MAESTRO

MAESTRO

Requiem for a Jedi


La situación de Nanka era la peor que se podría haber imaginado en vida. Había pasado por situaciones peores, pero la purga los había empujado al extremo y los múltiples combates recientes que había tenido lo habían puesto en una situación extrema casi tirando a la muerte. Cuando sus ojos se abrieron, también lo hizo la sensación de ardor que tenía en su estómago. Aquel corte había sido fatal, como también lo había sido el momento en que había caido al vacío. Durante el proceso había visto los ojos de su querido alumno, observando como su maestro se perdía entre las nubes de la zona. Probablemente lo habría considerado muerto.


El maestro jedi había intentado contactar con él mediante la fuerza, pero la sala en la que se encontraba impedía poder usar sus poderes. Eran solo cuatro paredes de metal y una cama totalmente plana, incómoda, que le impedía tener una postura agradable. La puerta era una reja de barras verticales, muy estrecha, totalmente electrificada, con el sistema de control justo en la parte central. Le pasaban el agua y la comida a través de la parte inferior, pero el Jedi pasaba de comer. A saber qué tenía el imperio planeado para él.


Tenía que impedir pensar que todo estaba perdido.


Los pasos que se acercaban hicieron que el maestro girase ligeramente la cabeza hacia la puerta. Probablemente era otro guardia a punto de traerle más comida. No podía ver mucho más allá. Solo había un pasillo oscuro, iluminado, apenas, por las otras prisiones que lo rodeaban. No era el único que se encontraba ahí, pero dadas las condiciones lumínicas, podía deducir que solo habían dos o tres personas más. Los demás, posiblemente, habrían muerto. Y él también lo haría pronto. Pero después de ser torturado.


Sus ojos se abrieron un poco más cuando empezó a distinguir una silueta cubierta por una tela. La forma de las orejas que tenía la capucha y su aspecto bajo la tela hicieron que Nanka sintiera un atisbo de esperanza. ¿Otso? Haciendo un poco de esfuerzo, el hombre se incorporó levemente. Se sentía pegajoso y sucio, con marcas de sangre en todo su pelaje. Era horrible por lo que estaba pasando, pero la presencia de su alumno le transmitía muchísima esperanza. Con una sonrisa leve en su rostro, Nanka puso los pies en el suelo y se quedó sentado.


Sus sueños, sin embargo, se esfumaron cuando, ante la luz de su propia celda, lo que vio disipó de su mente la imagen de Otso. Así, aquellas garras de pelaje grisaceo oscuro se fueron hasta la capucha, que quedó totalmente al descubierto. Lo que había debajo era una figura que no esperaba visualizar en ese momento: un ulfet. Uno que probablemente debía de tener la misma edad que su alumno. Sus marcas debajo y encima de sus ojos lo delataban, así como su aspecto zorruno. Sin embargo, le desconcertaban el color de sus ojos, totalmente fuera de toda lógica.


Fue ese color el que le permitió recordar quién era. Abrió los ojos de par en par. Recordaba bien cuando había tenido que aplicar la cuarentena en el país natal de los ulfet. Sus manos se apoyaron en el marco de la cama mientras mantenía la mirada fija en el zorro. ¿Así iba a terminar? ¿A manos de una criatura como aquella? Permaneció en silencio, firme, con los músculos tensos. Si iba a ser así, no se lo pondría fácil. Sería la tortura más insatisfactoria para él.


Y sin embargo, el silencio se hizo eterno. Nanka esperaba que dijera algo, pero pasarían hasta cinco minutos para darse cuenta que aquel Ulfet ni tan siquiera se había dignado a abrir el morro. Le mantenía la mirada, pero no hacía absolutamente nada. ¿Qué buscaba? ¿Intentaba entrar en su mente? Lo tendría difícil, si era lo que quería. Al ver que el zorro no hacía absolutamente nada, decidió que debería probar un poco. A ver si, tentando el terreno, sacaba algo en claro.


—¿Quién te envía?


El chico lo ponía difícil. No dijo nada. Probó de nuevo.


—Eres el muchacho del planeta al que aplicamos la cuarentena, ¿No es así? Reconozco esa mirada.


Silencio. Otra vez.


—¿Te ha comido la lengua el gato?


No obtendría respuesta alguna. Observó como el ulfet alzaba una mano, con la palma abierta, hacia el aparato que mantenía cerrada la mazmorra. Con los ojos puestos en el conector, Nanka se preguntó que estaba haciendo. La respuesta llegó al cabo de un rato: el cerrojo electrónico en sí comenzó a fragmentarse. Cada una de las piezas se separaba de las demás, por capas, mostrando el interior del aparato en sí. A medida que lo hacía, el circuito que mantenía cerrada la mazmorra desapareció.


Un montón de piezas comenzaron a llover hacia el suelo, provocando un sonoro estruendo que no pareció alertar a absolutamente nadie. Nanka se mantuvo estupefacto, sin entender bien que estaba pasando. El ulfet, mientras tanto, continuaría en absoluto silencio. Se limitaría a retroceder un par de pasos con sus patas desnudas, y a seguir ergido, mientras la verja en sí se abría por la propia inercia. ¿Aquello era una trampa, acaso? Aun no parecía poder usar la fuerza, después de todo.


—No pienso picar. —dijo el maestro — ¿Sin armas? No pienso hacerlo.


El chico, sin embargo, se limitó a arrodillarse. Introduciría una mano dentro de su impresionante gabardina oscura y plateada, y sacó, del interior mismo, una espada jedi. Un mango, para ser más exactos. Observó como el ulfet lo sujetaba cuidadosamente con las dos manos y susurraba algo a la misma. Tras un breve silencio, el muchacho dejó la espada en el suelo, justo en la salida, y se incorporó de nuevo, con la mirada puesta en Nanka.


—Se llama "Lydia" —por primera vez, podría escuchar la profunda voz del Ulfet —. Cuídala.


Con aquellas últimas palabras, se colocó de nuevo la capucha. No le dedicó ni una palabra más. Daría la vuelta y comenzaría a alejarse de la mazmorra en la que se encontraba Nanka hasta perderse totalmente en las tinieblas. El maestro continuó en silencio. Sus ojos se fueron a las piezas del cerrojo que había sido totalmente destruído. Continuaba sin dar crédito. Era un nivel bastante avanzado. No la separación de las piezas en sí: el hecho de haberlo conseguido sin que saltaran las alarmas. Y eso era lo que le hacía dudar de qué lado estaba. Al fin y al cabo, él mismo lo había entregado a las autoridades como parte de la cuarentena. Y esperaba que se lo hubieran cargado.


Estuvo así durante una hora. Una en la que estuvo muy atento. Cuando vio que nadie se aproximaba, decidió incorporarse y andar con cuidado hacia la puerta, manteniendo todos los instintos en alerta. La espada. Se dobló, algo difícil dadas las numerosas heridas que tenía. Con cuidado, cogería el mango. Se arriesgaba a que, apretando el botón, fuera una bomba y le estallara en la cara. Cerró los ojos, esperando poder sintonizar con el cristal que había dentro.


Tuvo que abrirlos de nuevo. La reacción no era, ni de lejos, la esperada. Nunca se habría imaginado semejante pureza en aquel cristal, semejante afinidad. Agitó el mango, echando un vistazo. La manufactura de la construcción en sí era simple y tosca. Pero era el interior lo que hacía que fuera realmente impresionante. Con un simple gesto, encendió la espada en sí, haciendo que su hoja se iluminase delante de él. Plateado. Era un color plata. Plata brillante.


—Lydia.


Usó la hoja para mirar a lado y lado del pasillo. ¿Podía salir de ahí? Se volvió al frente, donde el ulfet se había esfumado, y aunque al principio fue reticente, decidió seguir ese camino, usando la espada como linterna. Continuaría así durante un rato largo, siempre pendiente de posibles alarmas o trampas. Pero todo lo que lograría sería una puerta corredera que, al abrirla, le cegaría por completo, permitiendo ver el interior de lo que era el pasillo de una nave del imperio.


Haciendo tripas corazón, Nanka se guardó la espada. Se enganchó a la pared, mirando a lado y lado. Esperó a que pasaran dos guardias antes de seguir avanzando en silencio, rezando que no hubieran cámaras que lo detectasen. Continuó así un buen tramo, pero al final tendría que tomar un desvío, cogiendo un atajo que lo metió por un estrecho rehueco y que lo dejaría en medio de un balcón interior. Se detuvo, observando el impresionante vacío que tenía delante, y la posibilidad de seguir, varios metros por delante.


Era un error. Pero tenía que hacerlo.


Con Fuerza, Nanka dio un salto más allá de lo que realmente conseguiría hacer un ser humano. Aterrizó, y gruñó por el dolor, pero se mentalizó que debía seguir hacia el final. El nuevo pasillo era un poco más factible, pero en lo que tenía que fijarse era en los carteles: necesitaba llegar a las naves, ya que estas eran las que le garantizarían una salida exitosa. Solo tenía que coger un caza, arrancar y salir disparado. Con suerte recibiría unos cuantos golpes y podría aterrizar en el planeta más cercano.


La llegada al hangar no fue fácil, pero tampoco lo sería conseguir un caza ahí. Varios guardias se movían de un lado a otro, y otros ingenieros mantenían el control y la reparación de las naves. Nanka soltó un suspiro, maldiciéndose. Aquel había sido un mal plan, pero tenía una solución: solo tenía que coger y engatusar a uno de los ingenieros. Suspirando, comenzó a bajar por una escalera metálica, sintiendo el pinchazo en su estómago en cada uno de los pasos. La criatura peluda lograría llegar al suelo, y con la mano en el estómago, avanzó un poco hacia uno de los caza, solo para ser detenido por una visión terrorífica.


No muy lejos de ahí, había unos Caza TIE. La misma permanecía preparada y, debajo, la misma silueta que había visto antes. Observó como esta se quitaba la capucha y clavaba los ojos azules en él, otra vez. ¿Qué pretendía? Intentó usar la fuerza, pero nuevamente, el muchacho se convirtió en algo más que un muro. Era como intentar leer a un droide. Negando con la cabeza, pasó por detrás de unas cuantas naves, usando las sombras a su favor, hasta lograr quedarse cerca.


—Tu ganas. —susurró, manteniendo la vista puesta por si alguien les veía —. ¿Qué pretendes? ¿Boicotearme?


El ulfet, nuevamente, mantuvo el silencio. Nanka cogió aire, sintiendo que estaba perdiendo la paciencia. No, no podía. Era un maestro jedi, podía hacer. Tras coger aire por la nariz y relajarse, lo exhaló todo y se encaró de nuevo en el chico.


—¿De donde ha salido esto? —consultó, enseñando, levemente, la espada.


El ulfet se encogió de hombros.


—La hice yo.


—No, no la hiciste tu. Es imposible. Deberías tener un entrenamiento jedi muy alto. —soltó, añadiendo después —. Te repito la pregunta: ¿De dónde ha salido?


El ulfet mantuvo el silencio un rato más. Tras girar ligeramente la cabeza y ver que ningún ingeniero les encontraba, dio unos cuantos pasos hacia adelante, pero asegurándose que había una distancia entre el maestro arrodillado y él. Era inexpresivo. Nanka tenía serias dificultades para conocer sus motivaciones, que a todas luces, eran bastante contradictorias a las de su raza. Y esos ojos azules eran... Confusos.


—Sabías quién era el padre de Otso. —dijo el chico entonces, todo serio —. No el que él conoce. El real. El verdadero padre de Otso. Por eso querías quedarte con él y que fuera tu alumno, ¿No es así?


La sensación que tuvo Nanka en su pecho fue de alguien apuñalándolo. Como si hubieran violado su intimidad. Retrocedió un poco, con el sudor corriendo por su frente. Su mente empezó a trabajar a mil por hora: ¿Cómo lo sabía? ¿De dónde había salido esa información? ¿Cómo la habían obtenido? Entreabrió el morro, aterrado, pero no salieron palabras de su boca. Solo un murmuro ininteligible. Lo había dejado totalmente traspuesto.


El ulfet se limitó, con la mano, a abrir el caza TIE como si fuera un juego de niños. Tras ese momento se volvió hacia Nanka, muy serio.


—Sabías que era inestable.


—No, sabía que era poderoso. —Nanka se incorporó, sereno —. Sabía que tenía el poder. El único de sus hermanos. El especial. —gruñó —. Y por eso lo crié y lo cuidé. Le di las enseñanzas jedi para que encontrara el lado luminoso de la fuerza.


—El mismo lado luminoso que causó una masacre en un planeta inocente, infestado de oscuridad, por vuestra culpa.


Nanka tragó saliva. No entendía cómo, pero ese chico le estaba poniendo nervioso.


—¿Que quieres?


—Que devuelvas a Otso el legado de los Kaiburr que le pertenece por derecho. —ante las palabras, Nanka se quedaría sin aliento —. Tienes que contarle la verdad.


—No puedo. —suplicó Nanka —. Eso lo mataría. Lo dejaría inestable de por vida. Se pasaría al lado oscuro. Perdería la confianza en mi.


El ulfet, sin embargo, mantuvo el silencio. Como si aquello fuera toda la respuesta que iba a obtener, empezó, con un gesto de mano, a cerrar las puertas del caza TIE, probablemente la única vía de escape que tenía de salir de allí. Nanka improvisó deprisa, bloqueando las puertas y volviéndose hacia el muchacho. Tenía que encontrar una forma de convencerlo.


—Se lo diré. —declaró —. Si me llevas hasta él. Sabes donde está, ¿no?


El ulfet dejó de hacer fuerza.


—Se a donde irá. —confesó, inclinando levemente la cabeza —. Se que matará a mi futura hija. Y se que luego me matará a mi. Y, luego, alzará una orden con los que queden de la ciudad destruida de los ángeles para arrasar con el odio causado porque su maestro nunca le dijo la verdad. ¿Es ese el futuro que quieres ver ante tus ojos, Nanka?


El silencio se hizo mayor entre los dos. Nanka echó un vistazo. Si no salían de allí pronto, si les pillaban, iban a tener un serio problema. Tras coger aire, negó con la cabeza. El asunto era serio, muy serio. Tenían que pararlo cuanto antes.


—Necesito un nombre para ti antes de ir a por Otso. ¿Cuál es?


El muchacho pareció pensárselo. Pero no dio respuesta.


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