Lumen

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Capítulo 6

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La chica lo valía, se dijo. Valía las pequeñas agonías que le causaba el mal de amores y su discusión con Bora. Ya conseguiría que Bora se marchase del apartamento antes o después. Allá iba, con sus piececillos diminutos y su cinturita de avispa. Andaba con la cabeza alta, igual que su madre. Y ese paso rápido que les daba vida a sus esbeltas caderas.

Helenka desapareció en el oscuro zaguán de la lúgubre casa de vecinos. Retz dio marcha atrás, giró el vehículo y se dirigió al Teatro Antiguo.

El olor a perfume barato y sudor de mujer le dio la bienvenida al estrecho pasillo que llevaba hasta el camerino. Retz lo aspiró y se le dilataron los orificios de la nariz. Le recordaba a la última guerra, aunque no era el mismo teatro, ni siquiera la misma ciudad. El olor a mujer lo excitaba.

Oyó la voz de Ewa, que ensayaba su papel desde detrás de la puerta cerrada.

—«Me voy, por tu culpa, privada de mi honor».

Retz llamó a la puerta.

Ocurrió a media hora al este de Debica y pasó demasiado rápido como para que ni Schenck ni Bora fueran conscientes de qué los había atacado. Sintieron un fuerte choque y el sonido de un latigazo y una lluvia de sangre y cristales se precipitó hacia ellos desde el asiento delantero.

El conductor perdió el control del vehículo, que derrapó antes de salirse del arcén y golpear de refilón un muro bajo de piedra. Una granada de mano que alguien tiró contra el coche falló el blanco y levantó una columna de nieve, tierra y ramas más allá del muro. A sus espaldas, otra explosión hizo saltar por los aires el arcén y vieron volar trozos de metal y de asfalto.

Una ráfaga rápida de fuego alcanzó el convoy desde una ladera a la derecha de la carretera. Rápidamente, por reflejo, Bora y Schenck salieron del coche y se colocaron uno junto a otro en posición de disparo. El fuego proveniente de los fusiles y las ráfagas de los subfusiles se aliaron contra ellos, como si la maleza tuviese vida propia y hostil y estuviese decidida a no dejarlos pasar. Del camión que los escoltaba empezaron a bajar hombres en una sucesión de cascos bruñidos y en aquel tramo solitario de carretera se libró una batalla en toda regla. Un tiroteo furioso y sin palabras, sin sentido, de unos contra otros, con hombres que se arrastraban y corrían a ponerse a cubierto o salían de su refugio para disparar.

Una vez hubo terminado, Schenck empezó a despotricar por el conductor muerto y el parabrisas destrozado. Apenas prestó atención cuando Bora volvió de la ladera donde habían estado escondidos los atacantes. Ni siquiera se había dado cuenta de que Bora se había alejado.

—Parece que están todos muertos, coronel. Seis hombres sin uniforme. Hemos recuperado un subfusil descargado, tres carabinas y cinco pistolas.

Schenck no prestó atención a las noticias.

—¡Maldición! No pienso reunirme con los rusos con el parabrisas destrozado. No quiero darles la satisfacción de saber que nos han atacado. —Rozó el hombro de Bora con el toque amistoso de un puño cerrado—. Acerquémonos al próximo puesto y que nos den otro vehículo de personal.

Bora solo tuvo tiempo de ordenar que se llevasen el cadáver del conductor antes de que Schenck empezase a romper metódicamente lo que quedaba del parabrisas destrozado con la culata de su Walther.

—Así, al menos veremos adónde vamos —dijo. Y, cuando le pareció que las cosas no avanzaban lo suficientemente rápido, saltó sobre el capó y derribó el resto del cristal de una patada.

Bora se alegró de que Hannes no hubiese sido el chófer aquel día. Con un paño, limpió la sangre y los cristales del asiento delantero y el salpicadero lo mejor que pudo, giró la llave en el contacto y dio marcha atrás hacia la carretera.

Sin dejar de maldecir en voz baja, Schenck ocupó su lugar a su lado.

—El coronel puede ir detrás si lo desea —dijo Bora.

—Arranca este cacharro. El coronel irá donde le salga de las narices.

Retz y Ewa desayunaron en el restaurante Pod Latarnie.

—¿No tienes hambre? —preguntó ella.

Estaban sentados en mitad del comedor y desde su asiento Ewa observaba la escasa concurrencia de un domingo a media mañana. Había unos cuantos soldados alemanes bien alimentados, civiles alemanes étnicos de rostros chupados y huesudos; dos mujeres con pieles raídas alrededor del cuello estaban sentadas a la mesa en la que bebían y reían los soldados. Miró por encima del hombro y vio la ventana junto a la que se había sentado con Bora. No había nadie en esa mesa. Recordó la atención severa que le había dedicado Bora y que tan poco halagadora le había parecido.

Retz, que ya había desayunado con Helenka en el apartamento, se limitó a decir:

—Supongo que no tengo hambre. ¿Más café?

Ewa le acercó su taza.

—Richard, ¿te tiñes el pelo?

Su pregunta estaba tan completamente fuera de contexto que dejó confundido a Retz, a pesar de que siempre había sido capaz de bromear con ese tema. Derramó algo de café.

—¿Por qué? ¿Da la impresión de que me tiño el pelo?

—Sí. —Ewa se llevó una miga a la boca—. Hace veintiún años no era de ese color.

—Tienes buena memoria.

—Creo que con canas tendrías un aspecto más distinguido. ¿Tenías muchas?

Retz masculló que le habían empezado a salir canas a los treinta.

—No veo por qué iba a tener que aparentar más edad de la que tengo.

Ewa echó los hombros hacia atrás. Llevaba el pelo recogido y estaba muy satisfecha con su aspecto esa mañana, así que podía permitirse una pequeña dosis de crueldad.

—No aparentamos ni un día más de los que tenemos, Richard. —Sacó un cigarrillo del paquete que el mayor había dejado junto a su plato. Se lo metió en la boca, y cuando volvió a sacárselo para quitarse una hebra de tabaco de los labios, el lápiz de labios había dibujado un círculo de un rojo vivo en torno al cigarro—. A mí dejó de venirme el periodo esta primavera.

El encendedor de Retz era de aluminio, con el blasón del regimiento en latón. Le acercó la pequeña y estable llama para que Ewa pudiera darle una primera calada al cigarrillo. Había recuperado parte del buen humor.

—Bueno, así estamos más seguros, ¿eh?

***

Mientras esperaban a que les enviasen un coche desde Rzeszów, Schenck y Bora fueron a sentarse en uno de los bancos del patio de la pequeña

Kommandatur local. Bosques de esbeltos abedules erizaban las colinas, trazados como con lápiz blanco sobre el terreno. No hacía frío, y se oía el silbido agudo de un pájaro. La mayor parte de la nieve que había caído entre los árboles se había derretido o formaba montones limpios y azulados a su sombra. El resplandor del sol se filtraba a través de las ramas.

El accidente, lejos de amedrentarlos, había puesto eufóricos a ambos hombres. Hasta hacía unos instantes, Bora se había sentido embriagado por el simple hecho de estar vivo, igual que el día que el hombre armado había salido de repente del montón de heno. El mismo día que vio por primera vez la fotografía de la madre Kazimierza.

Schenck pareció leerle la mente.

—Estas sacudidas repentinas vienen bien para los nervios. Son como un tónico. El peligro hace fluir la adrenalina, y esta provoca multitud de efectos. He leído sobre el tema. En un primer momento, la adrenalina eleva la presión sanguínea, dilata los bronquios, aumenta la producción de saliva. Estimula las vesículas seminales, como estoy seguro de que habrá notado.

Bora lo había notado. Se preguntó si el coronel Schenck alguna vez pensaría en otra cosa.

Ahora que había pasado el peligro, se sentó, completamente relajado, y aspiró el olor de la leña que ardía en la estufa del edificio que tenían detrás.

Schenck mantuvo los brazos cruzados con fuerza contra su cuerpo fibroso.

—Hoy, por ejemplo. Podían habernos matado. Podría estar usted muerto, o algo peor. —Notó que había picado la curiosidad de Bora, aunque este no le hizo ninguna pregunta—. Podría estar mutilado. En España vi a un hombre que quedó castrado por una granada. Se le llevó ambos testículos, limpios. ¿Qué me dice de eso? Por suerte, el hombre, que era un vasco de Bilbao, ya había tenido descendencia antes del accidente.

Al oír mencionar el caso, Bora volvió a ver los cuerpos destrozados en la escuela judía y sintió una oleada inesperada de repugnancia. Se sobrepuso, pero la euforia y la relajación habían desaparecido. El coronel le había recordado su propia mortalidad, y se sintió muy inseguro.

Schenck le sonrió con su sonrisa huesuda y ruin.

—Espero que me perdone por haberme inmiscuido, capitán, pero me he tomado la libertad de enviar un telegrama al general Sickingen para que se traiga consigo a su esposa a Cracovia.

Bora contestó con algún comentario disciplinado, de eso estaba seguro, aunque casi reventó de las fuertes ganas de gritar durante todo el camino a Przemyśl.

Una vez allí, los rusos se mostraron desconfiados, aunque no poco amistosos. Con los rostros sonrojados y enfundados en sus uniformes con el peculiar patrón de las camisas campesinas, parecían gnomos gigantescos. Insistieron en enseñarles a Schenck y a Bora una muestra del equipamiento y las insignias que habían requisado a los polacos. Un fotógrafo del ejército rojo tomó instantáneas de los alemanes escuchando las explicaciones de un comisario de pelo rubio y gafas. Sacaron vodka. El almuerzo, según les dijeron, los esperaba en Lwów.

—Como si hubiera venido para comer con los rusos —farfulló Schenck a Bora, y añadió—: Dígales que estamos deseando almorzar con ellos.

En Cracovia, el padre Malecki dijo que dudaba mucho que fuese a ayudar, pero aun así

Pana Klara le pasó media taza de café cargado con

brandy.

—Es la receta antigua, padre. Bébaselo bien caliente.

A las doce y media del mediodía, mientras en la frontera Bora traducía para el coronel Schenck el tercer brindis del comandante del puesto ruso, Malecki estaba a punto de quedarse dormido en el salón. La combinación del catarro, el alcohol y la agradable temperatura hubiese acabado por salir victoriosa si no hubiese sido por la voz de la casera, que lo llamó desde el pasillo.

—Padre, alguien del consulado americano ha venido a verlo.

Justo detrás de la mujer, elevándose por encima de su reducida estatura, un joven oficial del servicio diplomático envuelto en una gabardina blanca saludó al sacerdote. Malecki lo reconoció de sus visitas al consulado. Se llamaba Logan y se había graduado en Notre Dame haría unos cinco años.

—Padre Malecki, espero no molestarlo.

—En absoluto. Aunque se arriesga a que le contagie el catarro.

Logan se quitó el sombrero, pero no el abrigo.

—No voy a quedarme mucho tiempo. En realidad, no vengo en visita oficial. El cónsul me pidió que me pasara por aquí.

—De acuerdo. Siéntese.

—No, gracias. Padre, el cónsul sabe que la Santa Sede le ordenó que no saliese de Cracovia, aunque el motivo de su visita concluyó con la muerte de la abadesa en Nuestra Señora de los Dolores. Además, tenemos entendido que las autoridades alemanas han pasado a hacerse cargo de la investigación en torno a su muerte. —Logan hizo una pausa cargada de significado. Cuando vio que Malecki no lo animaba a continuar, carraspeó—. El cónsul cree que pronto se correrá la voz de la muerte violenta de la abadesa, independientemente de quién esté detrás del asesinato. Dada su popularidad entre la población católica…

—Habla usted como si no fuese católico —lo interrumpió Malecki—. Venga, venga. ¿Qué intenta decir?

—El cónsul cree que sería conveniente que abandonase Polonia.

Malecki apoyó las manos sobre los pañitos de croché con los que

Pana Klara había cubierto los reposabrazos de todos los sillones que había en la casa.

—¿Por qué?

Logan volvió a carraspear. El sacerdote vio cómo su nuez subía y volvía a caer por encima del cuello de la camisa.

—El cónsul teme que pueda estallar la violencia en las calles cuando se conozca la noticia.

—¿Y…? ¿Acaso cree el cónsul que me involucraría en los disturbios? ¿O piensa que, ciegos de furia, los polacos van a atacar a un sacerdote polaco-americano? No tiene ni pies ni cabeza.

En el silencio que siguió se oyó el sonoro tictac en de un reloj de sobremesa. Malecki estornudó. Logan estaba a punto de pronunciar otra frase, pero el padre se lo impidió.

—Verá, señor Logan. Le agradezco que haya venido hasta aquí en su día libre para decirme lo que cree el cónsul… solo que no es eso lo que cree el cónsul. —Malecki alzó la mano para evitar posibles recriminaciones—. Lo que de verdad cree el cónsul, si se me permite especular, es que no debo seguir visitando el convento mientras se esté llevando a cabo la investigación. Por casualidad, ¿no habrá visitado el consulado Su Eminencia el arzobispo?

Logan palpó el borde de su sombrero flexible.

—La razón por la que nos preocupemos por un ciudadano americano importa poco. Nuestra preocupación es real. Entendemos que ya se ha ejercido violencia contra su persona.

En ese momento, Malecki supo que el arzobispo estaba detrás de todo. Decidió tomarse su tiempo antes de responder. Se sonó con fuerza la nariz, abrió la caja de caramelos de menta y se colocó uno sobre la lengua. Logan lo observó, expectante. Malecki le ofreció un caramelo.

—Si quiere oír la historia completa, fui yo el que pegó primero.

Logan necesitó unos cuantos segundos para recuperarse. Se tragó el caramelo sin siquiera saborearlo.

—Padre, si el cónsul estuviese informado… ¿se da cuenta del riesgo al que se expuso al agredir a un alemán?

—De hombre del medio oeste a hombre del medio oeste, señor Logan, preferiría que no diese más detalles de este asunto al cónsul. Hablaré cuando y si lo considero conveniente.

—¡No puede pedirme que ignore que se encuentra usted en peligro!

Malecki negó con la cabeza.

—Con una guerra en perspectiva, los riesgos que cualquiera de nosotros podamos correr en Cracovia no me quitan el sueño. —Se levantó del sillón—. ¿Sabe? Tengo un fuerte catarro del que me gustaría recuperarme en la cama. Hágame el favor, señor Logan. Vaya y dígale al cónsul que le quedo agradecido. No deseo abandonar Cracovia y no creo que ni usted ni el cónsul puedan obligarme. Mi labor eclesiástica en la ciudad no ha terminado, y le prometo que trataré a los alemanes con más prudencia que en el pasado. Como siempre, ellos mismos son sus peores enemigos.

Doscientos cincuenta kilómetros al este, el coronel Schenck le dijo a Bora que el próximo brindis era el último que pensaba aceptar del comandante ruso.

—Lo último que necesitamos es llegar a Lwów borrachos como cubas.

Bora toleraba bien el licor, pero empezaba a sentir un regocijo cada vez mayor al pensar en el efecto que tendría este sobre las vesículas seminales del coronel. Las suyas apenas le preocupaban, ahora que la perspectiva de la visita de Dikta amenazaba con mantenerlo en una agonía de deseo perpetuo durante las próximas tres semanas.

Los rusos estaban instalados en el hotel Patria, en Lwów. El hotel estaba cerca del museo de la plaza del mercado, con sus cuatro fuentes, que habían obligado a visitar a los alemanes para un aperitivo de última hora.

Dobro pozhalovat! —Un coronel de aspecto pulcro con una guerrera color gris acero dio la bienvenida a los huéspedes en el antiquísimo recibidor recubierto de alfombras. Inevitablemente, iba flanqueado por un comisario, que resultaba fácil de identificar por la estrella roja que llevaba en la manga. Bora no pudo evitar comparar sus uniformes con los deslucidos trajes que llevaban los soldados que había fuera, de pie bajo sus gorros de tela con largas orejeras.

Schenck frunció el ceño.

—Dile que me gustaría empezar con las conversaciones justo después del almuerzo, Bora. No quiero que nos endilguen otra visita de la ciudad o algún discurso propagandístico.

Bora tradujo a lo largo de toda la recepción. El comisario estaba sentado a la mesa frente a él y lo observaba con atención. En un momento dado, dijo:

—Habla bien el ruso. ¿Cómo es que lo estudió con tanto empeño?

Bora contestó con una generalidad cortés. Lo que Schenck le había susurrado de camino a la mesa seguramente se encontraba más cerca de la verdad.

—Escuche bien lo que le digo, Bora: vamos a recuperar esta ciudad. Puede estar seguro de que no hemos entrado en Polonia para cederles la mitad a los rusos.

Por la tarde, la iglesia de los dominicos de Lwów recordó a Bora a la iglesia de Nuestra Señora de los siete Dolores de Cracovia. Los mismos volúmenes propios del barroco romano se multiplicaban sobre las cúpulas y las capillas laterales, aunque la plaza abierta daba más relevancia a este edificio de la que tenía el convento, en su callejuela estrecha de Cracovia.

Schenck había conseguido mantener una primera ronda de conversaciones justo después del almuerzo, principalmente sobre asuntos de inteligencia común. Se elaboró un primer borrador de un acuerdo para colaborar contra la resistencia local por medio del intercambio abierto de comunicados y documentos relacionados con el protocolo de fronteras.

Los rusos se vengaron arrastrando a sus visitantes a una visita turística de la ciudad. Benigno, el comisario se giró hacia Bora.

—Ya ve que la propaganda adversaria ha sido injusta con el marxismo, capitán. Las iglesias están intactas, abiertas y listas para usarse.

Bora había estado observando los carteles de las calles en alfabeto cirílico, consciente de que eran igual de temporales que los que los alemanes habían colgado en el oeste.

—Sí —contestó, y no le hizo falta forzar una sonrisa—. Pero en inglés hay una canción infantil que dice: «Aquí está la iglesia y aquí está la aguja»… Hoy es domingo y me pregunto dónde estarán los fieles.

***

Con la noticia sobre Helenka en mente, a Kasia casi se le olvidó que llevaba un pedazo pequeño de margarina en el bolsillo. Cuando se sacó una moneda para pagar el tranvía, sus dedos se toparon con el envoltorio de papel. Por suerte, hacía suficiente frío como para que la margarina no se derritiese. No se sentó durante el corto trayecto, sino que se aferró a la tira de cuero y fue leyendo con nerviosismo los nombres de las calles.

Llegó a la parada de Swiety Krzyza. Kasia se apeó y ni siquiera tuvo cuidado de no mojarse los zapatos con el lodo que formaban los restos de nieve al borde de la acera. Se le empaparon los dedos de los pies en los pocos minutos que tardó en recorrer la distancia entre la esquina de la calle y la puerta de Ewa.

—Soy una amiga de

Pana Kowalska —le explicó a la portera. Ewa le había dicho que los caseros eran estrictos y se habían vuelto todavía más desconfiados debido a la guerra. No era de extrañar, se dijo Kasia mientras la portera la hacía esperar, que Ewa no llevase a su casa a Richard Retz.

—¿Cómo se llama?

Kasia se lo dijo.

—¿Por qué va con tantas prisas, señorita? ¿Qué es lo que pasa?

El deseo malicioso de cotorrear acerca de Helenka y las ganas de ver la reacción de Ewa casi la llevaron a darle una respuesta cortante a la portera, pero Kasia se las apañó para mantener el genio bajo control. Se le ocurrió una idea.

—Necesito ver a Ewa Kowalska urgentemente —explicó, mientras sacaba de su envoltorio la margarina y la introducía por el estrecho ventanuco del cuchitril de la portera—. ¿Me permite subir?

La portera extendió el brazo para coger la margarina, la olisqueó y se la devolvió.

—Vive en la planta cuarta, la primera puerta de la derecha. Y va a tener que subir a pie: el ascensor está estropeado.

Eran casi las cinco de la tarde cuando el padre Malecki se despertó de la siesta en el sillón del salón. Había dormido profundamente y no recordaba qué había soñado. Pero su último sueño había sido lo suficientemente extraño como para habérsele quedado grabado en la memoria.

Soñó que se preparaba para decir misa. Del armario donde guardaba las vestiduras salió de un salto el hombre de aspecto cansado y bigote que le había pedido las reliquias. Llevaba a una de las monjas del convento de la mano.

El rostro de la monja era anodino, no pertenecía a nadie a quien Malecki pudiese identificar. Llevaba colgado al cuello un retrato muy grande de la madre Kazimierza. Parecía un medallón antiguo con la imagen de la abadesa de perfil en el centro, rodeada por las letras L. C. A. N. Del fondo del armario salía una luz intensa, como un faro.

—¿Qué es esa luz? —Malecki recordaba haberle preguntado a la monja de su sueño.

—Vaya, padre. ¿No lo sabe? Es lo que mató a la abadesa y lo que la convirtió en una santa.

Protegiéndose los ojos de la luz, Malecki alargó el brazo para coger la sobrepelliz. Cegado, no podía verla, pero la palpó al tacto. Estaba salpicada de sangre en los cuellos, el costado y el dobladillo inferior.

—¡Ahora usted también tiene una reliquia,

Ojciec! —gritó el hombre del bigote mientras salía apresuradamente de la sacristía con la monja de la mano—. ¡No olvide decirles a los alemanes que sabe adónde fueron los albañiles!

Por último, el señor Logan salió del armario, carraspeando.

—El cónsul cree que debería devolver la reliquia de la sobrepelliz, padre Malecki. Que lo declarasen santo fuera del país infringiría las leyes americanas.

«Esto es lo que pasa cuando uno tiene un fuerte catarro y recibe a oficiales del servicio diplomático», se dijo Malecki. Tras estornudar en su pañuelo de cuadros, salió del salón y subió las escaleras hasta su dormitorio.

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