Lumen

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Capítulo 12

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—Supongo. —Cuando la puerta se abrió una rendija y se entrevió el torso fibroso del coronel Schenck, Bora se levantó de su escritorio y fue a reunirse con él en el umbral. Schenck le dio un expediente para que lo leyera. La mirada de reproche con la que examinó su despacho hizo que Bora se apresurase a cortar de raíz cualquier comentario—. Tendré presente mi plasma germinal, coronel.

10 de enero

El padre Malecki habría perdido la paciencia si hubiera habido una razón mejor para perderla.

—Andamos justos de tiempo ¿y me pide que me implique en algo que no tiene nada que ver con el asunto que traemos entre manos?

Como había hecho muchas veces desde que se conocían, Bora andaba de un lado a otro de la sala de espera del convento.

—Solo necesito que me escuche. Estoy confundido, necesito aclarar una cosa. Como le dije, la obra era

Las Euménides, de Esquilo; la tercera parte de su trilogía

La Orestiada. Solo estudié la primera de las tres tragedias en la escuela, así que tuve que consultarla en un libro.

Una sonrisa fugaz cruzó el rostro de Malecki.

—Yo también. El punto esencial de la historia es el siguiente dilema: ¿es más grave cometer un crimen contra la propia madre o contra el propio marido?

—Sí. O más concretamente, si matar a la propia madre por asesinar a su marido infiel merece el castigo eterno. Pues bien, hay seis papeles femeninos de cierta importancia en la obra. Las tres furias, que al final se convierten en espíritus benignos; la profetisa de Apolo, que recita el monólogo inicial; Atenea, que es el principal papel femenino y el fantasma de Clitemnestra; es decir, la uxoricida que es asesinada en venganza por su propio hijo.

—¿Qué papeles representaban las mujeres Kowalski?

Bora asintió con la cabeza ante la agudeza del sacerdote.

—A Helenka le dieron el papel de Atenea, su primer papel digno de mención en una obra clásica, y Ewa, que había hecho de Clitemnestra en las dos obras anteriores, tuvo que conformarse con el discreto papel de su fantasma.

—¿Fue a la representación?

—No habría sido necesario después de leer el texto, pero fui. Como estaba en polaco, no entendí prácticamente nada; pero el fantasma aparece al principio para azuzar a las furias contra su hijo y no vuelve a pisar el escenario hasta el final de la tragedia; es decir, una hora y media largas más tarde en esta producción.

—Así que cree que alguien…

Alguien no, padre Malecki. El fantasma de Clitemnestra. Verá: la única que pudo haber notado su ausencia era la mujer que hacía de profetisa, pero también representaba el papel de una de las furias. Así que le quedaba muy poco tiempo después de recitar su última línea, ya que tenía que ir a ponerse una máscara y tumbarse junto a sus dos hermanas para estar allí cuando abriesen las puertas del templo. Las furias no se bajan del escenario hasta el final. Incluso a pie, no se tardan más de quince minutos en ir del teatro a nuestro piso.

Malecki no parecía muy convencido.

—Aun así (no sé lo corpulento que era el mayor), no sería fácil

convencerlo de que metiese la cabeza en el horno.

—Lo sé.

—¿Y está completamente seguro de que el cadáver no presentaba signos de violencia?

—En absoluto. Aquí es donde la cosa se complica. —Por un momento, Bora se apoyó en la pared del crucifijo, pero en seguida siguió andando—. ¿Habría sido posible obligar al mayor Retz? Me hice a mí mismo la pregunta de Clitemnestra cien veces: «¿Cómo dar muerte a los hombres perversos que fingen amor?».

—Doy por supuesto que no expresaría abiertamente sus sospechas.

—¿Ante ella? No. Solo le sugerí que me gustaría conocer el paradero de su exmarido. Pero da la casualidad de que lo hicieron prisionero de guerra la primera semana de septiembre, así que ni siquiera aparece en la foto.

—Entonces, la víctima tenía que estar inconsciente de antemano.

Bora se detuvo a media zancada. Malecki parecía penetrarlo con los ojos azul claro.

—¿Por qué no, capitán? Durante la autopsia, seguramente buscaron solo signos de asfixia.

—Estoy seguro de que buscaron restos de fármacos en su organismo.

—Entonces, me parece que tendrá que buscar algo que no deje rastro.

Era la última hora de la tarde cuando Bora llegó al hospital.

El doctor Nowotny salía de su consulta, así que Bora habló con él mientras recorrían el pasillo impregnado de olor a fenol.

Nowotny fue brusco.

—¿Qué se propone? ¿No anda metido ya en suficientes líos como para ponerse a preguntar por venenos? —Aun así, dio marcha atrás, le abrió a Bora la puerta de su consulta y le indicó con un gesto la silla de metal que había frente a su escritorio—. Siéntese, condenado.

—Coronel, corríjame si me equivoco, pero cuando una persona muere por ingesta de monóxido de carbono, entre otros signos se aprecian una coloración viva de las membranas mucosas y un sedimento rojizo en una solución de sangre durante la autopsia.

Nowotny apoyó los brazos cruzados sobre el escritorio.

—Bueno, al menos no se trata de un tema político. Sí, la solución se va nublando lentamente, luego se tiñe de rosa y, transcurrido un tiempo, produce un precipitado rojizo.

—¿Y qué más?

—¿Qué más? ¿Se refiere a resultados de laboratorio? Depende. Puede producirse un aumento del número de glóbulos blancos presentes en la sangre y de la albúmina en la orina. —Nowotny lo miró con curiosidad—. ¿Sigue preocupado por la forma en que murió su compañero de piso?

—Estoy preocupado porque

murió y punto. Si alguien hubiera querido dejarlo inconsciente sin dejar rastro, ¿podría haber utilizado… pongamos… aconita?

—Yo no lo haría. La aconita provoca pequeños verdugones en los labios.

—¿Antimonio, entonces?

—No. Es como el arsénico: demasiado obvio.

—¿Qué hay de la atropina?

—Se detecta en la orina. —Nowotny desplegó los brazos y se inclinó hacia adelante, amistoso—. Espere, espere. Antes de que me recite el alfabeto de venenos de pe a pa, detengámonos en los barbitúricos. Al igual que el monóxido de carbono, producen una ligera miosis. Una contracción de las pupilas, sí. También pueden producirse leucocitosis y albuminuria. —Notó que la atención de Bora se tornaba excitación y no pudo reprimir una carcajada—. No se precipite. Resulta difícil detectar los barbitúricos en la sangre y la orina. Si alguien hizo lo que usted sugiere, debía de ser igual de inteligente que usted.

—¿Se pueden conseguir en una farmacia?

—Quien sabe dónde pedirlos siempre se las apaña para conseguir medicamentos, ya sea en una farmacia o por otros medios. El Veronal se utiliza a menudo. Tenga en cuenta que, si el sujeto bebe durante la ingesta, el alcohol potencia tanto el efecto como la toxicidad de los barbitúricos. Hay toda clase de productos fuertes en el mercado. El Luminal es otro.

—¿El Luminal?

—Sí. ¿Qué ocurre? ¿Cree que Retz se tragó algo de Luminal antes de quitarse de en medio?

—Aún no lo sé. Pero el nombre me ha recordado a otra cosa que quería preguntarle: ¿la palabra

lumen tienen algún significado específico en la medicina?

Nowotny se dio un golpecito en la sien cana con un dedo manchado de nicotina.

—Empiezo a pensar que la piedra le causó daños más graves en la cabeza de lo que sospechaba. Por lo general, con la palabra

lumen nos referimos a la cavidad de un órgano o el canal estrecho de un vaso sanguíneo. ¿Por qué?

—Solo comprobaba una teoría que tengo. No tiene nada que ver con Retz, se trata de la muerte de la abadesa. Creo que sé quién la mató.

—Espere, espere… una cosa después de la otra, Bora. Volviendo a la muerte prematura de su compañero de piso, ¿no le receté Veronal cuando se fracturó el cráneo?

De repente, Bora recordó que Nowotny tenía razón.

El frasco de medicina seguía estando en el estante inferior de su mesilla de noche. Bora lo examinó a la luz eléctrica, pero no supo decir si el nivel de líquido había descendido de manera apreciable desde la última vez que lo había usado. Solo lo había tomado las primeras tres noches, cuando el dolor era más intenso, y, una vez, había derramado un poco por descuido. No supo decirlo, pero el Veronal estaba allí, etiquetado y disponible.

«Dios del cielo».

Bora se sentó sobre la cama. Al cerrar los ojos vio pasar, como jirones, imágenes fragmentarias creadas por su mente; imágenes desconectadas que no querían decir nada. Las caras de las mujeres parecían tener más sustancia, los pequeños gestos de las manos y los labios habían quedado fijados en su memoria con una especie de perfección atemporal. La forma en que Dikta cerraba los ojos antes de besarlo, y la luz que le centelleaba en las pestañas. Ewa, que se quitaba lentamente los guantes, dejando desnudas las manos. La transformación que había sufrido Helenka ante el espejo, de una hermosa joven a una diosa.

Se sentía anodino e inexperto ante todas ellas. Casi tenía miedo de las cosas que sabían y entendían las mujeres. Fácil de impresionar, fácil de desconcertar. Helenka había dicho: «Los hombres no son lo suficientemente inteligentes ni lo suficientemente profundos».

Tenía razón.

11 de enero

—A mí también me han reasignado, padre, y pronto abandonaré Polonia.

—¿Para hacer cosas mejores, espero?

—Para hacer cosas distintas.

La nieve les llegaba casi por las rodillas en el claustro. Los arbustos, las macetas y el anillo que era el pozo estaban cubiertos de un alto reborde de blanco, como de encaje en los bordes, que relucía, perfecto, bajo la luz del sol. Bora describió una línea recta en diagonal a través de la nieve al dirigirse al pozo y Malecki lo siguió por el rastro pisoteado. Bora miró hacia arriba y vio el resplandor azul del cielo invernal, puro y profundo como si el verdadero pozo se encontrase por encima de sus cabezas, escarbando hasta distancias incalculables.

—Creo que fue aquí donde dispararon a la abadesa. —Señaló la espesa sombra que proyectaba el claustro—. Junto a la puerta, probablemente, o a poca distancia de esta. Cuando la alcanzó la bala, vino dando tumbos hasta aquí, donde la vi tendida. Al principio, di por hecho que le habían disparado aquí, en el jardín, porque un prisionero me dijo que la había visto tumbada en este mismo punto esa mañana. Pero no, le dispararon a bocajarro estando de pie frente a su asesino. Como llevaba el pesado hábito, en un primer momento la tela absorbió la sangre, así que no dejó rastro cuando se acercó tambaleándose al pozo. Pero saber en qué punto del claustro le dispararon no cambia demasiado las cosas. Aun así, si hubiesen permitido investigar a la policía de Cracovia, habríamos tenido todos los detalles que necesitábamos para resolver el caso hace mucho. Pero, con el cadáver de la abadesa fuera del alcance incluso de nuestro cirujano militar y con solo mis observaciones de aficionado para guiarnos, ni siquiera pudimos establecer la hora de la muerte.

Malecki se había reunido con Bora en el centro del claustro, donde la nieve que le apresaba las piernas pronto lo hizo envidiar las botas del alemán.

—Bueno, ya que estamos aquí, hágame el favor de reconstruir cómo ocurrieron las cosas.

—Es muy sencillo. La tarde del 23 octubre llevé al coronel Hofer en coche al convento. No sé si ya se había reunido con la abadesa aquella mañana, pero solicitó una entrevista y lo dejaron entrar poco después de las cuatro y media. No necesito recordarle en qué estado se encontraba el coronel en aquellos días. En un estado tan terrible, cualquier cosa pudo hacerlo perder los papeles. Su cordura dependía de cualquier esperanza que pudiera darle la abadesa en cuanto a la enfermedad de su hijo, y sospecho que le dijo sin muchos rodeos que iba a morir pronto.

—Y tenía razón.

—Sí. El coronel (después de trabajar codo con codo con él, como lo hice durante aquellas semanas, estoy seguro) fue incapaz de aceptar una ruptura tan total de su esperanza. Estoy convencido de que jamás la hubiera matado intencionadamente. Respetaba a la abadesa y, probablemente, también le tenía miedo. —Protegiéndose los ojos con la mano enguantada, Bora miró hacia el otro extremo del cuadrado de nieve cegadora—. Al oír sus palabras, se desquició. Sacó la pistola y se la llevó o bien a la sien, o bien a la boca; obviamente a punto de disparar.

—Y la madre Kazimierza intervino.

—No lo sé. No sabría decirle por qué, no creo que fuese el tipo de persona que se abalanza de un salto para arrebatarle el arma a un suicida. Sin duda, haría un gesto en su dirección; un gesto apremiante tal vez, y la pistola se disparó. Estoy convencido, padre Malecki, de que Hofer debió de quedarse petrificado al ver lo que había hecho. —Bora fijó la mirada en los inclinados aleros que había alrededor del claustro, donde los témpanos de hielo relucían a la luz del sol, emitiendo reflejos como de diamante. En el lado que daba hacia el sur, capas enteras de nieve se deslizaban tejado abajo para quedarse suspendidas del borde. Otras ya habían caído, y de las tejas emanaban nubes de vapor.

Malecki se sopló las manos heladas.

—Así que todo ocurrió en cuestión de minutos. De segundos, tal vez. Y, por supuesto, había tanques que bajaban la calle con estrépito.

—Sí. El primero tuvo dificultades al girar la esquina, así que dio marcha atrás y revolucionó el motor, mientras los otros esperaban en punto muerto. No habría oído explotar una bomba a mis espaldas, y lo mismo puede decirse de la monja que estaba en la portería. Una vez se despejó la calle, me seguían zumbando los oídos y el coronel salió corriendo del convento, presa del pánico.

—Entonces, ¿por qué no sospechó de él desde un principio?

Bora negó con la cabeza.

—Porque hasta que no salió por casualidad el tema hablando con Hannes, di por hecho que el coronel Hofer no llevaba arma. Como estoy seguro de que ha notado, vamos todos visiblemente armados. Pero él no. Creí que lo hacía como muestra de respeto al país ocupado o porque tenía una gran confianza en sí mismo.

—Ya veo. —Los ojos de Malecki bajaron hasta posarse sobre la pistolera de Bora—. Pero ¿qué hay de la bala? Usted mismo me dijo que la bala que mató a la abadesa provenía de una pistola polaca.

—Y es cierto. Se fabrica para la pistola semiautomática Radom Vis-35. Idéntica a las que encontramos escondidas en el convento. Por eso me puse tan furioso la primera vez que las vi. Solo que esas armas aún estaban llenas de grasa y era evidente que no se habían disparado nunca.

—¿Quiere decir que su comandante llevaba una pistola enemiga?

—No. Quiero decir que usaba cartuchos enemigos. —Con un gesto rápido, Bora se abrió la pistolera y le mostró a Malecki el bulto pulido de su Walther sobre la palma enguantada—. La Walther no es una pistola exigente como la Luger que teníamos hasta el año pasado, pero aun así no dispara cualquier munición. —Extrajo el cargador, que estaba flanqueado de delgados cilindros con puntas de latón—. Yo no usaría balas Radom en esta arma: son más largas, más gruesas y pesadas que estas.

—¿Qué es lo que ocurrió, entonces?

—El coronel Hofer, al igual que el coronel Schenck y yo mismo, sirvió como voluntario en España hace unos años. Del lado de la Iglesia, lo cual debería servirle de consuelo, padre Malecki. La noche que usted y yo cenamos juntos en la plaza, de camino al restaurante mi conductor y yo íbamos hablando de los días que pasamos en España cuando Hannes mencionó que Hofer seguía utilizando la pistola que le habían suministrado en Cádiz. No di crédito a mis oídos. En seguida le pregunté si sabía de qué marca era y me dijo «una Astra», añadiendo que Hofer la llevaba en una pistolera debajo del brazo por no ser una pistola reglamentaria.

—Y la Astra dispara cartuchos Radom.

—No solo esos. La Astra 400 es una pistola semiautomática poco atractiva, pero la disparé con toda clase de munición de 9 mm, desde Parabellum a Steyr pasando por Browning y Colt. Gracias a Hannes, me di cuenta de que cabía la posibilidad de que la pistola de Hofer hubiese efectuado el disparo mortal. No necesito recordarle que «Astra» significa «estrella» y «luz proveniente de las estrellas» en latín; así que, después de todo,

lumen encaja perfectamente.

—Así que el coronel Hofer, lo hubiese planeado o no, se las apañó para que un accidente pareciese un asesinato intencionado cometido por una mano polaca.

—Exactamente. Si el coronel de verdad hubiera encontrado a la abadesa tumbada en un charco de sangre, su primer instinto como soldado habría sido sacar la pistola, ya que en teoría el asesino podía andar cerca. Por eso yo llevaba la pistola en la mano cuando llegué corriendo a este mismo lugar. Después de mi conversación con Hannes no dejaba de preguntarme por qué el coronel Hofer habría ocultado su arma aquel día. —Tras volver a guardarse el arma en la pistolera, Bora le pareció extrañamente inofensivo a Malecki—. Verá: no tuvo elección. Simplemente, no tuvo elección. Sin importar lo destrozado que estuviese, tuvo que sobreponerse lo suficiente como para salir corriendo a buscarme.

—Entonces, va a acusarlo de asesinato.

—No.

—¡Me lo prometió, capitán Bora!

No puedo. La semana pasada me creí muy listo al llamar por teléfono a su esposa, pero sin darme cuenta puse en marcha el proceso que acabaría por impedirme acusarlo. Aunque en aquel momento todo eran conjeturas, el coronel Hofer dio por hecho que lo había descubierto. Ayer, cuando volvió a casa de permiso, su esposa lo informó de mi llamada y le dijo que volvería a ponerme en contacto con él. El coronel no le contestó, sino que se metió en su habitación, cerró con llave y, diez minutos después, se disparó un tiro en la boca. Así de listo soy, padre Malecki.

—Que Dios nos proteja.

—Sí. Esta vez no estaba la abadesa para detenerlo.

Malecki se obligó a disimular la repugnancia que sentía al oír una descripción tan indiferente de un asesinato y un suicidio. Aun así, dijo:

—¿Hofer dejó alguna nota?

—Por lo visto, garabateó unas palabras a toda prisa. Pedía perdón a Dios por lo que había «hecho sin darse cuenta». Las autoridades alemanas supusieron que se refería a su fracaso como comandante aquí, en Polonia, pero nosotros sabemos la verdad. Además, recibí la confirmación de que la pistola del coronel estaba cargada de cartuchos Radom y que había utilizado uno para poner fin a su propia vida.

Malecki optó por mirar hacia arriba ante la compostura de Bora.

—Bueno —dijo—, soy la última persona deseosa de admitirlo, pero si las cosas ocurrieron como dice usted, su comandante no mató a la abadesa ni intencionada ni maliciosamente. ¿Por qué no intentó explicarles las cosas a todas las personas implicadas?

Bora se sintió tentado de echarse a reír y Malecki se dio cuenta. No era que lo que había dicho le resultase gracioso, pero al pensarlo le dio risa.

—Padre Malecki, al ejército alemán no le gustan demasiado los oficiales que intentan suicidarse. Y aún menos los que avergüenzan al cuerpo al cometer un asesinato accidental. No. El coronel no tenía elección, sobre todo si quería vivir lo suficiente como para volver a ver a su hijo. No me cabe duda de que el dolor fue castigo suficiente. Pero al pedirme precisamente a mí que investigase el asunto, también se aseguró con casi completa certeza de que no iba a sospechar de él.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir ahora que ha terminado con su investigación?

—Sé por qué me lo pregunta. No queda nadie a quien acusar, así que es posible evitar y se evitará un escándalo que no haría más que perjudicar los intereses alemanes en Polonia. En privado…

En privado, le contará la verdad al arzobispo.

—Con permiso de mis superiores, sí.

—¿Y qué hará el arzobispo?

—Sabe lo que le conviene a la Iglesia polaca. Confío en que lo aconseje en consecuencia, padre Malecki.

—¿Y qué hay de las hermanas? ¿Qué piensa decirles a ellas?

—Será mejor que sigan pensando que he sido incapaz de resolver el misterio de la muerte de la abadesa. Tal vez el arzobispo decida informar a la hermana Irenka,

en privado.

Visiblemente preocupado, Malecki avanzó lentamente a través de la nieve para volver a entrar en el convento. Bora se quedó fuera. Se inclinó hacia adelante para mirar en el interior del pozo donde, mucho más abajo, un redondel de un azul difuso indicaba el sello de hielo que cubría el agua.

Estaba pensando en qué más tenía que decirle al coronel Schenck aquella tarde.

Cuando llegó el momento, Schenck mantuvo el mismo aspecto estirado de siempre, aunque el informe de Bora fue lo más inesperado que cabía imaginarse. Ni siquiera lo interrumpió, sino que se limitó a guiñar involuntariamente el ojo bueno de vez en cuando.

—¡Vaya! El muy cabrón —dijo—. Ese cabrón llorón e histérico se las ha apañado para dejarnos a todos como idiotas. Y ahora está muerto, así que ha conseguido engañarnos para siempre.

—Todavía tenemos que recuperar la pistola e interrogar a su viuda para averiguar cualquier información que haya podido confiarle sobre el asunto.

Schenck cogió un folio en blanco de su escritorio y le quitó el capuchón a la pluma.

—¿Cuánto tiempo necesita?

—Creo que bastaría con tres días, si tomo el primer tren hacia Alemania. Aun menos, si voy en avión.

El coronel entregó a Bora un conciso permiso extraordinario.

—Tome. ¡Y yo que empezaba a pensar que iba usted a abandonar la pista! ¡Pero ya veo que excavó hasta dar con su hueso! El gobernador general estará muy impresionado. Si resulta ser cierto, se va a liar una buena. ¡Estoy deseando informar a ese idiota de Salle-Weber!

Bora respiró profundamente y expulsó el aire de los pulmones.

—Tengo otro informe para usted, coronel.

Inesperadamente, Schenck le mostró una amplia sonrisa.

—A ver si lo adivino. Ha seguido mi consejo y ha dejado embarazada a una alemana étnica.

—No exactamente. Tiene que ver con mi compañero de piso.

Segundos después, la sonrisa se había borrado del rostro curtido de Schenck.

Bora dijo:

—Estoy completamente seguro de lo que voy a decirle. La amiga de Ewa, Kasia, me dijo que

Frau Kowalska tenía una llave del apartamento que le había dado el mayor Retz: un fallo de seguridad, por no decir algo peor. Se debiera su decisión de matarlo al amor que sentía por su hija o no (aunque yo diría que el factor principal fueron los celos), estoy completamente seguro de que Ewa Kowalska salió del Teatro Antiguo poco después de las nueve del sábado por la mañana, fue a nuestro apartamento y entró con su llave. No tenía forma de saber que el mayor acababa de llamar por teléfono a Helenka para concertar una cita. —Bora se relajó lo suficiente como para empezar a recorrer el despacho de Schenck con las manos en los bolsillos y el oficial se lo permitió—. Usted y yo, coronel, somos conscientes de que al mayor le gustaba beber los fines de semana. Lo vi terminarse botellas enteras de coñac o vodka a palo seco y beberse unos cuantos chupitos antes del desayuno. El sábado por la mañana, o bien ya se había servido una copa o Ewa preparó una para ambos, a la que añadió lo que, a falta de una identificación más concreta, debo llamar simplemente un barbitúrico; seguramente mi propio Veronal, en el que con toda seguridad se habría fijado en alguna de sus visitas anteriores a nuestro apartamento. El mayor se tragaba las copas sin siquiera saborearlas. Aquella mañana debió de hacer lo mismo, independientemente de la conversación que mantuviesen Ewa y él. A estas alturas, solo puedo especular: ¿Le recriminaría su conducta? ¿Le suplicaría? ¿Quién sabe? Si Ewa de verdad sacó el tema de Helenka, es posible que el mayor Retz mostrase un arrepentimiento insuficiente o incluso falta de interés por el incesto que había cometido. Dado que iba a estar de servicio ese mismo día, empezó a afeitarse con Ewa todavía en la casa, pero no le dio tiempo a terminar. Cuando el fármaco le hizo efecto (dependiendo de la cantidad, pudo haber ocurrido bastante rápido, según el coronel Nowotny), lo único que tuvo que hacer Ewa fue arrastrar su cuerpo aturdido o inconsciente hasta el horno. Le metió la cabeza en el horno, encendió el gas, lavó las copas, el lavabo y la maquinilla de afeitar y, sin siquiera pensarlo, dejó la cuchilla dentro. Para que el detalle de que tenía el rostro a medio afeitar no resultase demasiado evidente, le limpió la cara con una de las toallas que había en el estante del baño y se la llevó consigo. Después, volvió al teatro, a tiempo para salir al escenario al final del ensayo.

Schenck realizó un gesto muy discreto que podía interpretarse como un asentimiento satisfecho de cabeza.

—¿No sabía la portera que alguien había ido a ver al mayor Retz?

—No necesariamente. Lo más seguro es que el mayor también le diese a Ewa la llave de la puerta del edificio. Además, más de una vez he pasado por delante de la portería sin ser visto.

—¿Y toda esta reconstrucción la ha basado en el detalle insignificante de una cuchilla fuera de sitio?

Bora dejó de andar de acá para allá.

—No solo en eso. También leí una obra de teatro griego, casi caigo en las redes de una mujer mayor y, por suerte, logré deshacerme de mi punto ciego gracias al sacerdote americano. Fue como ver la luz, coronel. Si lo desea,

lumen también desempeñó su papel en este caso.

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