguas se enfurecen,

los cinco continentes se estremecen, vientos y truenos rugen,

¡acabemos con todas las pestes!

Nuestra fuerza es irresistible.

Las «pestes» eran los revisionistas khruschevistas, y quizá también una mirada de reojo a los revisionistas chinos. Pero entre líneas se escondía la toma de conciencia de Mao de que tendría que dirigir el frente en persona, ya que no podía confiar en nadie que pudiese hacerlo en su lugar.

Las dudas de Mao sobre Liu adquirieron además otros matices.

A partir del verano de 1962, comenzó a desarrollar instrumentos alternativos de poder que actuasen como contrapeso de la maquinaria del partido, controlada por Liu —en tanto que primer vicepresidente del partido—, Deng Xiaoping —secretario general—, y el diputado de Deng, Peng Zhen.

Aquel mismo año, Jiang Qing, su esposa, que se había mantenido alejada de la vida pública desde su matrimonio en Yan’an, hacía veinticinco años, comenzó por primera vez a desempeñar un papel oficial.[45] En septiembre, su fotografía apareció en la portada del Diario del Pueblo, cuando Mao recibió al presidente Sukarno de Indonesia. Tres meses después, cuando el presidente lanzó otro furioso ataque contra uno de sus blancos predilectos, los intelectuales de China —esta vez con el pretexto de desterrar el revisionismo de la vida cultural de la nación—, Jiang Qing estuvo dispuesta y preparada para empuñar el garrote en su nombre. Su relación personal había acabado hacía ya largo tiempo, pero su lealtad estaba fuera de toda cuestión. Lo único que quería de la vida era probar su utilidad a Mao. Según anotó, bastantes años después: «Yo era el perro del presidente. A quienquiera que él quisiese que mordiera, yo mordía».[46] A partir de abril de 1963, animada por el propio Mao y con la discreta ayuda de Zhou, comenzó a buscar las cosquillas de los comisarios culturales de Liu y de todos los que éstos apoyaban —dramaturgos y cineastas, historiadores y filósofos, poetas y pintores—, hasta que toda la vida intelectual de China acabó bajo la misma y monótona coloración maoísta que ella ávidamente impulsaba.

Zhou Enlai, siempre ansioso por defender su esfera de los prejuicios de Mao en contra de la avidez de Liu, se convirtió en otra parte indispensable del nuevo círculo íntimo de Mao. Los dirigentes del partido en Shanghai, bajo la tutela de Ke Qingshi y su protegido, Zhang Chunqiao, sirvieron como célula de acción para promover las políticas que los conservadores dirigentes de Pekín desaprobaban. El amanuense de Mao, Chen Boda, adquirió una mayor preponderancia. Al igual que Kang Sheng, que se convirtió en el confidente de Mao en el Secretariado de Deng Xiaoping.[47] Pronto demostró que no había olvidado su vieja destreza como jefe de la policía secreta de Yan’an al crear un «grupo de casos especiales» para investigar lo que él clamaba que era un intento encubierto de promover la rehabilitación de Gao Gang. En un llamativo precedente a las estrategias que Kang emplearía en contra de los enemigos de Mao durante los grandes trastornos que les esperaban en el futuro, miles de personas fueron interrogadas y un veterano viceministro purgado, con la única evidencia de una novela histórica sin publicar, ambientada en la vieja área base de Gang en Shaanxi, uno de cuyos personajes se le parecía, según se dijo.

Pero el más importante de los lugartenientes de Mao era Lin Biao,[48] que, desde que había tenido lugar su nombramiento en 1959, había trabajado firmemente para transformar el Ejército Popular de Liberación en la sublimación de la rectitud ideológica,[49] la encarnación de la idea formulada por Mao de que los hombres eran más importantes que las armas, donde la política era siempre «el comandante supremo, alma y garante de cualquier trabajo», y el pensamiento de Mao Zedong era «la cima máxima del mundo actual … [y] la culminación del pensamiento contemporáneo».[50] Fue Lin quien publicó el más importante artículo aparecido en el Diario del Pueblo elogiando el cuarto volumen de las Obras selectas de Mao, cuando fue publicado 1960; y Lin, un año más tarde, fue también quien sugirió que se recopilase un compendio de bolsillo de los aforismos del presidente para que los soldados lo aprendiesen de memoria, propuesta que desembocó en la aparición, en 1964, del Pequeño Libro Rojo, la futura Biblia de los jóvenes chinos, talismán y piedra de toque del culto a la personalidad de Mao. Poco después, en un intento de revivir la simplicidad igualitarista de los primeros tiempos del Ejército Rojo, se abolieron los rangos y las insignias; los oficiales sólo podían ser distinguidos del resto de soldados por los cuatro bolsillos que había en sus chaquetas, frente a los dos de los soldados ordinarios. En aquel momento, el Ejército Popular de Liberación era presentado como un modelo para la nación entera, ejemplificando una lealtad, una devoción y una abnegación sin límites.

Ninguna de las acciones de Mao anteriores a la primavera de 1964 ofreció una conclusión definitiva sobre la idoneidad de la sucesión de Liu. Simplemente continuó con la práctica de destacar el nombre de Liu como uno de los dos representantes principales, junto a él mismo, del «marxismoleninismo chino».[51]

Pero durante el verano siguiente sus dudas comenzaron a tomar fuerza.

Un primer factor fue sin duda la toma de conciencia de que, a pesar de su aparente unidad de ideas, los objetivos de Liu con el Movimiento de Educación Nacionalista eran diferentes de los suyos. Deng Xiaoping indicó en febrero de 1964 a un diplomático de Sri Lanka que esperaba que Mao no prestase atención a lo que estaban realizando porque sin duda alguna lo desautorizaría.[52] Liu quería usar el movimiento para hacer del partido un instrumento fiable y disciplinado en las áreas rurales que permitiese poner en práctica las políticas económicas del marxismo-leninismo ortodoxo. Pero Mao quería combatir el revisionismo liberando la energía de las masas.

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