MEG

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PEARL HARBOR

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PEARL HARBOR

El Kiku estaba anclado junto al USS John Hancock, el destructor de la clase Spruance, de ciento setenta metros de eslora, que había arribado a puerto aquella misma mañana, más temprano. El comandante McGovern había garantizado el amarre a Masao Tanaka y, en aquel momento, los hombres del capitán Barre estaban montando un cañón para arpones en la popa del barco.

En cubierta, Jonas y Mac observaban a DeMarco mientras este comprobaba por segunda vez el complejo de baterías del Abyss Glider-I. Este era una versión más pequeña y alargada del sumergible de grandes profundidades que habían utilizado en la fosa de las Marianas. Diseñado para desplazarse a grandes velocidades, el submarino en forma de torpedo monoplaza apenas pesaba doscientos veinte kilos y la mayor parte del peso se localizaba en el panel de instrumentos del morro de lexan.

—Parece un caza en miniatura —comentó Mac.

—Y se maneja igual.

—¿Fue en uno de estos donde la fiera atacó al muchacho?

—No —contestó Jonas—, el AG-II era más grande, el casco era más grueso y mucho más pesado. Este es el prototipo, diseñado para profundidades de hasta solo cuatro mil metros. El casco es de óxido de aluminio puro, extraordinariamente resistente pero con flotabilidad positiva. Este trasto puede avanzar deprisa, dar la vuelta en un palmo de terreno e incluso saltar fuera del agua.

—¿Sí? ¿Más que el monstruo que vimos anoche?

—Para saltar más necesitaría un cohete.

—El AG-I lleva uno —señaló DeMarco, que había oído la conversación sin proponérselo. Jonas se acercó al submarino—. Aquí, Jonas, ¿ves esta palanca? Si la giras media vuelta en sentido contrario a las agujas del reloj y tiras hacia ti, se encenderá un pequeño depósito de hidrógeno instalado en la cola. No se ha utilizado nunca para sacar el vehículo del agua pero liberaría el sumergible si te vieras atrapado en el cieno del fondo.

—¿Cuánto tiempo de funcionamiento se le ha calculado?

—No mucho; quince segundos, veinte como mucho. Una vez libre, el submarino flotará hacia arriba de todos modos, aunque te quedes sin energía. —DeMarco agarró una llave—. Pero, por supuesto, ya sabes todo eso…

—Jonas, echa un vistazo…

Mac estaba en la pasarela de babor y señalaba en dirección a dos remolcadores que se ocupaban de mover el Nautilus. El negro buque tenía un aspecto siniestro. Una docena de miembros de la tripulación formaba en cubierta, firme y marcial junto a los cabos de amarre. Cuando el primer submarino a propulsión nuclear del mundo se aproximó al Kiku, Jonas distinguió claramente el rostro de los dos oficiales que ocupaban la torrecilla.

—¡Cielos, Mac, es Danielson! ¡Qué te parece!

—¿Tu excomandante? Sí; de hecho, ya lo sabía. Un amigo de la Marina destinado en Guam me dijo que Danielson se ha presentado voluntario cuando ha sabido que estabas involucrado en esto. De hecho, fue él quien sugirió a McGovern que usáramos esa vieja lata que viene hacia nosotros.

Cuando el Nautilus pasó ante ellos, el capitán de Marina Richard Danielson distinguió, con sus ojos grises entrecerrados para protegerse del sol, a su antiguo piloto de grandes profundidades a bordo del Kiku.

—Condenado Dick… Así te ahorquen —murmuró Mac con una sonrisa forzada en el rostro.

—Seguro que te ha oído.

—¿Y qué? Le pueden dar mucho por donde le quepa. ¿No me dijiste que ese tipo ha hecho carrera a base de destruir tu reputación? ¿Cuánto tiempo tuviste que soportar en la casa de locos hasta que aquí, tu colega Mac, te salvó el pellejo? ¿Dos meses? ¿O fueron tres?

—Tres. Seguramente, habría sido más sencillo si hubiera aceptado que lo del Megalodon eran imaginaciones mías. Ya sabes, psicosis de las profundidades, demencia temporal provocada por la fatiga…

—Eso habría sido mentir, colega, y ahora que han aparecido estos bichos, parece que vas a quedar rehabilitado.

—¿Tú crees que Danielson ha venido a disculparse? Con Megalodon o sin él, el tipo me achaca la culpa de la muerte de dos de sus hombres.

—¡Al carajo! Nadie en este planeta actuaría de otra manera si viera lo que nosotros presenciamos anoche. Así se lo he dicho a Heller.

—Sí, pero ¿qué dijo él?

—Heller es un gilipollas. Si lo hubiera tenido conmigo en Vietnam, creo que habría tenido que fusilarlo. Que se jodan, él y Danielson. —Volvió la vista hacia popa y preguntó cuándo llegaría la red que esperaban.

—Esta tarde. Maldita sea, Mac, anoche debería haberle puesto el transmisor.

—Si necesitas que te refresque la memoria, anoche estabas muy ocupado tratando de agarrarte para no salir despedido del helicóptero. ¿Con qué ibas a disparar?

—No lo entiendes. Nuestras oportunidades se reducen rápidamente. Dentro de unos días, la hembra podría provocar el pánico entre los grupos de ballenas. Y en cuanto se dispersen, el Megalodon abandonará la zona Dios sabe con qué rumbo. Mac, una cosa es seguir el rastro en aguas próximas a la costa guiándonos por los cadáveres de ballenas, pero localizar al monstruo cuando se dirija a mar abierto es muy distinto. Eso resultará imposible. Así de claro.

—Un momento… ¿No le dijiste a todo el mundo que la hembra se dirigirá a aguas de California?

—Finalmente. Eso fue lo que dije: con el tiempo. Pero puede tardar semanas… o años. Nadie puede predecir qué hará un depredador como ese. —Jonas hizo una pausa y señaló al horizonte—. Maldita sea…, mira esas nubes, Mac. ¿Qué opinas?

Mac miró al oeste, donde se habían formado unas oscuras nubes de tormenta.

—Bien, parece que tendremos que olvidarnos del helicóptero. Yo diría que esta noche no habrá caza.

—Espero que nuestra fiera piense lo mismo —murmuró Jonas.

Frank Heller, desde el embarcadero, observaba a los dos tripulantes que aseguraban los gruesos cabos blancos y recogían con cuidado el sobrante sobre la cubierta del Nautilus. Momentos después, el capitán Richard Danielson emergió de la sección delantera del casco y dirigió una sonrisa a Heller al tiempo que señalaba el 571 pintado en la torrecilla del submarino.

—¿Y bien, Frank? ¿Qué opina de mi nuevo mando?

Heller movió la cabeza de un lado a otro:

—Me asombra que este viejo cascarón todavía siga a flote. ¿Por qué habrá asignado McGovern la caza de ese tiburón a un submarino con cuarenta años de antigüedad?

Danielson terminó de cruzar la pasarela.

—Fue idea mía, Frank. McGovern está en una posición difícil; la publicidad lo está matando. No puede destinar un submarino de la clase Los Ángeles para destruir ese pez. Ya tiene a la Sociedad Cousteau, a Greenpeace y a todos los activistas por los derechos de los animales y a sus madres presionando a la Marina. El Nautilus, en cambio, es otra cosa. Al público le encanta este vejestorio. Es como un héroe de guerra veterano que desaparece con una última victoria. A McGovern le encantó la idea…

—Pues a mí, no. No tiene idea de con quién está tratando, capitán.

—He leído los informes, doctor. No olvide que he perseguido submarinos Alpha durante cinco años. Esta misión no tiene nada de especial. Un torpedo en el agua y ese tiburón será pasto de los peces, por grande que sea.

Frank se disponía a responder cuando vio a un talludo oficial que salía del submarino con una gran sonrisa en el rostro.

—¿Denny?

—¡Frank! —El maquinista jefe, Dennis Heller, bajó la rampa a grandes zancadas y abrazó con entusiasmo a su hermano mayor.

—Denny, ¿qué carajo estás haciendo a bordo de esta lata oxidada? —preguntó Frank con una sonrisa. Dennis respondió con una risilla y miró a Danielson antes de abrir la boca.

—Este año paso a la reserva, ¿sabes? Y resulta que me quedan treinta horas de servicio activo, así que pensé, «¿por qué no las cumples a bordo del Nautilus, con tu primer comandante? Además, un permiso en puerto en Honolulú le da cien mil vueltas a una estancia en Bayonne, Nueva Jersey».

—Lamento decepcionarlo, Heller —intervino Danielson—, pero todos los permisos están anulados hasta que hayamos acabado con ese Megala…, con ese pez. Por cierto, Frank, esta tarde he visto a Taylor a bordo de su barco. Con franqueza, yo no trago a ese hombre.

—Déjelo, Danielson. Resulta que Taylor tenía razón. Olvídese del tema y…

—¿De modo que tenía razón? ¿Y qué, maldita sea? Aunque así sea, su actuación causó la muerte de dos de mis tripulantes, no lo olvide. Shaffer y Prestis. Los dos tenían familia y aún sigo escribiendo a sus viudas dos veces al año. El chico de Shaffer solo tenía tres años cuando…

—También fue culpa nuestra… —reconoció Heller en voz baja ante su excomandante en jefe—. No debería haberme dejado convencer para que lo calificara de «médicamente apto» para esa última inmersión.

—Se encontraba bien…

—Taylor estaba agotado. Le guste o no, ese hombre era uno de los mejores pilotos de grandes profundidades que existen; de otro modo, la Marina no habría utilizado a uno de sus hombres para la misión. Si le hubiéramos concedido el tiempo de recuperación adecuado tras las dos primeras misiones, quizás habría pensado en reducir la velocidad de ascenso…

—No divague, doctor —Danielson estaba enrojeciendo de ira por momentos.

—¡Eh! ¡Eh…! Frank, capitán… —Dennis se encontró entre los dos hombres—. Lo hecho, hecho está. Vamos, Frank, te llevaré a tomar un bocado rápido antes de que empiece a llover. Capitán, estaré de vuelta a las cuatro y media.

Danielson guardó silencio mientras los dos hombres se dirigían a la ciudad y las primeras gotas de lluvia repiqueteaban contra el casco de acero del Nautilus.

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