Mao
15. Cataclismo
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Muchos de los jóvenes ruralizados acabaron trabajando en granjas de las regiones fronterizas tuteladas por el ejército. Los oficiales del ejército supervisaron la «depuración de los rangos de clase» en las escuelas de funcionarios. Se implantaron equipos de trabajo militar en todos los departamentos y ministerios del gobierno, en las fábricas y en las oficinas de los periódicos.
Pero la extensión extraordinaria del dominio del Ejército Popular de Liberación se mostró más claramente en la administración provincial. La mitad de los miembros de los nuevos comités revolucionarios eran oficiales del ejército, frente a menos de un tercio integrado por destacamentos de guardias rojos y obreros rebeldes, y sólo un 20 por 100 de funcionarios veteranos. En los comités permanentes —que hacían las funciones de los gobiernos provinciales— casi tres cuartas partes de los miembros eran militares. En el ámbito rural, la proporción era aún más llamativa; en una provincia estándar como Hubei, donde los disturbios no se alejaron de lo común, un sorprendente 98 por 100 de los comités revolucionarios a nivel de distrito estaban presididos por oficiales del Ejército Popular de Liberación.[159] En términos prácticos, la mayor parte de China estaba bajo el gobierno del ejército.
Ése fue el precio a pagar por la caída en la anarquía. La devastación del tejido social había sido demasiado absoluta como para barajar cualquier otra solución.
A principios de septiembre de 1968 se anunció que se habían establecido los últimos de los veintinueve comités revolucionarios provinciales —en Tíbet y Xinjiang. El Grupo para la Revolución Cultural proclamó que «el país entero es rojo»[160] y, en una congregación de masas dos días después, Zhou Enlai declaró: «Hemos acabado finalmente con el complot de ese puñado de individuos que, ostentando el poder, habían tomado el camino del capitalismo».[161] Finalmente estaba preparado el escenario para el desenlace político que Mao había comenzado a preparar hacía casi cuatro años.
El 13 de octubre de 1968 el Comité Central, o lo que quedaba de él, se reunió en Pekín para iniciar su Décimo segundo Pleno. Más de dos tercios de sus miembros originales habían sido purgados, y de los que resistían, sólo cuarenta miembros plenarios estaban presentes —muy pocos para alcanzar el quórum. Para remediarlo, Mao nombró diez miembros adicionales (violando los estatutos del partido, que exigían la promoción de los suplentes, siguiendo el orden de su rango) y atestó el encuentro con unos ochenta oficiales del Ejército Popular de Liberación y dirigentes de los recién formados comités revolucionarios, que participaron en los debates, aunque sin derecho a voto.
El pleno tenía tres cometidos principales: ratificar la destitución de Liu Shaoqi; confirmar la designación de Lin Biao como nuevo sucesor de Mao —algo que en términos prácticos estaba implícito desde agosto de 1966, cuando Lin se había convertido en el vicepresidente único, y que Mao había ratificado en noviembre de 1967—; y condenar la «contracorriente de febrero» y su secuela, el «viento desviacionista derechista» de marzo de 1968.
De éstos, de lejos el más importante era la resolución que condenaba a Liu. Jiang Qing, quien había asumido personalmente el control del Grupo de Casos Especiales que llevaba a cabo las pesquisas, compiló tres volúmenes de evidencias —basadas en confesiones obtenidas mediante tortura— que pretendían demostrar que Lin había traicionado al partido entregándolo a manos del Guomindang en al menos tres ocasiones: en 1925 en Changsha, en 1927 en Wuhan, y en 1929 en Shengyang. Incluso para conseguir esos cargos tan insustanciales, los investigadores de Kang Sheng tuvieron que interrogar a veintiocho mil personas, la mayoría de las cuales fueron después encarceladas acusadas de ser contrarrevolucionarias.[162] Un testigo clave, Meng Yongqian, que había sido arrestado junto a Liu en 1929, fue interrogado durante siete días y siete noches seguidas para obligarle a admitir que mientras eran cautivos se habían convertido en traidores. Cuando se recuperó, se retractó de su «confesión», pero este hecho fue ocultado.
La propia Jiang Qing admitió que todo ello no eran más que menudencias insignificantes, y en su informe acumuló otros ejemplos más recientes de la perfidia de Liu, incluida su confabulación con la «agente secreta de Estados Unidos, Wang Guangmei», el envío de «valiosa información» a la CIA en Hong Kong, y la oposición a la «política revolucionaria proletaria del presidente Mao».[163] Las evidencias que respaldaban estas acusaciones se debían publicar con posterioridad, según Jiang Qing, pero esta promesa nunca se cumplió.
A pesar de ello, el pleno votó «la expulsión de Liu Shaoqi del partido, de una vez por todas»; su destitución de todos sus cargos por tratarse de un «renegado, traidor y esquirol … [y] lacayo del imperialismo, del revisionismo moderno y de los reaccionarios del Guomindang»; y la «continuación del ajuste de cuentas con él y sus cómplices». No fue un voto unánime. Zhou Enlai, Chen Yi, Ye Jianying y los dirigentes veteranos levantaron sus manos obedientemente para condenar a su antiguo colega. Pero una anciana, miembro del Comité Central, se negó a continuar con la farsa y optó por la abstención. También ella sería posteriormente objeto de purga.
Además se aprobó la nominación de Lin Biao como sucesor de Mao, sin oposición alguna.
La única cuestión sobre la que aparecieron divergencias significativas fue la del trato a los moderados del Politburó. Jiang Qing y Kang Sheng querían que el siguiente Congreso del partido —del que el pleno era un preparativo— redujese sustancialmente el papel de los dirigentes de la vieja guardia. Con semejante propósito, contando con la aquiescencia de Lin, ordenaron a sus seguidores que cuando el pleno se dividiese en grupos de discusión lanzasen un ataque concertado contra ellos. Zhu De fue acusado de ser «un viejo oportunista del ala derecha» que se había opuesto al liderazgo de Mao desde Jinggangshan; se dijo de Chen Yun que se había resistido al Gran Salto Adelante; y que los cuatro mariscales, al instigar la «contracorriente de febrero», habían intentado revocar el veredicto sobre el caso de Liu Shaoqi, Deng Xiaoping y Tao Zhu.
Pero Mao mantenía algunas reservas.[164] Los veteranos, insistió, simplemente habían ejercido su derecho a expresar sus opiniones. Ni siquiera Deng Xiaoping, añadió, pertenecía a la misma categoría que Liu Shaoqi.
Por lo que se refiere a Deng, Mao había albergado esta opinión desde el inicio de la Revolución Cultural. En 1967 ya había rechazado una propuesta de Kang Sheng para establecer un Grupo de Casos Especiales específico para investigar el pasado de Deng, accediendo sólo a que el equipo que indagaba sobre He Long —una investigación relativamente menor— pudiese crear un subgrupo con ese propósito. Ahora Mao rechazaba la sugerencia del Grupo para la Revolución Cultural de que Deng, al igual que Liu, debía ser expulsado del partido. Habría representado una acción arriesgada. «Ese pequeño hombre … tiene un gran futuro por delante», había dicho en una ocasión a un visitante extranjero. Deng nunca fue atacado nominalmente durante la Revolución Cultural. Mao prefirió mantenerle en la recámara, por si ocurría lo imprevisto y necesitaba recurrir nuevamente a su talento.[165]
Seis meses después, cuando el Noveno Congreso se reunió para dar a la Revolución Cultural una clausura triunfal, el presidente se mantuvo igualmente prudente.[166]
Los dirigentes que habían tomado parte en la «contracorriente de febrero», todos excepto Tan Zhenlin, conservaron su posición como miembros del Comité Central, y dos de ellos, Ye Jiangying y Li Xiannian, fueron readmitidos en el Politburó. Otros tres veteranos —Zhu De; el «dragón de un ojo», el mariscal Liu Bocheng, ahora completamente ciego; y Dong Biwu, quien, junto con Mao, era el único miembro fundador del partido todavía vivo— mantuvieron sus cargos en el Politburó, y dos soldados profesionales de menor edad —Xu Shiyou y Chen Xilian, los comandantes militares de Nanjing y Shengyang— ingresaron por vez primera en el Politburó.
En cierto sentido, estos siete representaron un elemento de estabilidad política.
El poder descansaba en el Comité Permanente, cuyo núcleo de militantes se había mantenido inalterado desde la primavera de 1967 —Mao; Lin Biao, ahora oficialmente definido no sólo como el sucesor del presidente, sino también como su «más cercano compañero de armas»; Zhou Enlai; Chen Boda y Kang Sheng—, y en los dos clanes radicales de la cúpula, dirigidos por Lin y Jiang Qing. Jiang contaba con el apoyo de los radicales de Shanghai, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan, y del ministro de Seguridad, Xie Fuzhi, los cuales se convirtieron todos en miembros plenarios del Politburó. El grupo de Lin incluía a su esposa, Ye Chun; al jefe del Estado Mayor, Huang Yongsheng; al comandante de las fuerzas aéreas, Wu Faxian; y a dos veteranos generales más, que fueron igualmente ascendidos.
Pero la decisión de buscar un sitio para los moderados fue importante. No fue simplemente un gesto de magnanimidad, sino que Mao intentaba —al igual que había hecho en el Séptimo Congreso de 1945— formar una coalición que representase los diferentes grupos de interés que configuraban el Estado comunista. Era lo suficientemente lúcido como para saber que, incluso en un período de dominio radical, hombres como Zhu De y Liu Bocheng (y, más aún, Zhou Enlai) contaban con un apoyo político que Lin Biao y sus seguidores no podían procurarse. Sus cincuenta años de lucha política cuerpo a cuerpo habían enseñado a Mao a no poner todos los huevos en un mismo cesto.
Pero además había otra razón aún más importante.
Oficialmente, la Revolución Cultural había sido un éxito extraordinario. A Mao se le atribuyó el haber elevado al marxismo-leninismo «hasta una cota excelsa y nueva», creando una filosofía que sería la guía para «una era en la que el imperialismo se dirige al colapso total y el socialismo a la victoria mundial». Sus aforismos estaban tan enraizados en la conciencia de la nación que, en las conversaciones cotidianas, habían alcanzado la misma consideración que las citas de los clásicos confucianos en el habla de las generaciones anteriores. El Noveno Congreso había ratificado la lucha de clases como la «línea fundamental [del partido] a lo largo del período del socialismo», y había dictaminado que las futuras generaciones debían dirigir la política siguiendo la rúbrica de «continuar la revolución bajo la dictadura del proletariado».
Pero, después de tres años de caos, ¿qué se había conseguido en realidad?
Liu Shaoqi había sido definitivamente purgado. Deng Xiaoping y Tan Zhenlin estaban bajo arresto domiciliario. Otros dos dirigentes veteranos, He Long y Tao Zhu, habían muerto en cautividad. Miles de figuras menores en todos los niveles de la jerarquía del partido habían quedado apartadas del poder, y muchas de ellas, además, continuaban en prisión. Cerca de medio millón de personas habían sido asesinadas, una cifra que se dobló cuando la purga de los elementos del «Dieciséis de Mayo» y la «depuración de los rangos de clase» desenmascaró nuevos «contrarrevolucionarios» y los envió a la muerte.[167] Toda manifestación de pensamiento o comportamiento burgués había sido aniquilada.
En sustitución de Liu, Mao había nombrado a Lin Biao.[168] En un aspecto era un buen candidato a la sucesión: era casi diez años más joven. Pero era un enfermo crónico, e incluso Mao se refería a él jocosamente como el «siempre saludable». Lin padecía un problema nervioso —similar a la neurastenia de Mao— que le hacía sudar profusamente. A diferencia de Mao, era además un hipocondríaco. Odiaba reunirse con otras personas, y el tormento que representaba para él la recepción de una delegación extranjera lo dejaba empapado en su transpiración. Mientras recibía a principios de los años cuarenta tratamiento médico en la Unión Soviética, se convirtió en un adicto a la morfina, y nunca superó por completo ese hábito. Desarrolló aversión a la luz solar. En su despacho, las persianas estaban perpetuamente corridas. Se negaba a salir cuando hacía viento. En el interior, la temperatura se debía mantener constante en los veintiún grados centígrados, tanto en invierno como en verano.
Incluso para los parámetros habituales de una cúpula en la que las relaciones personales eran la excepción, Lin era irracionalmente antisocial. Vivía casi recluido en una mansión fuertemente vigilada de Maojiawan, en el distrito noroccidental de Pekín. Se evitaban las visitas, y nunca iba a ver a los demás, declinando a menudo recibir incluso a sus propios subordinados militares. Se negaba a leer por sí mismo los documentos, obligando a sus secretarios a ofrecerle un resumen oral, que no podía durar más de treinta minutos diarios.
Ninguna de estas excentricidades descalificó a Lin para convertirse en el sucesor de Mao. El papel del presidente del partido no era ejecutivo, sino estratégico. A los ojos de Mao, el mérito supremo de Lin era que, desde que se habían conocido en 1928 en Jinggangshan, se había mostrado como un seguidor leal. Poseía un intelecto extraordinario. Era el único de los subordinados de Mao capaz de amenizar sus discursos más importantes con ocurrentes alusiones históricas (que un equipo de investigadores que había contratado buscaba para él), y cuando no nadaba entre panegíricos en honor al presidente, era capaz de articular las ideas de Mao con una elocuencia y una claridad que nadie podía igualar. Políticamente, contaba con el prestigio de ser el más brillante de los comandantes comunistas de la guerra civil. Ideológicamente, se adhería religiosamente a los preceptos del pensamiento de Mao Zedong.
Pero Lin no era un líder carismático, y sin duda estaba claro para Mao que necesitaría estar bien secundado.
Aquí residía la dificultad. Cuando el presidente dirigió su mirada al auditorio del Gran Salón del Pueblo donde se estaba celebrando el Noveno Congreso, difícilmente pudo dejar de percibir que dos terceras partes de los mil quinientos delegados vestían los uniformes verdes del Ejército Popular de Liberación. Cerca de la mitad del nuevo Comité Central pertenecía al ejército.[169] Menos de una quinta parte eran cuadros veteranos. Los recién llegados podían ser política e ideológicamente fieles, pero muy pocos tenían el calibre de los dirigentes pertenecientes a la primera generación que ellos habían sustituido.
En las zonas rurales en general, los éxitos de la Revolución Cultural habían sido aún más problemáticos. Se trató esencialmente de un fenómeno urbano. La mayor parte de los seiscientos millones de campesinos de China, lejos de ser «tocados en sus propias almas» —como pretendía la propaganda revolucionaria— oyeron apenas rumores distantes de los tumultos de las ciudades.
En la superficie, China se había convertido en un mar de grises edificios y campos de propiedad colectiva, de ropas uniformadas de algodón azul, donde el único colorido provenía de las rojas banderas de los edificios y las brillantes chaquetas y las polainas de los niños. Los ornamentos de cualquier tipo estaban prohibidos. La cultura había sido reducida a las ocho óperas revolucionarias de Jiang Qing. No existían los mercados, ni los puestos callejeros, ni los vendedores ambulantes. Las bicicletas eran todas negras.
Pero erradicar el individualismo del espíritu —alcanzar una «revolución proletaria de la mente», como había expresado Mao— era una empresa mucho más incierta.[170]
En 1966 había escrito que sería necesario promover revoluciones culturales «cada siete u ocho años» para renovar el ardor revolucionario del país e impedir el paso a la decadencia burguesa.[171] Ahora, en abril de 1969, repitió que la tarea no se había completado todavía y que «después de algunos años» la revolución tendría que ser llevada a cabo de nuevo.[172]
Mao nunca admitió, ni entonces ni posteriormente, que la Revolución Cultural se había quedado muy por debajo de su diseño original. Aun así, es difícil creer que un hombre de semejante talante escéptico y dialéctico no fuese capaz de ver que el nuevo «reino de virtud roja», cuyos dolores de parto habían estado tan marcados por el terror, la crueldad y el sufrimiento, era de una superficialidad ridícula. Si lo comprendió, no dio muestra alguna de ello. La Revolución Cultural había provocado una demostración colectiva de los peores instintos de la nación; incluso Lin Biao, privadamente, la descalificó como una «revolución incultural».[173] Pero Mao tenía otros pensamientos. La revolución, le gustaba decir, no era un banquete. La principal prioridad era la perpetuación de la lucha de clases.
Al servicio de esa causa, China se había convertido en una gigantesca prisión de la mente. El viejo mundo había quedado reducido a escombros. Y Mao no disponía de nada que proponer en su lugar a excepción de la vacía retórica roja.
Finalmente, el vacío fue llenado con la sorprendente ayuda de Moscú.
En la noche del 20 de agosto de 1968, las tropas soviéticas invadieron Checoslovaquia para acabar con la «primavera de Praga» y derrocar al reformador gobierno comunista allí existente.[174] Para justificar su acción, los rusos argumentaron que todos los estados del bloque soviético tenían el deber de defender el sistema socialista allí donde estuviese amenazado. La «doctrina Brezhnev», como fue denominada, estaba limitada formalmente a Europa, pero, según Mao, ofrecía la base de un posible ataque ruso a China.
Al llegar la primavera, Mao decidió avanzarse a los acontecimientos.
Durante varios años se habían sucedido fortuitos incidentes menores a lo largo de la frontera chino-soviética. Sin embargo, el enfrentamiento que tuvo lugar el 2 de marzo de 1969 fue premeditado.[175] Trescientos soldados chinos, ataviados con uniforme de camuflaje, avanzaron protegidos por la oscuridad sobre el hielo del río Ussuri hasta la isla de Zhenbao (Damansky), un pequeña extensión de territorio objeto de disputa en la frontera fluvial, doscientos treinta kilómetros al sur de la ciudad siberiana de Khabarovsk. Allí cavaron trincheras en la nieve y prepararon una emboscada. A la mañana siguiente, una unidad china, actuando como señuelo, se trasladó ostentosamente a la isla. Cuando una patrulla rusa llegó para interceptarles, los chinos abrieron fuego. Los soviéticos reunieron después refuerzos y consiguieron forzar la retirada de los chinos, perdiendo a más de treinta hombres, entre muertos y heridos. Otro enfrentamiento aún mayor acontecido dos semanas después en la misma zona concluyó con sesenta bajas rusas y varios centenares de chinas.
El plan de Mao era de una simplicidad asombrosa.[176] Si la Unión Soviética se había convertido en el principal enemigo de China, entonces Estados Unidos, según el principio de que «los enemigos de mis enemigos son mis amigos», se había convertido en un aliado potencial: a pesar de estar implicado en una guerra brutal y destructiva en las fronteras meridionales de China contra otro de los aliados de Pekín, Vietnam.
La batalla de la isla de Zhenbao fue el inicio del prolongado esfuerzo chino por convencer al nuevo presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, de que las prioridades en política exterior de Pekín habían experimentado un cambio radical. Los rusos, ignorando los propósitos de Mao, reforzaron sin querer su causa al aumentar la presión militar para intentar obligar a China a iniciar negociaciones. A lo largo de la primavera y el verano, los incidentes fronterizos se multiplicaron, acompañados de advertencias moscovitas sobre la posibilidad de intervención del pacto de Varsovia y el uso de armas nucleares (del mismo modo que los norteamericanos habían esgrimido la amenaza nuclear durante la crisis del estrecho de Formosa en 1958). El Kremlin comenzó a acumular fuerzas soviéticas en Mongolia. China aprobó un incremento del 30 por 100 en el presupuesto militar. En agosto se lanzó en Pekín un programa de defensa civil en el que millones de personas fueron movilizadas para cavar refugios antiaéreos que serían utilizados en caso de ataque nuclear.
Habiendo fijado su objetivo político, Mao accedió, después de la pertinente muestra de reluctancia, a la celebración de un encuentro entre Zhou Enlai y el primer ministro soviético, Andrei Kosiguin —oficiado simbólicamente en el aeropuerto de Pekín para subrayar que el Reino del Centro estaba todavía decidido a mantener a los bárbaros en la entrada. Alcanzaron el acuerdo de mantener el statu quo en la frontera, retomar las negociaciones fronterizas, y evitar nuevos enfrentamientos militares.
De este modo, se resolvió la crisis.
Mientras duró, creó un entorno militante apropiado para la celebración del Noveno Congreso. Cuatrocientos millones de personas, la mitad de la población de China, según se afirmaba, habían tomado parte en las manifestaciones en contra de los «nuevos zares». A largo plazo, la escalada de retórica que apuntaba al «social-imperialismo soviético» proporcionó un nuevo foco político para las energías de la nación (al igual que, veinte años antes, la retórica antiamericana había galvanizado China en la época de la guerra de Corea).
También contribuyó a que Mao atase algunos cabos sueltos. A mediados de octubre, Lin Biao, bajo la autoridad del Politburó, ordenó una «alerta roja» en la que millones de tropas fueron desplegadas como ensayo para un posible ataque soviético.[177] No se trataba de una conjetura del todo inverosímil. A pesar de que la crisis fronteriza había llegado a su fin, China acababa de realizar su primer experimento nuclear subterráneo con éxito, suscitando la preocupación de que los rusos pudiesen lanzar un ataque de precisión contra las instalaciones nucleares chinas. No obstante, aun si el presidente realmente creyó en esta posibilidad, como se aseguró posteriormente, que los rusos efectivamente llegasen a desplegar un bombardeo punitivo sobre Pekín era una cuestión muy distinta. Pero le proporcionó un pretexto para dispersar a los dirigentes veteranos del partido y, al mismo tiempo, alejar de la capital —tres años después de su caída— a Liu Shaoqi y Deng Xiaoping.
Deng fue enviado junto a su esposa a Jiangxi, donde vivió bajo vigilancia en barracones del ejército y dedicó sus días a trabajar media jornada en una cercana planta de reparación de tractores.[178]
Liu había estado postrado en la cama desde el verano de 1968, cuando contrajo una neumonía.[179] Había perdido la capacidad del habla y era alimentado por vía intravenosa. No se había cortado en dos años el pelo, que se había tornado blanco, y alcanzaba el medio metro de largo. Siguiendo las instrucciones de Mao, fue sacado en camilla de Zhongnanhai el 17 de octubre y llevado en avión hasta Kaifeng, la capital de Anhui. Allí fue confinado en un edificio vacío sin calefacción dentro de los cuarteles del comité provincial del partido. Volvió a enfermar de neumonía, pero se denegó el permiso para enviarle a un hospital. Murió el 12 de noviembre, casi cuatro años después de que Mao lanzase la campaña contra él.
El presidente no dio la orden directa de su muerte, del mismo modo que no ordenó la muerte de He Long o Tao Zhu, o de Peng Dehuai, que murió algunos años después en un hospital de prisión.
Pero no movió un solo dedo para evitarlo.