Los grandes personajes de la Historia

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19: Felipe II » La formación de un príncipe

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La formación de un príncipe

El 27 de mayo de 1527, Isabel de Portugal, en presencia de su esposo Carlos V, daba a luz en Valladolid a su primer hijo, el futuro Felipe II. Su padre, Sacro Emperador Romano, ostentaba, además de la corona imperial alemana, la castellana (con sus territorios americanos), la aragonesa (con los dominios ultramarinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña) y era asimismo soberano de los Países Bajos. Su nacimiento fue por tanto recibido con la alegría propia de la llegada de un heredero y desde ese mismo momento su vida se encaminaría al desempeño de tan importante papel. Durante los primeros años de su vida, el joven príncipe, junto con su hermana María, estuvo al cuidado de su madre mientras que Carlos V se ocupaba de la defensa de los intereses de la corona en Europa frente a las amenazas turca y protestante. Las ausencias de su padre durante su infancia fueron muy frecuentes, de modo que Felipe II creció bajo la influencia de una figura paterna lejana y de tintes casi legendarios. Pese a ello, el emperador siempre se ocupó con esmero de todo lo relativo a su educación pues no en vano se trataba de su heredero. Precisamente por ello había optado porque el príncipe permaneciera en la Península pues Carlos V aún poseía vivo el recuerdo de la revuelta de las Comunidades de Castilla cuando en 1520 su llegada fue recibida como la de un rey extranjero.

Bajo el cuidado de su madre, Felipe II creció en un ambiente relajado y sencillo; tanto, que con siete años aún no sabía leer ni escribir, razón por la que con esa edad se le asignó su primer tutor, Juan Martínez de Silíceo, quien comenzó su educación con la ayuda de un cortesano que hizo para el príncipe una cartilla de primeras letras, una gramática castellana sencilla y tradujo al castellano el texto para educación de príncipes que Erasmo de Rotterdam había dedicado a su padre, Institutio principis christiani. Al año siguiente Felipe fue separado de Isabel de Portugal pues desde el 1 de marzo de 1535 el príncipe contó con su propia casa, es decir, una residencia y una corte propias, en la que a partir de entonces se desarrolló su vida. Mientras que Silíceo y los restantes preceptores del futuro monarca se encargaban de su formación intelectual y religiosa, el cuidado de su educación física y sus modales quedaron encomendados a un ayo designado por Carlos V, Juan de Zúñiga, de cuya severidad Felipe se quejaría con frecuencia a su padre. El rigor, la austeridad y la disciplina formaban parte de las cualidades que el emperador consideraba indispensables en la formación de un príncipe, y en ese sentido la elección de Zúñiga no pudo ser más acertada pues, como recuerda Geoffrey Parker, «aprendió bajo la atenta mirada de Zúñiga a hacer todo con dignidad y gracia; adquirió un aire de autoridad que inducía a todos los que se encontraban con él a tratarle con respeto (…). Zúñiga también le enseñó el autodominio y autodisciplina: Felipe se acostumbró a ocultar sus sentimientos y contener sus emociones».

La preocupación de Carlos V por evitar que su hijo creciese en un ambiente complaciente que debilitase su carácter y lo hiciese fácilmente manipulable le llevó en 1541 a sustituir a Silíceo por considerarle en exceso indulgente con su pupilo. Juan Martínez de Silíceo era además el confesor del príncipe y como el propio emperador explicó a su hijo, «no sería bien que en lo de la conciencia os desease tanto contentar como ha hecho en el estudio». Desde entonces Felipe contó con nuevos y destacados maestros, pues Juan Ginés de Sepúlveda se encargó de enseñarle geografía e historia; Honorato Juan, matemáticas y arquitectura, y el humanista Cristóbal Calvete de Estrella, latín y griego. Pronto dio muestras de vivo interés por los estudios y particularmente por la lectura y la música, de modo que desde los trece años viajaba con sus propios juglares y coro, y también con esa edad comenzó a adquirir libros para formar su biblioteca y que leía con auténtica avidez. Pero lo que más agradaba al joven príncipe era el contacto con la naturaleza. Gustaba de dar largos paseos y disfrutaba con la belleza de las plantas y las flores, algo que más tarde encontraría su reflejo en la preocupación por el diseño de los jardines de sus palacios; aunque nada le hacía tan feliz como la caza y la pesca. Su afición por estas disciplinas era tal que con sólo diez años su padre tuvo que limitar el número de piezas que podía cazar por semana en sus cotos para evitar que los esquilmase, y hasta el final de sus días continuó practicando ambas actividades siempre que sus ocupaciones le dejaban oportunidad.

Por otra parte, Carlos V se encargó personalmente de encaminar la educación política de su hijo como futuro monarca componiendo para él con este motivo cuatro escritos denominados «Instrucciones» por recogerse en ellos recomendaciones para conducirse sabiamente en el gobierno de la monarquía. La primera la escribió en Madrid en 1529 poco antes de salir hacia los Países Bajos y cuando Felipe sólo tenía dos años. Tan temprana fecha puede resultar sorprendente, pero teniendo en cuenta la incesante actividad bélica de Carlos V y la elevada mortalidad de la época, formaba parte de su responsabilidad como monarca asegurar en la medida de lo posible la correcta educación de su sucesor tanto si vivía para ocuparse de ella directamente como si no. A la Instrucción de 1529 le siguieron las de Palamós de 1543, Augsburgo en 1548 y Bruselas en 1556. En ellas Carlos V ofrecía a su hijo un completísimo compendio de consejos sobre los principios con que debía regirse un buen monarca y cómo debía manejarse ante todo tipo de situaciones, incluidas las derivadas de la existencia de facciones de poder dentro de la corte, dejando además a la posteridad un valiosísimo testimonio del arte de la política de comienzos de la Edad Moderna.

La educación recibida hizo de Felipe un joven introvertido, prudente, tremendamente autoexigente, responsable, meticuloso, amante de la soledad y la naturaleza y, sobre todo, consciente de la grandeza y responsabilidad de su destino. La figura inmensa de su padre, físicamente ausente pero sin embargo presente, sería clave en la formación del príncipe Felipe como futuro monarca, y al tiempo se convirtió en fuente de inspiración y constante punto de ingrata comparación. Felipe II fue sin duda uno de los monarcas mejor formados de su época, y quizá su único punto débil fue la incapacidad para comunicarse en otras lenguas más allá del castellano: aunque entendía perfectamente el francés, el italiano y el portugués, era incapaz de hablarlas no por ignorancia sino por timidez. Así, cuando en 1543 fue nombrado regente de los reinos hispánicos al ausentarse Carlos V para dirigirse a Gante, estaba listo para hacerse cargo por primera vez de las tareas de gobierno. Bajo la atenta mirada y control de su padre, Felipe II debutaba en su papel regio. Tenía dieciséis años y se preparaba para contraer matrimonio por primera vez.

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