Los grandes personajes de la Historia

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24: George Washington » Construyendo una nación

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Construyendo una nación

Los cincuenta y cinco miembros de la Convención Constitucional de Filadelfia comenzaron sus sesiones en la primavera de 1787. George Washington fue elegido por unanimidad presidente del cuerpo constituyente. Su intervención en los debates fue escasa, consciente de que su opinión podía decantar el sentido de los mismos, consideró que a su cargo de presidente de la asamblea le correspondía un papel arbitral entre las distintas corrientes políticas allí representadas, conciliarlas y fomentar un acuerdo que permitiese que el texto saliese adelante. Es un hecho aceptado que cuando la Convención discutió sobre la forma y facultades del poder ejecutivo en el nuevo estado, la figura de Washington estaba en la mente de todos como el más probable presidente de la nueva nación por su prestigio, su talante moderado y conciliador y su compromiso con la causa de la independencia. No sólo fue decisiva esta influencia a la hora de rechazar una presidencia triple en la figura de un triunvirato, sino que se pensó en él como modelo de persona que sería capaz de manejar los enormes poderes que finalmente se dieron a la institución presidencial: el presidente sería al tiempo jefe del Estado, del Gobierno y de las fuerzas armadas, tendría derecho de veto, nombraría a los diplomáticos y miembros del Tribunal Supremo y dispondría de sus propias instituciones administrativas, la Administración Federal, para la ejecución de sus decisiones. La Convención acabó sus trabajos a finales del verano y la Constitución de los Estados Unidos de América, la primera de la Historia, se aprobó el 17 de septiembre de 1787.

Las expectativas creadas en la Convención no fueron defraudadas. El primer colegio electoral de Estados Unidos eligió por unanimidad como primer presidente de la República a George Washington el 4 de marzo de 1789, y el 30 de abril tomó posesión en la primera capital del nuevo estado: Nueva York. Su presencia en el cargo se vio como una garantía de estabilidad para el primer gobierno por su carisma, su probado patriotismo y sus dotes políticas. Su mandato duró ocho años al ser de nuevo elegido en noviembre de 1792. Centró la actividad de su gabinete en poner en marcha los mecanismos establecidos en la Constitución sin dejar a nadie de lado. De hecho, tuvo la habilidad de combinar en su gobierno a los miembros de las dos grandes corrientes políticas del momento, que progresivamente se fueron configurando en los primeros partidos políticos del país. El secretario del Tesoro (figura equivalente a la de ministro de Hacienda) Alexander Hamilton encabezaba a los Federalistas frente al secretario de Estado (similar a un ministro de Asuntos Exteriores) Thomas Jefferson, que lideraba a los Republicanos. Combinando ideas de ambos grupos, el presidente sacó adelante las medidas que consideró más favorables para dotar de estabilidad al joven país. Defendió a los Federalistas en sus propuestas para la consecución de una efectiva independencia económica y financiera mediante una ley tributaria que dotase de ingresos estables al estado, la Tariff Act de 1789, una ley que creara un sistema financiero propio, la Bank Act de 1791, y otra que regulase la creación de la moneda nacional, la Coinage Act de 1792. Desde 1793, la radicalización de la Revolución francesa tras la ejecución de Luis XVI, que llevó a Gran Bretaña a forjar una alianza con las monarquías absolutistas europeas y con los Países Bajos (conocida como «Primera Coalición») para declarar la guerra a Francia, obligó a Washington a dar mayor importancia a la política internacional. Aunque por el tratado firmado durante la guerra, en 1778, Estados Unidos era aliado de Francia, el presidente declaró la neutralidad del país, lo que no le impidió reconocer más tarde a la República Francesa. En 1794 el enviado norteamericano John Jay cerró con Gran Bretaña un tratado comercial que fue ratificado por el presidente y que le supuso las primeras críticas importantes a su gestión. Sin lugar a dudas, durante los últimos años de su mandato la política internacional fue la que marcó el debate público y la agenda política, y fueron estos asuntos los que hicieron pasar más apuros al presidente.

Para 1796 tocaba realizar la tercera elección presidencial. El 19 de septiembre de ese año Washington volvió a sorprender a sus compatriotas al publicar un mensaje de despedida (Farewell Adress) en el mayor periódico de Filadelfia, The American Daily Advertiser. En él anunciaba que no optaría a un tercer mandato. Era sin duda una respuesta a los que le acusaban de tener veleidades de perpetuarse en el poder como si fuese un rey. En dicho mensaje confirmaba públicamente sus convicciones republicanas, apelaba a la unidad de los estadounidenses frente a los efectos disgregadores de un partidismo excesivo, y alertaba contra la tentación de dejarse arrastrar por los vendavales de la política internacional aliándose con países extranjeros, ya que los intereses de Europa no eran los de América.

Después de publicar el mensaje se retiró, por tercera vez, a Mount Vernon. Allí reemprendió de nuevo su actividad de empresario agrario. El 12 de diciembre de 1799, tras pasar varias horas inspeccionando sus granjas y terrenos, enfermó y dos días más tarde murió a los sesenta y siete años. La noticia de su muerte fue acogida con señales generales de reconocimiento tanto por la incipiente clase política del joven país como por la opinión pública en general. Todos fueron conscientes desde el principio de que Estados Unidos no podría haber llegado a donde estaba sin la gran obra de su primer presidente, tanto en la guerra como en la paz.

El reconocimiento y la admiración que despertó la figura de George Washington al final de su vida se cimentaron no sólo en su protagonismo durante la guerra de la Independencia que logró la emancipación de los Estados Unidos de América. Logró además atraerse el elogio general por la coherencia entre los principios que defendió con las armas y su actuación posterior en la política nacional. A Washington no le interesó el poder en sí mismo, sus tres retiradas de la vida militar y pública (las tres elegidas por él en momentos en los que podría haber continuado) son clara muestra de ello. Muy posiblemente si no se hubiese producido la crisis económica y política de la década de 1760 nunca habría abandonado la tranquilidad de Mount Vernon (su punto de eterno retorno) y habría llevado una existencia tranquila en la Virginia que le vio nacer. Afortunadamente para la historia de la democracia no fue así.

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