Los grandes personajes de la Historia

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37: Juan Pablo II » Un pontificado inesperado

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Un pontificado inesperado

La elección de Juan Pablo II había sorprendido desde el principio y pronto se vio que la sorpresa iba a convertirse en una de las señas de identidad de su pontificado. Para empezar, el nuevo Papa no parecía muy aferrado al rígido protocolo vaticano. Se prodigaba en audiencias, hablaba con los periodistas en los pasillos del Vaticano, en los aeropuertos o donde surgiese la ocasión, buscaba de forma deliberada la cercanía con los fieles a los que tocaba y abrazaba… Estaba claro que se mostraba dispuesto a conseguir que la Iglesia fuese visible ante el gran público. Y una de las formas más efectivas de lograrlo y que se convertiría en la principal seña de identidad del pontificado fue la realización constante de viajes a todas partes del mundo.

En los casi veintisiete años en que fue Papa, Juan Pablo II llegó a realizar la increíble cantidad de 104 giras internacionales en las que visitó hasta 130 países, lo que en kilómetros viene a ser unas treinta vueltas al planeta. Su actividad viajera comenzó a los pocos meses de su elección con un viaje a México en enero de 1979 que se convertiría en un auténtico e inesperado baño de masas. Juan Pablo II acudía a Puebla donde debía celebrarse una Conferencia Episcopal latinoamericana bajo el telón de fondo de división de la Iglesia que planteaba la cercanía o rechazo de la llamada Teología de la Liberación. En el recorrido de doscientos kilómetros que separaban la capital mexicana de la ciudad de Puebla más de dos millones de personas concurrieron para saludarle, de modo que no pudo sentarse en el coche que lo trasladaba en ningún momento. El viaje a México marcaba un patrón que se reproduciría en todos sus viajes. Así sucedería cuando unos meses más tarde visitase Polonia, Estados Unidos, Turquía y, ya en años posteriores, Irlanda, Inglaterra, España, Portugal, Francia, Alemania, Camerún, Costa de Marfil, Senegal, Nigeria, Perú, Guatemala, Australia… La presencia internacional del Papa lograda a través de sus viajes no tenía precedentes y lo convirtió en el primer pontífice «global» de la Historia. Su carácter de «Papa viajero» fue algo que al principio resultó difícil de asimilar para una jerarquía eclesiástica acostumbrada a que el mundo acudiese al Vaticano y no al revés, pero Juan Pablo II supo ver las enormes ventajas que para la Iglesia podía suponer lo contrario desde el punto de vista pastoral. No en vano se reclamaría siempre sucesor de san Pablo, el apóstol viajero portador del mensaje evangélico, además de San Pedro.

Pero la cercanía con los fieles que tanto cultivaba el Papa estuvo a punto de costarle la vida el 13 de mayo de 1981. Aquel miércoles por la tarde Juan Pablo II, como acostumbraba a hacer todas las semanas, había salido a la plaza de San Pedro para saludar a los cientos de peregrinos que se congregaban para verle. El paseo se daba en un coche descubierto —popularmente llamado «papamóvil»— que permitía al pontífice dar la mano, recoger niños en brazos para bendecirlos y abrazar a algunos de los fieles. Acababa de finalizar el paseo y su coche se dirigía a la tribuna en la que iba a dirigirse al público cuando se oyeron unos disparos y Juan Pablo II cayó desplomado. Mehmet Alí Agca, un joven turco de veintitrés años, había disparado contra el pontífice hiriéndole gravemente en el abdomen y en un brazo. Tras la confusión inicial, el Papa fue conducido rápidamente al hospital Gemelli. Al llegar estaba prácticamente desangrado. Una intervención que se alargó durante horas y varias transfusiones consiguieron salvarle milagrosamente la vida. Las consecuencias del atentado lo mantuvieron convaleciente durante varios meses y le dejaron secuelas físicas para el resto de su vida. Pese a todo, sólo cuatro días después del atentado pudo dirigir, desde su cama del hospital, el rezo del Ángelus a través de Radio Vaticana, durante el cual se dirigió a Alí Agca para perdonarle. Tres años más tarde se entrevistaría con su agresor en su celda de la cárcel de Rebibbia. Aunque éste nunca confesó quién estaba detrás del atentado, los biógrafos del pontífice coinciden en señalar que ciertas autoridades soviéticas pudieron estar implicadas.

Y es que una de las líneas esenciales del pontificado de Juan Pablo II fue la lucha abierta y declarada contra el comunismo, cuya cara más amarga había conocido en su Polonia natal. Si antes de ser nombrado Papa Karol Wojtiła había hecho todo lo posible para defender la libertad religiosa en su país, siendo pontífice retomó la lucha aún con más fuerza. En junio de 1979, pocos meses después de su designación, Juan Pablo II hizo la primera de sus visitas oficiales a Polonia. Comenzó el viaje en Varsovia y terminó en Cracovia, pasando antes por Auschwitz. Miles de polacos se movilizaron para recibirle hasta el punto de que las autoridades se vieron completamente desbordadas, e incluso llegaron a temer que se produjese una sublevación popular. El Papa en sus intervenciones públicas hizo hincapié en que los católicos debían demostrar su compromiso y su fe pacíficamente pero sin miedo, lo que la sociedad polaca en un contexto de represión política entendió como un llamamiento a la movilización pacífica. Un año después, cientos de obreros polacos entre los que destacaba la militancia católica comenzaron a asociarse a un sindicato llamado Solidarnosc (Solidaridad) encabezado, entre otros líderes, por Lech Walesa. Los sindicatos eran ilegales pero los polacos mantuvieron una huelga, también ilegal, ante unas autoridades estupefactas que en agosto de 1980 no tuvieron más remedio que legalizarlo. En 1981 el Papa recibía en el Vaticano a Walesa, al frente de una delegación del sindicato. Poco después la llegada al poder de Jaruzelski supuso un recrudecimiento de la dictadura en Polonia, incluyendo medidas de represión y cárcel para los afiliados a Solidaridad y la ilegalización de éste. El Papa no dudó en enviar una carta personal a Jaruzelski pidiendo libertad para los polacos. En 1983 las autoridades polacas permitieron una nueva visita pontificia, si bien en el itinerario se excluyó de forma deliberada Gdansk, la ciudad en cuyos astilleros había nacido Solidaridad.

La lucha de los polacos y de buena parte de los países del llamado «telón de acero» por la conquista de sus libertades terminaría recogiendo sus frutos en 1989. Ya antes habían comenzado a producirse tímidos cambios en el bloque soviético, introducidos por el nuevo primer ministro que llegó al poder en la URSS en 1985, Mijaíl Gorbachov. Las políticas reformistas introducidas por éste pretendían ser un freno a la descomposición interna que padecían los regímenes políticos del Pacto de Varsovia. Las nuevas medidas tuvieron poca oportunidad para aplicarse ya que a finales de la década de los ochenta los acontecimientos se precipitaron. Polonia, Alemania Oriental, Checoslovaquia y Hungría fueron los primeros países en desligarse de una Unión Soviética que se derrumbaba de forma irremediable. La demolición el 9 de noviembre de 1989 del muro de Berlín (que dividía la ciudad desde 1961) a manos de los propios berlineses de un lado y otro del telón de acero fue el símbolo por antonomasia del cambio que se estaba produciendo. Pocos días después Juan Pablo II declaraba: «Dios ha vencido en el Este».

Los grandes protagonistas del proceso reconocieron el papel determinante que el Papa había jugado desde el comienzo. Estados Unidos, principal potencia política en la lucha contra el comunismo durante la Guerra Fría, había contado con el apoyo vaticano en todo aquello que el conflicto suponía de lucha por el reconocimiento de las libertades de pueblos sometidos a dictaduras. El buen entendimiento de Juan Pablo II con los presidentes Ronald Reagan y George Bush reforzó de cara a la comunidad internacional la actitud de la primera potencia mundial. Ello no impidió que en sus varios viajes a aquel país el Papa criticara las políticas de escalada armamentística y los desmanes a que conducía un capitalismo sin límites. Por su parte, los actores del cambio político en los países del este de Europa como Lech Walesa o el propio Mijaíl Gorbachov recordaban a la muerte del pontífice la deuda que con él tenía aquel proceso. La prensa internacional recogió las palabras del primero, refiriéndose a su primer viaje a Polonia: «Después de oírle decir lo de “que tu espíritu se extienda y mude la faz de la tierra” supimos que así sería. Un año después éramos diez millones [los afiliados a Solidaridad] y el régimen socialista estaba contra la pared». Las palabras de Gorbachov no fueron menos expresivas: «Hoy podemos decir que todo lo que ha ocurrido en Europa Oriental no habría sucedido sin la presencia de este Papa. Juan Pablo II ha jugado un papel decisivo».

La oposición del pontífice al comunismo no se limitó exclusivamente al ámbito europeo, siendo ésta la clave explicativa del rechazo tajante que mostró en Latinoamérica al movimiento religioso y social de la Teología de la Liberación. A mediados de la década de los sesenta y como consecuencia de las fortísimas desigualdades sociales presentes en todos los países de Latinoamérica (buena parte de los cuales se hallaban sometidos a dictaduras militares) así como de la llegada de los aires de acercamiento de la Iglesia a la sociedad preconizados por el Concilio Vaticano II, surgió en el seno de la Iglesia Católica iberoamericana una corriente de pensamiento defensora de un mayor compromiso con las masas desfavorecidas. Agrupados especialmente en torno a los teólogos Leonardo Boff y Enrique Dussel, sus miembros proponían adoptar una postura activa para cambiar esa realidad, lo que incluía la intervención en política del clero si la situación lo hacía necesario. Su inspiración marxista y la participación de algunos de sus militantes en política, e incluso en ocasiones en grupos guerrilleros, fueron las razones que condujeron al pontífice a rechazar en bloque sus propuestas pese a la enorme fuerza que había adquirido al despertar un apoyo popular masivo.

Ya en su primer viaje apostólico a México dio muestras de su decisión. Juan Pablo II sabía que en la Conferencia Episcopal latinoamericana de Puebla tendría que posicionarse a favor o en contra de las posturas defendidas por la Teología de la Liberación, y aunque aún tardaría varios años en hacerlo mediante un documento eclesiástico oficial, las palabras que dirigió a los obispos allí reunidos no dejaban lugar a dudas. El Vaticano no estaba dispuesto a apoyar ningún movimiento social o religioso inspirado en el marxismo, mucho menos si en nombre de la justicia social algunos miembros de la Iglesia podían llegar a justificar la violencia. Esta misma actitud motivó la sonadísima reprimenda pública que el Papa dispensó a Ernesto Cardenal en 1983 durante su viaje a Nicaragua. Cardenal, como ministro de Cultura, formaba parte del gobierno sandinista del país junto con otros tres sacerdotes. La imagen del sacerdote arrodillado ante un Papa que le regañaba airadamente mientras le señalaba con el dedo índice en el aeropuerto de Managua dio la vuelta al mundo. Mucho después, en el año 1998, también lo haría la del primer Papa que ponía los pies en la Cuba de Fidel Castro.

El rechazo frontal de Juan Pablo II a la Teología de la Liberación supuso que parte de la opinión pública lo considerara como un Papa conservador. La etiqueta no era nueva ya que algunos de sus primeros pasos al frente de la Iglesia se vieron bajo ese mismo prisma. La elección de los miembros de la curia entre algunos reconocidos conservadores, la negativa a reformar el sínodo de obispos para que ganase peso en el gobierno de la Iglesia, la audiencia concedida al obispo Marcel Lefebvre (que se negaba a aceptar las reformas del Concilio Vaticano II) o la prohibición a Hans Küng (uno de los principales teólogos asesores de aquel Concilio) para ejercer como docente en la Universidad de Tubinga, harían al Papa acreedor de las críticas de los sectores más progresistas de la Iglesia. La faceta más visible de este conservadurismo fue la relativa a las cuestiones de carácter moral. El Papa, educado en el muy tradicional catolicismo del Este, fue especialmente estricto en todo lo referido al celibato del clero, el sacerdocio femenino y la moral sexual, condenando el uso de los anticonceptivos, las relaciones fuera del matrimonio y el aborto. Asimismo, su apoyo a algunas prelaturas personales como el Opus Dei fue visto como una apuesta por las fuerzas más conservadoras de la Iglesia.

Una de las facetas más novedosas de su pontificado fue el impulso que dio al ecumenismo inspirándose en la filosofía del Concilio Vaticano II. El hermanamiento de las distintas confesiones cristianas y el reconocimiento de otras religiones contribuyeron notablemente a la proyección de la imagen internacional del Papa y a su conversión en una figura mundialmente respetada. Ya en 1979 viajó a Turquía para reunirse con el patriarca ortodoxo Dionisios I, y de igual modo lo haría en 1997 con el patriarca armenio Aram I; en este caso firmó una declaración teológica común con la Iglesia ortodoxa de Armenia. En 1982, durante su viaje al Reino Unido se reunió con el primado de la Iglesia anglicana, y al año siguiente, con motivo del quinto centenario del nacimiento de Lutero, dirigió una carta a los miembros de las Iglesias evangélicas para propiciar el acercamiento mutuo. Pero sin duda alguna fue su acercamiento a la comunidad judía el que tuvo una mayor repercusión internacional. En 1986 visitó la Sinagoga de Roma, con lo que abría un camino que le llevaría en marzo de 2000 a visitar Jerusalén. Allí las cámaras de medio mundo recogieron la imagen del Papa orando ante el Muro de las Lamentaciones en el que introdujo una plegaria de perdón por las ofensas cometidas históricamente contra los judíos.

El final de su pontificado estuvo marcado por su declive físico. Las secuelas que en él había dejado el atentado de 1981 se complicaron con otros problemas como un tumor intestinal del que fue operado en 1992, Parkinson y grandes problemas de movilidad. Pese a ello, Juan Pablo II no renunció a su intensa actividad pública. El 2 de abril de 2005, tras varias semanas de agravamiento de su estado general, fallecía un pontífice que representaba toda la historia del siglo XX. Su labor al frente de la Iglesia católica no dejó indiferente a nadie pues había sabido convertirse en uno de los protagonistas indiscutibles del mundo contemporáneo. Baste decir que a su llegada a la Santa Sede sólo sesenta y ocho países mantenían relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero a su muerte el número de embajadores allí acreditados superaba los ciento setenta. Juan Pablo II fue un Papa de masas, capaz de arrastrar tras de sí a millones de jóvenes en las Jornadas Mundiales de la Juventud pese a ser defensor de un discurso moral muy conservador, capaz de despertar la admiración de fieles de otras iglesias, capaz de obtener el respeto de los líderes mundiales de las más diversas ideologías, y capaz de congregar a su muerte a más de tres millones de peregrinos en Roma. Sin duda alguna con él finalizaba un siglo.

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