Los grandes personajes de la Historia

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27: Simón Bolívar » El final de un sueño

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El final de un sueño

La situación en la Gran Colombia se había ido deteriorando desde su partida. La desconfianza mutua entre venezolanos y neogranadinos, los regionalismos arraigados y las rencillas entre los altos mandos que el Libertador había dejado al cargo de cada región, Santander en Nueva Granada y Páez en Venezuela, habían llevado a este último a comenzar un movimiento secesionista en abril de 1826. El gran artífice de la independencia decidió emprender el regreso hacia el norte, y en diciembre se presentó en Maracaibo, donde dictó un decreto por el que declaró que Venezuela quedaba bajo su mando personal. Esta vez su prestigio fue suficiente para apagar la revuelta y entró triunfante en Caracas el 12 de enero de 1827. Sería la última vez.

Partió después a Bogotá para asumir la presidencia de la república, lo que le valió la enemistad de Santander, que durante su ausencia la había estado ejerciendo interinamente. Para limar las asperezas entre el partido que le era favorable y los partidarios de Santander convocó un Congreso en Ocaña (Colombia) en 1828 que fracasó al no ser capaz de consensuar una nueva Constitución para la Gran Colombia. Ante la descomposición política galopante, Bolívar acudió a una opción ya ensayada otras veces: en agosto asumió la dictadura para poner orden en la situación e intentar salvar su obra política.

Fue entonces cuando tuvo lugar el célebre complot para asesinarle. La idea del grupo liderado por Pedro Carujo era adentrarse en el palacio de San Carlos, sede del gobierno, la noche del 25 de septiembre y asesinarle mientras dormía. Pero Manuela Sáenz, que se encontraba con Bolívar, alarmada porque sucedía algo irregular, avisó a su amante para que huyera. Mientras, ella salió al encuentro de los conspiradores y les plantó cara, logrando entretenerles lo suficiente para que la víctima del plan escapase descolgándose por una ventana. A raíz de ese episodio él le concedió el título de «Libertadora del Libertador». Pero su más firme defensora también le puso en algún aprieto ese mismo año. Enojada por el acoso de Santander, ordenó a una compañía de granaderos fusilar una efigie del vicepresidente, lo que ocasionó un sonoro escándalo político por el que Bolívar tuvo que rendir cuentas. En una carta a uno de sus amigos más cercanos, el general José María Córdova, en la que explicaba lo sucedido, dice: «Usted la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella…». Pero no podía. Bolívar estaba prematuramente envejecido, con evidentes síntomas de agotamiento físico y moral, y ya no podía prescindir de uno de los pocos apoyos que le quedaban.

1829 no trajo mucha más tranquilidad. Un nuevo problema vino a acaparar su atención. Fuerzas de Perú ocuparon zonas de Ecuador en la que era la primera guerra entre las repúblicas hermanas y un paso más en la descomposición del proyecto político que tanto le había costado levantar y que tan fugaz estaba resultando. Le llevó prácticamente todo el año expulsarlas. Pero en cuanto abandonó Bogotá, Santander y Páez volvieron a las andadas; este último declaró la separación formal de Venezuela de la República de Colombia. Alarmado por la situación, Bolívar regresó y convocó un nuevo Congreso constituyente, en el que esta vez no participaría, que permitiese aclarar la situación. Renunció a todos sus poderes irrevocablemente y comenzó un último viaje: el exilio.

Profundamente decepcionado y convencido de que empezaba a ser un problema, quizá pensó, como muchos años atrás antes de partir para Jamaica, que era mejor expatriarse que ser un factor de división entre los republicanos. Recibió la noticia de que varias fuerzas del ejército se habían levantado a su favor, pero no cambió de opinión. Cuando llegó a Cartagena de Indias encajó otro golpe, la noticia de que Sucre, uno de sus últimos leales, había sido asesinado en Ecuador. Su salud, muy quebrantada, recayó. Aceptó la oferta de hospitalidad del español Joaquín de Mier para pasar su convalecencia descansando en su finca de San Pedro Alejandrino, cerca de Santa Marta, frente al Caribe. Allí murió agotado el 17 de diciembre de 1830, tras haber dictado su última proclama en la que suplicaba que se trabajase por la unidad de la Gran Colombia, afirmando: «Si mi muerte sirve para que cesen los partidos y se consolide la Unión, bajaré tranquilamente al sepulcro».

Durante sus cuarenta y siete años de vida recorrió noventa mil kilómetros (equivalentes a dos vueltas y media al mundo por el Ecuador), escribió en torno a diez mil cartas, ciento ochenta y nueve proclamas, veintiún mensajes, catorce manifiestos, dieciocho discursos, una breve biografía (del general Sucre) e intervino o inspiró directamente cuatro Constituciones. Sin embargo su gran obra quedaba inconclusa. Había logrado hacer realidad la independencia de gran parte de Sudamérica, pero no había logrado articular políticamente la nueva realidad que había emergido tras la liquidación del poder colonial. Pero no todo había sido en balde. Lo mucho que había hecho palidece ante los ideales de libertad y solidaridad latinoamericana que habían prendido en toda América y que no morirían con él.

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