Lumen

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Capítulo 11

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Recordó haberse quitado el uniforme al pie de la cama del hotel en su noche de bodas, cuando cada botón y cada lazada representaban un enemigo para sus prisas. Lo compensaron al no molestarse en levantarse a la mañana siguiente. Al final del día tuvo que llamar a sus padres para decirles que se había casado. Ahora Ewa haría lo mismo con él. Era rubia, igual que Dikta, pero más sabia; sabría apreciar mejor la valía de un hombre joven, sabría apreciar cómo respondería el hombre que había besado en el teatro con una hembra racialmente compatible.

Las palabras necias de Schenck habían sido como una ducha fría.

Bora maldijo en voz baja, pero no pudo evitar aplaudir aquellas nociones políticas de «salud sexual» que destruían todas las imágenes bellas como el giro de un caleidoscopio. Desanimado, se quedó sentado en el coche casi una hora, intentando volver a componerlas mientras estas se empeñaban en desdibujarse hasta formar un borrón de purpurina. No servía de nada. «No sirve de nada, Bora». Poseído por una furia gélida, arrancó el coche, dio marcha atrás y condujo por las callejuelas estrechas hasta su casa, bajo la colina de Wawel.

5 de enero

El joven polaco alargó la mano hacia el paquete de cigarrillos intacto que Bora había dejado sobre la mesa. Tenía moratones frescos en la cara y le faltaban los incisivos delanteros. Bora vio cómo se metía un cigarro en la mella rodeada de sangre y, expectante, estiraba el torso hacia adelante, buscando la llama del encendedor.

—Espero que consigan sacarle algo —dijo.

—No lo conseguirán.

—Si sigue así, le pegarán un tiro uno de estos días.

—Lo sé.

—Allá usted.

El prisionero aspiró el humo con avidez.

—Son cigarrillos de los buenos.

Bora se había quitado los guantes sin pensarlo, pero volvió a ponérselos. Últimamente, se había sorprendido a sí mismo acariciándose con nerviosismo la alianza de oro que llevaba en la mano izquierda y había decidido cortar con la costumbre antes de que se fijase alguien más. Dijo:

—Tal vez deba hablar. Le ahorraría molestias a todo el mundo.

Con visible dificultad, el prisionero intentó echarse a reír. Al abrir la boca, le salió humo de la mella que tenía entre los dientes.

—Lo último que pretendo es ahorrarles molestias. —Ya fuese porque el ofrecimiento de los cigarrillos lo hubiese envalentonado o porque había recorrido un tramo más de la carretera de la desesperación, se comportó de manera alegremente imprudente—. Si fuese yo el que lo tuviese prisionero a usted, capitán, ¿hablaría?

—No me tendría prisionero. —Bora alargó el brazo hasta el paquete y lo cogió. Bajo la mirada alarmada del polaco, lo sostuvo en la mano enguantada como si se preguntase qué hacer con él, si aplastarlo o no—. El otro día me dijo que había visto a la monja en el jardín. ¿Estaba sentada, caminaba? ¿Estaba de pie, quieta?

—Estaba tumbada en el suelo.

—Después de que le disparasen, por supuesto…

—No, no. Llevaba tendida allí buena parte de la mañana. —El prisionero, sentado al borde de su silla, vigilaba atento cualquier ademán de aplastar el paquete de cigarrillos—. Ya se lo he dicho: estaba allí tirada.

—Entonces, ¿cómo sabe que estaba viva?

—La había visto hacer el mismo truco otros días. Ya no le prestaba atención, solo que, después, vi la sangre. Me giré para echar un vistazo a la calle a través de los prismáticos, por casualidad vi la sangre y eso es todo. No puedo decirle si estaba tumbada cuando le dispararon, porque no vi cómo pasó.

Bora se metió un cigarrillo en la boca y tiró el paquete sobre la mesa. Antes de marcharse, dijo:

—Uno de los suyos está a punto de cantar. Se les ha acabado el juego a todos, así que acepte un consejo: hable.

Kasia recorrió con los ojos la plaza del mercado y los detuvo frente al edificio achaparrado del antiguo Sukiennice. Varios vehículos del ejército alemán estaban estacionados a lo largo de la fachada, detrás de los árboles, y se veían hombres uniformados debajo de cada uno de los arcos. Se encaminó hacia el teatro bajo un cielo nublado e inmenso. Apretó el paso.

Ewa la esperaba en un zaguán en la esquina de la calle Swiety Anny, donde no penetraba el cortante viento. Daba la impresión de que quería preguntarle algo, pero Kasia no le dio oportunidad.

—¡No se ha marchado! —Tomó la iniciativa—. Dijiste que se iría por la mañana, pero tu hijo no se ha marchado.

Los hombros de Ewa se elevaron y volvieron a caer bajo el viejo abrigo de pieles.

—Se irá, de eso no te quepa duda. Es un hombre prudente.

—Ya. ¡Ha pasado una semana! Si tan prudente es, ¿cómo es que tiene que esconderse de los alemanes y cómo es que no se queda en tu piso?

—Ya lo hemos hablado, Kasia, cariño. En mi casa lo verían, y ya sabes lo abarrotado que está el apartamento de Helenka. Si ha dicho que iba a marcharse, lo hará. Solo son las nueve.

—Bueno, pues me debes un favor, y de los gordos. Una vez se largue con viento fresco, quiero que me pagues. Que me pagues y que me presentes al compañero de piso de Richard. Prométemelo.

—¿No confías en mí?

—Prométemelo. —En el rostro pecoso de Kasia, que estaba lívido por el frío, se formó una mueca severa y malhumorada—. Tu hijo sigue en mi casa y hay coches alemanes por todo Rynek Glówny. Me debes una. Una de las buenas. Si vuelvo a casa y descubro que se ha marchado, espero que llames al amigo de Richard esta misma noche y me lo presentes. ¿Por qué? Porque me da la gana, por eso.

Ewa puso los ojos en blanco.

—Muy bien. ¿Te ha dado algún mensaje para mí?

—No. Se ha pasado casi todo el tiempo durmiendo y he tenido que despertarlo dos veces porque roncaba. —Kasia se alejó de la puerta cuando un vehículo alemán se deslizó a paso lento por delante de las dos mujeres. Los neumáticos chapotearon en la nieve blanda—. Conociéndote, mejor será que no me cuentes en qué lío anda metido tu hijo o me haría pis en los pantalones de la preocupación.

Bora entendió de lo que le dijo Pana Klara que el padre Malecki estaba en la curia y tuvo el sentido común de no ir a esperarlo allí.

Arkusz papieru, prosze —pidió. Tras esperar a que la casera rebuscase hasta dar con un papel en blanco, escribió una nota.

«Hoy, algo me ha alertado hacia una posibilidad que no habíamos tenido en cuenta al investigar la muerte de la abadesa. Tenga paciencia conmigo si no le hablo de ella en esta nota. Es esencial que nos veamos esta noche o mañana por la mañana, como muy tarde». Bora firmó con su nombre y añadió un postdata. «Creo que la madre Kazimierza tenía razón cuando dijo que la luz de nuestro interior puede convertirse en tinieblas».

Faltaba media hora para la sesión matinal, pero Kasia no estaba para nada.

—Estoy muy nerviosa —le susurró a su suplente—. Creo que me ha venido el periodo. Simplemente, no me encuentro bien. No me encuentro nada bien; tengo que irme a casa. Podrás sustituirme, ¿verdad? Solo por hoy. Tengo que irme a casa. No le digas a Ewa que me he marchado a no ser que te lo pregunte.

Fuera caía aguanieve cuando salió del teatro y se encaminó al sur para evitar la plaza del mercado. Seguía enfadada con Ewa y tan disgustada que era incapaz de distinguir entre su propio miedo y una premonición de peligro. De qué iba a servirle volver a casa si algo andaba mal, ni ella misma lo sabía. Lo único que sabía era que esa mañana el teatro la ponía enferma y tenía que volver a su piso.

Prolongó el camino hasta su apartamento, así que, cuando divisó su edificio, tenía los zapatos empapados. No había nadie en la calle, ni tampoco vio coches aparcados. La puerta del edificio estaba entornada, como siempre.

Kasia cruzó rápidamente, penetró en el hueco oscuro que había al pie de la escalera y miró hacia delante, al patio interior. A través del arco bajo, parecía vacío y abandonado.

Subió los peldaños recubiertos de baldosas de cemento con una mano sobre la temblorosa barandilla de acero. Todo estaba en silencio. El mismo silencio de siempre y los mismos olores de siempre. Al abrir la puerta se sintió aliviada al ver que la llave giraba dos veces, ya que la había echado antes de salir. La diminuta y húmeda cocina estaba ordenada, y el pan y la leche que había dejado fuera para el hijo de Ewa estaban intactos.

Una punzada de decepción le recordó que este debía de seguir en la otra habitación, durmiendo. Con cuidado de no pisar una baldosa que crujía, echó un vistazo al salón, donde habían convertido el sofá en una cama. El sofá estaba vacío, y la colcha, pulcramente plegada sobre uno de los brazos. Kasia dejó escapar el aire de los pulmones, aliviada.

Se había ido. ¡Gracias a Dios! Y, además, sin armar escándalo.

Encendió la luz y se quitó los zapatos mojados. En zapatillas, fue a sacar la leche al alféizar de la ventana para mantenerla fría.

Una vez volvió al salón, conectó la radio y la dejó encendida, aunque la emisión estaba en alemán, solo para oír el ruido de fondo.

Bueno, el hijo de Ewa se había ido. Gracias a Dios. Después ya se inventaría una buena excusa por haberse marchado de la representación. No había prisas. De repente, lo único de lo que tenía que preocuparse era de qué iba a ponerse esa noche para quedar con el compañero de piso de Richard. Sonrió. La llave del apartamento de Bora tintineó en su bolsillo. Ewa se había resistido a dársela, pero al final se había salido con la suya. La utilizase o no, era una victoria sobre Ewa. Qué fácilmente podía pasar una del nerviosismo a la alegría.

Kasia llenó una olla de agua y la colocó sobre la estufa de gas para calentarla antes de lavarse el pelo. En la radio empezó a sonar una canción que conocía y, tarareando la melodía, se acercó al dormitorio a elegir un vestido. «I know… one day… something so wonderful…».

El dormitorio estaba a oscuras. «You and I will meet aga…». Kasia se paró en seco en el umbral, con la canción atravesada en la garganta. No recordaba haber dejado las contraventanas completamente cerradas. Una furia teñida de rencor se apoderó de ella al pensar que el hijo de Ewa no se había marchado, sino que simplemente se había acostado en su cama para estar más cómodo.

—¡Pero bueno! ¡Habrase visto frescura! —Cruzó la habitación en pocas zancadas para abrir las contraventanas—. Tienes que salir ahora mismo, ¿ves? ¡En este mismo momento! —Se giró y las palabras se le congelaron en la garganta.

Había dos soldados alemanes armados, uno a cada lado de la cama.

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