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EN EL INFIERNO
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EN EL INFIERNO
La hembra de Megalodon surgió del Pacífico con una explosión y se elevó del agua casi hasta la aleta caudal. Durante un momento eterno, el monstruo de veinte toneladas quedó suspendido en el aire como un pez vela y luego se sumergió de nuevo en su reino líquido con la boca abierta, loco por apagar el fuego que ardía en su interior.
Aunque las baterías del AG-I estaban agotadas, el pequeño generador de emergencia del sumergible podía mantener en funcionamiento los sistemas de apoyo vital durante casi una hora. Jonas conectó la luz exterior.
El Abyss Glider se había alojado en las regiones superiores del estómago del Megalodon. El agua de mar calentada en el cuerpo cubría de vaho el lexan y montones de objetos parduscos daban vueltas entre las paredes firmes y rosadas. Jonas observó el termómetro que señalaba la temperatura del exterior: treinta y dos grados.
—Asombroso —murmuró en voz alta e hizo un esfuerzo por mantenerse concentrado, lejos de los pensamientos que podían atenazarle de pánico. Gruesos pedazos de grasa de ballena chocaban con el morro de plástico del sumergible. Jonas se sentía al borde del vómito pero no podía dejar de mirar. Podía discernir los restos de una marsopa, una bota de goma y varios fragmentos de madera. Glóbulos fundidos de grasa de ballena parcialmente digerida flotaban en la invisible periferia. Entonces vio algo distinto. Era una pierna humana, segada por la rodilla. Luego apareció otra figura, un torso medio destrozado. La figura tenía una cabeza, un rostro, todavía reconocible… ¡Era Danielson!
Jonas notó una náusea y el vómito que le venía sofocó su grito. Las paredes se cerraron sobre él y experimentó convulsiones de temor. El sumergible se escoró pronunciadamente a un lado, siguiendo el movimiento del inmenso estómago, e impulsó fuera de la vista los restos del antiguo oficial mientras su anfitrión se agitaba, brincaba y saltaba fuera del agua, revolviéndose de dolor.
André Dupont, sentado en la cubierta, recuperó el aliento mientras contemplaba con asombro y temor a la mayor criatura que jamás haya habitado los océanos revolverse entre espasmos, totalmente fuera de control. Terry se quedó de pie con las piernas temblorosas. Unas lágrimas surcaban sus mejillas. Había visto prender el cohete y, por tanto, sabía qué había hecho Jonas. En aquel momento, comprendió la profundidad de sus sentimientos hacia él.
León Barre discutía con el propietario del palangrero, a quien advertía que los motores del barco atraerían al monstruo. El dueño, un hombre ya mayor, masculló unos juramentos pero decidió que, en efecto, quizá sería mejor apagar los motores.
El Megalodon se sumergió con las entrañas quemadas por las llamas del cohete e intentó regurgitar el objeto que había engullido. Por fin, expulsó por la boca dos secciones de metro y medio de plancha de óxido de aluminio, junto con varios pedazos sanguinolentos de tejido esofágico. Los estabilizadores rotos del Abyss Glider flotaron ante el hocico del animal y este, incapaz de resistirse a un instinto desarrollado a lo largo de setenta millones de años, abrió la boca y volvió a tragárselos con los restos de sus propias entrañas.
Jonas se estremeció sin poder evitarlo; sus nervios eran presa de un temblor incontrolable entre un horror carnal inimaginable. Hasta aquel momento no había sabido lo que era de verdad la claustrofobia. Lo que era sentir miedo de verdad.
Entonces recordó a Terry. Ella, entre todas las cosas, podía darle esperanza.
—Terry sigue con vida —refunfuñó en voz alta—. Y yo, también. ¡Concéntrate, Jonas, maldita sea! Piensa. ¿Dónde estás?
Obligó a su mente a recordar los pulcros diagramas clínicos de la anatomía interna de un gran tiburón blanco, que tan bien conocía. El sumergible había dejado atrás el esófago y, por tanto, debía de estar en la zona alta del estómago. ¿Qué podía hacer? ¿Era posible matar al Megalodon desde dentro?
Jonas se dio cuenta de que, con aquellos pensamientos racionales, su respiración acelerada se había calmado. «Estás bien —se repitió—. Estás bien». Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos, cada vez más fuerte, hasta casi impedirle oír su propia voz.
«¡Pero si esos latidos no son míos! —advirtió de repente. En su cabeza reapareció el diagrama: el esófago, el estómago…—. ¡Es su corazón!». Sí; el corazón de dos cámaras del gran tiburón blanco estaba situado detrás de las agallas y delante del enorme hígado; ¡directamente debajo del estómago!
Una serena determinación empezó a adueñarse de Jonas. Tenía un plan, un rayo de esperanza. Volvería a ver a Terry. Se apoyó sobre un costado y localizó un pequeño compartimento bajo el cojín del asiento. En el compartimento había unas gafas, un regulador y una pequeña bombona de oxígeno de emergencia. Cogió los tres objetos, se puso las gafas y comprobó que el paso de oxígeno funcionaba correctamente. Cuando estuvo seguro de ello, buscó el cuchillo submarino.
No lo encontró. ¿Y ahora, qué? ¿Cómo iba a cortar el grueso tejido muscular de los órganos internos del Megalodon? Tanteando a ciegas, sus dedos encontraron la bolsita de cuero, de donde extrajo el diente fosilizado de su funda protectora y lo guardó bajo el cinturón del traje isotérmico. Cogió una linterna y aseguró el pequeño cilindro del oxígeno a su pecho con las cinchas de velero.
Ya estaba preparado. Jonas abrió la escotilla de la parte trasera del sumergible. La zapatilla de caucho perdió su estanqueidad con un siseo cuando Jonas empujó la compuerta circular y la entreabrió. Un líquido denso y caliente al tacto empezó a filtrarse en el sumergible.
Respirando a través del regulador, Jonas se deslizó por la escotilla e iluminó la oscuridad ácida con la linterna.
El estómago de la fiera era una cámara de músculos perfectamente confinada, palpitante, en constante movimiento, que batía los restos de comida en una atmósfera cáustica de humedad, secreciones corrosivas y agua de mar. El órgano digestivo protestó por su presencia con unos gorgoteos agudos que se alternaban con una serie de gruñidos graves y resonantes. Debajo de todo ello, el bum… bum constante del corazón del Megalodon vibraba a través del cuerpo de Jonas.
Sin un arriba y un abajo discernibles, el estómago parecía ser una mera bolsa de músculos que se expandía y se contraía continuamente. Jonas sacó la pierna del AG-I y, al hacerlo, notó cómo el sumergible cambiaba de posición. Con el pie derecho tocó el revestimiento interno del estómago, que le produjo la impresión de pisar una superficie de masilla. Un líquido espeso rezumaba de unos poros en el músculo, se coló entre los dedos y le escaldó el pie. Sacó la otra pierna por la escotilla. Sin previo aviso, el estómago se hinchó debajo de él y toda la bolsa de músculo giró tres cuartos de vuelta. Jonas perdió pie y cayó de espaldas. Al momento, notó el calor de la mucosa que atacaba el traje isotermo. Con una náusea, se puso a gatas y avanzó sobre la superficie desigual, de potente musculatura.
Las manos empezaban a arderle y el cambio de temperatura le empañaba las gafas. Contuvo la respiración, incorporó el cuerpo hasta quedar de rodillas, se quitó las gafas y escupió en el cristal para limpiarlo de vaho. El olor acre le provocó otra náusea y le escoció rápidamente en los ojos.
Aspiró con fuerza por el regulador mientras volvía a colocarse las gafas. Sí, así estaba mejor. Se recomendó a sí mismo mantener la calma y respirar profundamente. Bien, ¿y cuál era la parte del vientre del animal? Notó un cambio de presión y agarró el alerón de cola del AG-I en el momento en que volvía a ser lanzado hacia atrás. El sumergible estuvo a punto de venírsele encima y, mientras lo esquivaba, vio moverse algo. Enfocó la linterna hacia un objeto…, no, dos objetos relucientes: ¡eran los alerones desprendidos del sumergible! Las planchas de metal se deslizaron más adentro del estómago, guiadas por las paredes musculares del tracto digestivo.
Jonas hizo cálculos mientras el Megalodon se equilibraba una vez más. Aplicó el oído a la masa hinchada que tenía debajo y escuchó el bum, bum, bum cada vez más potente. Apoyado en el pesado sumergible, asió el afilado diente de veinte centímetros como si fuera un cuchillo prehistórico y hundió la punta en el tejido estomacal.
El diente rebotó en el tabique de músculos gruesos y firmes y se le escapó de la mano. Frenético, tanteó la mucosa con la mano hasta que volvió a encontrar el diente. Una sensación de amenaza hizo añicos su calma. «Voy a morir aquí dentro», pensó.
Todavía a gatas, sujetó el diente con ambas manos y lo clavó de nuevo, aplicando todo su peso; esta vez, utilizó los cantos, con sus resaltes, a modo de sierra. El grueso tejido fibroso empezó a rasgarse, pero el trabajo fue lento, como cortar carne cruda con un cuchillo de mantequilla. Jonas trazó una incisión de algo más de un metro en el revestimiento interno y, a continuación, siguió pasando los bordes del improvisado cuchillo contra la elástica musculatura. El Megalodon no podía notar el corte que le estaba haciendo Jonas en el estómago, pero las heridas a lo largo del tracto digestivo provocaron que la fiera boqueara. Nervioso, el depredador salió a la superficie para atacar.
Con la mano izquierda, Bud Harris pulsó el interruptor que ponía en marcha las bombas del Magnate. En la diestra empuñaba la pistola, amartillada y apuntada a la cabeza de Mac.
—¿Por qué pones en marcha las bombas? —preguntó Mac—. Atraerás al bicho.
—Eso es lo que quiero. Muévete.
Bud le puso el cañón del arma en la boca mientras con la otra mano lo agarraba por el cuello; así, lo condujo a cubierta. El sol de última hora de la tarde bañaba la cubierta hundida del yate.
—Ese monstruo ha destruido a mi mujer, a la única persona que me ha importado en la vida —sollozó Bud—. Esa criatura, esta pesadilla albina, continúa persiguiéndome y me impide dormir. Me impide vivir. ¡Y tú…! —Bud acercó su rostro al de Mac—. ¡Tú tenías que interferir, tenías que hacerte el héroe…! —Dicho esto, se apartó un poco y, con un gesto, indicó a Mac que avanzara hacia la borda—. Adelante.
—¿Eh? —Mac captó el ruido del helicóptero del servicio de Guardacostas que intentaba detenerse en el aire sobre la embarcación.
Bud disparó una vez y la Magnum abrió un boquete de diez centímetros en la cubierta.
—Tú querías salvar a ese monstruo… —masculló—. ¡Ahora le servirás de comida! —Disparó de nuevo y esta vez acertó a Mac en la pantorrilla derecha. Mac cayó al suelo con la pierna ensangrentada—. El próximo tiro será en al estómago, de modo que te sugiero que saltes ahora.
Mac se arrastró hasta la borda y se encaramó a ella.
—¡Estás chiflado, amigo!
El piloto saltó al agua y se alejó.
Bud lo vio nadar lejos del Magnate. «Nos vemos en el infierno».
Las espasmódicas contracciones musculares del ardiente estómago de la hembra le afectaban todo el vientre y las aletas pectorales. El Megalodon necesitaba alimentarse para apagar las llamas que ardían en su interior.
Las vibraciones del Magnate se convirtieron en un reclamo y el olor de la sangre de la herida de Mac le resultó embriagador. La fiera aprovechó la termoclina para acelerar su marcha, se aproximó al casco del Magnate y lo embistió con tal fuerza que abrió una enorme grieta de cinco metros a lo largo de la popa. En pocos segundos, el yate empezó a girar sobre sí mismo lentamente, antes de iniciar su descenso a las aguas profundas de la reserva marina.
Bud estaba recostado en su sillón de cara a proa, con la botella de Jack Daniels vacía en las manos. Le dolía la cabeza y el mundo daba vueltas en torno a él.
«Debe de ser la bebida», se dijo y echó la cabeza hacia atrás. El segundo golpe lo despejó y lo alertó.
—¡Oh, mierda! —Cogió la pistola y echó el cuerpo hacia delante con esfuerzo.
La popa hacía agua rápidamente y el Magnate giraba sobre sí mismo cada vez más deprisa. Bud cayó contra la borda y vio la aleta dorsal.
Disparó y falló por más de tres metros. —¡Qué te jodan, pez! A mí no me cogerás. Te aseguro que no.
A través de los prismáticos de Dupont, León Barre vio asomar la aleta junto al yate inutilizado.
—Creo que deberíamos irnos ahora, capitán.
Los motores del palangrero se pusieron en marcha con un gruñido y, expulsando un humo azul como si tosiera, el barco puso rumbo a la costa. A casi un kilómetro de distancia, la hembra volvió la cabeza y, enfurecida e instintivamente, cambió de dirección y aceleró en persecución del pesquero.
Bud cerró los ojos. El mundo iba demasiado rápido para su vista. Notó que la cubierta delantera se elevaba. Cayó de rodillas y luchó, en su borrachera, por echar una última mirada. El yate giraba en torno a él, acelerando hacia el vórtice del remolino. Apenas podía distinguir la figura del monstruo, cuya cabeza triangular, enorme y blanca, se alzaba sobre él. La boca parecía buscar comida. Bud alzó la mirada.
—Ya voy, Maggie… —musitó; luego, buscó al monstruo—: ¡Qué te jodan, bicho!
Se llevó el cañón de la Magnum a la boca y tiró del gatillo. Sus sesos salieron esparcidos por el hueco abierto en la parte posterior del cráneo.
La proa blanca triangular del Magnate continuó subiendo mientras la popa se sumergía bajo el mar.
El Megalodon se había alejado hacía rato.
Jonas estaba agotado. La grasa de ballena y demás restos se comprimían en el estómago y lo empujaban por la espalda. No quería volverse a mirar, por miedo a saber qué, o quien, era el causante de la presión.
Por fin, el diente terminó de atravesar los quince centímetros de músculo de la pared estomacal y Jonas asomó la cabeza por la rendija. Fuera del estómago, se encontró en un ambiente absolutamente distinto.
La cámara cardíaca era muy angosta y apenas dejaba un espacio de un par de palmos para deslizarse. Jonas se tumbó boca abajo en el espacio y encajó la espalda contra una capa de músculo estriado, que cedió a la presión. Avanzó arrastrándose, con la linterna en una mano y el diente en la otra, en dirección al bombo que resonaba cada vez más fuerte en su cabeza.
La cámara empezó a ensancharse y el latido se hizo más potente. Alrededor de Jonas, las paredes carnosas vibraban y, por fin, lo vio a la luz de la linterna: una masa redondeada de músculo, de metro y medio, suspendida por gruesos cables de vasos sanguíneos.
El barco pesquero estaba a cien metros de la playa cuando el Megalodon salió a la superficie apenas diez metros por detrás. Los pasajeros se agarraron, incapaces de reunir la fortaleza mental necesaria para sobrevivir a otro ataque.
Con un cambio de velocidad vertiginoso, la hembra embistió contra la fuente de las vibraciones y desencajó los ejes de los motores. Las hélices dejaron de batir el agua y el averiado palangrero quedó a la deriva, impotente, a solo cincuenta metros de la orilla.
—¡Hijo de puta! —exclamó el capitán—. ¡Esto es culpa tuya, francés! ¡Y te va a costar caro!
El Megalodon emergió y nadó en círculo alrededor del barco, a menos de diez metros del casco. Luego, se acercó al costado de babor y lo empujó con el hocico.
El barco se escoró a estribor en un ángulo de treinta grados. DeMarco, Terry y los cuatro tripulantes se deslizaron por la cubierta, sin nada a lo que agarrarse más que unos a otros. El monstruo continuó empujando, levantando el costado de babor del pesquero cada vez más alto, como si quisiera volcarlo. Dos de los marineros consiguieron aferrarse a la red de atunes de a bordo pero Terry, Adashek y los otros cuatro tripulantes se precipitaron por la borda.
La línea lateral de la hembra captó el chapoteo y notó las vibraciones de los cuerpos agitados. Dejó de empujar y el casco del pesquero recuperó la horizontalidad con gran estruendo. El Megalodon volvió a nadar en círculos hasta que la espiral que había formado lo condujo a las profundidades submarinas de la bahía de Monterrey, cuyas aguas heladas le permitieron mitigar la sensación ardiente de sus entrañas mientras preparaba su ataque.
Jonas se agarró con fuerza a los gruesos tirantes de los vasos sanguíneos del Megalodon y notó el líquido caliente que fluía por la aorta gracias al trabajo del corazón monstruoso que latía contra su pecho, cada vez más sonoro, cada vez más acelerado. De pronto, el animal se sumergió y Jonas salió despedido hacia delante.
Terry estaba tan agotada que era incapaz de nadar. Se quedó flotando en el agua, suspendida sobre las olas por el chaleco salvavidas. Adashek, cerca de ella, intentaba llevarla hacia el barco.
El Megalodon ascendió a toda velocidad hacia la superficie. Aunque el estómago seguía ardiéndole, el hambre insaciable lo impulsaba a atacar. Abrió las mandíbulas en las frías aguas oceánicas y llegó a trescientos metros de su presa.
Adashek tiró de Terry y la condujo a las inmediaciones del barco. Dupont arrojó un flotador mientras los otros dos hombres volvían a bordo.
Doscientos metros.
Jonas hundió el diente en la aorta sin encontrar resistencia apenas. La sangre caliente brotó en todas direcciones y cubrió la linterna y las gafas. La cámara de un metro de anchura quedó a oscuras y Jonas tembló involuntariamente. Las paredes se cerraron una vez más.
Ciento cincuenta metros.
Terry y Adashek ya estaban cerca del costado del pesquero. Varios tripulantes extendieron las manos hacia el agua y rescataron al periodista, en primer lugar. Terry levantó el brazo y trató de alcanzar a sus rescatadores, batiendo los pies para no hundirse.
Cien metros.
André Dupont bajó la vista al mar y vio aproximarse el resplandor luminiscente.
—¡Sacadla, deprisa! —gritó.
Terry miró hacia el abismo y contempló la figura fluorescente que se recortaba contra la negrura del fondo. ¡El monstruo ascendía directamente debajo de ella! Una descarga de adrenalina recorrió su cuerpo y la empujó hacia arriba. La mano se extendió aún más arriba y se agarró a la muñeca de un marinero.
Treinta metros.
La mandíbula superior de la hembra, sus dientes, encías y tejido conectivo, emergieron de debajo del hocico y se proyectaron hacia delante, separándose del cráneo. Los ojos, ciegos, se replegaron en el interior de la cabeza en un reflejo protector. El Megalodon consumiría a su presa de un único bocado gigantesco.
Veinte metros.
Terry Tanaka notó que su mano mojada se escurría por el brazo del marinero. Desesperadamente, alargó la otra mano, perdió el equilibrio y cayó de nuevo al agua.
Jonas Taylor no pudo mantenerse asido a los resbaladizos tirantes. Por el ángulo en que se hallaba en la cámara, imaginó que el Megalodon ascendía. Probablemente, para atacar de nuevo. Pensó en Terry. Dobló el codo en torno al haz de tirantes, afirmó los pies desnudos contra los tejidos blandos de las paredes de la cámara que tenía encima y, boca abajo, tiró del músculo palpitante hacia abajo con todas sus fuerzas. Agarró el diente con su mano derecha, y, con una enérgica cuchillada, cortó los tirantes.
A cuatro metros de la superficie, con la mandíbula superior espantosamente hiperextendida, la hembra de Megalodon ralentizó su avance, con todos los músculos paralizados. De pronto, solo podía mover la poderosa aleta caudal, que se agitaba en un reflejo involuntario.
Sumido en una completa oscuridad, Jonas permaneció un instante tendido de espaldas, cubierto de sangre caliente. Sobre su cuerpo palpitante, como un enorme tronco de árbol, yacía el corazón desconectado del Megalodon de veinte mil kilos. Jonas luchó por respirar normalmente por el regulador y, con el esfuerzo, casi se hiperventiló. El tambor había cesado de sonar, pero la cámara estaba encharcada de sangre.
Jonas se escabulló de debajo del enorme órgano y buscó la linterna a su alrededor. Sus dedos notaron algo duro. Sí, allí estaba. Pasó la mano por el cristal de las gafas pero el haz de luz era apenas perceptible. A gatas, avanzando centímetro a centímetro entre una cascada de sangre, inició el regreso hacia el estómago.
Terry Tanaka esperaba la muerte. Al ver que no llegaba, abrió los ojos. La boca del Megalodon colgaba abierta debajo de ella… y descendía, manando sangre a borbotones que formó un charco en torno a Terry.
—Agarra el cabo, Terry —gritó DeMarco.
—Estoy bien, Al. Alcánzame unas gafas, deprisa.
Dupont buscó un tubo de respiración y unas gafas y se las arrojó.
La muchacha se colocó el equipo y miró hacia abajo. A través de la bruma de color escarlata, Terry vio el río de sangre que manaba de la boca del monstruo mientras este seguía hundiéndose. La aleta caudal también había dejado de agitarse.
Jonas había localizado de nuevo el estómago pero no conseguía encontrar la incisión que había realizado y le invadió el pánico. Forzó la vista para ver el pequeño círculo de luz que salía de la linterna y golpeó la base de esta con la palma de la mano. Dio la impresión de que la luz se tornaba más potente. Por fin, descubrió la incisión y pasó por ella, primero la pierna derecha, luego la cabeza y el resto del cuerpo, y dio un paso, desorientado. ¿Dónde estaba AG-I?
Avanzó a gatas por la cavidad y los potentes ácidos estomacales le atacaron las manos y los pies, desnudos. Allí, la linterna resultaba inútil. Jonas esperaba encontrar la luz exterior del sumergible y rezó para que este no se hubiera deslizado a los intestinos.
El ángulo de la anatomía interna era ahora demasiado grande y la mucosa, demasiado resbaladiza. Jonas perdió el equilibrio y se desplomó en una masa de restos de alimento en el extremo inferior del estómago. Allí, se dio de cabeza con algo sólido. Era la sección de cola del Glider.
La parte delantera del sumergible había pasado por la entrada a los intestinos, pero la sección trasera resultaba demasiado grande. Jonas la agarró con ambas manos, dio un tirón con todo su peso y el vehículo se movió ligeramente. Afianzó los pies y, con las glándulas bombeando adrenalina, tiró de nuevo hacia atrás con todas sus fuerzas.
Milagrosamente, el morro del sumergible se deslizó de la abertura intestinal bloqueada, expulsado en parte por el esfuerzo de Jonas y, en parte, por los cientos de litros de comida parcialmente digerida que volvían por el sistema digestivo.
La luz exterior del AG-I envolvía en un resplandor apagado, luminiscente y fantasmagórico la cavidad estomacal y dejaba a la vista los efectos de la muerte del anfitrión. Las paredes musculares ya no mostraban convulsiones. El contenido sin digerir de los intestinos volvía al estómago y se derramaba en este formando una pila que terminó por elevar el morro del sumergible. Jonas alzó la vista. Siete metros por encima de la boca del estómago, el esófago era la única vía de escape posible.
Jonas se dejó caer de rodillas y pasó los hombros bajo el morro del AG-I. Aplicó de nuevo todas sus fuerzas y se levantó, deslizando de costado el sumergible en forma de torpedo hasta dejarlo en el ángulo adecuado contra la pared del estómago, ahora vertical.
A ciegas, Jonas localizó la sección de cola, hundida bajo un metro de grasa de ballena a medio digerir. Introdujo sus brazos en la grasa y abrió un hueco en ella. Sus manos encontraron la escotilla y la abrieron. Tras un baño de grasa de ballena, deslizó la cabeza, primero, y luego los brazos, a través de la escotilla hasta la cámara estanca. Por último, consiguió introducir todo el cuerpo en el sumergible; la capa resbaladiza que empapaba su traje isotérmico lubricó la entrada en el angosto vehículo. Jonas aseguró la escotilla bajo sus pies y se acomodó en la cápsula de casi dos metros y medio. Dirigió el foco exterior hacia arriba hasta localizar otra vez la boca del estómago. Era consciente de que el AG-I tendría que alcanzar el esófago con un impulso del cohete, con el combustible que pudiera quedar.
Inclinó el cuerpo a la izquierda, cambiando su posición, para alinear el morro del sumergible con su objetivo lo mejor posible. Se ajustó el arnés de piloto y llevó la mano hacia la palanca que dispararía la ignición del combustible. La giró en sentido contrario a las manecillas del reloj y tiró de ella.
El escaso combustible que quedaba prendió y propulsó el sumergible hacia arriba por la mucosa interna del estómago como un cohete que escalara una pared. Jonas agarró la palanca de dirección y apuntó a la abertura del esófago. La proa del AG-I se deslizó y se coló por la lubricada entrada del estómago hasta llegar al túnel que era el esófago de la criatura.
¡WHUMMMMP! El AG-I se detuvo con un topetazo. La luz exterior dejó a la vista una cámara inundada de agua de mar y sangre. El cadáver del depredador tenía la boca abierta todavía, pero el agua no entraba ni salía de la cavidad bucal del animal. Jonas distinguió ante él la abertura cavernosa que daba paso al esófago.
Pero el vehículo no podía entrar allí. Jonas se dio cuenta de que la sección más amplia de la aleta de cola debía de haberse enganchado en el revestimiento muscular de la parte alta del estómago. Jonas notó que el sumergible empezaba a deslizarse de nuevo hacia la cámara digestiva de la que procedía. Desesperado, tiró otra vez de la palanca de ignición. Nada. Se había quedado sin combustible. Nada podía impedir que el AG-I se deslizara hacia atrás en el estómago.
Lleno de frustración, Jonas descargó el puño que fue a golpear una caja metálica. ¡La cápsula de escape! Abrió la tapa, asió la palanca y tiró de ella.
El AG-I se estremeció con la detonación que separó la cápsula de escape interna, de plástico lexan, de la sección de cola, más pesada. El cilindro transparente salió propulsado a través de la cámara inundada del esófago y su flotabilidad positiva lo ayudó a subir.
El túnel se amplió. La luz exterior sujeta a la parte inferior de la cápsula iluminó los arcos internos del gaznate del Megalodon, que sostenían la cámara como los muros de una catedral submarina. Jonas salió disparado hacia arriba y el cubículo giró sin control en un embudo serpenteante de agua y sangre. El cilindro continuaba su ascenso y se acercaba a la mandíbula abierta de la fiera sin vida.
Solo una cosa podía detener el éxodo de Jonas Taylor de su prisión de veinte toneladas. Delante de él, todavía quedaban las mandíbulas del Megalodon erizadas de dientes letales de más de veinte centímetros, hilera tras hilera.
Salvo la luz exterior serpenteante de la cápsula, Jonas se hallaba en absoluta oscuridad. Las mandíbulas estaban abiertas, pero no hiperextendidas, lo cual reducía la puerta del infierno a menos de la mitad de su diámetro potencial. Dentro de la cápsula, Jonas se agarró tan fuerte como pudo mientras incontables colmillos primigenios se le venían encima.
¡WHACK!
Jonas hizo una mueca cuando la cápsula de lexan quedó encajada entre las mandíbulas casi cerradas. El cilindro, en posición horizontal, estaba inmovilizado entre las puntas, afiladas como cuchillas, de aquellos dientes mortíferos. Cápsula y piloto quedaron cautivos de su anfitrión mientras las veinte mil toneladas de peso muerto se hundían sin remedio en el abismo.