Los grandes personajes de la Historia

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El legado histórico del aristotelismo

Tras la muerte de Aristóteles su compañero y amigo Teofrasto asumió la dirección del Liceo que, como institución educativa e investigadora, continuó abierta durante siglos. Sin embargo, la orientación filosófica del Liceo comenzó a sufrir ciertas modificaciones motivadas tanto por el propio carácter de la obra de su fundador como por las circunstancias culturales del momento. Como apunta el filósofo Tomás Calvo, «la obra escrita de Aristóteles presentaba, en efecto, dos caras como el dios Jano. Una de estas caras estaba constituida por los escritos exotéricos, los diálogos tempranos marcadamente platónicos tanto en su contenido como en su forma (…). La otra cara se manifestaba en los tratados más marcadamente orientados hacia la ciencia natural y la observación empírica». La mayor parte de los discípulos del Liceo posteriores a Aristóteles dirigieron su interés hacia los escritos platonizantes de éste, de modo que en la Antigüedad la obra de Aristóteles se conoció y popularizó a partir de los citados escritos exotéricos. Por otra parte, el surgimiento de la escuela filosófica epicúrea, característica de la época helenística, favoreció el acercamiento de posturas entre las escuelas estoica, platónica y aristotélica en contra de la primera y, en consecuencia, un proceso de sincretismo entre ellas.

El interés por los escritos platónicos de Aristóteles supuso que su aportación más personal, la que constituía el Corpus aristotelicum que se custodiaba en su biblioteca ya que, a diferencia de los primeros, no había sido publicado, pasase a un segundo plano. Ello unido a los avatares sufridos por la biblioteca de Aristóteles tras su muerte terminaría determinando la pérdida del Corpus aristotelicum hasta que a finales del siglo I a. C. fue recuperado y editado por Andrónico de Rodas. A partir de la labor de este último comenzaron a florecer los comentaristas de la obra de Aristóteles, pero el surgimiento de una fuerte corriente neoplatónica ya en el siglo III d. C. acabaría motivando que la transmisión del pensamiento aristotélico se realizase bajo el prisma del neoplatonismo y, una vez más, se centrase en sus primeros escritos. Las corrientes neoplatónicas que habían surgido en Oriente fueron penetrando de modo paulatino en el Occidente latino de suerte que, en los primeros siglos del cristianismo, los llamados Padres de la Iglesia configuraron un pensamiento cristiano de fortísimo cuño platónico, labor que san Agustín llevaría a su culminación en el siglo IV. Mientras, la filosofía propiamente aristotélica permanecía prácticamente desconocida para Occidente.

Sin embargo, el aristotelismo terminaría por irrumpir en el pensamiento cristiano medieval con una fuerza imparable. El Corpus aristotelicum seguía vivo en Grecia y de allí pasó a Persia cuando en el 529 Justiniano cerró la Universidad de Atenas, pues los estudiosos griegos se dirigieron a la entonces culturalmente pujante Persia llevando con ellos la tradición filosófica griega. La expansión vertiginosa del islam a partir del siglo VII terminaría siendo la responsable de la recuperación del legado aristotélico en Occidente ya que la conquista musulmana de Persia permitió la traducción al árabe de las grandes obras del pensamiento griego. A partir de ahí, las importantísimas escuelas de traductores árabes ubicadas durante la Edad Media en Toledo, Salerno y Sicilia recogerían dichas obras para ofrecer traducciones al latín. Entre los traductores árabes destacaría especialmente la figura del cordobés Averroes, en el siglo XII, que se convirtió en uno de los más destacados comentaristas de las obras de Aristóteles. Así, como afirma Tomás Calvo, «Averroes transmitía un aristotelismo directo y puro, no contaminado de platonismo», que se introdujo por fin en Occidente en el siglo XIII.

Pero la filosofía estricta de Aristóteles entraba en conflicto con algunos importantes principios del cristianismo platonizante (particularmente negaba la creación del mundo al que consideraba eterno y tampoco admitía la inmortalidad del alma) que finalmente, de la mano de la lectura ofrecida por santo Tomás de Aquino, terminaron por soslayarse. Incorporada así al pensamiento escolástico medieval, la obra de Aristóteles se convirtió en la referencia de toda actividad intelectual y científica y pasaría a ser parte esencial de nuestro común acervo cultural. Los ataques sufridos por la escolástica, muy especialmente a partir de la revolución científica del siglo XVII, pondrían en tela de juicio algunos principios del aristotelismo, pero pese a ello la aportación aristotélica continuó indisolublemente ligada a la tradición cultural y filosófica occidental. Incluso en el siglo XIX, cuando Darwin formuló su teoría sobre la evolución de las especies con la que daba paso a la biología moderna, reconocería abrumado ante el legado aristotélico: «Linneo y Cuvier han sido mis dos dioses, pero los dos eran simples escolares comparados con el viejo Aristóteles».

Aristóteles es sin duda uno de los más importantes filósofos de la Historia. Su obra alcanza una variedad tal de disciplinas y lo hace con tanta profundidad que resulta difícil no perder el habla ante semejante legado. Discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, fue, por encima de todo, un hombre que amó profundamente el saber en todas sus posibles facetas. La indisoluble unión de su obra filosófica con la tradición cristiana desde la Edad Media convirtió su pensamiento, junto con el de Platón, en el sustrato del que bebe la historia de nuestra ciencia y filosofía. Sus reflexiones sobre política y ética en las que esta última se considera parte inseparable de la primera, o el valor que en ellas concede a la convivencia humana leídas hoy resultan tan actuales y refrescantes como cuando fueron formuladas allá por el siglo IV a. C. Y es que leer a Aristóteles es redescubrir quiénes somos.

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