Mala

Mala


Cuarto Día » Capítulo 16

Página 28 de 52

16

Río Tíber, Roma, Italia

¿Un simio furioso o un oso grizzly cabreado? ¿Un zombi rabioso hambriento de carne humana? Domenico podría protagonizar las peores pesadillas sobre asesinos. Lleva la maldad escrita en la frente. Nariz rota y abultada. Cien kilos de malas intenciones plantados ante la puerta de mi apartamento. Y no ha venido solo: trae a dos matones de aspecto dudoso. Eso sí que no me lo esperaba. De repente se me ocurre que Nino también podría estar aquí. Retrocedo un paso.

—¿Elizabeth? —dice Domenico—. Estás… diferente.

Me abraza tan fuerte que me crujen un par de costillas. Recuerda, Alvie: eres Beth. Este hombre piensa que eres la esposa de su difunto jefe. Más me vale exagerar mis cualidades de rubia y la sed de sangre…

—He venido en cuanto me he enterado de que ese stronzo estaba aquí —explica—. Ni te imaginas toda la mierda con la que he tenido que lidiar desde que se marchó. Tengo a los de Don Russo pisándome los talones. Nino mató a Franco Motisi.

—Ay, qué horror —contesto—. Un mal día en la oficina.

Domenico menea su cabeza de jabalí.

—Estos son Riccardo y Giuseppe.

Señala a los hombres.

Son como Rosencrantz y Guildenstern, solo que esos están muertos.

Riccardo es alto y muy delgado, tiene la cabeza rapada y ojos bizcos. Giuseppe es bajo y muy gordo. O está de nueve meses y espera gemelos, o es de beber cerveza. Es tan ancho como alto y tiene una cicatriz con forma de bala en la sien izquierda (es obvio que alguien erró el tiro). Huele a cecina o algo parecido y, además, le faltan un par de dientes. Los miro y después me doy cuenta de que llevan equipaje. No puede decirse que viajen ligeros: tres maletas abultadas. Una funda de violín. Una sombrerera. ¿Qué es esto? ¿Un circo ambulante? ¿No pensarán quedarse aquí esta noche?

Los dejo pasar y sueltan los bultos en el recibidor.

Entonces Domenico me agarra del brazo.

—Oye, ¿qué haces?

—Desapareciste. Tú y ese stronzo. Y Ambrogio está muerto. Quiero saber qué demonios pasa. Ven conmigo —ordena.

—¿Adónde vamos?

—De paseo.

—Oye, suéltame. No me toques.

Me saca a la calle a empujones y cierra la puerta de golpe. Riccardo me agarra del otro brazo y me da un puto ataque. Forcejeo y me revuelvo, pero no sirve de nada. Ellos son tres y yo solo una. El cuchillo de trinchar está en el bolso de Prada y no puedo sacarlo. Joder, qué mala idea. Debería haberle hecho caso a Beth. Riccardo y Domenico me arrastran al otro lado de la calle y bajamos una escalera que conduce al río. Caminamos junto al Tíber hasta llegar a un puente viejo.

—¿Vais a soltarme ya?

Nadie responde.

Paramos debajo del puente. Está oscuro y mugriento. Sucio. El agua negra parece profunda. Huele a humedad. A podredumbre. Supongo que de cadáveres y peces muertos. Me dan arcadas y a duras penas consigo no vomitar. Me van a tirar. Hasta aquí hemos llegado. Fin.

Domenico mete la mano en la chaqueta y deja entrever una pistola colosal. Aunque su mano pasa de largo, le clavo la mirada. El mango tiene unas iniciales grabadas en oro: «D.O.M.». Las suyas. Madre mía, qué pinta tiene esa arma. Es justo lo que necesito. Ojalá pudiera robársela, pero no tengo esperanzas. Domenico saca una caja de latón de puros y me ofrece uno. ¿De qué va? ¿El último puro? A la mierda, voy a coger uno. Lo escojo y acaricio la envoltura suave y crujiente de hoja de tabaco. Inhalo su fragancia terrosa: lluvia recién caída. Estoy ansiosa por probarlo. Domenico prende una cerilla larga, y yo me acerco y lo enciendo. Le doy vueltas al humo en la boca. Total, mejor disfrutarlo.

—¿Lo has visto? —pregunta Domenico.

Se refiere a Nino. Bien. Debe de significar que no está con ellos.

—Sí —contesto, y asiento con la cabeza—. Lo he visto.

—¿Por qué lo persigues? —quiere saber.

—Por el dinero… Robó el dinero. El del Caravaggio.

Domenico niega con la cabeza.

—Ese puto cuadro. El puto cabrón. ¿Dejaste que se te escapara?

—Ayer estuvo en la piazza di Spagna. Me dio esquinazo en el metro.

Minchia —gruñe Domenico, y me mira con mala cara.

Espero que solo quiera hablar. De eso soy capaz, así nadie sale herido. Pero este es un lugar extraño para ponerse al día y no hay manera de escapar. Los otros dos tipos están plantados mirándome, sin decir ni pío. No dan la impresión de tener mucha actividad detrás de esos ojos de mirada ausente. Pero quizá me equivoque. No debería juzgarlos: podrían ser físicos cuánticos que están en la mafia a media jornada.

Domenico mira a Giuseppe y le señala mi bolso de Prada con la barbilla. Giuseppe lo agarra y lo vacía en el suelo.

—Cuidado, que es nuevo —me quejo.

El bolso cae al barro, el cuero se llena de mierda y de arenilla. Todo tirado por el suelo. Riccardo le echa un vistazo al reloj de cuco (no sabe que dentro hay dinero). Giuseppe se agacha, coge el cuchillo y se lo entrega a Domenico.

—¿Qué es esto? —me pregunta.

Gira el cuchillo para inspeccionar la hoja dentada. Pasa el pulgar por el filo y lo lanza al río. Este salpica en la superficie y desaparece. Ya he perdido otra arma.

Domenico ve el teléfono de Nino. Se agacha y lo recoge. Lo reconoce.

—Te… te lo puedo explicar.

Le limpia la suciedad de la pantalla.

—Estaba siguiéndolo con una aplicación. —Espero a que digiera la información sobre mi plan genial—. Pero Nino envió el móvil a Rumania con un zángano asqueroso. Conseguí el teléfono, pero él no estaba.

Los mañosos se miran y les da un ataque violento de risa.

—¿Que envió…? —dice Domenico—. ¿Mandó el teléfono a Rumania?

—Oye, no tiene ni puta gracia.

Riccardo y Giuseppe están doblados de la risa.

—Basta ya, coño. No tiene ni puta gracia.

Le doy una calada al puro. Tos. Tos. (Ahora me acuerdo: es como Bill Clinton con la marihuana, no hay que tragarse el humo). Los matones se secan las lágrimas de los ojos e intentan recobrar la compostura.

—Pues yo no me río. Le perdí la pista. —Digo.

Me alegra tenerlos entretenidos.

—No te creo —dice Domenico.

—Pues es la verdad. ¿Puedo arreglar el bolso?

Nadie contesta, así que lo guardo todo aunque esté sucio. Joder, está asqueroso. Menuda ridiculez, ya solo me queda uno. ¿A quién se le ocurre comprarlos de color crema?

Domenico se fija de nuevo en el móvil de Nino. Toca la pantalla.

—No podrás ver nada, tiene pin.

Domenico pulsa un código de cuatro cifras.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Llevamos veinte años trabajando juntos. ¿Crees que no sé cuándo es su cumpleaños?

—Ah… ¿Y cuándo es? Por curiosidad.

—El 5 de septiembre.

—Genial.

Uy, creo que es el sábado que viene, ¿verdad? (Aunque me da igual. No pienso hacerle un regalo). Domenico curiosea en el móvil.

—Ha borrado el historial de llamadas y todos los mensajes, pero la lista de contactos, no —dice—. Si, si…, a esta persona la conozco. Está aquí, en Roma.

Le da la vuelta al móvil y me enseña los detalles de alguien.

—Dinamita —dice.

—Qué nombre más guay.

Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. A lo mejor se lo robo.

—Es un contacto que tenemos en Trastévere.

—O sea, que Nino podría estar con esa persona —concluyo.

Domenico mira a sus matones y ellos me cogen de los brazos otra vez.

—No, el río no —pido.

Me arrastran hasta una valla oxidada.

—¿Qué co…? ¿Adónde me lleváis?

Se me cae el puro al suelo.

Domenico nos sigue y me susurra algo al oído.

—Si descubro que trabajas con él, te mato. ¿Entiendes?

Me cogen por detrás de la cabeza y me la embuten entre los barrotes de hierro.

—Au. ¿Cómo? ¿Por qué? Hostia, no. No. No. Os juro que no estoy con él. Soltadme. ¡DEJADME SALIR DE AQUÍ!

Me agarro a los barrotes con la cara estrujada entre dos. Intento sacar la cabeza, pero se me han enganchado las orejas y estoy atascadísima. Estoy atrapada.

MIERDA PUTA MIERDA PUTA MIERDA.

Los pasos de los mañosos se alejan despacio hasta desaparecer.

—Volved. ¡Volved! Puedo ayudaros.

Oigo que se ríen.

Hay que intentarlo.

—A Nino le gusto. Está encaprichado de mí…

Silencio. Nada. Se han ido.

Ir a la siguiente página

Report Page