Los grandes personajes de la Historia

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1: Ramsés II » Gobernar para el presente y reinar para la eternidad

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Gobernar para el presente y reinar para la eternidad

Todos los especialistas coinciden en señalar a Ramsés II como el mayor constructor de la historia de Egipto. La costumbre faraónica de levantar grandes monumentos religiosos y funerarios como forma de preservar la continuidad de las tradiciones egipcias y de exaltar los más destacados logros de cada gobernante, llegó con Ramsés II a su más esplendoroso apogeo. Tanto por el número como por el colosalismo de las construcciones llevadas a cabo durante las casi siete décadas que ocupó el trono egipcio, puede afirmarse sin miedo al error que ni antes ni después faraón alguno llegó a igualarle. Ya en sus primeros años de gobierno dio muestras de hasta qué punto estaba dispuesto a desarrollar una política propagandística de prestigio personal usurpando a sus verdaderos promotores monumentos ya existentes. La apropiación de éstos era práctica habitual entre los faraones, pero, una vez más, Ramsés II la practicó con una intensidad verdaderamente frenética. Como indica el profesor Shaw, «apenas hay un lugar de Egipto donde sus cartuchos (representación jeroglífica del nombre) no aparezcan en los monumentos».

En sus muchas usurpaciones Ramsés II mostró un especial gusto por las estatuas de reyes y dioses de época de Amenofis III —último faraón antes del período amarniense— y los conjuntos monumentales de la dinastía XII. Estas expresiones artísticas se caracterizaban por su marcado clasicismo y se las considera como algunas de las mejores expresiones de la tradición cultural egipcia. Ramsés II buscaba con ellas vincular su reinado con el período clásico frente a la ruptura con la tradición que había supuesto la etapa amarniense. Desde que su abuelo iniciase la dinastía XIX, la realeza del Imperio Nuevo encontraba sus modelos en todo aquello que supusiese una afirmación de la tradición pues los peligros de hacer lo contrario habían quedado a la vista tras el convulso período de Amenofis IV y sus sucesores. Desde luego Ramsés II había aprendido bien sus lecciones de infancia.

La huella constructora del faraón quedaría en innumerables lugares (Abydos, Luxor, Karnak, Heracleópolis, Menfis, Saqqara…) en los que erigió un sinfín de templos dedicados a la veneración de los dioses del panteón egipcio y a la propia. En ellos dejaría testimonio de los hechos de su reinado y muy en especial de sus victorias militares entre las que la batalla de Qadesh ocupó un lugar más que destacado. Largas inscripciones jeroglíficas y maravillosos relieves profusos en detalles cubrieron sus paredes dejando un legado de incalculable valor para la Historia y el Arte. Pero si una de esas construcciones destaca entre todas las demás es sin lugar a dudas el templo de Abu-Simbel. Como ha apuntado el catedrático de Historia Antigua Francisco José Presedo, «de todos los templos de Nubia, y para algunos de todo el Egipto antiguo, Abu-Simbel es la obra más extraordinaria».

En realidad fue Seti I quien inició su construcción, aunque Ramsés II, que prosiguió con ella tras su llegada al trono, no dejó memoria de ello en ninguna de sus numerosas inscripciones. El templo, de unos 63 metros de profundidad, está completamente excavado en la roca. En su interior las paredes de las salas sorprenden por una rica decoración de relieves de temas militares y escenas de culto entre los que destaca por su grandiosidad el que reproduce con todo lujo de detalles la batalla de Qadesh. Sin embargo es en el exterior donde el templo ofrece su imagen más conocida, la de la inmensa fachada a cuyo frente se sitúan cuatro colosales estatuas del propio Ramsés II de veinte metros de altura. A sus pies pequeñas figuras retratan a su amada esposa Nefertari y a algunos de sus hijos. En ningún templo como en éste la deificación del faraón, que en el interior aparece prestándose culto a sí mismo, ha resultado tan escandalosamente explícita. En Abu-Simbel, Ramsés II es mediador entre los dioses y los hombres y un dios en sí mismo. El pasmo, la admiración, la sorpresa y el temor que semejantes representaciones del faraón debían de infundir tanto en el pueblo egipcio, que jamás tenía ocasión de contemplarle directamente, como en cualquier visitante o representante extranjero llegado a su corte, constituyeron un arma política que Ramsés II manejó con habilidad de auténtico maestro.

Para la construcción de estos fabulosos monumentos, Ramsés II empleó, además de arquitectos y obreros especializados, una gran cantidad de mano de obra procedente en no pocos casos de los prisioneros de sus campañas militares, razón por la que hasta los libros bíblicos del Génesis y el Éxodo se hicieron eco de su reinado. Entre los muchos obreros que trabajaron en las obras de construcción de Pi-Ramsés parece que pudieron encontrarse los hebreos que habían sido deportados a Egipto. El Génesis recoge su presencia en lo que denomina como «tierra de Ramsés» al este del delta y que según los especialistas probablemente se trataría de Pi-Ramsés. La imagen transmitida por el Éxodo del pueblo de Israel esclavizado por un faraón tirano de cuyo yugo finalmente consiguió escapar también contribuiría a inmortalizar la memoria de Ramsés II. Pero nada como los increíbles templos funerarios levantados en su nombre contribuyó a proyectar en la Historia la imagen de este faraón de leyenda.

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