Los grandes personajes de la Historia

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Cambio de estrategia: el giro hacia occidente

Efectivamente, las embajadas del emperador de Oriente plantearon la posibilidad de que Atila probase fortuna en el Imperio de Occidente. No se trataba de una táctica nueva para la diplomacia de Constantinopla ya que a principios de siglo la había ensayado con éxito rotundo con los visigodos. Éstos, tras el pacto de amistad en el año 382, se habían instalado en la región del Ilírico (al oeste de la península Balcánica), pero descontentos por su situación se sublevaron de nuevo en la primera década del siglo V. Llegaron a amenazar militarmente Constantinopla, pero a base de oro y de habilidades diplomáticas fueron desviados hacia el Imperio de Occidente. Durante toda la primera década del siglo asolaron el norte de la península Itálica, y aunque inicialmente fueron detenidos por el general Estilicón, tras la muerte de éste en 408 no encontraron ya freno a sus correrías. En agosto del año 410 incendiaron y saquearon Roma durante tres días en un episodio que sacudió las conciencias de toda la romanidad civilizada y, tras continuar por el sur de Italia, acabaron estableciéndose en la Galia occidental.

Pero no resultó fácil que Atila se dejase convencer para cambiar de estrategia. Era consciente de la mayor riqueza del Imperio de Oriente y de la situación de debilidad que vivía el de Occidente, que posiblemente resultaría mucho menos rentable. Una inesperada propuesta de matrimonio fue la tentación perfecta que acabó por decidirle. En la primavera del año 450 recibió una misiva que no llegaba desde Constantinopla, sino desde Rávena. La remitente era Honoria, hermana del emperador Valentiniano III (sucesor de Honorio desde el año 425). Ésta había sido obligada a casarse por orden de su hermano menor el emperador con un senador que le era leal después de que la hubieran sorprendido manteniendo relaciones con uno de sus asistentes de palacio. Como se negaba a aceptar resignadamente su nueva situación, hizo llegar a Atila una carta, de manos de su leal criado Jacinto, en la que le solicitaba ayuda, le enviaba cierta cantidad de oro y su anillo como muestra de autenticidad del mensaje. Atila lo tomó como una propuesta de matrimonio, dando al hecho unas consecuencias impredecibles. Los historiadores han sido tradicionalmente muy duros a la hora de valorar la iniciativa de Honoria ya que consideran que se comportó de forma irreflexiva y puso en peligro a todo el Imperio de Occidente. Pero su actitud también puede verse desde otro prisma. Según la profesora Salzman, «el papel de Honoria es muy interesante. Ella es vista como un peón en cierta medida. Ése fue el modo en que las mujeres funcionaron en el mundo antiguo. Se las casaba, se las mataba, se les mutilaba. Se cimentaban alianzas usando a las mujeres. Lo que Honoria hacía ofreciéndose a Atila en matrimonio era seguir el patrón tradicional del papel de las mujeres. El papel que podría desempeñar una mujer de la familia imperial haciendo una alianza con un rey extranjero era el de validar su posición en el mundo romano y convertirse en importante por sí misma». Así que es posible que Honoria actuase por rebeldía o por el deseo de obtener un mayor peso político dentro del imperio y en contraposición al de su hermano, el emperador Valentiniano.

Atila envió una embajada a Rávena exigiendo la liberación de Honoria para que se casase con él. Además, solicitaba la mitad del territorio del Imperio de Occidente como dote. Las aspiraciones del rey de los hunos fueron rechazadas. Al año siguiente los hunos cruzaban el Rin y comenzaban la invasión de la Galia. Los resultados de los primeros enfrentamientos entre el ejército romano y los hunos fueron desastrosos para el primero. Según el profesor Geary, «la gran fuerza que posibilitó el éxito militar de los hunos fue su habilidad para moverse en las estepas, las llanuras onduladas de Europa oriental y Asia central. Eran jinetes fantásticos, prácticamente nacían y crecían a caballo. Pudieron usar las estepas como más tarde hicieron los árabes con el desierto y como hicieron los británicos en los océanos durante los siglos XVIII y XIX. Podían viajar a grandes distancias, salir de la nada, golpear duramente y desaparecer de nuevo entre las praderas». Aunque la Galia no era el territorio de las estepas asiáticas, pudieron adaptar con relativa facilidad sus técnicas ofensivas en un avance rápido. Saquearon la ciudad de Metz y se adentraron en el territorio hasta Orleans, ciudad a la que pusieron sitio.

La aplicación de estas tácticas en las zonas abiertas de Europa occidental eran algo a lo que los romanos no estaban habituados y el equilibrio de fuerzas se inclinó de forma irremediable a favor de los bárbaros. Ponían además en juego tácticas de una movilidad sorprendente frente a la pesada infantería romana. Como señala Claudia Rapp, profesora de la Universidad de California-Los Ángeles, «usaban la técnica del ataque y retirada aparente. Así podían atacar, aparentar que se retiraban para que el enemigo les persiguiese, y entonces dar la vuelta contra el enemigo, justo en el momento en que menos lo esperaba y cuando su desorden les permitía vencerle con facilidad».

De nuevo el pánico hacía presa en el ejército y la población. La desolación que en la década anterior había acaudillado Atila en la península Balcánica se extendía sin control ahora por la Galia, que ya venía siendo azotada por los germanos desde comienzos de siglo. Franz H. Bäuml, catedrático emérito de Historia medieval de la Universidad de California-Los Ángeles, comenta al respecto que «una y otra vez aparece la imagen en los cronistas de los hunos a caballo cargando, de masas de jinetes que parecían pegados a sus monturas. Parece que ésta fue una experiencia aterradora para los ejércitos imperiales. Una experiencia que por supuesto no habían tenido anteriormente». Además, fue éste el momento en que comenzó a desarrollarse una campaña que caracterizó a los hunos —más en concreto a Atila— como el mal supremo, casi como un azote divino que venía a castigar a los romanos. El mismo Bäuml considera que Atila «fue caracterizado como un peligro. Sirvió para un propósito muy concreto en la sociedad romana y cristiana: cualquier cosa que fuese considerada como innecesariamente destructiva o como malvada se la equiparaba a Atila». En un momento en el que el poder político pasaba por horas críticas, nunca estaba de más el eliminar cualquier atisbo de expresión de descontento interno, y los hunos venían muy a propósito para ello.

Ese mismo poder no se quedó quieto ante la agresión de Atila. Entonces se recurrió al más brillante militar del que disponía el imperio, el general Flavio Aecio. El mismo que había sido enviado como rehén a los hunos durante su niñez era ahora la mayor esperanza para derrotarlos. Aecio recurrió a una táctica ingeniosa para plantar cara. Decidió combatir la superioridad de la caballería huna con el otro pueblo bárbaro que había demostrado gran capacidad militar contra las legiones imperiales en el pasado reciente. Así, se alió con los visigodos y acudió al encuentro de Atila, con el que se midió en la batalla de los Campos Cataláunicos, en las cercanías de la actual Troyes. Aprovechando que el terreno no era demasiado propicio a la caballería huna, las tropas romano-godas de Aecio lograron vencer de una forma contundente. El profesor Geary señala: «Allí, en un área más boscosa, lejos de las zonas en las que podía mantener suficientes caballos como para sostener su avance, tuvieron terribles problemas. En el momento en que se encontraron con el ejército romano-godo bajo el mando del general romano Aecio eran más un ejército de infantería que de caballería, y el resultado fue desastroso para ellos». A Atila no le quedó más remedio que retirarse a Panonia y lamerse las heridas durante el invierno, meses que aprovechó para preparar la nueva ofensiva.

En el año 452 el objetivo elegido fue Italia. Las autoridades romanas, embriagadas con el éxito del año anterior, se confiaron en que la respuesta del bárbaro tardaría más en llegar. Atila entró por el norte tomando y saqueando Aquilea, Milán y Pavía. Ante la inexistencia de oposición se dirigió rápidamente al sur, y marchó directamente sobre Roma como antes lo habían hecho los visigodos. La capital espiritual del imperio se preparaba de nuevo para el asalto. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, Valentiniano III abandonó Rávena y se refugió en Roma, donde reunió al Senado y decidió enviar una embajada compuesta por tres integrantes para que negociase la salvación de la ciudad con el rey de los hunos. La embajada estuvo dirigida por el papa León I y, ante la sorpresa y alivio generalizados, logró que Atila se retirase. Se desconocen por completo los términos de la reunión, que la Iglesia católica se encargó de publicitar como una intervención divina auspiciada por el Papa para lograr la salvación de la ciudad. La realidad seguramente fue más compleja. Por un lado, la embajada llevaba una oferta del emperador quizá consistente en la promesa del pago de un tributo anual e incluso es posible que con la concesión de la mano de Honoria. Por otro lado, Atila tenía buenos motivos para no seguir con la campaña de Italia. Su ejército por entonces estaba sufriendo los rigores del hambre y de una epidemia de peste, y el resultado del pillaje y el saqueo era ya demasiado elevado como para arriesgarlo codiciosamente avanzando hacia el sur y sobrecargando los carros que debían transportarlo más allá del Danubio. Como afirma el profesor Geary, «en el momento en que Atila se entrevistó con el papa León I a las puertas de Roma su ejército estaba padeciendo una epidemia de peste. El terreno de Italia no era adecuado para el tipo de tácticas a caballo al que estaba habituado. Tenía graves problemas y su decisión de aceptar cualquier compensación que le propusiese el Papa y abandonar Italia parecía responder a una intención de salvar la cara al tiempo que retiraba a su ejército de la península Itálica». No por ello la victoria sobre los romanos de Occidente dejaba de ser más rotunda y las expectativas para saquear durante los años siguientes, muy favorables.

Pero no hubo años siguientes. Inesperadamente Atila murió en el año 453, antes de poder caer de nuevo sobre Italia. La tradición no confirmada sostiene que murió tras la celebración de la boda con una de sus mujeres, al parecer ahogado como resultado de una hemorragia nasal mientras dormía. Tras su muerte la misma tradición afirma que fue enterrado en el lecho del río Tisza (en la actual Hungría). Los hunos trabajaron durante días levantando diques que contuviesen el lecho del río, en medio del cual se enterró al rey de los hunos con un formidable ajuar funerario. Una vez terminado el entierro y las celebraciones consiguientes se habrían roto los diques para que el río regresase a su cauce y la tumba de Atila nunca pudiese ser perturbada.

Con el entierro de Atila se terminó prácticamente el poder de los hunos. Atila tuvo descendencia, pero sus hijos y sucesores no fueron capaces ni de mantener la unidad del grupo tribal ni de mantener unida su fuerza para continuar aterrorizando y extorsionando a los Imperios romanos de Oriente y Occidente, dedicación que se había vuelto su principal fuente de riqueza en las décadas anteriores. Según el criterio de la profesora Salzman, «después de la muerte de Atila el imperio [de los hunos] desapareció al poco tiempo. No era un imperio construido sobre la administración o el buen gobierno, al modo del romano, o incluso sobre la protección frente a otros bárbaros. Era un imperio construido sobre el pillaje para la satisfacción de los líderes tribales y no hubo una persona capaz de ganarse la buena voluntad de sus seguidores. Desde luego no lo fueron sus hijos, que enseguida se pelearon y se dividieron entre ellos el imperio». Ése fue el modo en que desapareció el principal pueblo asiático que había puesto patas arriba toda la geopolítica del mundo antiguo en el siglo V.

Aunque la desintegración de los hunos fue un alivio para los romanos, es posible que su desaparición no les beneficiase a largo plazo. El profesor Bäuml, al referirse a la desaparición de Atila, destaca que «el efecto de su muerte sobre el Imperio romano fue también desastroso porque su presencia garantizaba cierto grado de orden en las fronteras del imperio. Los romanos pagaban un tributo a Atila porque obtenían algo a cambio que, fuera lo que fuese, merecía la pena». En este sentido, la presencia de los hunos en Panonia habría tenido la virtud de ejercer de tapón o elemento disuasorio para que otros grupos tribales procedentes del norte y del este avanzasen hacia la frontera romana. Pero una vez desaparecidos los hunos, las migraciones hacia Occidente continuaron y los bárbaros siguieron penetrando en un imperio que sobrevivió muy poco tiempo a Atila. Si éste murió en el año 453, sólo veintitrés años más tarde, Odoacro, rey de los hérulos —uno de esos pueblos que penetraron en territorio romano tras la desaparición de los hunos— depuso a Rómulo Augústulo, último emperador de Occidente. Reunió al Senado y junto con él decidió enviar a Constantinopla las insignias imperiales, lo que formalmente significaba que el imperio quedaba reunificado. Pero ya nadie se engañaba. Los bárbaros se habían asentado a todo lo largo del territorio romano occidental y habían fundado sus propios reinos en lo que una vez fue solar del dominio romano.

Quizá resida ahí el atractivo de Atila y de todos los pueblos que desde el siglo III establecieron contacto con el mundo romano. Como ha señalado la profesora Rapp, «los estudiosos se han acostumbrado a ver movimientos en la Historia en términos de conflicto entre Oriente y Occidente, donde un pueblo bárbaro oriental amenaza la civilización occidental. Considero que ésa es parte de la razón de la fascinación hacia Atila de los siglos posteriores hasta el presente». Porque la imagen que nos legaron los romanos de Atila y, por extensión, del resto de los pueblos que llamaban «bárbaros» no se correspondía con una realidad demasiado dura para ellos, en la que una potencia en franca decadencia no fue capaz de detener el ascenso de unos pueblos que quizá no poseían su desarrollo cultural, pero que fueron capaces de instalarse en lo que un día fue su imperio y dotar de sangre nueva y nuevas energías a una sociedad en declive.

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