Los grandes personajes de la Historia

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Jerusalén: triunfo y muerte

Jerusalén era la capital espiritual del judaísmo y la Pascua, la fiesta que rememoraba la liberación del pueblo judío de su cautiverio en Egipto, era la festividad más importante de todo el año, en la que miles de peregrinos afluían a la ciudad para su celebración. En torno al año 30 d. C., presumiblemente a la edad de treinta y tres años, Jesús de Nazaret acudió a la ciudad para la celebración de tan solemne fiesta, y fue recibido triunfalmente por la multitud como el auténtico Mesías:

Los que iban delante y los que le seguían, gritaban: «¡Hosanna [palabra hebrea de aclamación que primitivamente significaba “salva, pues”]! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Y entró en Jerusalén (…).

Marcos 11, 9-11

Su entrada no podía suponer un mayor peligro para las autoridades judías. Para el profesor Crossan, «la fiesta de Pascua constituía un auténtico polvorín porque reunía a grandes multitudes en un mismo lugar celebrando su liberación de la opresión egipcia por Dios cuando en aquel momento estaban bajo la opresión romana. En dicha situación con muy poco podía prender una revuelta». De hecho ha llamado la atención de los estudiosos el peligro evidente en que se puso Jesús yendo a la capital. Como señala el profesor Barr, «algunos creen que cuando acudió allí esperaba encontrar una batalla final en la que Dios le rescataría y le llevaría a su Reino. Otros piensan que fue llevado por una especie de deseo de muerte, un deseo de martirio. Sospecho (…) que en ese momento climático fue para participar en la festividad y crear todo el impacto que pudiese en el pueblo reunido para la fiesta. Pero para entonces la maquinaria de destrucción se había puesto en marcha y acabaría por matarle».

Sus primeros pasos en la ciudad no ayudaron a rebajar la tensión o a que la atención se apartase de él. Acudió al Templo, donde arremetió contra los mercaderes y cambistas que hacían negocio en el patio anterior al santuario, derribando sus puestos y expulsándolos del recinto (Marcos 11, 15-19). A este respecto, apunta el profesor Ehrman: «El modo en que funcionaba el Templo era que la gente podía llevar sus animales a los sacerdotes para que los sacrificasen. Por eso había gente en el Templo vendiendo animales. La pregunta es por qué desbarató esas mesas y expulsó a los cambistas y a los mercaderes de animales. Es posible que cuando Jesús acudió al Templo quisiese representar una parábola. Organizando todo aquel alboroto estaba simbolizando la futura destrucción del Templo cuando Dios juzgase a su pueblo». Semejante acción le costó la enemistad de la casta sacerdotal del judaísmo, los saduceos, pertenecientes a la aristocracia de familias ricas de Jerusalén. Éstos trabajaban estrechamente con las autoridades romanas para asegurar que el transcurso de la Pascua fuese pacífico, y lo que estaba claro era que desde ese momento tanto los saduceos como los fariseos deseaban acallar el revuelo levantado por el profeta llegado de Galilea. Los días siguientes los dedicó Jesús a predicar en la ciudad. Sus enseñanzas apocalípticas ponían cada día más nerviosas a las autoridades religiosas, temerosas de un estallido de violencia en la ciudad. Según el profesor Ehrman: «Los líderes judíos tenían problemas con Jesús por sus propios motivos. Probablemente le encontraban ofensivo porque afirmaba que Dios les juzgaría a ellos y a su Templo. Para ellos era una amenaza porque si la multitud decidía seguirle le daría la espalda a ellos, así que decidieron que debían apartar a Jesús de su camino».

Es en este contexto cuando se habría desarrollado el relato de la Pasión transmitido por los Evangelios. Uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, se habría puesto de acuerdo con los saduceos para traicionar al profeta y entregárselo con objeto de imputarle fraudulentamente algún delito. El jueves anterior a la Pascua, Jesús la habría celebrado por adelantado con sus discípulos en una cena en la que les anunció la traición de que iba a ser víctima y su próxima muerte, e instituyó la eucaristía. Después habría acudido a orar al Monte de los Olivos, donde permanecería por unas horas antes de que los hombres de los sacerdotes del Templo acudiesen a prenderlo guiados por Iscariote. Conducido ante el consejo sacerdotal (Sanedrín) presidido por el sumo sacerdote Caifás, se habría intentado imputarle delitos falsos, fracasando por la inconsistencia de los falsos testimonios presentados. Conminado por Caifás a declarar si era el Mesías, la respuesta de Jesús —que varía de un Evangelio a otro— sería considerada por los sacerdotes blasfemia, penada por las leyes judías con la muerte y, por tanto, suficiente para condenarle. El problema de los saduceos era entonces que no podían ejecutar la sentencia, ya que era competencia del poder secular. En opinión de la profesora de Exégesis del Nuevo Testamento Adela Yarbro Collins, los sacerdotes «habían llegado a un acuerdo con los romanos por el que administraban el gobierno religioso local bajo autoridad romana, así que tenían la responsabilidad de mantener el orden, y un Mesías, alguien que afirmaba de sí mismo que era el Mesías, subvertía ese orden. El Mesías era por definición el gobernante supremo del pueblo, así que no era compatible con el poder romano».

Por esta razón Jesús acabaría en presencia de la máxima autoridad romana en Palestina, el procurador Poncio Pilato (que ejerció el cargo entre los años 26 y 36 d. C.). Sin embargo éste no consideró que Jesús fuese reo de muerte, por lo que por dos veces expresó a los saduceos su intención de liberarle después de azotarle. Finalmente, los sacerdotes agitaron a la población de Jerusalén para que reclamasen su muerte. Pilato intentó nuevamente liberarle haciendo recaer en él la gracia pascual de dejar libre a un reo, pero la multitud instigada insistió en exigir su muerte. Al final Pilato cedió y dictó sentencia a muerte mediante crucifixión. La mayoría de los estudiosos consideran que este relato de tira y afloja entre saduceos y romanos es mera ficción. En opinión del profesor Crossan, «esto es ficción cristiana escrita muchos años después. La idea de la multitud acallando a gritos a Pilato resulta sencillamente inconcebible. Se trata de propaganda paleocristiana que obedecía a un planteamiento de la secta judía de los cristianos que consideraban su enemigo a las autoridades judías y estaban interesados en llevarse bien con las romanas, así que le hicieron el juego a las autoridades romanas. Posiblemente lo que habría serían órdenes claras para los soldados y procedimientos establecidos entre Caifás y Pilato (…). Es probable que el asunto no pasara más allá en la cadena de mando de un centurión o un cargo similar».

Fuera como fuese, la condena del poder religioso judío y la aquiescencia del poder civil romano llevaron a Jesús a la cruz, uno de los más espantosos tormentos utilizados por las autoridades romanas para las ejecuciones. El tormento no era exactamente como se ha solido representar en el arte y la cultura popular. Como indica el profesor Ehrman, «los romanos tomaban estacas y las clavaban atravesando los huesos de las muñecas, no las manos como se suele representar en el imaginario popular. Atravesando la muñeca se conseguía que cuando la persona era colgada de la cruz los miembros no se desgarrasen, de modo que la víctima quedaba sujeta a ésta. No eran alzados a gran altura, como se suele imaginar, sino sólo lo justo para elevarlos del suelo y poder dejarlos a la vista de todo el que pasase. La muerte solía producirse por asfixia debido al estiramiento de los pulmones: para que la persona pudiese respirar tenía que empujar hacia arriba desde los pies, así que aguantaba mientras sus fuerzas respondían. Se conocen casos de crucifixiones que duraron tres y cuatro días». A este respecto, el profesor Crossan señala: «La crucifixión romana estaba pensada como una forma de terrorismo de Estado con el fin de amedrentar a las clases inferiores. Normalmente los cuerpos se dejaban en la cruz hasta que eran devorados por animales salvajes. Se abandonaban allí y no los recogían hasta que no quedaba nada para ser enterrado. Era eso lo que hacía la crucifixión tan terrible. Pensamos en ella como algo muy doloroso pero los romanos no calculaban el dolor, calculaban la vergüenza. Dejar el cuerpo sin enterrar realmente aniquilaba a una persona en el mundo antiguo». Sin lugar a dudas, con semejante pena las autoridades romanas dejaron claro que acabaron considerando también a Jesús como un individuo peligroso al que se castigó con gran severidad.

Según el relato evangélico, Jesús murió en la cruz prácticamente solo, seguido únicamente por tres de las mujeres que le acompañaron durante su predicación —y según el Evangelio de Juan (19, 25-27), también por su madre y uno de sus doce discípulos—, entre el escarnio con que le obsequiaban aquellos que habían urdido su final, en un paraje extramuros de Jerusalén llamado Gólgota (en arameo, «lugar del cráneo», traducido al latín como Calvaria). Los Evangelios coinciden en que su cuerpo no quedó expuesto tras su muerte. Crucificado en la hora tertia (nueve de la mañana) del viernes previo a la Pascua, murió en torno a la hora sexta (tres de la tarde) de ese mismo día. Un rico seguidor de Jesús, José de Arimatea, obtendría de Pilato el permiso para tomar su cuerpo sin vida y depositarlo en un sepulcro de su propiedad.

A partir de aquí acaba la posible reconstrucción histórica de la peripecia vital de Jesús de Nazaret y empieza el terreno de la fe. Los cuatro Evangelios terminan con el relato de la resurrección de Jesús y sus apariciones posteriores a sus discípulos. Pero independientemente de lo que sucediese tras su muerte, lo que es indudable es que su mensaje no murió con él. A partir de ese momento sus seguidores comenzaron a organizarse como un grupo estable dentro de la comunidad judía y, pocos años más tarde, gracias a la actividad misionera de Pablo de Tarso, el mensaje de Jesús comenzó a llegar a amplias zonas del Mediterráneo oriental e incluso a la misma Roma. La razón de su supervivencia y difusión quizá sea, como afirma el profesor Crossan, que «Jesús encarna un sueño, un profundo y antiguo sueño hondamente arraigado en el espíritu humano por un mundo de justicia e igualdad radicales, por un mundo no de dominación sino de capacidad para actuar, y sobre todo por el anuncio de que lo que preocupa a Dios no es un mundo de dominación sino de justicia. Ése es el legado siempre perdurable de Jesús, y mientras que ese sueño siga vivo, Jesús también seguirá vivo».

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