Los grandes personajes de la Historia

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34: Pablo Picasso » Revolución en las artes: las vanguardias

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Revolución en las artes: las vanguardias

Por aquel entonces se estaba produciendo un gran terremoto en el terreno artístico y París era una vez más el epicentro. En 1903 se inauguró el primer Salón de Otoño, un evento artístico destinado a dar a conocer al gran público las creaciones más interesantes del arte contemporáneo. El primero se dedicó a Paul Gaugin, que había muerto poco antes. Quizá era la señal de que la generación del postimpresionismo llegaba a su fin (Van Gogh había muerto en 1890, Toulouse-Lautrec en 1901 y Cézanne lo haría en 1906) y de que una nueva época se avecinaba. El acta de nacimiento de ésta llegó dos años más tarde. En el Salón de Otoño de 1905 expusieron su obra un grupo de jóvenes artistas, entre los que destacaban Henri Matisse y André Derain, con un conjunto de pinturas en las que los protagonistas eran los colores puros usados en superficies planas como clara reacción al impresionismo. Un crítico, Louis Vauxcelles, incómodo ante lo que consideraba una agresión estética, calificó a estos artistas de fauves («fieras»). Era el nacimiento del fauvismo, primero de los movimientos de renovación del arte que conocemos como vanguardias. Con este nombre se denomina a la serie de corrientes que entre esa fecha y hasta la Segunda Guerra Mundial se sucedieron rápidamente y que tenían como denominador común la ruptura con la tradición artística asentada desde el Renacimiento, el uso de nuevos materiales y soportes, y la redefinición del papel del artista y su obra en la sociedad. Los artistas jóvenes ya no desean reproducir la realidad, de eso ya se ocupaba la fotografía desde hacía más de cincuenta años, e incluso el cine; lo que querían era analizarla, reconstruirla y representarla de una forma nueva, que fuera capaz de transmitir al espectador sentimientos y experiencias estéticas nuevas. A largo plazo la puesta en práctica de estos principios constituyó una auténtica revolución en el mundo del arte.

Picasso no se acercó a los fauvistas ni compartió su estética. Pero asistió con muchísima atención a su propuesta y a lo que estaba sucediendo. En el otoño de 1906, tras haber pasado el verano con Fernande en el pueblo leridano de Gósol, en el que ensayaría fórmulas artísticas que desarrollaría durante los dos años siguientes, le presentaron a Matisse, con quien mantuvo una de las relaciones de amistad más importantes de su vida. Ambos reconocían en el otro a un gran amigo y al mejor artista que conocían. Desde ese momento Picasso comenzó un nuevo proceso de indagación creativa. El maestro fauvista había vuelto a despertar en él el interés por el arte prehistórico y primitivo (desde la escultura africana y oceánica hasta las obras del arte ibérico o del arcaísmo griego) y en sus personajes se fueron introduciendo alteraciones en la proporción y deformaciones en los rostros, tratados como si fuesen máscaras, tal y como se puede apreciar en el retrato de Gertrud Stein, una intelectual y mecenas norteamericana que le fue presentada ese mismo año. Al tiempo se dejó llevar por la fascinación que le producía la obra de Cézanne, con sus volúmenes puros y desnudos, y sus formas y espacios se fueron volviendo cada vez más sencillos y planos. Su paleta se diversificó y ahora parecían mezclarse el rosado con el azul.

Como punto culminante de esta experimentación Picasso trasladó a un lienzo una serie de estudios que había hecho en papel sobre el tema Marinero y mujeres en un burdel. El resultado fue una obra maestra que causó un impacto sensacional entre sus contemporáneos, Les Demoiselles d’Avignon («Las señoritas de Aviñón», como la bautizó Apollinaire al recordar una incursión del grupo de amigos en la ciudad provenzal, aunque parece que Picasso aceptó el nombre porque le recordaba a un burdel que había frecuentado en el carrer Avinyó —«calle Aviñón»— de Barcelona). Se trata de una obra que desconcierta al espectador. En ella se representa a las cinco prostitutas en un espacio completamente deshecho en planos superpuestos. Las dos figuras centrales parecen estar posando o tumbadas, mientras que las que están de pie en los extremos dan la impresión de correr cortinajes inexistentes para entrar en la escena. Por último, otra figura femenina está sentada en la esquina inferior derecha (de espaldas y volviendo la cabeza para contemplarnos, como si interrumpiésemos la escena) detrás de una mesa sobre la que descansa un bodegón de fruta. La sensación de interpelación al espectador se ve acentuada por las miradas de las dos mujeres centrales, que se diría que también nos miran. La paleta combina de nuevo el azul con el rosa, el gris y el blanco y los rostros aparecen deformados en máscaras ibéricas o africanas. La fisonomía parece haber sido descompuesta y reensamblada en un ejercicio de representación de la realidad que no se limita a imitarla. El cuadro no se exhibió en público hasta 1916, pero todo el círculo cercano a Picasso pudo contemplarlo desde que fue terminado en 1907, y su efecto fue inmediato. Su reputación entre artistas y marchantes de arte se incrementó rápidamente y marcaría un punto de inflexión en su carrera.

La obra sirvió de punto de partida para un proceso de maduración que le llevaría a crear la vanguardia con la que más se le ha identificado, el cubismo, al que poco después se sumaría Georges Braque (se habían conocido en 1906) y otros artistas como el madrileño Juan Gris o el holandés Piet Mondrian, que desde este estilo dio el salto al arte abstracto. En los meses siguientes la paleta se fue apagando hacia los grises y ocres y los objetos comenzaron a caracterizarse por una geometrización cada vez más acentuada. El artista descomponía el objeto a representar en sus diferentes facetas y formas, y aspiraba a representarlas todas sobre el lienzo, no sólo las que eran visibles por el ojo. Esta etapa del cubismo —llamado «analítico»— desembocó en cuadros de extrema complejidad, en el que los planos geométricos parecían quedar reducidos a miles de pequeños cristales de colores cada vez más oscuros que recomponían la figura (de ahí su nombre de cubismo «cristal») para llegar a un último momento de síntesis en el que el artista superó el afán totalizador seleccionando subjetivamente las formas geométricas que componían la figura (cubismo «sintético»). Este recorrido, que ocuparía la obra de Picasso por lo menos desde 1908 hasta 1916, tuvo como resultado decenas de paisajes, bodegones y retratos en los que quedaba recogida su genial forma de entender la realidad y dejarla plasmada en una pintura. Momentos brillantes de esta etapa de su carrera fueron el verano que pasó en Horta de Ebro en 1909 (cuyo fruto fueron unos paisajes cubistas de solemnidad contemplativa y serenidad clásica), los retratos que realizó en 1910 a los marchantes Ambroise Vollard y Daniel-Henri Kahnweiler (en los que los representados quedan reducidos a efigies facetadas e intrincadas) y muchísimos bodegones en los que hizo su aparición en 1911 la técnica del collage (se pegaban al lienzo pedazos de periódico, letras impresas, cartulinas de colores o linóleo como una forma de insertar en la obra fragmentos de realidad).

La situación del pintor malagueño mejoró sustancialmente durante esta etapa. Los cubistas encontraron un apasionado defensor desde 1908 en el marchante Kahnweiler, que fue buscando cauces para que el movimiento encontrase espacios para exponer y coleccionistas interesados en sus obras. En 1911 Picasso firmaría un contrato por el que Kahnweiler se convirtió en su representante, al tiempo que comenzaba una serie de importantes exposiciones internacionales que dieron a conocer el cubismo en Berlín, Ámsterdam o Nueva York. En el plano personal fue además el año de su primera gran ruptura sentimental. El pintor finalizó su relación con Fernande, deteriorada desde hacía tiempo, a la que sustituyó al poco tiempo por Eva Gouel. Sería la primera separación que iniciaría la larga serie de mujeres que ocuparían su vida, tan esenciales para él pero a las que hacía padecer todos los sinsabores y desvelos de su genio artístico. Picasso no podía vivir sin su amor, pero a veces les imponía auténticos tormentos. Según su propio nieto, Olivier Widmaier Picasso, «mi abuelo era un rey sol, un astro dominante. Las mujeres eran los planetas satélites, girando satisfechas sobre sí mismas, acercándose a la estrella, a veces alejándose, si es que él no decidía enviarlas al otro extremo de la galaxia, donde se extinguían».

Eran los años en los que comenzaba su fama internacional y en los que su obra llamaba la atención de artistas de todo el mundo. Sin embargo, todos tenían muy claro desde entonces que Picasso era un artista solitario. Quitando a Braque, con el que realmente colaboró durante los meses en los que maduró el cubismo, la creación era para él fruto de la soledad. Como sostiene el historiador del arte Juan J. Luna, «no tenía discípulos, pero sí legiones de imitadores, ingenuos en cierto modo; cuando comenzaban a seguir una senda nueva por él abierta, encontraban que el polifacético e imprevisible genio ya la había recorrido íntegramente hasta sus últimas consecuencias y, agotadas sus posibilidades, la abandonaba para iniciar otro camino estético». Efectivamente, Picasso no se quedó estancado en el cubismo. Aunque en su producción la estética cubista siguió presente de forma continuada hasta 1923, desde mediados de la segunda década del siglo XX comenzó a explorar nuevas vías de expresión que le llevaron por derroteros muy diferentes. Pero esa trayectoria se hizo en un contexto muy distinto, no ya en el París luminoso del final de la Belle Époque, sino en la Europa inmersa en el horror de la Primera Guerra Mundial.

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