Los grandes personajes de la Historia

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19: Felipe II » La leyenda negra

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La leyenda negra

El término «leyenda negra» es inseparable de la figura de Felipe II. Aunque en realidad la expresión se acuñó a comienzos del siglo XX a partir de un ensayo de Julián Juderías publicado en 1914, la atribución de una faceta oscura a la historia de España durante la época de su hegemonía, es decir, los siglos XVI y XVII, comenzó mucho antes. Fueron los enemigos de Felipe II los primeros en poner en circulación escritos en los que el monarca hispano y por extensión los españoles quedaban retratados como seres crueles, intolerantes y capaces de las mayores vilezas. La leyenda negra comenzó a tomar forma a partir de la publicación de la Apología de Guillermo de Orange, cabeza de los rebeldes holandeses contra el monarca español. En el texto se encontraban presentes los tres grandes ingredientes que terminaron conformando dicha leyenda: la crueldad personal de Felipe II, acusado de incesto y del asesinato, entre otros, del príncipe don Carlos e Isabel de Valois; el fanatismo y la intolerancia de los españoles, representados en las atrocidades cometidas por los soldados de sus tercios y por la Inquisición, y las masacres cometidas contra los indios americanos, partiendo de la manipulación de los escritos en defensa de los mismos de fray Bartolomé de las Casas.

Sin duda alguna el episodio de la biografía de Felipe II más explotado por la leyenda negra fue el de la muerte de su hijo y heredero. El príncipe don Carlos había sido el fruto de su primer matrimonio con María Manuela de Portugal. La consanguinidad de los progenitores propiciada por las políticas matrimoniales de las dinastías gobernantes en España y Portugal dio como resultado un hombre enfermo mental y físicamente. Como recuerda Geoffrey Parker, «en vez de ocho bisabuelos solamente tenía cuatro, y en vez de dieciséis tatarabuelos, sólo tenía seis». Ya existían antecedentes de trastorno mental en la familia, entre ellos el de la abuela común de los padres de don Carlos, la reina de Castilla Juana la Loca. Desde sus primeros años de vida el príncipe dio muestras de problemas en su desarrollo físico e intelectual, pero fue a partir de las prolongadas ausencias de su padre entre los años 1548-1551 y 1554-1559 cuando sus facultades comenzaron a deteriorarse de forma más evidente. Con trece años no era capaz de leer y escribir correctamente y su carácter era irascible e inestable. Desde 1560 sufrió crisis febriles episódicas que minaron una salud que terminaría de quebrantarse a raíz de un accidente dos años más tarde. Estando en Alcalá de Henares se precipitó por unas escaleras y se hirió gravemente en la cabeza. El rey acudió de inmediato y más de una docena de médicos trataron de salvarle la vida. El príncipe cayó en coma pero gracias a una trepanación logró evitar la muerte. Sus capacidades se resintieron gravemente y sus accesos de cólera terminaron siendo notorios entre todos los miembros de la corte. Se mostraba cruel con los animales, maltrataba a sus criados, llegó a amenazar con un cuchillo al duque de Alba y obligó a un zapatero que le había hecho unas botas estrechas a cocerlas y comérselas como castigo.

Felipe II había mantenido la esperanza de que su hijo pudiera sucederle y por ello se le había reconocido como heredero al trono en las Cortes de Toledo de 1560. El rey trató de animarle para que comenzase a participar en los asuntos de Estado, pero el progresivo deterioro de su salud y el empeoramiento motivado por el accidente de 1562 le convencieron de la conveniencia de mantenerle apartado de las grandes cuestiones políticas. El príncipe se sintió marginado y la relación entre padre e hijo fue empeorando con el tiempo. Sin embargo, fueron hechos vinculados a la compleja crisis con los Países Bajos los que terminaron motivando el trágico desenlace de la situación. Parece que don Carlos intentó tomar parte en el conflicto entre los rebeldes flamencos y su padre, para lo que entre 1565 y 1566 entró en contacto con los embajadores flamencos, el conde de Egmont y el barón de Montigny. Como indica Joseph Pérez, «si es verdad que don Carlos se puso en contacto con ambos o con alguno de los dos, a su padre no debió de sentarle nada bien su intromisión en un asunto político tan delicado. No se podían mostrar divergencias que alentaran a los rebeldes». A partir de entonces comenzó a hacer planes para escapar de España y dirigirse a Flandes, razón por la que a finales de 1567 solicitó al hermanastro del rey, don Juan de Austria, que le proporcionase un barco con el que huir. Don Juan rápidamente alertó al rey, quien, tras consultar con juristas y teólogos, decidió que era de suma importancia para la defensa de la Monarquía evitar que el príncipe saliera de España. La petición que hizo el príncipe de unos caballos al maestro de postas el 18 de enero de 1568 hizo saltar todas las alarmas y poco antes de medianoche Felipe II, acompañado de varios de sus consejeros, puso bajo arresto a su hijo. En los días siguientes, los grandes de España, los consejos del reino, las ciudades, el papado y las potencias extranjeras fueron informados de la reclusión del heredero en bien del reino. A lo largo de los siguientes meses el rey trató de tapar la penosa situación, prohibiendo a su esposa Isabel de Valois y a su hermana Juana llorar por el príncipe, a don Juan llevar luto por él y a los consejeros y grandes del reino mencionar su nombre. En palabras de Geoffrey Parker, «ante esta tragedia personal, el sentimiento de deshonor y de vergüenza ante la incapacidad de su único hijo pesaba más que cualquier sentimiento de dolor y compasión». Ante todo, Felipe II era rey.

Recluido en sus aposentos del alcázar de Madrid, la situación de don Carlos no hizo sino empeorar. Desesperado, había amenazado con quitarse la vida y por este motivo Felipe II ordenó, entre otras medidas, que se le entregase la comida ya cortada para no poner a su alcance objeto punzante alguno. En esas circunstancias el prisionero apeló al único recurso disponible en su situación, la huelga de hambre. Pero su precario equilibrio emocional no le ayudó en el intento, de modo que comenzó a alternar jornadas de ayuno con otras de ingesta desmedida, y para paliar el sofocante calor del verano de Madrid, se hacía llevar agua helada que bebía y usaba para empapar su lecho. La delicada salud del príncipe no aguantó tan anárquico comportamiento mucho tiempo, y el 24 de julio de 1568 falleció víctima de sí mismo y del hecho de haber nacido heredero de Felipe II. A los pocos meses, su madre, Isabel de Valois, también murió.

En el contexto de la crisis con los Países Bajos, la Apología de Guillermo de Orange aprovechó estos hechos para elaborar un relato con el que atacar al rey español: Felipe II, llevado por la lujuria, habría ordenado asesinar a su hijo y a su mujer con el objeto de lograr la aprobación del papado de una nueva boda con su sobrina Ana de Austria ante la necesidad de engendrar un nuevo heredero. Como afirma el historiador y biógrafo del rey Prudente, Manuel Fernández Álvarez, «de lo que se trataba era de la imperiosa necesidad de justificar la rebelión del vasallo contra su rey y señor natural. Esa justificación sólo se podía conseguir si las maldades del rey eran tan enormes que incluso obligaban a ello (…). En definitiva, la guerra entre la Monarquía Católica y los Países Bajos se pasaba del campo de batalla, entre los soldados de una y otra parte, a una guerra de propaganda, una guerra de papel que acabó desplazando del primer plano a la militar». Una década después el relato fue recogido, aumentado y ampliamente difundido por el ex secretario de Felipe II, Antonio Pérez, quien sobre todo en sus conocidas Relaciones de 1591 se hacía eco de él. Pérez, tras verse envuelto junto con la princesa de Éboli en una turbia intriga cortesana que terminó con el asesinato del secretario de Juan de Austria, Juan de Escobedo, acusó a Felipe II de ordenar el asesinato. Fue encarcelado en 1579 pero logró escapar primero a Aragón, donde la negativa a entregarle a la Inquisición terminó motivando una revuelta popular, y después a Francia. Desde el exilio, alineado con los enemigos de Felipe II, emprendió una campaña de denostación del rey que tendría una gran repercusión entre sus contemporáneos. La leyenda negra poco a poco iba popularizándose en toda Europa. Tres siglos más tarde, la ópera Don Carlo de Verdi terminaría de convertir la muerte del primogénito de Felipe II en su pasaje más conocido. Pero como bien ha indicado Ricardo García Cárcel, la leyenda negra, alimentada de hechos sólo en parte reales y deformados con una intención claramente política, no fue más que el precio que hubo que pagar por la hegemonía hispana de la época moderna.

En la madrugada del 13 de septiembre de 1598, Felipe II fallecía tras una larga convalecencia en sus habitaciones de El Escorial. Desde que encargase su construcción a Juan de Herrera en 1563, el conjunto de monasterio, palacio y panteón era su refugio favorito y en él se retiraba siempre que le era posible para llevar una vida más parecida a la de un monje que a la de un rey. Sus últimos tres años los pasó prácticamente inválido, pese a lo cual no abandonó sus responsabilidades y continuó dirigiendo la política de la mayor Monarquía de todos los tiempos. Fue un hombre de voluntad inquebrantable, trabajador hasta la extenuación, de enormes inquietudes intelectuales y firmes convicciones religiosas. En más de una ocasión su profunda fe en la misión providencial de la Monarquía Hispánica le llevó a anteponer en política los principios religiosos al sentido común y, en más de una ocasión, su papel de rey pesó demasiado sobre su trayectoria como hombre. Su reinado marcó la historia moderna de Europa y América con un modo de entender la política que estaría vigente hasta mediados del siglo siguiente y que, para bien y para mal, puso a España en el centro del mundo.

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